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Seis copas
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Libro electrónico241 páginas3 horas

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Aulo Licinio Martínez Buñuel, alias el Lichi y natural del granadino pueblo de Azumejo, termina preso en una lejana y lúgubre cárcel rumana. Ansía salir de ese tugurio. ¿Cómo? Una antigua ley rumana conmuta la pena si el preso publica un libro. El escritor A.J. Villén se adentra en una novela de intriga y con un fino juego de perspectivas y retrospectivas conduce al lector por la impredecible vida del Lichi hasta el sorpresivo motivo de su presidio en Rumanía. Una novela que no deja indiferente ante la vulnerabilidad del destino y el azar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jun 2024
ISBN9788410687202
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    Seis copas - A. J. Villén

    Portada de Seis copas hecha por A. J. Villen

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Álvaro Jesús Villén Moyano

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-720-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi tío Wenceslao.

    Introducción

    Entre los pedos y ronquidos de mi compañero de celda, el croata de Boris, ayer me decidí a escribir.

    Aunque ahora, tumbado en la litera de arriba con nada más que un gastado lápiz, papeles amarilleados y unos pensamientos más magreados que estos instrumentos de tortura que porto, lo que me apetece es un cubata. Y eso que solo he tomado alcohol seis veces en mi vida. Cómo entiendo ahora a esos vareadores que me encontraba a las cinco de la mañana en el bar de mi pueblo del poniente granadino, Azumejo. En el frío de la madrugada y la propia conciencia, en la que te preguntas por la línea lógica en la que te cortan el cordón umbilical que te unía a tu madre y seguidamente en un tiempo inconcluso acabas apaleando olivos, lo que mejor sienta es un aguardiente que ascienda los grados de ambos. Yo tampoco sé cómo he acabado aquí, a miles de kilómetros del lugar de donde nací, alejado de mis gentes y escribiendo esto. ¿Que por qué escribo? Pues quizá, al igual que por lo mismo que mis paisanos trabajan a horas intempestivas con las manos agrietadas del frío: por sobrevivir.

    Llevo ocho meses preso en una cárcel situada en Transilvania, Rumanía. No os preocupéis, porque Boris espanta a cualquier vampiro o parecido a murciélago que se aparezca entre las rejillas de la estrecha ventana que se orienta al fondo de nuestro habitáculo. Además, según la obra de Stoker, para que Drácula entre primero hay que permitirle pasar, y no sé más rumano que la palabra hartie, que es la que grito al pasillo de la prisión cuando necesito papel para limpiarme el trasero. Ah, y la canción de Dragostea din tei, aunque sea por la versión de Los Morancos. La cuestión es que, al igual que Vlad Tepes, quiero salir de Rumanía y esta trena.

    ¿Cómo? Os preguntaréis mis imaginarios lectores.

    Existe en este país una antigua ley aún vigente, de época comunista y de tiempos de Ceaușescu, que permite a los presos conmutar pena de cárcel si escriben libros.

    Increíble, ¿eh? El problema es que no sé sobre qué escribir. Porque nunca he escrito.

    Me sigue apeteciendo beber y únicamente me he tomado seis jodidos cubatas a lo largo de mi vida. Lo pienso ahora y mi existencia se podría resumir en ese ritual y ese acto que no es más que social, aunque te lo tomes en la soledad. ¿Permitirá la junta de tratamiento de la cárcel que escriba sobre mí, sobre la vida de un muchacho granadino que acabó en una cárcel rumana? No lo sé, tampoco sé siquiera si lo traducirán o si alguien acaso lo leerá. ¿Me importa? No. Es papel mojado, un hartie sobrante de la punta de mis glúteos.

    Pero ahora mismo, ya que mi cabeza está alborotada de culpas e imágenes, lo que me apetece es una copa. Si así debe ser, oh, sibila de Azumejo, me plegaré a mi destino manifiesto. Escribiré sobre mi vida. Seré tu Eneas, aunque me llame Aulo Licinio, también apodado en mi tierra como el Lichi.

