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Majayura: El poder de la leyenda
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Majayura: El poder de la leyenda
Libro electrónico336 páginas4 horas

Majayura: El poder de la leyenda

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Información de este libro electrónico

Nadie sabe nunca lo que el destino le depara. Igual que tantas otras personas, el inspector jefe Raúl Hernando se vio sorprendido por una realidad que ni tan siquiera pudo vislumbrar y que derrumbó de un solo golpe toda su vida sentimental.
Pero a veces, de las peores circunstancias surgen las mejores expectativas; ¿podría volver a encontrar la felicidad en el entorno de una de las operaciones policiales más difíciles de su carrera profesional y en un país extranjero al que llegó huyendo de sí mismo?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 abr 2024
ISBN9788410684782
Majayura: El poder de la leyenda

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    Majayura - Federico Cabello de Alba Hernández

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Federico Cabello de Alba Hernández

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-478-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Madrid, viernes 19 de noviembre de 2021

    Raúl Hernando jamás hubiera sospechado que iba a vivir aquellas cuarenta y ocho horas, nunca había imaginado que una situación pudiese arrebatarle de golpe su conexión con la vida; en realidad no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel sillón sin comer ni beber nada y casi sin pensar, pensar le dolía, le dolía hasta el punto de no poder respirar y por eso de forma casi inconsciente y a modo de mecanismo psicológico de defensa, se dejó llevar solo por los recuerdos que de forma intermitente le venían a la mente, sin analizar nada, sin sacar conclusiones.

    Las primeras horas estuvo sumido en un estado de semiletargo, luego las imágenes y los sentimientos fueron pasando como en una película, a veces muy rápido otras en cámara lenta, como si el subconsciente quisiera centrar su atención en aquellos pasajes de su vida, como si quisiera mostrarle cuales habían sido las causas del infierno que estaba viviendo.

    Esbozó una leve sonrisa pensando en aquel gélido final de febrero del año 2008, ese día la Escuela Nacional de Policía de Ávila tenía una luz especial, se celebraba la jura de la decimonovena promoción de la Escala Ejecutiva de la Policía Nacional y allí estaban en la formación henchidos de gozo Marina y él, ese fue el comienzo de todo y de alguna manera también fue el principio del fin de esa relación que se habían jurado mil veces, paseando por Ávila, que jamás terminaría.

    El día anterior habían asistido al acto de elección de destino, ambos eligieron la comisaría general de policía judicial para poder estar juntos, iluso, pensó Raúl viéndolo ahora desde la perspectiva de más de una década, a veces es necesario tomar distancia para ver las cosas más claras y empezó a comprender lo que hasta ahora no fue capaz ni tan siquiera de vislumbrar.

    Una vez incorporados, Marina quedó encuadrada en la unidad de investigación tecnológica, se había graduado en ingeniería informática en su Málaga natal y se sentía enormemente atraída por la investigación del ciberdelito; él, graduado en derecho en la Universidad de Córdoba siempre quiso luchar contra la lacra del tráfico de drogas y solicitó la unidad central de droga y crimen organizado (UDYCO) y fue destinado a la brigada central de estupefacientes.

    Ambos se entregaron en cuerpo y alma a sus respectivas tareas respetando y apoyando cada uno la trayectoria profesional del otro, todo iba bien en sus vidas y ambos alcanzaron pronto prestigio en sus respectivas Unidades.

    Pasados unos años y tras su ascenso a inspector jefe, a Raúl le ofrecieron el mando del GRECO-Galicia, GRECO es el acrónimo de grupos de respuesta especial para el crimen organizado, ambos coincidieron en que era una magnífica oportunidad profesional y Raúl se fue a Vigo. Durante los dos años siguientes se vieron los fines de semana que la intensa actividad de Raúl le permitía, hasta que este viernes, sin ni tan siquiera sospechar que pudiera ocurrir, al llegar a casa encontró a Marina esperándole con las maletas hechas, bastó una mirada y una frase, tu no estas nunca y él sí.

