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Humanista
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Libro electrónico178 páginas2 horas

Humanista

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La autora vuelve a poner su mirada sobre Medellín en este nuevo libro de cuentos.

Esta vez, las diez historias aquí reunidas exploran las sombras de la cotidianidad en la que se mueven unos personajes que tienden a la ambivalencia y al desequilibrio. Entre la tragedia y la comedia, se compone así un mosaico de precariedad, nostalgia y violencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 feb 2024
ISBN9786287589209
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    Humanista - Natalia Maya

    Ojos así de pequeñitos

    A J. M. M.

    Yo siempre supe dónde quedaba la oficina de mi papá. Cada que pasábamos en el carro por la calle Colombia, donde hace esquina con Carabobo, en dirección a nuestra casa en el Estadio, mi mamá me señalaba el edificio Suramericano. Incluso muchos años después, cuando tenía que hacer una vuelta en el centro, pasaba por ahí y me quedaba parada un rato en el frente de aquel edificio, a ver si de pronto lo veía salir. Me moría por conocerlo, pero sabía que no era yo quien daría el primer paso. ¿Cómo podría?

    En algún momento de nuestras vidas mi mamá dejó de mencionar a J., que era como ella le decía. Me parece que fue después de que terminaron los pleitos, que duraron cinco o seis años; a partir de ahí yo quedé llamándome como él para siempre, es decir, con su mismo apellido. Y para siempre era todos los días, cuando tomaban lista los profesores en cada clase, cuando escribía mi nombre en la parte de arriba de la hoja de un examen, cuando me pedían la identificación en un aeropuerto o en una cita con el médico. En la libreta de calificaciones, donde ponía nombre del padre, estaba el nombre completo de él. En el renglón de abajo iba el de la madre. Tenía un papá, lo sabía, llevaba su apellido, pero no lo conocía y tampoco tenía recuerdos de una familia con él.

    La primera vez que lo vi fue en el laboratorio donde nos hicieron las pruebas de filiación para constatar la paternidad que mi mamá le imputaba y que J. negaba con vehemencia. Se trataba de unas de las primeras pruebas genéticas que se hicieron en el país, por allá en los años setenta y que, aunque eran diferentes a las de adn que se practican ahora, arrojaban datos de compatibilidad importantes para establecer el parentesco. El examen de la Cruz de Antihélix, que analiza un rasgo particular ubicado en el pabellón auricular —hereditario sólo entre padre e hijo—, fue determinante al detectar casi un 90 % de coincidencia. Alguna vez mi mamá me contó que, además de la agudeza de su abogada, ese examen fue piedra de toque en el resultado de los litigios. Cuando llegamos, la Mona, que me llevaba de la mano, me dijo que ahí estaba mi papá. Yo tendría unos cinco años, pero recuerdo que el corazón se me quiso salir del pecho. No mires, no mires, me dijo, yo te digo cuándo. No mires. Ya... No, no, todavía no, no mires. Te está mirando, no mires. Quieta, no mires. La última vez que me dijo que ya podía mirar, preferí voltearme de cara a la pared. No entendía nada. No quise volver a mirar.

    Después de tantos años, ahora pienso cómo sería nuestra historia si la Mona, en vez de decirme que mirara con disimulo —lo que seguro hizo para evitarme otro rechazo—, me hubiera alentado a que corriera y fuera a darle un abrazo a mi papá. ¿Habría logrado correr el cerco? ¿Tocar tu corazón? Ese gesto, minúsculo, tal vez nos hubiera evitado tantos años de ausencia.

    ¿Qué se te pasó por la cabeza en ese instante? Tú tenías uso de razón, yo no. ¿Alguna vez lo pensaste? ¿Por qué no te acercaste y me levantaste en tus brazos? Y si bien no fue en ese momento, ¿por qué no después?, cuando la ciencia y tu amada jurisprudencia dieron respuesta concluyente a todas tus dudas.

    Y es que mi papá, abogado de profesión, a quien le gustaba resolver casi todos sus asuntos por las vías jurídicas, estaba lejos de pensar que la más significativa de sus batallas se fallaría en un espacio tan diferente al de los tribunales. Esta vez el veredicto no provenía de un juzgado, sino de un laboratorio. Allí donde ni la temeridad del imputado, ni la malicia procesal, ni la audacia de las declaraciones juradas en vano tendrían la última palabra. Saben él, mi mamá, y Dios si existe, las veces que ella le rogó para que resolvieran la situación de otro modo. Nunca quiso. Mi papá la arrastró hasta sus límites y ella se enfureció. Y la rabia y el dolor de mi mamá fueron ciegos, estruendosos y sin contención hacia un desbarrancadero. Ella también se equivocó (alguien podría alegar que con justa causa). Esa decisión que tomó al tenerme fue su perdición y su cruz. Lo que nunca supo fue que para él, al final de sus días, sería todo lo contrario.

