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Escrito en blanco es una breve colección de 32 perfiles de músicos, novelistas, corresponsales de guerra, amistades, cocineros o estrellas del porno. Iñigo García Ureta se ha propuesto escribir sobre ellos no como un periodista (esto es, como quien ofrece información) sino para apropiarse de este puñado de personajes y mostrar las huellas de sus experiencias en nuestras vidas. Así, el autor toma diversos episodios —la invención del sonido ambiente en el cine, un caso de fiebres tifoideas en Nueva York, los consejos de un abuelo a su nieto novelista o la creación del primer plano del metro londinense— como punto de partida para una discreta reflexión sobre las virtudes de aprender de las vidas ajenas a la hora de brindar cierta verosimilitud a la propia. El resultado es un libro ameno, cuya lectura resulta altamente recomendable para ayudar a cada cual a explicarse el mundo, o para no hacerlo en absoluto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2014
ISBN9788492755776
Escrito en blanco

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    Escrito en blanco - Íñigo García Ureta

    intentado.

    Akre, Jane

    Corre el año 1997. Jane Akre y Steve Wilson son periodistas de investigación de la cadena Fox en el estado de Florida. Al preparar un reportaje descubren que muchos granjeros usan una hormona llamada rBGH para aumentar la producción láctea de sus vacas. A pesar de que, en opinión de las autoridades sanitarias de los Estados Unidos, no parece presentar problemas, esta hormona, creada por una multinacional llamada Monsanto, está prohibida en Europa y Canadá, pues se sospecha que es cancerígena. Jane y Steve consiguen pruebas y documentan su reportaje, que no es retransmitido. ¿La razón? La publicidad de la multinacional Monsanto proporciona golosos beneficios a la cadena Fox.

    En realidad, una semana antes de la emisión, llega un fax a la Fox. Desde Nueva York. De una firma de abogados. El fax está lleno de exageraciones y mentiras indemostrables. El jefe de Jane se pone nervioso. Días más tarde, llega un nuevo fax. Esta vez con amenaza de juicio. Ahora el jefe no se muestra nervioso, sino autoritario: les sugiere que corrijan el reportaje siguiendo un guión creado por los abogados de la cadena. Así, donde se dijo «cáncer» se puntualizará «posibles repercusiones para la salud», de igual modo que donde decía «vaca» se aclarará «unidad de producción». De nada sirve que los periodistas afirmen que su reportaje está documentado al milímetro y que representa a su juicio la verdad del asunto, pues –una vez queda claro que no están interesados en que los sobornen y se niegan a firmar un acuerdo de confidencialidad– el jefe les recuerda que la verdad no es asunto suyo, sino de la cadena, que es quien decide qué es verdad, qué se emite y quién se anuncia en sus emisiones. De modo que Jane y Steve –que son marido y mujer– se ponen a corregir el reportaje. Una vez, dos. Hay pegas. Diez, veinte, treinta y nueve veces. Hay pegas. Cuarenta. Hay pegas. Sesenta. Sesenta y una. Más pegas. Cuando se rechaza la revisión número ochenta y tres se dan cuenta de que están buscando el modo de despedirlos.

    Así se lo indica, de hecho, una abogada de la cadena, quien no tiene reparos en enviarles una carta donde aclara que está harta de ellos. Dado que en el estado de Florida es ilegal que una empresa admita actuar en contra de sus empleados e impedirles realizar su trabajo con normalidad, Jane y Steve llevan a juicio a la cadena televisiva Fox, a quien acusan de prácticas ilegales y corruptas. El juicio dura cinco semanas. Lo ganan, y con él más de cuatrocientos mil dólares. En la sentencia se asevera que la cadena Fox «actuó de forma premeditada e intencionada, para falsificar o distorsionar el reportaje de los periodistas sobre la hormona rBGH». Corre el año 2000.

    Más tarde, la Fox recurre la sentencia. Un nuevo juez no ve tan claro eso de que existan prácticas corruptas e ilegales. Obligan a Jane a devolver el dinero. Al parecer, pero puede que esto último lo haya entendido yo mal, en el estado de Florida no es ilegal distorsionar las noticias a sabiendas de que el resultado será una falsificación o, dicho en plata, una mentira o, dicho de otro modo, la leche.

    Banksy

    Érase una vez un niño llamado Banksy a quien, con nueve años, echaron de clase por tirar a un condiscípulo al suelo, después de haberle zarandeado de lo lindo. Al condiscípulo lo sacaron en camilla con traumatismo craneal y se lo llevó una ambulancia, y estuvo inconsciente durante una semana. Lo cierto es que el culpable no había sido Banksy, sino un amigo suyo, que guardó silencio, mientras a éste le cayó toda la bronca y nadie, ni siquiera su propia madre, le creyó. Cuando volvió a la escuela, el chico con el cráneo roto no recordaba lo sucedido, y Banksy jamás pudo deshacer el entuerto.

    De esta experiencia Banksy aprendió que no merece la pena guardar las formas, pues «en cualquier caso, se te castigará por algo que no has hecho; la gente se equivoca a todas horas».

    Con dieciocho años, una noche, Banksy salió con amigos a pintar trenes, pues deseaba escribir «OTRA VEZ CON RETRASO» en el costado de un vagón, en grandes letras plateadas en forma de burbuja, algo que lleva su tiempo, y entonces llegó la policía y, mientras sus amigos corrían al coche, le tocó aguardar durante horas hasta que los agentes se retiraran y él pudiera largarse de allí sin peligro.