    Miró el reloj por primera vez, habían pasado veinticuatro horas desde que Marina pronunciase su última frase a modo de sentencia, unos segundos de silencio, un beso en la mejilla y una caricia, ni tan siquiera recordaba el ruido de la puerta al cerrarse, se sentó en su sillón y el lento paso del tiempo asumió el protagonismo en esas horas, no sabía si había dormido algo pero sentía que recuperaba la consciencia lenta y dolorosamente, la sensación de profundo desconcierto se fue tornando en un claro sentimiento de culpa, era lo único que sentía con claridad, culpa.

    Todo en aquel momento era confuso, no había sido capaz de articular palabra desde que llegó a casa y vio las maletas preparadas, no sabía quién había ganado el corazón de Marina y de momento tampoco quería saberlo, él la había perdido.

    Entendía que un amor no te lo quitan, sino que tú lo dejas morir por inanición, porque te instalas en la zona de confort de la rutina y dejas que las emociones se vayan durmiendo y son estas últimas las que mantienen viva la llama entre dos personas, posiblemente Marina también era responsable de esto, pero no sentía nada parecido a un reproche, solo sentía culpa, una profunda culpa.

    Le costó levantarse del sillón porque tenía las piernas entumecidas por la falta de movimiento, llegó a la cocina y cogió de la nevera una botella de agua mineral, volvió al sillón y bebió más de media botella y de forma inconsciente buscó el móvil en su bolsillo, tenía un WhatsApp de Marina: «¿Cómo estás?». Le contestó con un beso en un emoticono y soltó el teléfono encima de la mesa, decidió darse una ducha y despejarse para poder pensar con mayor claridad.

    La ducha no cumplió el objetivo esperado, intentó sin conseguirlo comer un poco de ensalada que encontró en la nevera y finalmente tras beber un vaso de leche se recostó en el sofá, eran las 9 de la noche del domingo 21 de noviembre.

    Llevaba cuarenta y ocho horas sumido en sus pensamientos de forma más inconsciente que consciente, encendió la televisión y el presentador del informativo comunicaba que España estaba aumentando el ritmo de vacunaciones contra el COVID con la intención de poder llegar a la Navidad con las menores restricciones posibles, le tranquilizó que la posibilidad del cierre de los aeropuertos fuese prácticamente inexistente porque podría afectar a operaciones que estaban en marcha y aliviado por poder pensar en otra cosa se quedó profundamente dormido.

    Se despertó con frío a las cinco de la mañana y tuvo la sensación de sentirse mucho más lúcido después de haber descansado; parecía haber pasado la noche tomando decisiones porque al menos ahora creía saber lo que debía hacer; desde luego Marina tenía razón, él llevaba años sin estar, sin compartir con ella nada que no fuese profesional, pero esa actitud no era solamente suya, era evidente que ambos se habían relajado en el cuidado de su relación, pero él no había traicionado a Marina, ahora empezaba a sentirse traicionado y eso le producía un nuevo y profundo sentimiento de rabia.

    Tuvo la tentación de pensar cómo podría recuperar el tiempo perdido y volver a empezar de nuevo, pero sintió con claridad que no quería hacerlo, se sentía culpable de haber dejado morir su relación con Marina, pero también indignado con la relación que ella le había insinuado que existía, esa relación no era de dos días, llevaba probablemente meses si no años ocultándosela y eso le dolía, le ofendía y le desilusionaba, no, no quería luchar por una relación que sentía clínicamente muerta.

    Tenía que asumir que su vida sentimental tal y como había transcurrido hasta ese momento había terminado para siempre y cuanto antes lo hiciese antes podría empezar a recuperarse.

    A las seis vibró el teléfono, había entrado un WhatsApp del comisario jefe de la brigada central de estupefacientes: «Todo se precipita, reunión en dos horas».

    Bogotá, sábado 13 de noviembre de 2021

    (ocho días antes)

    Cuando sonó la alarma del despertador ya había salido de la ducha, en cuarenta y ocho horas nunca le daba tiempo a recuperarse del dichoso trastorno del jet lag, las seis horas que en esa época del año diferenciaba el horario de España y Colombia le habían hecho despertarse a las tres de la mañana y no volver a conciliar el sueño, llamó a recepción para que a las siete estuviera preparado un coche que le llevara al aeropuerto.

    —Con gusto, señor, a las siete estará esperándole su carro, que esté muy bien.