    Primera copa

    1

    Ya lo he comentado, pero me llamo Aulo Licinio, de apellidos Martínez Buñuel, y nací en una pequeña localidad del poniente granadino llamada Azumejo, a escasos cincuenta kilómetros de la ciudad nazarí. En una vieja casa al lado de la parroquia del pueblo, la iglesia de Santa Luna, viví durante dieciocho años rodeado de otras blancas casitas encaladas de dos pisos que conformaban estrechas y sinuosas calles, salvando la avenida principal en donde se encontraban los diferentes locales incluyendo la farmacia, el antiguo cuartelillo, el supermercado, las tiendas de misceláneas y los distintos bares. Deprimida en una cuenca y rodeada de alargadas sierras y escarpados barrancos, si fueseis observaríais hileras continuas de olivos recordando a niños haciendo fila para entrar a la guardería, en una conformación paisajística monolítica e inquebrantable que rezonga el olor aceitoso que impregna ropas y cuerpos.

    Admiraríais la tierra seca y rojiza que ensuciaba y pringaba los zapatos como si fuesen costras áridas y agrietadas, y se poetizaba cuando llegaba el atardecer haciéndole competencia al arrebol del cielo; el silencio quedo del pueblo que parecía respirar tranquilamente como un gigante adormilado y que solo se sobresaltaría con los tintineos de la campana de la parroquia, o las reuniones al fresco de los ancianos jugando a la brisca o al dominó, y muchachos escandalosos y vivaces que corrían y descubrían todas las esquinas. Cómo lo recuerdo. Y qué daño hace la melancolía. Supongo que es una ensoñación de mi niñez, de ese deseo de volver a los brazos, sean cuales sean. Aunque también pudiera ser que esté recreando los cuadros de mi padre, Gonzalo Martínez. Pintor de profesión, confeccionaba cuadros de corte naturalista con sucios colores ocres. Solo pintaba elementos y gentes de Azumejo, su pueblo natal.

    Debo reconocer que la vida durante mi niñez fue feliz. Nací en una familia acomodada. Mi madre, granadina y abogada de profesión, conoció a mi padre en una exposición artística de la capital. A los meses de emparejarse, un empresario madrileño llamado Antonio Gala se enamoró de uno de sus cuadros. En él, una joven gitana con el traje de lunares miraba distraídamente el castillo de origen árabe de Azumejo, llamado Palacio de los Meñiques. Desde entonces, el tito Antonio, como cariñosamente lo llamábamos en la familia, se convirtió en nuestro mecenas. El niño Apperley, repetía continuamente el tito refiriéndose a mi padre.

    Así, mientras el niño Apperley estuviese enclaustrado a su musa y guita particular, nosotros viviríamos en Azumejo. La casa en la que habitábamos era una antigua propiedad de mi abuelo paterno, fallecido antes de que yo naciera. Con sus tres pisos de altura, era una vieja construcción con un gran arco de reminiscencia árabe a la entrada, un gran salón con su mesita baja para el café, un sofá de amplias dimensiones y una televisión enclaustrada en una de las esquinas. También había una puerta situada en el lado diametralmente opuesto a la entrada que, si la abrías, entrabas en un patio interior donde predominaban las hileras de potos, cintas y plantas rosarios. Dejando atrás la planta baja y subiendo las escaleras, te encontrabas en un piso intermedio con una amplia sala en forma de ele en el que había una chimenea que nos resguardaba del frío seco en invierno, una mesa donde solía trabajar mi madre junto a sillas de exquisita madera de roble y una cocina con todos los electrodomésticos, muebles y poyos necesarios. De chiquitito, según me contaba mi madre, estaba siempre subiendo y bajando las escaleras que llegaban hasta las habitaciones de la planta superior como si, según ella: «Te estuviese persiguiendo el coyote del Correcaminos». En una de las caídas, porque como buena cabra loca que era siempre me terminaba cayendo, me hice la cicatriz en el pómulo derecho que todavía conservo. Boris, en los primeros días de trena, me preguntó si me lo hice en una reyerta. Prefiero que piense así porque, aunque es de trato cercano, contarle que es un recuerdo que toco cada vez que me acuerdo de mi mamita puede conllevar una pérdida de estatus carcelario que quiero conservar.

