El recuerdo que dejas
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Amor, secretos, engaños, soledad. Todo hace que los personajes experimenten sus emociones, el misterio y la conspiración, revelando los más profundos secretos familiares.
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El recuerdo que dejas - Alejandro Martín Pecenti
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© Alejandro Martín Pecenti
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-592-5
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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A mi abuela y mi madre, por su lucha continua y
por su legado más preciado: el amor.
EL RECUERDO QUE DEJAS
Ese día, mi mundo se desmoronó. Sentí una especie de escalofrío recorrer todo mi cuerpo. Sabía que tarde o temprano iba a suceder; había fantaseado con ese momento en múltiples ocasiones y lo tenía muy claro en mi mente. Todos sabemos que ese día nos llega, pero no quería aceptarlo. No quería que se fuera, que nos dejara, que no pudiéramos besarla, abrazarla y mimarla de nuevo. No quería perderla. Sin embargo, todo se había acabado. En un instante, una parte de mí desapareció y se esfumó. Me sentí desnuda, con una sensación extraña. No sabía si reír o llorar, no sabía cómo actuar. Es una situación difícil de explicar. Desde pequeña, sentía que no podía comprenderla, no entendía por qué era así, con ese carácter tan fuerte, tan firme. Hasta que un día descubrí el porqué; pero sigo sintiendo aflicción, sigo creyendo que ese momento llegó tarde. Aunque atesoro la satisfacción de haberle demostrado cuánto la admiraba y amaba. Hoy, sigue presente en mi memoria, en mis recuerdos, y cada pensamiento me transporta al pasado, permitiéndome apreciar lo grandiosa que fue, con sus defectos y virtudes, con su pasión, con su lucha y su amor.
Cuando mi hermano Marcos me llamó ese día con la voz quebrada, comprendí de inmediato lo que sucedía. No hubo necesidad de palabras. Me quedé inmóvil, sin responder. Dejé caer el teléfono lentamente. Miré hacia el cielo gris y recordé el día en que encontré aquel cofre repleto de recuerdos, ese bendito cofre que me condujo a descubrir su verdadera historia, la historia de mi madre.
CAPÍTULO 1
Frágil
Cada mañana que tenía libre, visitaba a mi madre. La ayudaba con los quehaceres de la casa, aunque a ella nunca le gustó que tocaran sus cosas; era minuciosa y detallista. Cuidaba su casa como nadie. Cada vez que iba a la cocina a prepararme un café o a buscar algo y me demoraba más de lo normal, ella me gritaba desde el comedor, sentada en la cabecera de la mesa: «¡Mercedes! ¿Qué estás haciendo en la cocina?». Siempre intuía que hacíamos algo que no quería, mucho menos que alguien quisiera limpiar. La limpieza era primordial, siempre lo fue; era una costumbre arraigada, casi un hábito excesivo. Podía llegar a enfadarse muchísimo si alguien le cambiaba algo de lugar o ensuciaba dentro de su casa. Sabía cómo dejar claro que nadie lo hacía tan bien como ella. Aunque tengo cierta similitud con ella en ese aspecto, no llego a ser tan exagerada, simplemente tengo un apego considerable por la limpieza. Mi madre siempre se ocupó de todo sola, tenía la habilidad innata de mantener todo sumamente prolijo y limpio. Sin embargo, esos momentos de obsesión ya habían quedado atrás, ya no tenía la energía para continuar con esa costumbre. Su edad avanzaba con rapidez, y desde el día en que se desplomó en el suelo, toda su vida cambió por completo.
Por lo general, celebramos la Navidad en casa con mi familia, una tradición que hemos mantenido, aunque cada vez seamos menos. Aun así, un año decidimos cambiar las cosas. Optamos por alquilar una casa en el campo, lejos de la ciudad, con la intención de relajarnos y vivir una experiencia distinta. La idea surgió de mis hijos y de Marcos, siempre dispuestos a innovar. Sin embargo, no los culpo, yo también quería dar un giro a ese día y me agradaba la propuesta. Suelo permitir que tomen esa clase de decisiones, no me molesta. Con Jorge, mi marido, ya estamos mayores y no tenemos ganas de discutir para organizar ese tipo de eventos como solíamos hacer cuando los chicos eran más pequeños. Siempre intentábamos reunir a toda la familia, de las dos partes, pero, inevitablemente, algo salía mal. Por eso ahora dejamos que los más jóvenes se encarguen. La idea principal era disfrutar de una Nochebuena tranquila, sin tanto bullicio, y al día siguiente aprovechar el sol y la piscina. Asimismo, ello, por esas cosas de la vida, no fue así.
El 24 de diciembre transcurría con normalidad. Todo seguía el curso habitual: la preparación de la comida, sándwiches, arrollados, ensaladas, dulces, llevar las bebidas, cambiarnos y todo lo que una familia acostumbra a hacer en una sola noche como si fuera la última cena de nuestras vidas —o al menos eso creía yo—. Marcos había llegado el día anterior con Pablo, su pareja. Aunque vivían en Buenos Aires, cada año venían a Rosario para compartir la Navidad en familia y disfrutar juntos de la ciudad que nos vio crecer y en la que seguimos viviendo, a pesar de nuestro fuerte vínculo con Buenos Aires, la exorbitante capital. Ellos se quedaban en la casa de los abuelos y se encargaban de prepararlos y llevarlos en el auto al campo. Mis hijos iban cada uno por su cuenta, acompañados por mis nietas y los animales. Jorge y yo íbamos solos, y desde temprano, ya teníamos todo listo.
Todo marchaba normalmente. Una noche única de verano, donde la luna iluminaba el ambiente, la brisa era suave y la temperatura, perfecta. Cada año, aunque mis otros hermanos y sobrinos no estén presentes, disfruto de un momento único con toda la familia reunida. Para mí, es una noche llena de sueños e ilusiones, mientras esperamos la medianoche para abrir los regalos, brindar y decirnos lo mucho que nos queremos. El ritual de siempre. Pero esa vez no pudo ser. Entretanto, escuchábamos música, charlábamos y algunos bailaban. Como familia, siempre nos gusta festejar a lo grande, tratamos de divertirnos y desconectarnos de todas las cosas que nos pasaron en el año.
Si no me equivoco, faltaban aproximadamente unos cuarenta minutos para la medianoche y ya casi estábamos listos. En ese momento, a mi madre se le ocurrió continuar bailando, sola, moviendo sus hombros y sus pies, como siempre lo hacía. Sin embargo, esta vez nadie la acompañaba y, de repente, ¡PUM!, cayó de golpe al piso, sin trastabillar, sin decir una palabra. Todos nos quedamos anonadados, la observamos un instante pensando que había sido una simple caída, pero no fue así; se quedó inmóvil. No pudimos levantarla; nos indicó que le dolía mucho la cintura, por lo que tuvimos que llamar urgentemente a una ambulancia. Pero era Nochebuena, casi la medianoche, el momento menos indicado. Nadie nos quería ir a buscar al medio de la nada, alejados de la urbanización, adentrados en el bosque, donde solo se escuchaba algún que otro pájaro a lo lejos, o el ladrido de unos perros. Era una hora muy crítica en la ciudad, todos deseaban festejar y, además, los mayores accidentes suelen ocurrir a esa hora.
Tras intentar comunicarnos con todos los hospitales y sanatorios, supimos que nadie vendría. Nos daban excusas, nos decían que tardarían mucho en llegar o que no tenían ninguna ambulancia disponible. Aunque podría ser cierto, el enojo y la impotencia no nos permitían pensar con claridad. La desesperación se apoderaba de nosotros,