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História de un psicópata: El renacimiento
História de un psicópata: El renacimiento
História de un psicópata: El renacimiento
Libro electrónico395 páginas7 horas

História de un psicópata: El renacimiento

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Información de este libro electrónico

"A veces necesitas salir del río caudaloso que fluye en tu cabeza para advertir que te estás ahogando en un vaso de agua".
Historia de un Psicópata narra la historia de Samel Antoine, un joven estadounidense que presume de una vida sujeta en volandas por gratos momentos, pero que en el fondo está inmersa en un conflicto existencial que desencadena en situaciones de rechazos y, por consiguiente, al abandono. 
La oportunidad de cambiar su vida se le presenta en forma de un viaje a Nueva York, donde tiene una capciosa charla con un extraño que le abre las puertas a un mundo tétrico y desconocido. Samel comprende que penetrar las sombras es la única manera de conocer los hitos fundamentales de su propia historia… Estaría obligado a amar a una persona toda su vida; expuesto a asesinatos que llevan marcado su nombre y se atrevería a hacer frente a una lucha que le ha estado acechando desde mucho antes de haber nacido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9788418398612
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    História de un psicópata - Héctor A. López Olivera

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Héctor A. López Olivera

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18398-61-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Kiko y Uko.

    Los dos hombres que he aprendido a amar.

    Los verdaderos amores de mi vida.

    H. A. L. O

    .

    «Solo la fantasía permanece siempre joven;

    lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca».

    Johann Christoph Friedrich von Schiller

    PREFACIO

    Me gustaría destacar que la verdadera razón que me llevó a escribir Historia de un Psicópata va más allá de una simple musa que se apoderó de mí en tres largos meses de inspiración.

    Antes de decidir entregarme a la escritura, dediqué varios años de mi juventud a aprender a tocar un instrumento. La música siempre fue, entre todas las generalidades del arte, la receta que más me elevó la emoción; de un plano encantador a otro alucinante. Para mí es como si lloviera magia, tan solo con escuchar una pieza musical.

    Consideré entonces que si fuera capaz de tocar una pieza musical la magia se multiplicaría. Estaría a la distancia de mi disposición, cada vez que lo deseara. Aspirando a reproducir los clásicos de los 80, desempolvé una vieja guitarra que estuvo por largos meses abandonada en el fondo de mi armario. Eran tiempos como los de hoy, de YouTube y redes sociales, donde aprender a realizar alguna tarea de manera moderada estaba a la distancia de un clic.

    Así fue como, en poco tiempo y con cierta dedicación, aprendí a rajar los primeros lamentos de mi guitarra y conseguí sentir el éxtasis que siempre me fascinó; sin embargo, admito que el hecho de que pudiera regalarme ese placer no me hacía del todo feliz. Yo quería más. No solo placer, sino también reconocimiento y dinero. YouTube entonces no era suficiente, porque para obtener dinero y reconocimiento necesitaba convertirme en un profesional. Y para ser profesional, necesitaba un maestro.

    De esta forma comenzó una de las etapas más polémicas de mí vida, cuando la codicia me trajo retos, los retos me llevaron a la impaciencia y la impaciencia a músicos oportunistas que me cobraban una simbólica cantidad de dinero a cambio de una media hora de palabrerías, donde nunca dejaron de advertirme que, para el mundo de la música, yo ya estaba viejo.

    Me sentí verdaderamente derrotado por individuos que, innecesariamente, se trazaron la meta de probarme que no estaba a su altura. No obstante, intenté no ser cobarde y aproveché la situación a pesar de todo, porque se aprende del maltrato cuando no quedan alternativas.

    Hoy me doy cuenta de que los buenos nos enseñan a ser buenos, pero son los malos los que nos preparan para la vida. Cuando pensé que todo el esfuerzo con el instrumento era nulo, descubrí en mí un nuevo pasaje tan especial y complicado que no podría ser enseñado por nada ni nadie; la composición.

    Un par de meses después escribí mis primeras canciones, incluyendo música y arreglos elementales. Aunque este logro me dio un placer supremo por un largo tiempo, al final quedé con un resultado estancado, al no poder compartir mi obra con nadie más. ¿Qué tan bello pudiéramos imaginarnos un sol naciente, si no fuéramos todos capaces de verlo? Incapacitado y con problemas motivacionales me encontré, por no poder extraer al plano físico mis emociones.