    Fue en esa casa donde conservo la primera imagen de una copa, que no la primera vez que me la tomé. Os lo contaré, no os preocupéis. Solo quiero que entendáis mi repulsión infantil al alcohol.

    El tito Antonio nos solía visitar cada seis meses para reunirse con mi padre. Sacaban de un pequeño y casi oculto trastero del patio interior una mesa de madera caoba, la colocaban en el centro del salón adornándola con el mantel de las visitas, de ornamentos florales y colores rojizos, y se disponían a cenar el conejo al ajillo que tan bueno le salía a mi madre. Podrían haber sido bogavantes o lubinas, chuletas de lechal o codillo a la miel, pero al tito Antonio lo que le gustaba era lo castizo. A nuestro vecino le gustaba salir por afición a los cotos de caza los domingos y, ante la inminente llegada del tito Antonio, siempre le pedíamos con una semana de antelación una de sus presas. La carne era más dura, aunque también más sabrosa. Así, se disponían con los dientes a discutir con los huesos del conejo, pringándose las bocas y manos mientras charlaban de cómo iba la vida en el pueblo o sobre qué trataría el próximo cuadro de mi padre. Sentado sobre una trona estaría yo, sin ser consciente más que del potito que me daba mi madre.

    Aun así, en una de esas veces, cuando rondaría unos tiernos cinco años y la trona se sustituyese por una silla para mayores y el potito por unas croquetas de jamón, ocurrió una acalorada discusión que, como es normal, no entendí hasta años después. Limpiándose el aceitillo que le chorreaba por las comisuras de la boca, el tito Antonio, con una copa de tubo en mano y un matiz rojizo en sus inflados mofletes, comenzó a hablar sobre un tal San Justín (Sadam Hussein) que tenía bombas en Irak…

    —…y acabará con Europa, con todos. Incluyéndonos a nosotros, María —refiriéndose a mi madre—, y a este hombretón. —La vaga mirada que el tito Antonio tenía en aquellos momentos se posaba sobre mis ojos, aunque recuerdo más el aceite que me salpicaba en la cara por cada sílaba que pronunciaba.

    —No creo que sea el caso, Antonio. —Mi padre, siempre comedido, intentaba encauzar la conversación con su apagada voz—. Irak no está fabricando bombas nucleares ni creo que pueda hacerlo a largo plazo.

    —¡Eso es lo que tú crees! ¿O te tengo que recordar las Torres Gemelas? ¡Cuatro moros, Gonzalo! ¡Cuatro putos moros montados en aviones y derribando rascacielos! No, debemos hacer algo…

    —¿Debemos? —Ahora era mi madre la que hablaba. Siempre había sido más taimada y sagaz en el enfrentamiento—. ¿Qué somos, Antonio, el puto papa sancionando cruzadas? No, no me lo digas. Aznar y sus amigos os han convencido de que hay que hacer algo, cuando la realidad es que lo único que queréis es su petróleo. A los que les caen misiles no son a nosotros, Antonio, si no a la población iraquí por vuestras ansias capitalistas.

    El tito Antonio incorporó medio cuerpo hacia la mesa bamboleándola a causa de su descomunal panza. La cuchara del petit-suisse que me estaba tomando se cayó al suelo. Todavía puedo oír el ruido metálico del metal impactando.

    —¿Qué tiene que ver el capitalismo con esto, María? Los rojos siempre sacáis el mismo tema. Alzáis pancartas y le decís no a la guerra, pero cuando el mar arrecia somos la derecha los que nos arremangamos y sacamos las cosas adelante.

