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Los días del piano
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Libro electrónico186 páginas2 horas

Los días del piano

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Información de este libro electrónico

"Parafraseando a Carrère en su libro Limónov, quiero decir que esta crónica de Ramón Ferro no es una ficción, es real, y la conozco. Ramón, que vive en Merlo, San Luis, recibe un whatsapp de su hermana Matu, un mensaje respecto a la delicada salud de su padre.

Ramón es médico neurólogo y entiende mejor que nadie que los síntomas son graves, por lo cual decide viajar a Mar del Plata para verlo. Para entonces, otoño de 2020, el país está en cuarentena y con todos los pasos fronterizos e interprovinciales cerrados.

Ramón se despide de su mujer y de sus hijos y se sube a la camioneta. Tiene que recorrer mil trescientos kilómetros y cruzar dos pasos interprovinciales. Espera que en cualquier momento le lleguen las autorizaciones que pidió para hacer el viaje. Se mete en una YPF para hacer la primera carga de combustible. Se pide un café en vaso grande para llevar. Piensa, lo entiende en ese momento, que saborea el café a conciencia de que se agarra de la última rutina disponible. "Nada de lo que vendría de ahí en adelante —dice Ramón— tendría el amparo de la rutina."

Un relato valiente, escrito con las heridas abiertas y con una voz que muestra y conmueve. En el que tanto el viaje, el reencuentro como la reconciliación tienen alcohol al setenta por ciento, como así también las pérdidas" (Daniel López).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 abr 2022
ISBN9789878924205
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    Los días del piano - Ramón Ferro

    A mi hermana Matu

    1

    «que estaba preocupada»

    Desde hace unos meses con Laurita dejamos de hacer la cena. En realidad, ella hace tiempo que no la hace y ahora me plegué yo. Su influencia ha sido tan sutil que bien podría parecer que lo elegí yo por mis propios medios, haciendo uso de mi completo libre albedrío. La mejor persuasión es la que no se nota. Hacemos lo que ella llama té-cena, que consiste en tomar una infusión en horas de la cena, pero no es una cena, desde ya. Solemos incorporar algunas tostadas y queso o mermelada para agregarles. Ninguno de los efectos que podríamos adjudicar a este cambio de hábito es suficientemente nítido. Pero quizá pueda admitir que me proporciona un mejor sueño y que me levanto con menos hambre al día siguiente.

    Ese sábado, estando sentados a la mesa en medio de nuestro té-cena, recibí varios mensajes de Silvi, la novia de mi papá, desde Mar del Plata. La vi una única vez, cuando se casó mi hermana, Matu, el año pasado. Me pareció una buena persona, y que ellos se trataban con mucho afecto. Ese día ella y mi viejo cruzaron el boliche para llegar a nuestra mesa a saludarnos. En mi mesa también estaban mi vieja, que le había esquivado el saludo a mi papá un rato antes, y otra ex esposa de mi papá, la mamá de Sofi, mi hermanita chiquita, que directamente lo había ignorado.

    Me escribió por WhatsApp que estaba preocupada por mi viejo. Que desde hacía un tiempo no lo veía bien. Que dos semanas atrás se había caído en el baño y que se había dado un golpazo contra el borde de la bañera. Que no se había roto nada, pero que desde ese accidente lo veía deteriorarse en forma progresiva. Que ese día lo había vuelto a encontrar en el piso. Que no podía levantarse solo y que había tenido que ayudarlo a incorporarse. Le conté a Laurita y le respondí que en un rato lo llamaba. Que gracias por avisarme. Agregó, por último, que no le dijera a mi papá que ella me había escrito. Le respondí que no, que no se preocupara.

    Me puse a hablar con Laurita de posibles diagnósticos interpretados a partir de los datos que teníamos, tratando de rellenar una parte de la incertidumbre con conjeturas. Le dije a Laurita que iría a lavar los platos y que después haría el llamado. Me contestó que no, que hiciera la llamada, que ella lavaba. Estamos juntos desde hace ocho años. Nos casamos el año anterior. Y además somos socios y colegas.

    Les pedí a los chicos que se desconectasen del wifi, que tenía que hacer una llamada importante. Me contestaron que OK, y en un instante se apagaron fuentes de gritos, voces infantiles y reggaeton. Subí la escalera para hacer la llamada en nuestra habitación.

