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Domingo, lunes, martes y...
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Libro electrónico212 páginas3 horas

Domingo, lunes, martes y...

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Tres días del final del verano de 1963 son suficientes para sellar el destino de los dos protagonistas de este relato: un estudiante de Derecho Español y un jugador de rugby sudafricano. Firmemente convencidos de haber encontrado, el uno en el otro, el amor de sus jóvenes vidas, estarán dispuestos a afrontar todo para poder vivir juntos y en paz su gran pasión amorosa. Ni la España franquista ni el régimen racista de Sudáfrica les van a facilitar las cosas. Las relaciones homosexuales están consideradas en ambos países como delitos y convierten en criminales a todos aquellos que las practican. Deberán recorrer un largo camino hasta llegar al desenlace, más de veinte años después, en una playa de Sitges, bello telón de fondo de uno de los tres días más felices de sus vidas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 may 2024
ISBN9788410685512
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    Domingo, lunes, martes y... - Fernando Belloso

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Fernando Belloso

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-551-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PRIMERA PARTE

    DOMINGO

    «El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas, pero al que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes, o ignorado, o despreciado, o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencia, conocimiento, artes)».

    Roland Barthes, Fragmento de un discurso amoroso

    Llegué a la estación de Francia de Barcelona. Acababa de apearme de un tren regional que atraviesa Cataluña desde la frontera francesa y que, por el interior, recorre en paralelo la Costa Brava y sus playas y sirve de medio de comunicación a todas esas personas, turistas o felices propietarios de segundas residencias, que aún no tienen o no quieren usar el invasivo automóvil. Había pasado una semana con mi hermana, su marido y sus hijos en un chalet alquilado en una de esas playas. Tras la muerte reciente de nuestro padre, mi hermana y su marido me acogieron temporalmente en su chalet mientras decidían, decidía yo, qué hacer con mi vida a mis 22 años y huérfano ahora de padre y madre. Me faltaba una asignatura para licenciarme en Derecho. Debía, pues, regresar a Madrid y superar ese último obstáculo en la convocatoria de septiembre. Los exámenes tendrían lugar en la última semana de ese mes. Me quedaban, pues, poco más de quince días para encerrarme con mis libros en una habitación, darme un atracón de Centramina y obtener así mi título universitario.

    Me instalé en una mesa de la terraza interior de la cafetería de la estación a tomar una caña. Antes de dejar el tren ya había dado cuenta de un bocadillo de queso y salchichón que mi hermana, previsora, me había preparado para el viaje. Eran poco más de las dos de la tarde. Necesitaba beber algo. A mi alrededor, mucha gente estaba almorzando. Sin perder de vista mi maleta de cartón plastificado donde guardaba todas las pertenencias que poseía en este mundo, me permití un respiro de unos minutos, mientras decidía qué tren coger para volver a Madrid.

    En el interior de la estación reinaba un calor húmedo y un bullicio considerable de voces sobre el que tronaba un megáfono anunciando las incidencias del tráfico ferroviario. La mesa de al lado tenía un nuevo ocupante. Oí el pesado desplome de un descomunal saco-mochila que cayó a pocos centímetros de mis pies y el más mitigado ruido de un cuerpo humano que se acomodaba, es un decir, en una de esas sillas de plástico duro, en uso en bares y terrazas del país desde hacía ya un tiempo. Por curiosidad, levanté los ojos y, sin mayor preámbulo o preparación, me topé con la mirada profunda y penetrante de unos ojos verdes que, sin más, me cortaron la respiración.

    No, no estaba preparado para ello. ¿Alguien lo está alguna vez? Fue como el fogonazo de un flash, como la súbita exposición a la luz de un mediodía claro de unos ojos que llevaban años (¿toda una vida?) acostumbrados a la oscuridad. No pude sostener la mirada más que breves segundos. Mi turbación fue extrema y honda. Temía que se me notase y que la gente a mí alrededor se burlase de mí a carcajadas o me echase a patadas de la terraza del bar la estación. Bajé los ojos a tierra mientras procuraba recuperar el aliento. Pasados esos breves segundos me aventuré, tímidamente y con un ligero temblor de manos, a examinar la causa de mi turbación, a ir levantando los ojos desde el suelo en vertical hacia arriba.