    Culpé, entonces, a la farándula que conocí y a sus protagonistas codiciosos por transformar el arte en negocio. Aunque, al principio, no me rendí fácilmente, no pasaron muchas lunas para que me diera por vencido y saliera al sol con una risa fingida y me abatiera una depresión inusitada.

    Los siguientes dos años fueron de silencio absoluto en lo que respectaba a la composición. Dediqué mi tiempo a disfrutar a mí familia, a quienes sin darme cuenta había dejado un poco de lado por perseguir a la fama; una lotería disfrazada de objetivo de todos. Recordé entonces, una sabia frase: Dejo de disfrutar lo que quiero cuando con ello quiero hacer dinero.

    Una cierta mañana, me desperté, sorprendentemente, sin melodía en mi interior y con deseos de escribir. Tomé una libreta de rayas, un bolígrafo azul y, por muchas horas, la fui rellenando a trazos. Las horas se hicieron días y los días se convirtieron en los tres meses que tardé en escribir este libro. 

    Hoy agradezco tanto a los que confiaron en mí, como a los que me dieron la espalda. Ambos grupos son fueron igual de importantes, porque cada individuo que tuve el placer de conocer me ayudó a plantar el muro donde se elevarían las paredes que marcar el sendero de mi destino. A todos les doy las gracias porque, con la culminación de este volumen, he logrado pasar a la próxima página del resto de mi vida.

    Un sabio me dijo una vez que no existen los problemas sino oportunidades, tal vez para que comprendiera que todos somos capaces de llegar a la gran fuente de energía. Los posibles percances del camino no son problemas, sino señales que pretenden mostrar que quizás no es el momento oportuno o que aún no sabemos cómo llegar hasta ella.

    El autor

    PRÓLOGO

    Un chico ve a una hermosa joven sentada en un bar bebiendo de manera compulsiva un licor rojo carmesí, cuando se acerca al camarero y le dice:

    —Dame dos de lo que sea que esté bebiendo esa joven.

    —No es una simple joven, es un ángel —respondió el camarero en voz baja—. ¿Por qué crees que está tan sola con lo bella que es? Los hombres de aquí no se atreven a mirarla de frente. No se ven a la altura de su belleza.

    La joven, que había alcanzado a escuchar la conversación desde el principio, se volteó al recién llegado y le sonrió. Sonrió también al camarero. Este último, espantado, se dio la vuelta, sirvió los dos tragos, le deseó suerte al chico y se fue a asistir a otro cliente.

    —Nunca te he visto —comentó el joven recién llegado acercándose a la chica con total seguridad— si te conociera te diría que es normal que me gustes todos los días, pero lo de hoy es una exageración.

    —¡Hmmmmm! —exclamó simplemente la joven.

    Se terminaba su copa mientras se apoderaba de la que el chico le había traído.

    —¡Ejem, ejem! —respondió el chico sentándose a su lado—. Mejor un poco más despacio con el vino, ¿no crees?

    —¡Buena movida la tuya! —exclamó la joven—. Usaste un vaso de vino como cobertura para acercarte a mí. ¡Lo lograste! Pero por favor, no te hagas ilusiones…

    —Ya sabes lo que dicen, es lo último que se pierde —replicó rápidamente el chico.

    —Pues creí que eran las esperanzas.

    —Esperanza o ilusión. Sinónimos cortados por la misma tijera —sostuvo el chico con algo de duda.

    —¿Y qué harás luego, guapetón? —dijo la chica algo irritada—. ¿Comprarme otro y luego otro hasta que quede totalmente ebria y puedas meterme en tu cama?

    —¡No…! —se apresuró el chico en responder—. El próximo paso es hacer de todo. ¡Todo valdrá la pena si te hace reír! ¡Quiero hacer de hoy un día que nunca olvides!

    —¿Eres tonto? —vociferó la joven enojada—. ¿Crees que puedes conquistar a un ángel con esas frases baratas colgadas en internet?

    Todos en el lugar hicieron silencio.

    —Estoy en este bar porque me siento fatal con mi existencia, así que no desperdicies mi momento pulcro con sandeces terrenales —finalizó la joven bajando la mirada hacia la barra.