    En esos metros reviví el último encuentro no virtual con mi papá, unos meses atrás, en la mesa de afuera de un bar cerca de Güemes, el día que fuimos todos a Mar del Plata, después de una semana en Mar de las Pampas. Estaba planificado de antemano: juntarme con él y ponerle fin al distanciamiento de más de dos décadas. Mi discurso sin vueltas. Mi pedido directo de disculpas por lo que había hecho mal, sin orgullo. La descripción de mi equivocación. De todo lo que tuvo que pasar para darme cuenta. De que él había tenido razón allá por mis veinte años. Que yo no había podido evitar seguir ideológicamente a mi mamá. Que la pelea entre ellos por el dominio filosófico de los hijos me había hecho perder mucho tiempo. Que el hombre señalado por mi vieja como digno de admiración, que yo había tomado como mentor, había resultado ser un megalómano psicópata. Que me había llevado veinticinco años entender mi error. Que él también se había equivocado en el modo que había usado. Que de otro modo hubiéramos ahorrado tiempo. Que ahora todo parecía una vuelta a lo que él representaba: la sensatez.

    Acomodé el celular en un atril improvisado con un tarjetero de propaganda médica y apreté el ícono de la camarita.

    2

    «lo que vos digas»

    —Hola, viejo. ¿Me escuchás? ¿Me ves?

    —Hola, chiquito. Sí, te veo bien.

    Mi papá nunca dejó de decirme «chiquito». Antes me jodía, ahora, a mis cuarenta y seis años, ya no. Su cámara mostraba la mitad derecha de la cara magnificada, porque tenía el teléfono a distancia de visión cercana. Pude ver el detalle de su bigote blanco con el borde inferior teñido de amarillo, la cicatriz en el pómulo que le dejó la caída en una escalera y la profundidad de las arrugas de expresión que, en ese momento me di cuenta, lo mostraban más adelgazado. El reflejo azul en sus anteojos me dejaba ver mi propia imagen distorsionada.

    —¿Cómo andás, papín? Contame algo.

    —Ando bien, hijito. Sin mayor novedad.

    Quería llevarlo a su caída de un par de semanas atrás, y a la de ese día. También a su problema para caminar, pero no quería exponer a su novia. Tampoco caer en una anamnesis médica, sino más bien quedarme en hijo preocupado.

    —Contame cómo te sentís.

    Dudó un instante.

    —Bueno… con algún problemita menor en las piernas.

    Ya estaba, había prendido.

    —Bueno, papín. ¿Están débiles las piernas? —me la jugué.

    —No sé si tanto como débiles, pero sí que no me responden como antes. Bueno, el neurólogo sos vos, pero no creo que sea nada…

    —¿Cómo estás orinando? ¿Se te escapa un poquito? —estaba buscando síntomas medulares por la caída de espaldas que había tenido.

    —Bueno, ahora que lo decís… ¡a veces no llego al baño!

    —Esa falta de control en las piernas ¿te produjo alguna caída?

    Se quedó en silencio. No quería responderme. Se notaba en su expresión adusta, casi enojado. Lo vi entrar en conflicto. Finalmente dijo:

    —Bueno, sí. Hoy me caí y estuve tirado en el piso un rato.

    —No te podías levantar solo…

    —No, me costaba. Silvia me ayudó.

    —¿Cuánto tiempo estuviste en el piso, papín?

    Se volvió a retraer. Pero volvió a aflojar.

    —Dos horas.

    —Bueno, papín, ¿sentís algún dolor en alguna parte?

    Abrí la tapa de la computadora detrás de la línea de la cámara del celular. Ubiqué el chat con Matu, la hermana del medio de las tres que tengo, única con la que compartimos ambos progenitores, y le escribí que papá estaba para internar. Que tenía que ser en el lugar con la mayor complejidad posible. Que podían ser varios diagnósticos, pero que había que estudiarlo. Hablamos sobre el riesgo de contagiarse coronavirus. Acordamos que había que correr ese riesgo.

    —Puede ser un poco de dolor de espalda. Pero no mucho.

    —Bueno, viejo, pero… estaba pensando… me parece que lo mejor va a ser que te internemos.

    —¿Internarme? —los ojos se le abrieron detrás del reflejo azul de los anteojos.

    —Sí, porque ese problema en las piernas no se puede quedar sin diagnóstico, papín. Hay que saber qué es. ¿Me entendés? Hay que saber qué pasa.

    El viejo que siempre conocí se habría resistido. Habría ejercido toda la oposición posible. Pero este que se inauguró en el bar, cerca de Güemes, me respondió:

    —Está bien, hijito. Lo que vos digas.