    El proceso de paternidad avanzó en los juzgados por varios años entre dilaciones y abusos de los recursos jurídicos. Mi papá perdía un pleito y enseguida apelaba, perdía otro y volvía a apelar, y así hasta llegar a la Corte Suprema, donde, por un lado, las calumnias y los miedos se abrían paso a empellones, y por el otro, certera y sin amagues, la evidencia científica que recorría su cuerpo y el mío se establecía sin aspavientos. Fueron tres instancias por las que tuvieron que pasar antes de que se dictara la sentencia definitiva, como tres fueron las veces que negó Pedro a Jesús.

    Años después volví a ver a mi papá. No a él personalmente, sino a una caricatura de él que tenían en un club de la ciudad. En ese club había un mural con caricaturas de cada uno de sus socios. Los dibujos, además de la figura del socio, eran representados con algún rasgo distintivo del personaje. A los ludópatas, por ejemplo, les pintaban una baraja de naipes o unos dados; a los que les gustaba el fútbol, un balón; a los que hacían crucigramas, una cuadrícula con letras en sus casillas. En la caricatura de mi papá, en la esquina inferior, aparecía un vaso de licor con hielo. El papá de Juancho, mi novio, también era socio de ese lugar, y por eso podíamos ir todos los sábados a bañarnos en la piscina, y algunos días de la semana, a montarle guardia a J., por si aparecía.

    Sólo quería verte, recordar cómo eras. Nunca pasó. Tan cerca y tan lejos que estuvimos siempre y tú ni te enterabas. Y es que con tu ausencia no sólo me privaste de tu cariño y protección, también me negaste la posibilidad de crecer en una familia. Y esas dos carencias, ¿sabes?, hicieron una gran diferencia. Ya no sé si para mal o para bien. Lo que sí sé es que si supieras por lo que pasamos, se te pondría el corazón en un puño. Claro, si al menos eso pudieras entenderlo. Hay hijos que nacemos del azar, y el azar, como bien lo dijo Borges, no es más que nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.

    Al cumplir dieciocho años, la ley me asistía en caso de que quisiera demandar para que mi papá me ayudara con el pago de mis estudios universitarios. También en caso de que se requiriera prolongar la cuota de manutención. Nunca lo hice. La vida no podía ser eso: demandar o ser demandado. Es que no son pocas las veces que he tenido que detenerme y poner contención a mi avanzada para no pasar una vida como la de mis padres, entre litigios, tribunales y abogados. Y aunque me moría por conocer a mi papá, el uso de razón que alcancé con la mayoría de edad sólo sabía de ausencia y desolación. Miedo a otro rechazo. Por eso no sería yo quien daría el primer paso. ¿Cómo podría?

    A mi papá lo vine a conocer por casualidad en un juzgado, también podría decirse que por azar, aunque ya sabemos lo que dice Borges de eso. Y es que ¿qué otro espacio podría ser más propicio para conocer a «la hija de la sentencia»?, como él me llamaba. Sucedió el 2 de septiembre de 1995, acababa de cumplir veintitrés años. Ese día fui a acompañar a mi mamá a revisar una demanda que les había puesto un inquilino de una casa que ella tenía en compañía con sus hermanas. Salí a comprar unos chicles mientras ella leía el proceso y vi a un hombre que se acercaba por el corredor. Era como si me estuviera viendo en un espejo. Los hijos negados somos así, de alguna manera mágica obra el adn en nosotros. Ahí estaba yo, el rostro de mi padre suspendido bajo mi piel, sobre los huesos de mi cara. Los ojos pequeñitos, la nariz larga y el mismo rostro finito que yo tengo. Ese hombre tenía mis rasgos, no sólo pensé cuando lo vi, sino que además volví a sentir ese fuerte sacudón en el pecho, el mismo que de inmediato me hizo volver hasta donde estaba mi mamá y decirle que ahí venía J. En un principio no me creyó, que cómo iba a poder reconocerlo si lo había visto sólo una vez en la vida, y eso de muy niña, me dijo; hasta que, dos minutos después, lo vio entrar a la sala donde estábamos. La vi seguirlo con la mirada en silencio hasta que él se acercó a la ventanilla del juzgado. Al cabo de un rato me dijo: Sí, ese es J. Ese es tu papá. Ahí lo tienes. De niña la enloquecía con preguntas para que me contara cómo era él, dónde se habían conocido, en qué trabajaba. Ella se limitaba a responderme escuetamente. Nunca me habló mal de J., tal vez sea por eso que no le guardé rencor. Esa fue la única vez en la vida que vi a mis papás juntos, o no juntos, cerca. Instantes después soltó el folio que tenía entre las manos y salió del lugar. No la retuve ni me fui tras ella. Lo que hice, en cambio, fue sentarme en una banqueta que había en uno de los laterales de la sala del juzgado y me dediqué a observarlo.

