Amor de madre: Caminando entre rosas y espinas
Por Didina Ursu
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Amor de madre - Didina Ursu
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Didina Ursu
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-469-0
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Prólogo
Esta es la historia que narra mi travesía por la vida. Desde temprana edad, el destino parecía haberme señalado para enfrentar adversidades y tragedias. Me sentí a menudo como una náufraga, sola en un barco sin timón, tratando de sortear olas, tormentas y las secuelas que estas dejaban. Mi anhelo es que estas páginas transmitan los profundos sentimientos, el dolor y el sufrimiento que una mujer puede soportar, pero también, y sobre todo, el ímpetu incansable por superar cada obstáculo que la vida, o quizás el destino, nos impone en nuestro camino. A lo largo de mis años, hubo pocas ocasiones en las que mis ojos estuvieron libres de lágrimas, pero, al mismo tiempo, me enfrenté resueltamente a cada desafío, luchando con tenacidad y determinación para alcanzar mis metas. Con el amor y el apoyo incondicional de mi esposo a mi lado, cada vez que me sentía abatida, hallaba en mi interior la fortaleza para levantarme y continuar el viaje. La resiliencia fue mi estandarte, y espero que, al leer mi relato, otros encuentren la inspiración para enfrentar sus propios desafíos y seguir adelante, sin importar las adversidades.
Capítulo 1
Cuando tenía cuatro o cinco años, solía jugar junto a mis hermanos Costin y Elena en un campo que, en conjunto, era una explosión de flores que surgían de la nieve a medida que esta se derretía bajo la luz del sol; tiernas campanillas que desprendían una fragancia especial. En verano, los frutos del campo bordeaban un espeso bosque de acacias y tilos. Cada verano, mi madre nos enviaba a recoger aquellas flores silvestres para preparar el té, inundando nuestro hogar con el dulce aroma de la naturaleza. Recolectábamos aquellas flores de acacia a pesar de que, en aquellos tiempos, no sabíamos cuántos beneficios tenían desde el punto de vista medicinal. De camino a casa, nos comíamos lo que recolectábamos, pues tenían un sabor y un aroma agradable.
En Bârlad, en aquella pequeña ciudad clavada entre colinas y valles, crecí yo, Didina, una niña cuyo espíritu ardía con una pasión inquebrantable desde mis primeros años de vida. Desde temprana edad, demostré ser un alma luchadora y empoderada, capaz de enfrentar los desafíos que el destino me deparaba.
Provengo de una familia humilde, pero rica en valores y amor. Mi infancia transcurrió entre risas y juegos junto a mis hermanos Costin y Elena y a mis primas María, Verona y Paula.
Cerca de allí, había un manantial sagrado; un lugar de descanso para los viajeros que se aventuraban a la feria de un pueblo cercano. Aquella fuente, llena de agua cristalina y fresca, también abastecía a mis padres, quienes utilizaban aquellas aguas para mezclar la tierra con paja, creando así la materia prima para la fabricación de los ladrillos necesarios para construir su casa. Recuerdo aquel vasto terreno donde se colocaban cuidadosamente esas formas, expuestas al ardiente sol para secarse y convertirse en cimientos sólidos y resistentes.
Yo, como niña de pocos años, estaba siempre dispuesta a jugar con mis hermanos, pero también tuve la voluntad siempre de ayudar a mi madre en todo lo que podía; los pilares de la educación que recibí se fundaban en la bondad, el amor, el dar y el saber recibir, pero siempre dar. Mi madre era un ser muy amable, compasiva y dulce con todos y con todo; supongo que de ella tenemos todos esa condición y esas ganas siempre de ayudar al prójimo.
Inquieta, siempre buscando algo que hacer, fui encontrando diferentes caminos que, obviamente, me llevaron a diferentes puertos. Lo mismo me subía a un árbol con mi hermano para devolver a un pajarito que se había caído de su nido, o diseñaba con mi hermana muñecas de trapo con los restos de telas que mi madre usaba para las colchas de las camas que ella misma hacía.
Un día, agobiada por el sofocante calor estival, decidí refugiarme en un cobertizo cercano. Me coloqué un sombrero de paja y, sin darme cuenta, me quedé profundamente dormida toda la tarde. Al despertar, escuché que mi familia me buscaba con angustia, llamándome a gritos en un intento desesperado por encontrarme. Las lágrimas y el miedo se apoderaron de sus corazones, pensando en la posibilidad de que hubiera caído en un pozo que existía por aquella zona. Sin embargo, al caer la noche, salí de mi escondite, ignorando todo lo que estaba aconteciendo a mi alrededor y, por mi cuenta, corrí hacia mi casa y encontré a mi madre muy triste y asustada. Mi llegada provocó una gran alegría y alivio a toda mi familia y, una vez todos supieron que había vuelto, comenzamos a cenar, beber y cantar todos juntos dando gracias porque nada malo me hubiese pasado; pero esta es solo una de las miles de veces que tuvieron que preocuparse por mí; como dije antes, fui una niña muy inquieta.
