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Los elefantes saben olvidar
Los elefantes saben olvidar
Los elefantes saben olvidar
Libro electrónico97 páginas1 hora

Los elefantes saben olvidar

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Quizá la sabiduría del olvido solo les sea posible a quienes han vivido una experiencia intensa, y en toda experiencia intensa se cifra el enigma de un relato. Son borrosas las fronteras entre la vigilia y el sueño, entre la complicidad y el amor, entre el viaje y la imposibilidad de moverse, entre la hazaña y el fracaso, entre el recuerdo y lo que las revistas dicen de esos recuerdos imborrables. Así lo muestra Vázquez a través de una prosa ágil y de tramas envolventes.
En las historias de Cristian Vázquez hay encuentros fugaces, lugares fantasmagóricos, miradas que revelan deseos, recuerdos inciertos; hay parejas insomnes, hombres sin dinero en las barras de los bares, viajeros curiosos y mujeres que sueñan con casas familiares. La huella de lo extraordinario se pasea por el mundo cotidiano y produce incertidumbre. Los personajes parecieran buscar el momento exacto en el que se decidió el sentido de sus vidas y el lector, cautivado, entra en ese juego de las pesquisas; observa, al igual que lo hace un detective, el signo que anticipe de qué lado caerá la moneda, el gesto o la palabra que dirán algo más de lo que pretenden decir.
Entre lo velado y lo prodigioso, con prosa elegante y precisa, más que en lo elidido o en lo que se dice, la tensión de las historias se sostiene en la maestría de las sugestiones y en la capacidad de dar con el instante en que se vive una historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905865
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    Los elefantes saben olvidar - Cristian Vázquez

    Cuando pasa el tren

    Los espectadores se pasman, cuando pasa el tren.

    Kafka

    , primera nota

    en su Diario, 1910

    Por la ventana se veía la avenida, la plaza con los juegos, las vías del ferrocarril, la Virgencita, y llegaba el ruido de los colectivos y, pese a los dos pisos, hasta el barullo de los chicos que salían del colegio e iban y venían. Sebastián cerró el vidrio y todo quedó como encapsulado, pero del lado de afuera. Lo que ahora escuchó fue la descarga de la cisterna del baño. Laura apareció medio minuto después.

    ¿Y, se ve algo?

    No, respondió Sebastián. Me parece sentir el olor. Pero qué sé yo, viste que uno se sugestiona…

    Te voy a pedir un favor más antes de que te vayas, dijo Laura, y sonrió con los ojos y se quedó esperando una respuesta.

    Sebastián también sonrió.

    Ay, no sé si vas a querer, agregó ella. Si te aburre decime.

    ¿Qué cosa?

    Laura dijo que había comprado lana y señaló unas madejas que descansaban en una canasta, sobre un sillón, una roja, una verde, una azul, una gris. Ponete así, dijo y le mostró cómo: las manos delante del cuerpo, las palmas enfrentadas, los pulgares hacia arriba, como si estuviera sosteniendo una pelota de fútbol. Sebastián la imitó. Ella le tomó las manos y las alejó un poco de él, es decir, las atrajo hacia ella. Luego ella tomó la madeja de lana roja, que era una especie de rollo o de bobina, y la colocó en torno a las muñecas de Sebastián. Para tejer las necesito en forma de ovillo, explicó, mientras tomaba el extremo de la madeja y comenzaba a ovillarla, a gran velocidad, alrededor de una aguja de tejer. No tardo nada, dijo haciendo una pausa, ¿puedo?

    Sebastián, sin dejar de sonreír, asintió.

    Lautaro no quiere hacer esto, lamentó ella. Dice que se cansa y se aburre y no quiere.

    Como Sebastián no dijo nada, siguió hablando ella:

    El hombre que me vende la lana esto lo hace con una maquinita. La pone y en un minuto ya ovilló todo.

    Vos lo hacés muy rápido, igual.

    Si ahora vos no me ayudabas lo iba a hacer con el respaldo de la silla. Pero es incómodo, porque se engancha. Ves que vos hacés así con la mano… Si no hicieras así se engancharía… ¿Te cansa?

    No.

    ¿Te aburre?

    No me aburre.

    En todo caso hago uno solo. O dos.

    Tranqui, hacemos los cuatro. Un minuto cada uno.

    Iban por la mitad de la primera madeja cuando sonó un teléfono. Laura se sobresaltó. Tardó unos segundos en descubrir que su celular estaba sobre uno de los estantes del mueble que separaba el living de la cocina. Dudó por un momento de qué hacer con el ovillo que había ido amasando entre sus dedos. Luego lo apoyó en el suelo. Le dijo a Sebastián que ya volvía.