    El chico, que se había mantenido ecuánime hasta el momento, estalló en cólera y le dijo:

    —De todos los hombres que están en este bar, he sido el único que ha tenido el valor de sentarse a tu lado y no porque seas un ángel, sino porque aquí, en la tierra, pensamos que hasta que no luchas por lo que quieres, no te conviertes en quien realmente eres. Hoy fuiste tú todo lo que yo quería. Yo quería convertirme en…

    Se detuvieron sus palabras.

    La joven levantó la vista y lo miró fijamente. El chico estaba ofuscado, tomó aire en un profundo suspiro y prosiguió:

    —¡Sí! Mis intenciones finales eran llevarte a la cama. Y sí, todas mis frases las aprendo de citas televisivas o de la internet, como todo terrícola. ¡Mas tú no te las mereces porque no vales la pena!

    El ángel, sorprendida, miraba a los alrededores, advirtiendo la presencia de la gente que no tenía intención de interrumpir aquella telenovela.

    —Al menos una hora llevo ahí sentado; mirándote. Ahora me doy cuenta de que perdido los 60 minutos más valiosos de mi vida.

    Se levantó, terminó su vaso y agregó:

    —Te invito a que le hagas compañía a tu soledad y de paso te dejo un regalo, una frase, también colgada en internet desde hace muchos años, para ti que estás perturbada con tu pulcra existencia: «Nunca tendrás la vida que amas si no aprendes a amar la vida que tienes». ¡Qué tengas un buen viaje de vuelta al infierno!

    Se preparó para marcharse cuando el ángel le sostuvo fuertemente la tapeta frontal de la camisa. Le acercó y se entregó a él en un beso largo y profundo. Luego, abrió unas gigantescas alas mostrando su poder traído desde el mismo cielo y, como polvo en el viento, se desvaneció. Tan solo le dejó en los labios una extraña sensación de angustia y en sus manos, una estrella de cuatro puntas.

    Confuso, el chico le preguntó al camarero por qué el ángel lo había besado.

    —Quién brinde esperanza a los más alto es recompensado con un beso —respondió el camarero—. No solamente has inundado de ilusión a nuestra hermana; sino también a cada uno de nosotros.

    Y en ese justo momento, todos en el bar abrieron y abatieron sus alas.

    —¿Con un beso? —dijo el chico sorprendido—. ¿Todos ustedes son ángeles? ¡No!

    ADICTO AL PECADO

    Me desperté con un fuerte dolor en la espalda causado por una colchoneta bien fina. Pensé: «Los resultados de las noches de fiestas».

    Los cócteles y vinos habían estropeado mi antiguo colchón. Parecía que los cambios de compañía no eran muy favorables para las hendiduras de la cama.

    Puede que piensen que soy un chulo en cuaresmas; no los culpo, es el primer pensamiento de todo el que me ve por ahí llevando una nueva conquista de mi brazo. Una que otra vez, pasé por gigoló, secundado, solamente, por la connotación de apagafuegos refinado. Esta última se debía a que trataba a mis conquistas con exquisitez y dulzura. Siempre pensé que no era necesario deteriorar un filetillo de cordero antes de comerlo.

    Los que me conocían de poco o incluso mis amigos me juzgaban a la ligera. Tampoco los culpo. Ignoraban cuál era la raíz de mi comportamiento mezquino, cuando se me venía la noche encima. Esta vez, he decido a ventilar toda la verdad, o gran parte de ella. Espero ser juzgado, pero con la correa algo suelta.

    Todo comenzó en una larga caminata, de regreso a casa, cuando de golpe, vi mi vida cayéndose, a pedazos, por un precipicio de rocas. En el fondo, había una laguna oscura y cubierta de tinieblas, con un rostro indescriptible reflejado en sus aguas. Iba cayendo y los ojos de «aquella cosa» se acentuaban en forma de círculo, como si de enfocar la mirada se tratase la obra, con el fin de reconocer mi rostro.

    Ante la desesperada corazonada de que no lograría sobreponerme a los escalofríos, recurrí a mi viejo truco, cerrando los ojos y repitiendo: la rana cría pelos, la rana cría pelos, la rana cría pelos… hasta que la pesadilla se detuvo y me encontré andando por una calle cualquiera, con un detesto de vecino pasando por mi lado y buscando el contacto de los hombros. A mediados de cuadra, uno de los narcotraficantes que suministraba estupefacientes a más de la mitad de la ciudad, forzando a una jovenzuela a arrodillarse a sus pies, luchando por romper los límites del pecado carnal en espacios públicos. «¡De vuelta en Los Ángeles!», susurré de alegría.