    Ya había constatado al primer contacto visual que el poseedor de esos ojos verdes perturbadores era un joven, un muchacho enormemente atractivo. Oí su voz de bajo-barítono pedir una coke al camarero. ¿Un americano, un yanqui? ¿Un turista? ¿Un soldado de las recientes bases militares instaladas en nuestro territorio? Cuidadosamente, me fijé, pues, primero en los pies, calzados con unas botas de media caña de cuero marrón claro y con un tacón de un par de centímetros o más, calculaba yo. Unos pantalones de tela recia de algodón blanco crudo cubrían el empeine del pie. No me pareció oportuno ni prudente escalar con mis ojos pantorrillas, rodillas y muslos. Preferí concentrarme en las manos; grandes, fuertes y limpias y bien manicuradas, sus dedos parecían retorcer algo real o imaginario. En el anular de la mano derecha lucía un anillo, un sello con unas iniciales entrelazadas en su cara anterior.

    Por fin, sacando fuerzas de mi flaqueza, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, elevé mis ojos y me topé de nuevo con esos hermosos ojos verdes que ahora me parecían color de humo; efecto del cambio de la luz. Temí caer fulminado por un rayo o por una flecha certera. Era superior a todos mis esfuerzos. Sentí una punzada de dolor en el flanco izquierdo y que la lengua, los labios, la garganta, la boca toda estaba a punto de petrificarse. Para incrementar mi indefensión total y la rendición incondicional de todas mis resistencias, esos ojos me sonrieron, ¿o era la amplia sonrisa que dibujaban sus sensuales labios dejando al descubierto una dentadura nívea y perfecta lo que me acaba de desarmar? Pues yo interpreté esa sonrisa como un gesto de simpatía y cordialidad que no recordaba haber conocido antes.

    Do you speak English?

    Otra vez esa voz de bajo-barítono dirigida a mí. Resultó que me está hablando. Esa sonrisa que me desarmaba, esos ojos verdes humo, ese rostro de bellos y armoniosos rasgos, todo ello y mucho más que aún me quedaba por descubrir, se dignaban dirigirse a mí, a proyectarse sobre mi persona.

    —Sí, un poco —contesté con un hilo de voz.

    —No le he oído bien ¿me permite que me siente a su mesa?

    —Cómo no, por favor.

    —John. Mi nombre es John. Soy sudafricano. Tú eres español, ¿no? Pues no lo pareces.

    —Por favor, habla despacio, mi inglés es muy rudimentario. Cinco adjetivos, diez verbos, cincuenta sustantivos, y con las preposiciones y pronombres siempre me hago un lío enorme y siempre los uso mal.

    La sonrisa se transformó en una risa a boca abierta. Ni ruidosa ni ridícula.

    —Man! I like you.

    Esta expresión inglesa que en realidad no significa nada si la traduzco al español es para echarse a llorar. «¿Yo te gusto? Pues si supieras lo que tú me gustas a mí saldrías corriendo de esta estación». Yo creo que lo sabía. Tonto ni era, ni lo parecía. Nuestras miradas se cruzaban una vez más. Guardamos silencio unos minutos. Nuestros ojos hablaban y decían demasiadas cosas, demasiado pronto.

    Yes, I like you —repitió espaciando intencionadamente las tres palabras.

    —I like you too, John —contesté yo casi en un susurro.

    Otra vez el silencio se instaló entre nosotros. Él aprovechó para beber un trago de su coke. Yo hice lo mismo con mi caña de cerveza. «¿Y ahora qué?», nos debíamos de estar preguntando los dos, presumo. Nuestros ojos ya no se abandonaban ni un segundo. Su sonrisa se había transformado en un rictus serio como de alguien que está ponderando varias opciones. «Gracias. Que tengas un buen día. Un placer haberte conocido. Sorry, mi tren a Madrid sale en un cuarto de hora». Pero nuestros labios callaban, mientras nuestras miradas por contra se fundían, se buscaban y, al encontrarse, parecía que quisieran absorber nuestra empatía o transmitir un mensaje de promesa o de despedida. Sentí un malestar general, pues no sabía cómo controlar una situación inédita para mí, mientras mi pulso se aceleraba, mi boca se secaba aún más y mis manos se retorcían en un frío sudor.

    Creí adivinar que a él le podía estar sucediendo algo parecido.

    —¿Cuántos años tienes, John? —me atreví a preguntarle.

    —Veintiuno.

    —Yo veintidós.

    —Ya eres un viejo —bromeó.

    —Y tú un niño —repliqué yo sonriente por primera vez.

    Otra vez el silencio se instaló entre los dos. Esta vez se prolongó de modo interminable para mí. Pero los ojos no se abandonaban ni un segundo. Yo creo que ya se lo habían dicho todo. ¡O casi todo! Al fin llegó la pregunta que abriría las puertas a algo desconocido. Los dos teníamos miedo. No podíamos ponderar todos los imponderables. Éramos jóvenes e ilusos. La vida no nos había encallecido el alma todavía.

    Pronunció las palabras una a una con seriedad y aire transcendente.