    Le agradaba el acento colombiano de la recepcionista y aunque a veces la amabilidad le resultara excesiva nunca le pareció falsa, llevaba años alojándose en el Holiday Inn cuando viajaba a Bogotá, se encontraba cómodo en los alrededores del parque de la noventa y tres jalonado de decenas de restaurantes y cervecerías donde se respiraba ambiente de seguridad, tan escaso en esa ciudad, pero sobre todo le encantaba desayunar en la cafetería de la esquina del hotel en la calle noventa y cuatro con la carrera once donde para su gusto servían los mejores huevos benedictinos del mundo.

    Acabó de preparar su mochila con el poco equipaje con el que viajaba y bajó a desayunar, disfrutó de los huevos benedictinos con un zumo de guanábana y un magnífico capuchino de café colombiano y a las seis cuarenta cinco ya estaba ante el mostrador de recepción para hacer el check out.

    —El señor Alfonso Cantador, ¿cierto?

    —El mismo.

    —¿Cancelará en efectivo o con tarjeta?

    —Con tarjeta y me envían la factura por correo electrónico como siempre, por favor.

    —Claro que sí, señor, con gusto; ¿consumió algo del bar?

    —Un par de botellas de agua mineral, con el jet lag no me puedo permitir más lujos —dijo Alfonso sonriendo.

    —Espero verle pronto de nuevo —le contestó la recepcionista con su mejor sonrisa al tiempo que le devolvía la tarjeta de crédito; el carro blanco de la puerta es el suyo.

    Saludó al conductor, que le esperaba con la puerta abierta.

    —Buenos días.

    —Buenos días, señor, ¿su merced solo lleva este equipaje?

    —Solo este, donde voy todo lo que no sea estrictamente necesario molesta más que ayuda.

    —Pues salgamos ya, que a esta hora tenemos trancón seguro.

    La camioneta Chevrolet blanca se introdujo en el intenso tráfico bogotano bajando por la noventa y cuatro hasta enlazar con la autonorte, Alfonso había hecho ese recorrido decenas de veces desde que hace cuatro años decidió dejar su puesto de reportero en el diario El País para iniciar una aventura incierta como frilance, Colombia le había ofrecido muchas posibilidades y le era fácil vender a distintos medios sus trabajos de investigación y sus reportajes, le encantaba ese trabajo que le hacía sentirse periodista, lo que nunca consiguió en su anterior etapa profesional.

    —Si no es indiscreción, señor. ¿Qué sitio es ese donde va con tan poco equipaje?

    —Me dirijo a la Guajira —contestó Alfonso un tanto molesto por haberle sacado de sus pensamientos.

    —Es chévere, pero peligroso, aunque imagino que ya lo sabe.

    —Sí, esté tranquilo, conozco bien la zona.

    Alfonso había estado en la Guajira en dos ocasiones trabajando para National Geographic, una haciendo un trabajo de investigación sobre la influencia del contrabando de hidrocarburos con Venezuela en la economía de la zona y otra realizando un reportaje sobre la ceremonia de huesos en la cultura wayuu, estos indígenas exhuman los huesos de sus difuntos a los ocho años de fallecidos y le ofrecen un segundo velorio como último adiós.

    Ahora iba a trabajar en algo mucho más sencillo, la Guajira, y concretamente el Cabo de la Vela se habían convertido desde hacía algunos años en un paraíso para los practicantes de kitesurf por sus vientos permanentes, convirtiéndose en un atractivo turístico de la zona, y la prestigiosa revista International Kitesurf Magazine le había encargado un reportaje sobre la práctica del deporte y las condiciones del lugar.

    Cuarenta y cinco minutos en recorrer los escasos diez kilómetros que separan el hotel del aeropuerto de El Dorado es el tributo ineludible que hay que pagar por vivir en una ciudad de diez millones de habitantes donde al no existir metro toda la circulación se desarrolla en la superficie.

    Llegando al aeropuerto, al final de la avenida de El Dorado, se fijó en el conjunto escultórico de Isabel la Católica y Cristóbal Colón manchadas con pintura roja y mensajes indigenistas. Colombia nunca había desarrollado ninguna fobia antiespañola, pero en los últimos años parecía haber calado en cierta medida esa aversión a «los conquistadores» que se alimentaba, en su opinión, de forma artificial e interesada por el llamado socialismo del siglo XXI.