    J. le pidió al dependiente uno de los libros en los que apuntaban las últimas actuaciones de las demandas que llevaban en curso. Yo lo reparé otro poco. Pies pequeños y las manos con las falanges expuestas, como las mías. Cabello casi blanco. Ni muy gordo ni muy flaco. Alto. Feo. Al cabo de un rato respiré profundo y me acerqué. Hola, recuerdo que le dije. Mi papá se dio la vuelta sonriente y me respondió el saludo. Se comportó muy simpático cuando lo abordé, y yo que estaba temblando. Me dijo que lo disculpara, que él era muy mal fisonomista, que por favor le recordara mi nombre.

    Luisa. Luisa Mora. Los rasgos de la cara se le tensaron y su mirada se fijó en la mía por un instante que me pareció infinito. Ahora temblábamos los dos. Cuando pudo asimilarlo, me habló aturdido: ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido? Bien. ¿Estás estudiando? No, no quiero estudiar. ¿Estás trabajando? No, tampoco. Le mentí. Silencio. Pudimos quedarnos conversando, teníamos un universo de cosas por decirnos. Silencio. Me despedí y fui a buscar a mi mamá.

    Ahora no sé cómo lo hice, pero un mes después me armé de valor y salí de mi casa dispuesta a que mi papá me diera la cara. ¿Para dónde va, señorita?, me dijo el portero del edificio Suramericano dos segundos después de ingresar al vestíbulo. En ese momento algo me iluminó y miré hacia arriba, a un tablero en el que estaban los nombres de los abogados y los números de las oficinas. Ehh, ehh... piso siete... Édgar Zuluaga, dije trastabillando el primer nombre que alcancé a leer. Cuando llegó el ascensor, el portero me acompañó y marcó el piso siete. Al llegar allí busqué las escaleras y bajé un piso. Sabía que la oficina de mi papá estaba en el sexto, no recuerdo si eso me lo había dicho mi mamá o si lo leí en alguno de los expedientes donde ponen las direcciones de los querellantes. No sólo sabía el piso, también sabía el número del teléfono de memoria. Al inicio del corredor encontré la oficina 640. La puerta estaba abierta y pude verlo de espaldas, hablaba por teléfono y miraba a la calle por la ventana. Me temblaban las piernas. No me atreví a seguir, tengo miedo al rechazo.

    En cambio, recuerdo que, mientras estaba ahí, me llamaron la atención unos ventanales internos que daban a un patio de cemento gris y sombrío, de esos que tienen todos los edificios construidos en la década del cincuenta y que parecen escenarios de novela negra. Consideré que sería encantador lanzarme desde allí. Pude verme con la cabeza reventada y con la pierna o el brazo torcidos hacia arriba en señal de huesos rotos, así como los esquemas con tiza que hacen de un cuerpo en el pavimento para reconstruir la escena de un crimen. Eso sí, me tiraría de espaldas para quedar mirando hacia arriba. Ese día llevaba la cédula en el bolsillo del pantalón. Pensé que al primero que llamarían para identificarme sería a él, pues tenemos el mismo apellido y él era el único abogado de ese edificio que se apellidaba así. No había posibilidad de confusión. Apenas leyera mi nombre en el documento se sentiría miserable, elucubraba para mis adentros. Con los días se sentiría más desgraciado aún, especialmente cuando la gente supiera que la que se tiró desde el piso donde estaba su oficina era su hija. ¿El doctor Mora tenía una hija?, se preguntarían algunos pocos, acaso

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