    —¿Que sacáis las cosas adelante? Si a bombardear población civil lo consideráis sacar las cosas adelante…

    —¡Siempre criminalizando, María! —Podía oler el pestazo a la mezcla de aceite y alcohol que salía de la boca del tito Antonio. Sus ojos comenzaban a orbitar posiciones alternativas a las naturales—. La derecha mal y la izquierda bien. Esta es la moralidad de la izquierda. Eso sí, cuando se trata de hablar de gente de derechas asesinada, como en Para….

    —¡Estoy hasta el coño de que me saques el tema de Paracuellos, Antonio! No estamos hablando de la guerra civil. El caso es que vais a mandar marines a un estado soberano porque a Bush le conviene. Y mientras, el PP y nuestro presidente del Gobierno fotografiándose con él y Tony Blair.

    Mi padre y yo mirábamos a un lado y a otro como si fuese un partido de tenis. Creo que en ese momento estaba más preocupado porque no podía terminarme el postre que por cuestiones geoestratégicas.

    —¡Y bien que hace, cojones! Volveremos a estar en la primera línea del mundo, con los principales países. —En ese momento el cubata se estaba terminando. Oía como si estuviese en mi tímpano el eco de los hielos sobre la copa de tubo casi vacía. La posó cuidadosamente sobre la mesa como si fuese de la más exquisita porcelana—. Esos moros nos han dado cosas, lo reconozco, pero son unos vándalos a los que hay que enseñarles cómo comportarse.

    —¡Lo que eres es un fascista! —gritó mi madre.

    —¡La que no quería sacar el tema de la guerra civil! Niña, antes de que te cortasen el cordón umbilical yo ya huía de los grises…

    —¡A mí no me llames niña, subnormal! —Mi madre se levantó con las manos apoyadas sobre la mesa. La veía desde arriba y no quería estar en las carnes del tito Antonio.

    —¡María! —exclamó mi padre.

    —¡El insulto sí que no lo aguanto! ¡Me voy de aquí! —El tito Antonio se acercó un momento a mi padre, lo atrapó del brazo y le dijo—: Gonzalo, te lo dije cuando nos conocimos: demasiado nervio de mujer.

    —¡Soplapollas, vete de aquí!

    —María, no digas esas cosas delante de Aulo —dijo mi padre mientras se daba la vuelta hacia la entrada de la casa. Se oía el crujir de la puerta, abierta ya por el tito Antonio.

    El tito Antonio alcanzaba ya el umbral de la puerta:

    —Pero a dónde vas, Antonio, si estás que no te aguantas de pie.

    —Alquilaré una habitación en algún hotel de Granada. Si sigo discutiendo con María puede que me dé un patatús. —No creo que una discusión fuese la única causa de un ataque cardiovascular, atendiendo a los malos hábitos que cultivaba—. Adiós, Lichi. Nos queda pendiente la revancha del Tekken, ¿eh?

    En ese instante, cogido de la mano de mi padre y deslumbrado por la farola del exterior de la calle, le respondí con un atisbo de sonrisa, porque pensaba que si le respondía con algo más, mi madre cambiaría el sujeto de su furia a mí.

    —Antonio, si te paran los civiles…. —fue diciendo mi padre mientras, desde el tranco de la puerta, observaba al tito Antonio montarse en su Mercedes Benz C. Sentado y con la puerta abierta, pude atisbar que no lograba introducir las llaves del coche en la cerradura de arranque.

    —¡Los civiles me la pueden comer cual racimo de uvas! —El motor arrancó, cerró con un fuerte golpe la puerta del coche y, con un acelerón, se encaminó a la avenida principal del pueblo.