    Aquel día sufrí del primer letargo que recuerdo, donde mi espíritu había sido evocado por alguien, aunque con menor intensidad que las veces posteriores, como si tuviera planes para mí o conmigo. Así llevaba viviendo dos años sin descanso, como un ser capaz de sobresaltarse con el mínimo saludo, pero que aparentaba llevarlo muy bien, todo transformado en un experto que sabía ocultar las frustraciones tras las gafas.

    Tenía un apartamento espacioso en las afueras de la ciudad. Vivía, comía solo, y pretendía, en ocasiones con acierto, que también dormía solo, lo que no me servía de mucho ante el sagaz ojo de águila de mi mejor amigo, Ian, que siempre encontraba en cada rincón de mi habitación una representación femenina en forma de despedida Teníamos mucho en común y no era solamente nuestra forma de ser, que era muy parecida, sino también un montón de historias guardadas en un cajón que compartíamos desde que le dábamos uso a la razón. Cuando de complicidad se trataba, ni dos hermanos gemelos tenían tanto que ver.

    Decidimos siempre estar juntos, hasta que le tocó al intelecto escoger por nosotros un nuevo destino. Ian era el mejor de su clase y yo, el peor de la mía, motivo por el que terminé siendo una persona sin estudios terminados con el pretexto de que prefería ser bueno en todo y esclavo de nada. Ian, por otra parte, por ser uno de los mejores alumnos de todo el estado y por su graduación con honores en la escuela de Criminología de Los Ángeles, logró ocupar un puesto distinguido en una firma de renombre, supervisando el departamento de protección a las Figuras Notables. Todo esto con tan solo 25 años. La única desventaja; un jefe insufrible.

    Llegué a sentirme la media dispareja de la familia, mucho más cuando me tocaba hablar de él. Si la situación se iba de control y notaba que su mera mención mostraba fantasía en los demás, terminaba diciendo lo mismo de siempre; que Ian era adoptado. Vestido de traje me hablaba cándidamente, mi querido detective, que con los paganos llegó a conocer el verdadero pecado del hombre, el mismo que veía reflejado en mí solo de vez en cuando.

    —Espero que sepas que puedo advertir cuando intentas alterar las evidencias para que tus pobres victimas luzcan simples comensales —me decía una mañana—. ¡Todo el desgaste que sufres para que estén fuera de tu apartamento después de la cena! Como si a la media noche perdieras el cabello o tu virilidad en lugar de una zapatilla de cristal.

    —Además de mi devoción por cenar solo, la compañía en la media noche me aterra.

    Ian recorría poco a poco toda la habitación. Sus ojos de águila, con puntos focales; uno para mirar de frente y el otro para hurgar los rincones de mi habitación.

    —¿Será desespero…? —se preguntaba dando poca importancia a lo último que le había dicho—. ¡Sí, es eso… —sostuvo abriendo los ojos—, desespero por llevarlas a la cama y miedo de despertarte, quizás abrazado, sintiéndote querido por alguien…!

    —¿Qué desespero? ¿De qué hablas…? —interrumpí.

    —Hablo de que, al parecer, las llevas de la puerta del apartamento a la cama y de la cama a la calle. A no ser…revisaré a ver si las lanzas por la terraza.

    Y diciendo esto abrió mi ventana corredera y salió al balcón.

    Era, si mal no recuerdo, un sábado en la mañana cuando los últimos días de febrero estaban a punto de dar fin a un invierno brutal, muy poco común en Los Ángeles.

    —Por el balcón, ¿eh? —repuse—. ¿Por qué no mejor pensar que, luego de una noche prometedora, preferí decirle: «hasta nunca y allí está la puerta»?

    Mi sarcasmo, como en el mayor de los casos, trataba de ocultar aquello que no deseaba explicar. Aclaré la garganta.

    —Pero esto no quiere decir que despierte cada día sin compañía.

    —En este cuarto —repuso rápidamente— hay distintos creyones de labios. Dos sobre tu mesa de noche y uno bajo tu cama.

    ¡Quedé completamente sorprendido! Todo el esfuerzo que me había costado ocultar cada rastro de mi cita y había fallado en dar con tres malditos creyones labiales.