    Hola, Chu… sí, acá en casa… estoy con Sebas… vino a traerme el suavizante… hace un ratito, y merendamos y ahora… sí… no, nada… ah, sí, trajo fotos de España… impresas, sí…

    Sebastián trató de concentrarse en la televisión, que brillaba, con el volumen apenas audible, en un canal de noticias. Las imágenes, los videographs y la voz en off giraban en torno a los incendios: estimaban que las hectáreas quemadas serían unas setenta mil, que esa mañana el humo había alcanzado su máxima intensidad, que la policía federal había detenido a dos sospechosos y que era inminente que cayera el tercero, que la presidenta no descartaba una conexión con los sectores del campo con los que su gobierno estaba en conflicto desde hacía semanas, que según fuentes del Servicio Meteorológico Nacional la humareda permanecería sobre la Capital y el Gran Buenos Aires durante unos tres o cuatro días más.

    … sí, Chu… ¿tarta de jamón y queso está bien?… dale… dale, besitos…

    Sebastián le hizo unas señas extrañas y algo de mímica.

    … acá Sebas te manda saludos… dice que gracias e igualmente…

    ¿Y, pudo arreglar?, preguntó Sebastián cuando ella ya había dejado el teléfono sobre el mismo estante y levantaba la lana del suelo.

    No, tiene que quedarse a cursar, porque entregan un trabajo práctico con los compañeros. Va a llegar como a las once.

    Qué tarde.

    Los jueves siempre vuelve a esa hora.

    Laura recuperó enseguida su ritmo ovillador. Tenía como clavados en las mejillas los hoyuelos que se le formaban al sonreír.

    Salió de una clase y está por entrar a otra y me llamó.

    Está entusiasmado con la carrera, ¿no?

    Sí. A veces se bajonea un poco porque no tiene mucho tiempo y le mandan un montón de ejercicios y no llega a hacerlos todos, y dice que en el examen no le va a ir bien. Pero yo sé que sí le va a ir bien.

    Claro que le va a ir bien. Seguro.

    Laura terminó por fin el primer ovillo y le preguntó si podían hacer otro. Sí, claro, respondió Sebastián. Ella colocó la madeja verde alrededor de las manos de él y volvió a su tarea. Ahora los dos fijaron la vista en el televisor. Un hombre al que presentaban como especialista en cuestiones judiciales describía las posibles penas contra los culpables de los incendios.

    ¿Le contaste a Esther lo del humo?, preguntó Laura mientras ovillaba la madeja verde.

    Sí, le conté, pero igual ella lo vio en la tele. Salió en los noticieros y los diarios de allá también.

    Las cosas por las que somos noticia.

    Viste. Siempre con rarezas.

    Yo no sé cómo no te diste cuenta del color de ojos.

    ¿Y por qué te acordaste de eso ahora?, se rio Sebastián.

    Porque la nombré y me acordé de las fotos, y recién cuando las miraba no te dije nada, pero con los ojos que tiene no puedo creer que no lo supieras.

    Es que tiene las pupilas muy grandes…

    Laura soltó una carcajada socarrona.

    No se lo cree nadie, ¿no?, dijo Sebastián. Eso es lo que dice ella, que tiene las pupilas muy grandes. Es lo que me dijo a mí cuando le conté que no me acordaba del color de sus ojos.

    ¿Se lo contaste? Yo que ella me re enojaba.

    Sebastián, avergonzado, dejaba sus ojos en la tele.

    Aparte, trató de defenderse, la había visto un par de días nada más.

    Dejate de joder. Volviste re enamorado de ella y no sabías el color de sus ojos.

    Será que me fijé en otras cosas.

    ¿En qué te fijaste?, preguntó Laura y le brilló la mirada.

    Qué sé yo, Lau.

    ¿Qué es lo primero que le mirás a una mujer?

    Sebastián se quedó mirándola con gesto de reproche y fue ella quien ahora desvió la vista hacia el televisor.

    Sé que ya te lo pregunté alguna vez, agregó ella. Pero no me acuerdo. ¿Te molesta que te pregunte?

    No, Lau, no me molesta.

    Bueno.

    La cara.

    ¿La cara le mirás?

    Sí.

    ¿Qué parte de la cara?

    La cara en general. El conjunto. Miro a una chica y me gusta o no me gusta. Es como una impresión, el golpe de vista. Los detalles van apareciendo

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