    Qué rabia me daba. Cuando llegaba, me ofrecía un apretón «de hombre» y me decía: «Buenas noches, Lichi, ¿no te has retirado ya del Tekken?», y yo le respondía que no, que no y que no, que había mejorado y esta vez le iba a ganar. Nos sentábamos en el sofá que había en el salón y le daba el mando dos (el mando uno era para mí, que era el que estaba en mejores condiciones). Me ganaba, echábamos la revancha, me volvía a ganar. Se reía y yo agachaba la cabeza ante tamaña combinación de movimientos. Por eso, cuando lo veía borracho como una cuba dos o tres horas después no daba crédito. ¿Cómo podía esa persona que ahora no podía ni caminar recto más de tres pasos ganarme, avergonzarme y a la vez fascinarme como si de un ídolo se tratase? No, no y no. No me gustaba el alcohol. Desde ese momento lo supe. Cuando fuese mayor, pensaba, le ganaría con esa ventaja.

    Así pasaría cada vez que el tito Antonio fuera a cenar a casa. Saludaba, se ponía a jugar al Tekken conmigo mientras mis padres terminaban de preparar la cena y, cuando estuviese lista, nos dispondríamos en la mesa. El conejo al ajillo iría acompañado de lo que me parecía un sangriento vino. Cuando de los platos solo quedasen las migas del pan que fue limpian do el aceite, mi padre sacaría de uno de los estantes (uno de los que, de niño, veía como inútil y vacío, como si fuese atrezo) una de esas botellas de las siempre me fascinaba el rótulo impreso en rojo que leía como Befeter (Beefeater). La cara del tito Antonio empezaría a ponerse como el rótulo de la botella, la conversación iría subiendo de tono y, en las peores, el invitado acabaría por huir de la casa. Mi madre le echaría la bronca a mi padre exigiéndole: «Ese gordo de mierda no vuelva a pisar nuestra casa» y pidiéndole, enfurecida, que dejase de hacer encargos para él. Papá diría que necesitaban el dinero y el típico: «Ya sabes cómo es Antonio». Al final, antes de acostarse, a mi madre se le bajaría el cabreo, cedería y no volvería a sacar el tema hasta que volviese.

    Pero yo seguiría recordando entre las sábanas y mantas que no pude vencerle.

    2

    No solo jugaba al Tekken, aunque mi yo pequeño lo desease. Desde mis tres años iba a la escuela del pueblo, un edificio de colores variopintos que contrastaba con las casas calcificadas. En las clases de parvulitos había sillitas, dibujos nuestros colgados por todas las paredes, mesas circulares en las que nos sentábamos unos cuantos y quitábamos si había que jugar a la gallinita ciega o algún juego similar. Mi maestra, doña Dori, era un encanto de persona que sanaba con culito de rana si te hacías un rasguño o te ayudaba si te meabas en los pantalones (yo me meaba poco que recuerde, pero Carlos era una catarata andante). Salíamos al patio y pateábamos la pelota, nos escondíamos entre las esquinas o corríamos sin motivo aparente, gritándonos y riéndonos. Nos poníamos unos zancos y parecíamos gigantes. Juntábamos las manos formando un círculo al grito de «a estirar, a estirar, que el demonio va a pasar» y nos acercábamos hasta que los rostros fuesen indistinguibles, solo viendo ojos y bocas ajenas entremezcladas.

    Que recuerde, desde esa época siempre tuve amigos con los que entretenerme en el pueblo. El mencionado Carlos era un muchacho pálido de ojos verdosos, cabello castaño y con un rostro redondeado que se asemejaba a su cuerpo robusto. Fue la primera persona que conocí en la escuela. En uno de los primeros días, siempre lo recordaré, mientras formábamos fila para entrar en la clase, se acercó para preguntarme mi nombre. Acostumbrado a como me llamaban mis padres, le contesté que Aulo Licinio. La sorpresa todavía la veo en el techo de la celda como si se me presentase una de las caras de Bélmez con su rostro. Espabilado como Carlos era desde esa temprana edad, me dijo:

    —Raro. —Se quedó un momento pensativo, estrujándose los ojos con las manos. Una chica, que en ese momento no conocíamos pero que era nuestra amiga

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