El verano llegó a su fin y el fresco otoño tomó su lugar, acompañado de heladas que cubrían el paisaje durante las noches. Disfrutaba sentándome junto a la ventana, en compañía de Elena, mi hermana, observando cómo las hojas amarillentas de los árboles del jardín caían al compás del viento. Había días sombríos y semanas enteras de lluvia en las que las pesadas nubes grises se interponían entre los rayos del sol y la tierra. Pero incluso en esos momentos mi determinación no flaqueaba y los niños del pueblo y yo salíamos, enlazando nuestras voces al viento, rogando al sol que se mostrara en todo su esplendor.
Yo, esa niña luchadora y empoderada desde temprana edad, comenzaba a labrar un camino lleno de desafíos y triunfos. Los cimientos de mi espíritu indomable se fortalecían cada día, augurando un futuro lleno de coraje y valentía. Aunque aún no me percatara de ello, estaba destinada a convertirme en un ejemplo de superación para todos aquellos que se cruzaran en mi camino. En aquel pequeño rincón de la vida, en un terreno adquirido por mis padres para construir una casa, comencé a forjarme como la mujer que soy.
En esos momentos, solo había una modesta habitación construida; un tipo de apero para la labranza con una especie de hall en la entrada y nada más. Todo ello constituiría unos 30 metros cuadrados, donde se inventaron un pequeño salón con cocina abierta y una habitación para dormir, pero mis padres soñaban con construir un bello hogar que fuera nuestro refugio.
Un buen día, mis hermanos y yo, que andábamos explorando todo el día, fuimos a una parte del terreno de la finca que era bastante grande y allí encontramos que alguien en tiempos pasados había construido una especie de bodega subterránea. Era muy bonita; su entrada en forma de arco con sus paredes revestidas de ladrillos rojos nos llamaron muchísimo la atención. Nos adentramos y descubrimos que había unas gigantescas barricas de madera que en algún tiempo pasado debieron estar llenas de vino, pero que, en esos días y sin que nosotros supiéramos nada al respecto, mi padre las estaba utilizando para llenarlas de agua con la que hacer su masa de barro para crear sus propios ladrillos, ladrillos con los que se construiría la casa de nuestros sueños.
Con mucho esfuerzo y dedicación, finalmente mis padres levantaron la casa y pusimos el techo. Recuerdo a mi madre haciendo las camas, cubriéndonos con el edredón asegurándose de que no nos resfriáramos en las frías noches. Menciono a mi madre con mayor frecuencia, ya que ella era quien se encargaba de todos los problemas del hogar. A mi padre no le gustaba tanto el trabajo y siempre escuchaba a mi madre decir: «Vamos Vasile, que se acaba el día, el sol se está poniendo ya».
Con el tiempo y con perseverancia, soñando y luchando, se levantó una casa de cuatro dormitorios, un salón, una cocina y un baño, que a mis ojos de niña parecía enorme. Recuerdo mirar a mi madre mientras ella preparaba la comida para el almuerzo y ver su gran alegría por tener al fin su casita después de haber trabajado tanto; tenerla como ella siempre soñó era algo que se reflejaba en su cara y en sus gestos. La miraba desde abajo de una colcha enrollada en la pared, donde yo me metía como si fuera un gatito buscando el frescor en los días de bochorno.
Mientras mis padres seguían trabajando en la construcción de nuestro hogar, a mí me encantaba construir pequeñas casitas junto a mi amiga Gina, que era de mí misma edad. Ella era la hija de nuestros vecinos; una niña fabulosa. Lo pasábamos siempre muy bien juntas haciendo trastadas de niñas de nuestra edad.
La madre de Gina trabajaba en el hospital. Era una señora encantadora; su dedicación a sus pacientes era verdaderamente admirable, digna de un ángel. Siempre que alguno de nosotros se enfermaba por catarros o cosas normales de niños, como sarampión, varicela, etc., ella siempre era nuestra enfermera, tanto si acudíamos al hospital como si estábamos en casa. Nunca dudaba en venir a ayudar, pues su profesión era para ella su gran pasión y también lo era cuidar de todos nosotros, tanto que nunca pude imaginar que, en un futuro no tan lejano, su ayuda iba a ser realmente vital.
Mi padre trabajaba como guardia de seguridad en una empresa y, en su tiempo libre, construía nuestra casa.