    Bogotá bullía como cada día desde las seis de la mañana, y esa agitación que siempre le había parecido excesiva también la notó en el aeropuerto, comprobó en los paneles electrónicos que su vuelo a Riohacha con la compañía Avianca figuraba sin retraso.

    Eran las ocho de la mañana y su vuelo salía a las nueve, se dirigió a la zona de salidas nacionales y pasó los controles sin ningún problema, tenía tiempo de saborear otro café en el quiosco de Juan Valdez que había en la sala de espera entre las puertas de embarque quince y dieciséis, embarcó con el tiempo justo.

    A las diez y cuarenta y cinco tomaba tierra en Riohacha, al bajar del avión sintió la sensación de humedad que ya había experimentado en otras ocasiones y que tanto le molestaba y junto al resto de los viajeros se dirigió andando, a través de la pista, al edificio de la terminal. El Almirante Padilla a pesar de su condición de internacional era un aeropuerto de andar por casa y en pocos minutos estaba saliendo a la calle 30, al otro lado de la calle se encontraba el parqueadero del aeropuerto y enseguida localizó a Toolo.

    —Buenos días, hermano —le dijo abrazándolo.

    —Buenos días, señor, me alegra volver a verle, ¿dónde desea que vayamos?

    —A casa directamente, ya me veo saboreando el friche que tu esposa me prometió preparar cuando volviera, se habrá acordado, ¿verdad?

    —Seguro que sí, sabe que le aprecia mucho. —Sonrió Toolo saliendo del parqueadero para buscar la calle quince y la troncal del Caribe hasta enlazar con la carretera de Uribia-Puerto Bolívar que los llevaría al Cabo de la Vela; aunque solo eran 150 kilómetros no tardarían menos de tres horas en la vieja pickup de su amigo.

    Toolo significa ‘torito’ en wayuunaiki, el idioma de la etnia wayuu y era la forma en que de manera cariñosa siempre había llamado su madre a José Fernández, José regentaba junto a su esposa Mercedes de la Rosa una ranchería al norte del Cabo de la Vela junto a la carretera que lleva al faro y al Pilón de azúcar.

    Los wayuu son la etnia mayoritaria de la Guajira y tradicionalmente se han dedicado al pastoreo, la pesca y la siembra de yuca, maíz o plátano, pero en los últimos años habían proliferado muchas rancherías que atendían las necesidades de hospedaje de quienes empezaron a descubrir ese turismo único que la Guajira ofrece.

    La ranchería de Toolo y Mercedes se llamaba Antüshi pía, ‘bienvenido’ en wayuunaiki, y constaba de cuatro edificaciones de bahareque, la residencia de Mercedes y José, una cocina abierta, una especie de nave techada de yotojoro con diez chinchorros colgados del techo, donde dormían los huéspedes, con sus respectivas taquillas para guardar los enseres personales y una zona común, anexa a la cocina, donde se servía la comida y se encontraban los aseos, todo ello con un cercamiento de cactus que servía de resguardo y rompevientos.

    Alfonso se había alojado allí las dos ocasiones anteriores en estancias de un mes y había llegado a tomarles un gran cariño que era correspondido por la pareja de indígenas, además, Toolo le había acompañado en muchas de sus excursiones y le había servido para romper el hielo con los wayuu, de por sí reacios a intimar con ningún alijuma, como denominan los wayuu a los extranjeros.

    La distancia entre Riohacha y Uribia es de poco más de noventa kilómetros de carretera asfaltada pero aun así se tarda hora y media en llegar a la que se considera la capital indígena de Colombia que en wayuunaiki se denomina Ichitki y fue rebautizada en 1935 como Uribia en honor del caudillo liberal Rafael Uribe.

    En Uribia, Toolo aprovechó para llenar el depósito de su pickup sabiendo que ya todos los gastos los asumiría Alfonso, después cruzaron la calle para tomar un tinto, como llaman al café solo, y comprar alimentos para los niños de los peajes.

    —Sabe que no es necesario que compre nada, yendo conmigo no le van a parar —comentó Toolo.