    Mi cuarto estaba aún oscuro cuando Ian había llegado, fue el estrecho de luz que se escurrió cuando abrió la ventana corrediza el que iluminó, como escena de teatro, mi mesita de noche, donde se encontraban los objetos delatantes.

    —¿Cómo se llamaba aquella chica que llevaba consigo varios lápices labiales…? —divagué a fin de disuadirlo

    —No conozco a ninguna que use un lápiz labial distinto todos los días —me dijo frunciendo el ceño llevando el creyón al estrecho de luz que entraba por la ventana—. ¡Vaya, vaya! Al parecer, esta joven acabó de destruir su primera vez.

    —¿Y ahora de qué hablas?

    —Un creyón rojo, casi nuevo y en forma de corazón. Con la palabra… «Prematura» dibujada en su cubierta. ¿No te pareció diferente? —preguntó sonriente.

    —¿Diferente qué?

    —El movimiento del bote, Sam. ¿No te pareció más difícil la travesía? No sé, quizá un poco más de resistencia con sonidos raros y…

    Esa fue la parte más ridícula de la mañana. Ian comenzó a moverse de la manera más patán que había visto en mi vida. Tensaba sus pies y abrazaba mi almohada fuertemente.

    —¡Ey! —pegué un grito despojándolo de mi almohada—. Juré que jamás te vería haciendo algo así. ¿No habrá alguna otra actividad en que invertir tu tiempo?

    Se quedó callado repasando cada rincón de mi habitación.

    —Esta no es la escena del crimen ni veo a ninguna celebridad que tengas que proteger, que hasta donde sé es tu trabajo —le dije, tirándole de los hombros—. ¿O acaso ahora estás trabajando para protección de la mujer indefensa?

    Continuó por otro momento con su silencio. Aunque esta vez, su tez precavida no pudo evitar manifestar una especie de sospecha.

    —¿Sabes qué es interesante? —preguntó como casi siempre, haciendo caso omiso a mis preguntas.

    —¡No, Ian! Pero tengo la certeza que estás a punto de decirlo.

    Disimuló una sonrisa.

    —Nunca te he preguntado si las encuentras ebrias o las emborrachas con toda intención de que el juego termine en tu cama.

    No era lo que realmente pasaba, pero estaba bastante cerca.

    —Te quiero como un hermano —prosiguió—, pero si me pones a escoger entre la justicia y tú…

    —Te quedas con la justicia, y bla, bla, bla. Estoy harto de escuchar lo mismo, como si la justicia le fuera fiel a alguien. Un paso en falso y caerás en el lodo. Intentarás contactar a alguien y no será a los cazas fantasmas… me gustaría tener dos buenas pelotas para darte la espalda si algún día la vida me pone a escoger entre la justicia y tú.

    —Tampoco es que te importe la justicia —me dijo.

    —Ese no es el punto, estúpido. —Le di un golpe en la cabeza—. Entre cualquier cosa en este mundo y tú; me quedo contigo, pero bueno, no soy más que un don nadie para ti, señor detective.

    Hundido, se encogió sus hombros y bajó su cabeza. La saga de la víctima me volvía a funcionar.

    —Solo te digo —continuó con voz menos amenazadora— que, si no reconfortas a tu doncella después del acto, acabarás sin placeres y sin doncellas.

    —¡Protección de mujeres es la respuesta! —dije esta vez ejecutando su propia técnica del caso omiso.

    —¡Protección de doncellas, en todo caso! —respondió, echando un vistazo en derredor.

    Entre risas, lo eché de mi habitación para darme un baño.

    —Solo procura no mencionarle nada de esto a Raquel —grité mientras abría la ducha.

    —No tendré que hacerlo —vociferó desde la sala—. El olor a precocidad se siente desde que se abren las puertas del elevador.

    «¡Muy gracioso!», pensé.

    Había dos cosas que odiaba de mi mejor amigo. La primera era que me conocía tan bien que me resultaba imposible esconder mis intenciones. La segunda era que me empujaba al límite, donde los deseos de darle una bofetada dibujaban una sonrisa de disimulo en mi rostro.