    —¿Tienes un poco de tiempo para mí ahora?

    —Sí —contesté inmediatamente.

    —Tu tren, ¿a qué hora parte?

    —No sé. Aún no he comprado el billete.

    —¿A dónde vas?

    —A Madrid.

    —¿Es ahí dónde vives? ¿Algo urgente te espera en Madrid?

    —Debo examinarme de mi última asignatura antes de licenciarme en Derecho.

    —Me dejas impresionado. Así que eres estudiante, podía haberlo adivinado. ¿Abogado? ¡Estupendo, tan joven!

    —Aún no. Tengo que aprobar la última asignatura a finales de este mes.

    —¿A finales de este mes? Todavía hay tiempo…

    Me sorprendí a mí mismo por poder llevar a cabo todo ese diálogo de un modo más o menos fluido y en un inglés que al parecer era comprensible. Mi estado emocional no me había dado tregua entre tanto. Aunque trataba de contenerla, mi imaginación galopaba descontrolada contemplando opciones que no me atrevía a analizar.

    —¿Y tú, John? ¿También eres estudiante?

    Ahora era yo, sorprendiéndome mi audacia, el que retomaba el hilo de la conversación.

    —Eh, pues sí y no.

    —Explícate, por favor.

    —Pues verás, he finalizado dos semestres en la Facultad de Medicina de Ciudad del Cabo, pero de eso hace más de un año; ahora me dedico y me gano la vida practicando deporte. Rugby. Formo parte del equipo nacional de mi país, pero hasta ahora solo he jugado de suplente, nunca de titular.

    Tardé varios segundos en procesar tanta información.

    —¡Qué maravilla! ¡Te envidio y admiro! —Realmente así era, pues me parecía admirable esa combinación de deporte remunerado y estudio—. ¡Bravo! Eres más joven que yo y ya te ganas la vida. Nada menos que jugador de rugby y miembro del equipo nacional de tu país, ¡fenomenal! ¡Un gran honor para mí, sin duda!

    Hizo un gesto con las manos intentando detener mi cascada de cumplidos. Sin falsa modestia, con naturalidad y siempre con una sonrisa. Una sonrisa doble. Sonreían los ojos, sonreían los labios.

    —Bueno, bueno, ya está bien. Ya basta. No quiero hablar más de ello. Me sacas ventaja. Me conoces a mí mucho mejor que yo a ti. Cuéntame cosas tuyas.

    —Pues, para empezar, no tengo oficio ni beneficio. Soy un simple estudiante de Derecho, carrera esa de las leyes que no me apasiona especialmente. Es evidente que no soy deportista. Mi presente y mi futuro están muy en el aire. Prefiero no seguir con el tema, me deprimiría si tuviera que darte más detalles.

    Alargó su mano derecha, buscó las mías, que estaban sobre la mesa, y con naturalidad espontánea y sin tapujos las apretó con fuerza y empatía. Las mías se cobijaron agradecidas por ese gesto protector. No retiró su mano apresuradamente. Quería asegurarse de que yo captaba bien su mensaje de solidaridad.

    Antes de retirarla, su mirada buscó intencionadamente mis ojos. Sonrieron y ellos no se retiraron de inmediato.

    —Bah... —suspiré—, todo se arreglará. Soy joven y afuera luce el sol. —Ahora era yo el que sonreía abiertamente.

    —Bueno, volviendo al presente. ¿Qué hacemos ahora, esta tarde? ¿Por qué no me enseñas Barcelona? Desde que llegué antes de ayer solo he visto aeropuertos, estadios y estaciones de tren.

    —El problema es que yo tampoco conozco Barcelona. Descubrámosla juntos —propuse con propósito constructivo y positivo—. Pero no iremos demasiado lejos acarreando nuestros bultos respectivos —añadí echando una mirada a su saco y a mi maleta.

    —Debe de haber un servicio de consigna de equipajes en esta estación.

    Movió su dorada cabeza de arriba abajo en signo afirmativo. ¿Cómo? He omitido el detalle de que John era rubio. Rubio ceniza.

    La verdad es que toda su persona, apariencia física, era tan apabullantemente hermosa que no se podía examinar ni describir de una sola vez. Había observado por el rabillo del ojo las miradas admirativas de que había sido blanco constantemente desde que nos habíamos sentado por parte de jóvenes y no tan jóvenes admiradoras.

    Permaneció caviloso unos instantes, digiriendo mi propuesta.

    —¿Cuánto tiempo tienes para mí? —me preguntó en un tono casi confidencial y algo solemne.