    —Lo sé, hermano, pero me reconforta la sonrisa que esos niños te pueden regalar por un paquetito de galletas —le respondió Alfonso subiendo a la camioneta que Toolo había puesto en marcha.

    La distancia entre Uribia y Cabo de la Vela es de unos setenta kilómetros, pero al tratarse de una trocha o carretera descubierta como la llaman los colombianos te demoras dos horas en el trayecto; es cierto que también influyen los numerosos «peajes» de niños que te cobran en alimentos el paso por sus tierras, pero a la vez te pagan con un dinero de mayor valor, su sonrisa. Cosa distinta son los retenes que a veces te encuentras con encapuchados que te exigen veinte mil pesos y que son muy intimidantes, pero todos conocían el vehículo de Toolo que siempre tenía paso franco, él pertenecía al clan familiar de los Uliana, de gran ascendencia entre los wayuu.

    —¿Qué le interesa ver en esta ocasión, don Alfonso?

    —Este viaje espero que sea mucho más tranquilo que los anteriores, José, quiero investigar sobre la práctica del kitesurf y su repercusión económica en vuestras vidas, eso os ayudará a que vengan más turistas.

    Toolo se mantuvo en silencio como pensando la forma de abordar su respuesta y comentó:

    —No crea su merced que es lo que quieren todos, la mayoría de los wayuu ven con recelo la llegada de turistas, al menos de forma masiva, las empresas que lo han intentado se han encontrado siempre con nuestra oposición, y como sabe, los wayuu somos los dueños legítimos de la reserva indígena.

    —No te preocupes, eso también pienso reflejarlo y espero que me ayudes a conocer la opinión de tus hermanos. Sabes que yo no trabajo para ninguna multinacional y también pienso que hacéis muy bien conservando vuestra tierra como lo hicieron vuestros ancestros.

    —Claro, señor, cuente con mi ayuda en ese caso. En este momento toda la práctica del kitesurf se encuentra en el Cabo de la Vela porque, aunque los vientos son permanentes las aguas son muy mansas y ambas cosas favorecen ese deporte; ya hay tres escuelas en la playa, la de Andrea el italiano y dos de indígenas, primos míos, que aprendieron con él y ya se independizaron.

    —¿Entonces todo se circunscribe al Cabo de la Vela? —preguntó Alfonso.

    —Bueno, señor, es cierto que últimamente también llegan turistas a practicar windsurf, pero son muy pocos y vienen buscando vientos y aguas más bravas, al norte del faro, sobre todo van a Playa Arcoíris y a las dunas de Taroa.

    Hablaron animadamente hasta que vislumbraron las primeras casas; exceptuando las rancherías, la práctica totalidad de las edificaciones se encuentran sobre la playa en una bahía de aguas tranquilas donde puedes encontrar pequeñas tiendas, hospedajes, restaurantes y negocios destinados a cubrir el tiempo libre de los turistas que inician allí el tour que llegará en unas siete horas hasta Punta Gallinas, el punto más septentrional de América del Sur.

    Dejaron la población a su izquierda y continuaron hasta el final de la amplia bahía por el camino que conduce al faro y al Pilón de Azúcar, pasado un kilómetro llegaron a la ranchería, eran más de las dos de la tarde y Alfonso y Toolo estaban hambrientos.

    Mercedes salió a recibirlos con una alegría poco disimulada, abrazó a Alfonso y besó a Toolo en la mejilla.

    —A ti ya te vi hoy —le dijo con una sonrisa pícara—. Lavaos un poco y os espero en el comedor, estoy sirviendo las comidas.

    El comedor era una zona abierta con suelo y estructura de madera y techado de yotojoro desde donde se veía la cocina y corría una agradable brisa marina; el yotojoro es una madera que los wayuu extraen del corazón del cactus cuando se seca de forma natural, lo que resulta económico y ecológico; de sus diez mesas solo dos estaban ocupadas por sendos grupos de turistas que degustaban uno de los platos más demandados, langosta con arroz de coco y variados jugos de fruta.

    Mercedes había preparado la mesa más cercana a la cocina y allí tomaron asiento Toolo y Alfonso, enseguida Mercedes apareció con una bandeja.