    No tenía tiempo para explicarle que tenía serios problemas de compromisos, producto a la ruptura con mi expareja, que me había dejado bastante afectado. Había abandonado toda esperanza de sentirme nuevamente impactado por alguna mujer. La última, me había hecho tropezar más de una vez con el mismo andén, para que cayera a la calle como un idiota avergonzado, que no se encontraba bien consigo mismo. Prefería ser efímero que divagar en pasiones de colores, y, mucho menos, compartir relaciones crípticas con alguien. Prefería entonces apresar a mis víctimas en noches de club, en un sitio neutral, luego de seducirlas entre una copa y otra, les mostraba mi único objeto de valor del cual era realmente el dueño; un revólver que llevaba en la familia más de 70 años, desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que había sido obsequio de mi abuelo paterno, Samel II, cuando cumplí 19. Su afección puramente psíquica hizo que casi estuviera convencido de que tenía que protegerme de las calles de Los Ángeles, que se tornaban cada vez más peligrosas.

    Con mi revólver en mano, me disponía a desencadenar una nueva locura colectiva. Les comentaba a las chicas que mi artefacto y yo éramos amantes del azar, y que la ruleta rusa decidiría el curso de la noche (que solía terminar en mi colchoneta). Es inviable que una mujer se rehúse cuando incluyes un excitante voluntario al juego. Se rompe el «ella y tú», aparece el «nosotros» y…, en ocasiones, los momentos se disfrutan de forma más atrayente si se disfruta en compañía. Para aumentar la tensión y el desconcierto, presentaba sobre la mesa un juego de naipes del tarot, unos dados gastados y un vaso de vino blanco. Detrás de la selección de todos mis artefactos había una razón misteriosa; si hubiese escogido vino tinto, me habría hecho parecer un psicópata con un revolver en la mano. El rojo puede representar, energía, calor, deseo y placer, pero puede estar asociado a la sangre y a la agresividad… el propósito de mi noche era de ser disfrutada, de manera intensa, pero con frialdad, de modo que ninguno de los aspectos antes mencionados me favorecía. «Todo menos correr el riesgo de echar a perder mi cita», me decía siempre. El vino blanco, por otro lado, era la distracción que necesitaba. El blanco representa la pureza y propicia una moderada sensación de alivio, el matiz conveniente para anular gran parte de un posible choque emocional que pudiera sufrir mi víctima una vez que el juego comenzara.

    Muchas se preguntaban, si era preciso diseñar tales estratagemas para llevar a una cita a la cama. Si he de ser sincero, diría que no. Presentarse como el halago personificado y mentirles hasta el convencimiento era suficiente. Con tales pasos, la mayoría de las citas acaban dentro de una alcoba. No obstante, este método no funcionaba para una persona con una condición de meticulosa como la mía, loco por descubrir el sentido del tic tac del reloj.

    El último paso era noquear toda capacidad de enfoque de mi acompañante, por lo cual el juego de naipes jugaba un papel fundamental: la distracción. Luego de barajarlas, separaba las sobre una mesa para atraer la poca atención de mi cita, con el fin de que quedara toda entretenida y con poca disposición de opinar. Si quedara algún cabo suelto, unas copas extras devino haría el resto.

    Los dados, por otra parte, eran mi reloj del azar. Los puntos que mostrara, una vez que los lanzaba, era el tiempo en minutos que debíamos estar juntos, siendo el dos, el menor tiempo posible, con un máximo de doce minutos. Con una sola excepción; el número cuatro. El cuatro significaba que, debía abandonar a mi compañía y desaparecer en la noche, sin mirar atrás. El número que más odiaba, sin lugar a duda. Mi récord mínimo había sido de cinco minutos, con una dama escocesa de modales finos. ¿Se imaginan vivir una aventura fugaz en tan solo cinco minutos? Y la escocesa, educada, tan burguesa y al final terminó ebria en uno de los clubes nocturnos más indecentes de Los Ángeles. Pero ahí estaba la dama de honor, con finura y sutileza, incluso haciendo el papelón en la pista de baile, con la vista nublada, trataba de exigir un paso firme a sus botas de piel oscura y de tacón elevado. Increíble cómo la indumentaria y las prendas pueden definir a una persona ante la gente. Sin embargo, bajo la magia de mi cuarto lucían todas exactamente igual de atractivas: adineradas, pobres; castas o putas.