    Ahora fui yo el que caviló. No se me escapa la importancia que podía tener mi respuesta. No quería que esta se demorara. En realidad, la tenía pensada, pero temía pecar de audaz, de iluso. Si supiera lo que estaba pensando, igual saldría corriendo.

    —Pues toda la tarde, claro. Yo no tengo nada que hacer. Puedo coger un tren de noche a Madrid. ¿Y tú? ¿Tienes algo que hacer? ¿Has quedado con alguien? ¿Vas a algún sitio?

    —Había pensado coger un tren a una playa cercana. Pero ahora no estoy seguro. Tal vez sea ya un poco tarde. Respondiendo a tu pregunta, no, no me espera nadie, lo único que tengo que hacer es cerrar un vuelo a Londres, pero las oficinas de las compañías aéreas están cerradas. Podría ir hasta el aeropuerto, pero no es urgente; mañana, lunes…

    Una sombra vela mi mirada. A él no se le escapa. «¿Qué creías? ¿Qué se iba a quedar una temporada en España, en Barcelona? ¿Haciendo qué? ¿Jugando rugby? ¿Estudiando Medicina?». La incertidumbre me desasosegaba. Necesitaba saber.

    —¿Vuelves a tu país, a Sudáfrica? —pregunté con una voz que no sé de dónde me salió.

    —El miércoles. Tengo un billete cerrado, Gatwick, Nairobi, Ciudad de Cabo. En Londres me reúno con el equipo. El avión despega a las diecinueve horas, mañana tengo que cerrar el vuelo Barcelona-Londres.

    Ahora ya lo sabía todo. Al día siguiente partiría hacia Londres. ¿O el martes? ¿O el mismo miércoles por la mañana? Tres días como mucho. O dos o solamente este domingo. Los ensueños se desvanecen al despertarnos. No duran mucho. Minutos, a veces. Segundos, con toda seguridad. ¿Y esos ensueños? ¿De qué son?

    —¿Ya sabes dónde vas a pasar esta noche? ¿Tienes una reserva de hotel? ¿Con el resto del equipo?

    —Ellos ya se han ido, a esta hora ya deben de haber aterrizado en Londres. Yo he preferido quedarme un poco más. Ver España. No es fácil que vuelva por aquí.

    —Entonces, ¿no has quedado con ellos?

    —No, me gusta estar solo de vez en cuando. La vida de equipo es estupenda y mi equipo es mi segunda familia, pero a veces necesito estar solo, salirme del camino marcado, alejarme de la manada…

    Se detuvo como si se arrepintiese de haber hablado demasiado, de haber revelado algo de su fuero íntimo a otra persona que, a fin de cuentas, era un desconocido.

    —Comprendo. Coincido contigo en esa necesidad de estar solo a ratos. Luego se vuelve al grupo con más ganas, con más fuerzas, ¿no? Yo he estado casi dos semanas rodeado de familia a todas horas y ahora necesito parar y pensar, necesito aclararme en lo que voy a hacer de aquí en adelante.

    Respondí así a su confidencia con otra sin dar demasiados detalles. No es que desconfiara de él, pero no quería dar un paso en falso. De momento, todo fluía con naturalidad y creciente confianza. Yo estaba dispuesto a abrirme en canal ante él, a contarle mi vida de arriba a abajo, pero me detuve. temía que todo se viniera abajo si me precipitaba. ¿Todo? ¿Qué era ese todo? No sabría definirlo. Se me había abierto un horizonte de esperanzas locas desde el primer momento que nuestras miradas se cruzaron. Nunca había experimentado nada así. Todo para mí era un cúmulo de primeras veces.

    —Entonces los dos nos estamos regalando unas pequeñas vacaciones, abriendo un pequeño paréntesis, y deseo que ese breve paréntesis sea hermoso, quiero empezar a acumular buenos recuerdos —sonreía y sonreía.

    ¿Así era como se expresaban los jugadores de rugby de Sudáfrica? No me podía creer que alguien utilizara ese lenguaje conmigo. Me sentía cada vez más audaz, confiaba en que mi intuición no me engañara. No quería pensar que él estuviera jugando conmigo. «¿Ves este caramelo de vivos colores? ¿Te llega su aroma prometedor de delicias gustativas? ¡Pues lo verás y no lo catarás, españolito incauto!».

    Pareció que adivinaba mis pensamientos. Buscó mi mano, esta vez por debajo de la mesa. La apretó con fuerza. No la soltó al instante.

    —Me sorprendo a mí mismo, nunca había hablado así a nadie, pones en mi boca palabras que hasta ahora no había usado nunca.

    Soltó mi mano suavemente y la volvió a colocar en la mesa; esperó a que yo dijera algo. Me invitó con la mirada y una amplia sonrisa que me

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