    Oculto, mientras escuchaba pisadas en las vías y meditaba sobre qué hacer para apresurarse más la próxima vez, vio una señal pintada –unas letras escritas con plantilla en un depósito de gasolina– y tuvo una epifanía: la próxima vez, para ganar el tiempo necesario, bastaría con llevar preparada una plantilla y aplicar el spray sobre ésta.

    Luego volvió a casa, se lo contó a su novia y ésta le pidió que dejara de drogarse.

    Banksy no le hizo caso, porque para entonces opinaba que en este mundo no hay nada más normal que la mediocridad de la gente con talento, que siempre encuentra excusas para no salir de casa, y que el truco está en hacer las cosas sin pensar en las consecuencias, ni en hacerse famoso, del mismo modo que –lo diré con sus palabras– «no va uno a comer al restaurante porque tenga ganas de cagar».

    Como Banksy gustaba acuñar aforismos –por ejemplo, «no hay excepción para la regla que dice que todo el mundo piensa que hay una excepción que confirma la regla», o «dado que los peores delitos los cometen los que siguen las reglas, los que obedecen órdenes y ponen bombas, como precaución para no cometer grandes maldades no debemos hacer jamás lo que se nos diga», o «aprende a ser bueno haciendo trampas y ya no tendrás que aprender a ser bueno en nada más», o «nada se puede hacer para cambiar el mundo hasta que caiga el capitalismo y, entretanto, deberíamos ir de compras para consolarnos»– y que, por consiguiente, creía que tenía algo que decir, y creía saber cómo hacerlo, salió de casa, pues, a fin de cuentas, se dijo, cualquier pared vale, cualquier muro es idóneo para mostrar tus obras, ya sea en las calles de Londres, en el zoo de Barcelona, en un puesto de control de Ramallah, en una pared del Louvre o, a falta de algo mejor, en los lomos de una vaca o un cerdo de la campiña inglesa.

    Así, podemos disfrutar de sus graffiti de monos que nos advierten que algún día tomarán el poder; de policías fornidos que orinan en una tapia o se besan con lengua; de sus poemas y fábulas, en las que las abejas mueren de enfermedades cardíacas provocadas por el estrés; de sus ratones, en paracaídas, con paraguas o serruchos o cámaras de fotos; de los cuadros de madonnas que escuchan un iPod; de sus billetes de diez libras con el rostro de Lady Di y de sus sellos de correos donde su Graciosa Majestad lleva máscara antigás; del arte prehistórico con carritos de la compra o de los cuervos disecados, posados junto a las cámaras de circuito cerrado de televisión que coronan la urbe.

    Mientras tanto, el resto, todos, nos dedicamos a mirar antes de cruzar cuando vamos de compras, y no le hacemos ni caso, ni hacemos trampas por no saber hacerlas bien, o encontramos excusas para no salir de casa, o él se hace famoso y, mira tú, se convierte en la excepción que confirma la regla... y colorín colorado.

    Beck, Harry

    Antes de Harry Beck, los mapas de ferrocarriles subterráneos metropolitanos (en adelante metro, a secas) seguían los trazados de superficie, de las calles, lo que resultaba confuso, porque por lo general en el centro de la ciudad se concentra un número muy superior de estaciones al que se da en las afueras, y también se superponen y entrecruzan las distintas líneas, y todo ello tiende a manchar la ya de por sí complicada telaraña que uno quiere mostrar sobre el papel. Beck era diseñador gráfico y pasó a la historia como el creador del primer plano de metro moderno. Sucedió en Londres, en 1931. Beck tomó el trazado de estaciones subterráneas y lo dibujó de la forma más esquemática posible, con líneas rectas, y en aras de la claridad hizo caso omiso de las distancias geográficas. Sólo conservó la secuencia de estaciones y el lecho del río, única marca de lo que se ve desde el exterior.

    En un principio, las autoridades del metro londinense rechazaron el proyecto por creerlo desconcertante e impreciso: lo vieron como un mero diagrama, como una distorsión geográfica que igualaba los trayectos con independencia de que en superficie éstos fueran más largos o más cortos, como un simple montón de marcas, una por cada estación. Un año más tarde cambiaron de idea, lo hicieron público y se dieron cuenta de que a la gente le gustaba. A fin de cuentas, bajo tierra no hay atascos y poco importa que las calles sean largas o cortas, anchas o estrechas, de doble sentido o de dirección única. Su plano tuvo éxito por eso mismo. Otras ciudades le copiaron la idea y hoy el plano de Beck –sus compatriotas aún lo denominan «diagram», ahora con orgullo– está considerado en su país como una de las joyas del diseño gráfico británico.

    Beck era un hombrecillo fornido, reservado y jovial, que jamás entró del todo a la nómina de la empresa del metro de Londres, colaborando con ella siempre en calidad de externo o de forma temporal. Tenía voz de barítono, calva incipiente, gafas gruesas, sabía llevar el traje gris con decencia, aunque tal vez sin estilo. No lo necesitaba, empero. Trabajó como una mula toda la vida, días laborables y fines de semana, y su mujer solía encontrar bocetos para mejorar o actualizar su plano –a medida que fue creciendo la ciudad, así también el número de líneas y estaciones– debajo de la almohada. Era muy consciente de que su plano había supuesto una revolución dentro del diseño gráfico y una mejora decisiva en el transporte urbano, y en él invirtió el tiempo y las energías que otros precisan para alcanzar eso que hoy se denomina «calidad de vida». Cuando en 1960 el metro de Londres decidió prescindir de sus servicios para las posteriores actualizaciones y le negó el copyright sobre su creación, debió de sentir que le robaban a un hijo. Intentó por todos los medios que la empresa lo reconociera como titular del copyright,

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