    Los comentarios más fantásticos que recibía se los debía, majestuosamente, a las reglas del juego, que eran bien sencillas: me aseguraba de tener el revólver en una mano y la otra en el pecho de mi cita, con el fin de notar el sobresalto causado por la agitación de su corazón. Así pasaba el momento, esperando el instante ensordecedor, como cuando el ruido del club era demasiado. La mano que tenía en su pecho pasaba, de manera delicada, a su cintura, y la que sostenía el arma apuntaba directamente a mi cabeza. Por muy desenfrenado que esto pueda parecer, es exactamente lo opuesto. Si mucho disfrutan las mujeres de la buena compañía y los juguetes, no se imaginan cuánto les fascina ver un hombre dispuesto a dar la vida por ellas.

    El agua tibia dejó de recorrer mi cuerpo para cuando Ian se fue, creando un eco con el cerrar de la puerta. Lo había estado imaginando, cinco minutos antes, acomodado en la silla ergonómica que tenía en mi balcón, con el busto erguido, como de costumbre; contemplando cada esquina, reprobándolo todo. Era un fiel amigo dispuesto a dar su capacidad de respirar por mí, pero que, desde el punto más elevado de sus principios, detestaba mi improcedente estilo de vida y mi impudicia, principalmente. Me exigía honestidad, pero… ¿de que valdría? Seguiría contrariado a mi comportamiento singular. Con frecuencia, la mayoría de las personas se muestran completamente abiertas cuando quieren saber algo y olvidan que, muchas veces, la ignorancia es una dicha. Por eso siempre intento ser consciente de poder lidiar con las respuestas antes de lanzarme a hacer preguntas.

    II

    Por otra parte, estaba Raquel, la amiga perfecta que te comprende y apoya como si fuera tu propia madre. La que siempre está a tu lado por mucho que le rompas el corazón. La que te hace sentir especial; tan solo un segundo de mi presencia era suficiente para que ruborizara. Una mente fresca e inteligente. Tan seductora y atractiva que te hace querer tomarla por esposa desde el primer instante en que la ves. Ahora quizá piensen, ¿por qué siempre tiene que haber una chica en todas las historias?

    Confieso que me hice la misma pregunta cuando comencé a escribir esta parte. ¡Se lo aseguro! Sucede que siempre se habla de las mujeres porque son Fuente de Vida, tan importantes como el agua para el ser humano, sin olvidar que a casi nadie le gusta escuchar una historia si al final no hay un amor a escondidas, o una pasión rota en pedazos.

    Nos ha gustado tanto que, desde los primeros relatos de toda la civilización, cada uno de nosotros puso su granito de arena mostrando un sobresaltado interés cuando de mujeres se hablaba, sin darnos cuenta de que, fuera de todo propósito, dibujamos la fórmula de los guiones que consumimos hoy día, ya sea en películas, libros o incluso la propia música. Cada patrón que odiamos en nuestra sociedad es el resultado de algo que nos gustó algún día.

    Raquel tenía dos trabajos. El primero era como periodista para una de las revistas más influyentes de la ciudad. Su manera peculiar de narrar lo que ocurría a diario era impresionante. Raquel era ambiciosa, disciplinada y una auténtica manipuladora. La representación del periodismo moderno, como diría ella misma. Su segundo trabajo era convencerme de que no le extrajera el esqueleto del cuerpo a su novio; un tipo que con frecuencia la maltrataba. Por herencia era rico hasta por los codos. Por el sudor de su frente, había logrado establecer, en el centro de Los Ángeles, una cadena de restaurantes de lujo.

    La inocencia de Raquel nublaba su juicio. Por más que intentaba mostrárselo, terminaba respondiéndome lo mismo; que no era quien para decidir lo que ella hacía con su vida. Tuvimos una ruptura desastrosa; sin embargo, tratábamos siempre de encontrar la manera de estar juntos o de «mantenernos en contacto», como ella prefería llamarle. De vez en cuando teníamos un encuentro afectuoso que comenzaba con un «nosotros» y terminábamos hablando de Malcolm, su prometido.

    —Raquel… ¿En serio me invitas aquí para que hablemos de lo mismo?

    —A lo que te refieres por «lo mismo» es a la vida que estoy viviendo, Sam, estés de acuerdo o no. Agradecería al menos que hicieras como que me escuchas.

    Sin duda, le había tocado su lado más sensible. Pero ¿qué esperaba?

    —Yo te escucho, pero, a mi entender, olvidas que ya hemos dedicado cuatro citas a este tema —titubeé un instante—. Tengo cosas más importantes que hacer

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