    3

    «que gracias»

    Matu me llamó por la mañana. Ella había pedido la ambulancia la noche anterior para trasladar a papá a la guardia. Me contó que estaban en el departamento esperando a que llegase el traslado. Me dijo que estaba conforme con que decidiéramos internarlo porque no lo veía bien. Me dijo que le costaba mucho caminar. Además, me contó que el departamento de papá tenía un abandono importante. Que los olores a cigarrillo y encierro eran insoportables. Que al lado de la cama el piso estaba pegajoso. Que las cortinas tenían un tizne oscuro entre los pliegues. Que faltaba el oxígeno. Me dijo que cuando terminara de internarlo le iba a pedir a Yamila que le limpiara el departamento. Que intentó antes pero que él nunca quiere. Que Yamila le cambia de lugar sus cosas. Que Yamila le desconecta los cables del televisor de tubo que todavía tiene. Que es importante porque así puede seguir grabando en la videocasetera programas de política que se emiten en simultáneo y que si no se perdería. Que cada vez que se va Yamila, después no anda nada.

    Pasado un rato Matu me escribió un mensaje en el que me decía que ya estaban cargando al viejo en la ambulancia para llevarlo. Y otro para decirme que el habla de papá estaba extraña, como si estuviera borracho. Que Silvi, la novia, también lo notaba desde hacía unos días. Le contesté que me avisaran cuando llegaran a la guardia. Le conté todo a Laurita mientras tomábamos unos mates en casa. Seguimos conjeturando diagnósticos posibles.

    Salí en la camioneta a hacer compras habituales de domingo temprano. Era una mañana soleada de invierno. Fui con las ventanillas medio bajas, inspirando hondo el aire fresco de Villa de Merlo, escuchando una playlist de Spinetta. Crucé el badén de la avenida Dos Venados, casi sin agua, y bajé por Avenida del Libertador, hasta el arco de Barranca Colorada. Estacioné frente a la carnicería de Juancito y saqué el celular para leer el pedido que siempre me manda Laurita para que no me olvide nada.

    Entró una llamada de Matu. La atendí. Me contó que en la guardia del Hospital Privado no querían internar a papá. Que a la médica que los atendió le pareció que era para manejo ambulatorio. Que con la crisis de covid-19 el hospital no estaba para internar pacientes para estudio. Matu me terminó diciendo que le parecía que iban a tener que volver al departamento. Le pregunté si veía posible que yo pudiera hablar con la médica, si podría pasarle el teléfono. Escuché la voz de mi papá, cerca de Matu, que decía que la vieja que los había atendido no servía para nada. Que ni lo había mirado. Noté la observación de Matu y la voz arrastrada de papá. Matu me dijo que iba a intentar pasarme la llamada con la médica. Cortamos. Entré a la carnicería de Juancito y le leí el pedido al carnicero. Juancito no estaba. Los domingos pilotea el negocio desde la casa. Es un buen amigo mío. Nuestros hijos son compañeros de primer grado y muy amigos. Le pedí el kilo y medio de molida, los bifes de cuadril, las dos colitas, los dos kilos de blanda para milanesas. El teléfono vibró en el bolsillo. Matu me dijo que me pasaba con la médica. La voz áspera del otro lado me dibujó una mujer de sesenta y pico, fumadora empedernida, con el atado y el encendedor en el bolsillo del guardapolvo, burn out, teñida de rubio, con las raíces blancas. Largó con un monólogo sobre los riesgos de ingresar a una institución llena de pacientes con covid y no me dejó meter bocado por un rato largo. La interrumpí y le dije que yo era neurólogo. Me contestó que ya se había enterado. Le dije que un paciente con una paraparesia aguda sin diagnóstico se internaba, acá y en la China. Me dijo que lo máximo que podría hacer era dejarlo a criterio de la guardia de neurología del hospital. Pero que no sabía cuándo tendrían tiempo de evaluarlo. Le contesté que por mí estaba bien. Que gracias. Cuando Matu volvió al teléfono, escuché los gritos de la médica diciendo con ironía que iba a tratar de conformar al doctor.

    Matu y yo volvimos a hablar.

    —¿Viejo adentro?

    —Viejo adentro. Después te llamo.

    4

    «con un trapo»

    A la mañana siguiente Matu me mandó un mensaje para pedirme que la llamara cuando pudiera. Vi el mensaje en la pantalla de la computadora. Le apagué el volumen. Yo estaba atendiendo en el consultorio. Cuando terminé

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