Todo empezó en un sofá rojo. En el salón de la casa de sus padres, Penélope Cruz (Alcobendas, Madrid, 1974) se acurrucaba en él de niña para ver películas: «Recuerdo pasar mucho de mi tiempo libre ahí, primero viendo la tele y luego con un vídeo Betamax que compraron: alquilaba películas en el videoclub y, si me gustaba una, podía verla hasta 10 o 15 veces. No seguidas, igual en meses, y me aprendía los diálogos. Así fue como descubrí el trabajo de Meryl Streep, Pedro Almodóvar, Al Pacino, Billy Wilder o Fernando Trueba. Ese sofá era importante para mí porque era como una ventana al mundo donde veía diferentes vidas, diferentes realidades. Fue lo que me ayudó a atreverme a soñar».
Penélope escucha la palabra infancia y evoca sus primeros años y algunas imágenes grabadas en su memoria como esas fotos de colores saturados que se guardan en álbumes de papel. Eran los ochenta y en casa la llamaban dice entre risas. «Tenía mucha energía y mucha creatividad. Era buena estudiante, pero me pasaba muchas horas del día soñando y planeando... Y, de alguna manera, aquella necesidad de interpretar, de volar con la imaginación, tenía salida a través de esa pequeña pantalla y de las clases de baile». La danza, confiesa, le ayudó también a canalizar buena parte de esa vitalidad desbordante. Penélope practicó ballet muchos años en el Conservatorio, después se matriculó en la Escuela de Cristina Rota y comenzó su formación como actriz, algo que compaginó desde muy jovencita con trabajos esporádicos de modelo. A aquella niña le bullía por dentro una necesidad de expresión que acababa, como dice ella, soñando con alcanzar algo que casi era de ciencia-ficción. Pero uno puede soñar tanto como le permiten, sobre todo