    —Zumo de Iguaraya para mi esposo y una póker bien fría para nuestro huésped favorito.

    Ella se sirvió otro jugo de Iguaraya, que es el fruto del cactus guajiro, de color rojo intenso y agradable sabor.

    —Si me pones cerveza fría es que te has acordado de tu promesa —observó Alfonso riendo.

    —¡Obvio! —gritó Mercedes desde la cocina mientras daba el último toque a la paila de friche de chivo, quizás el plato más tradicional de la Guajira que Mercedes hacía aún a la antigua usanza, friendo la carne de chivo en su propia grasa y que desde que lo probó por primera vez dos años atrás se había convertido en el plato favorito de Alfonso.

    —Estaba deseando volver a esta casa, sois parte de mi familia.

    —Aquí siempre será bienvenido, don Alfonso —dijo Toolo dando buena cuenta del generoso plato de carne acompañado por arepitas de maíz recién hechas que le había servido su esposa.

    —¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros esta vez? —preguntó Mercedes.

    —En principio, unos quince días, pero si encuentro algo interesante sobre lo que escribir, el tiempo que haga falta.

    —Ojalá sea mucho tiempo —respondió Mercedes.

    —Por cierto, os he traído algo —dijo Alfonso sacando de su mochila dos paquetes envueltos en papel de regalo—: Tabaco de pipa para Toolo y la crema de aceite de oliva que le gusta a mi querida Mercedes, la mejor cocinera de la Guajira.

    Hablaron animadamente durante la comida y cuando los dos grupos de comensales se retiraron Mercedes llevó a la mesa una botella de chicha y tres vasitos para agradecer a los dioses la presencia de Alfonso.

    —¿Qué tiene pensado para hoy? —preguntó Toolo.

    —Descansar, querido amigo, descansar, dormiré algo esta tarde y luego daré un paseo, he echado de menos este mar y sus atardeceres.

    —Si no me va a necesitar, he de ir hasta Palomino a recoger un generador que he comprado, este nos está dando ya muchos problemas.

    —No te preocupes por mí, y si me disculpáis, me retiro, toca la recuperación diaria del maldito jet lag —dijo Alfonso levantándose de la mesa.

    —Descanse, don Alfonso —respondió Mercedes.

    Alfonso se dirigió al dormitorio colectivo que estaba vacío en ese momento. Sacó de su taquilla sus dos cámaras fotográficas y el ordenador portátil que junto a su teléfono móvil puso a cargar; a las nueve de la noche se apaga el generador de electricidad y quería trabajar si no podía dormir. Se acostó en su chinchorro de siempre, al fondo del dormitorio y se quedó dormido, eran las cuatro de la tarde.

    Se despertó con las risas de unas turistas fuera de la enramada, por su acento diría que eran chilenas, miró el reloj, las cinco de la tarde, solo había podido dormir una hora, pero se encontraba despejado y decidió dar un paseo hasta el Pilón de Azúcar para contemplar desde allí el atardecer más bello que jamás había visto.

    El Pilón de Azúcar es un cerro de color blanco que sirvió de guía a los primeros pobladores que navegaban perdidos por las aguas del mar caribe, los wayuu lo bautizaron como Kamaici, ‘Señor de las cosas del mar’ en wayuunaiki, y para ellos es un lugar sagrado donde descansan las almas después de morir.

    A paso normal se tarda una hora andando desde la ranchería siguiendo la costa hacia el norte y Alfonso se puso en marcha con una pequeña mochila en la que había metido el móvil y su inseparable cámara fotográfica, la tarde era muy agradable y la brisa del mar anulaba esa sensación de humedad que tanto le molestaba.

    Se cruzó con grupos de excursionistas que iban o venían del faro o del mirador de Piedra Tortuga y conforme se fue acercando a la playa de la Cueva del Diablo volvió a sentir la inmensidad de aquel paisaje solo para él; se detuvo para hacer algunas fotografías y le tentó la idea de observar desde aquel impresionante acantilado rocoso la puesta de sol, pero ya quedaba poco para llegar al Pilón de Azúcar y decidió comenzar el ascenso al cerro.

    Los últimos quince minutos son de dura subida, que alterna trozos de cuesta

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