Sin control
Por Stephanie Bond
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Fue un día con una tarta de cumpleaños, un atrevido regalo, una aventura increíble de una sola noche y problemas en la revista en la que trabajaba…
Con el pretexto de escribir un artículo sobre él, se dirigió hacia un pueblo perdido para proteger a Sam Long, el atractivo veterinario con el que se había acostado. No sabía cómo podría mantener las distancias, pero su carrera y la seguridad de Sam dependían de ello…
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Sin control - Stephanie Bond
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Stephanie Bond, Inc.
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin control, n.º 17 - mayo 2018
Título original: Cover Me
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-580-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
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Portadilla
Créditos
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Epílogo
Si te ha gustado este libro…
1
—Los hombres me dan alergia —les anuncié a mis tres amigas mientras me tomaba la ensalada César.
Como estaban acostumbradas a mis excentricidades, ni siquiera dejaron de comer. Las miré a todas, una por una, esperando a que alguna dijera algo.
Me concentré en Denise, que puso los ojos en blanco. Sabía que podía contar con ella.
—Muy bien, Kenzie, entro al trapo. ¿Te refieres a que te dan alergia literalmente o sólo figurativamente?
—Literalmente —contesté—. Los hombres me dan alergia físicamente.
Cindy hizo una mueca.
—¿Sarpullidos?
—Exacto.
Jacki sacudió la cabeza.
—Desde luego… te dan alergia las plumas, el polvo, el polen, los lácteos, las gramíneas… ¿y ahora los hombres?
—No te olvides de que también me da alergia el pelo de los perros y los gatos —le recordé.
Jacki me señaló con el tenedor.
—Kenzie Mansfield, eres una hipocondríaca.
Lo cierto es que sí, lo era. Tenía la enciclopedia de enfermedades y diagnósticos tan leída y releída como la mayoría de las mujeres tienen el Kama Sutra.
En diferentes momentos de mi vida, he creído tener esclerosis múltiple, el síndrome de Tourette y un tumor cerebral. Me hicieron pruebas y se descartó cualquier posibilidad, pero lo de las alergias es cierto.
—Puede que yo sea una hipocondríaca, pero tú eres una ilusa —me defendí—. Menuda teoría la tuya esa de elegir a los hombres por los zapatos que llevan.
—A mí me dio resultado. Ted y yo llevamos juntos dos meses y nos va muy bien. Además, Cindy y Denise han seguido mi ejemplo y las dos tienen novio.
Las otras dos asintieron con entusiasmo y yo me mordí el labio inferior. Desde que trabajaba de sol a sombra en la revista Personality, me había perdido muchas salidas con mis amigas.
Todas tenían novios con zapatos bonitos. Yo no tenía novio y me estaba saliendo un sarpullido como consecuencia de algún contacto inadvertido con el camarero italiano.
—Mi teoría es simplemente una extensión de los gustos humanos —me explicó Jacki—. Nunca he dicho que tuviera base científica, no como tú, que te empeñas en decirnos que esa hipótesis alérgica sí la tiene.
—Tiene mucho sentido que yo tenga alergia a los hombres —insistí—. En lugar de sentirme atraída por las hormonas que exudan, mi cuerpo se pone tenso, se me cierran las vías respiratorias y se me enrojece la piel. Todas esas reacciones están reconocidas médicamente, por cierto.
Jacki no dio su brazo a torcer.
—¿Y esa alergia te ha salido antes o después de que James te dejara?
Me puse tensa.
—Fui yo quien lo dejó a él y ahora que lo pienso creo que la aversión que le tenía era la prueba evidente de mi alergia a los hombres.
Jacki enarcó una ceja.
—Personalmente, a mí me parece que tu aversión hacia James era la prueba de tu cordura.
—Eso también —concedí—, pero al final ya no podía soportar ni cómo olía, incluso cuando se acababa de duchar —añadí arrugando la nariz—. Cuando se me acercaba, me salía un sarpullido por el cuello y por el pecho.
—¿Y te pasa lo mismo con tus compañeros de trabajo? —preguntó Denise.
—No, claro que la mayoría de mis compañeros de trabajo son homosexuales y no creo que exuden hormonas dirigidas a mí —contesté sacándome un cuaderno del bolso—. Llevo dos semanas anotando mis reacciones ante todos los hombres con los que tengo contacto, taxistas, porteros, desconocidos en el ascensor, y parece que cuanto más «macho» es el tipo en cuestión más grave es mi reacción.
En ese momento, apareció nuestro guapo camarero de pelo oscuro para dejar más pan en la mesa. Me guiñó un ojo y yo comencé a rascarme como una loca el brazo. Se fue corriendo.
—¿Lo veis? —les dije mis amigas mostrándoles el brazo.
No parecían muy convencidas.
—A ver si lo he entendido —dijo Jacki—. ¿Te dan alergia los hombres altos, fuertes y guapos?
—Exacto —contesté arrellanándome en la silla.
Jacki asintió pensativa.
—Eso tiene un nombre.
—¿Ah, sí? —pregunté con el corazón en un puño.
—Se llama ser lesbiana.
Denise y Cindy estallaron en carcajadas, pero a mí no me hizo ninguna gracia.
—¿No os dais cuenta de que siempre me gusta el mismo tipo de hombre? Siempre alto y guapo y siempre me sale todo mal con ellos. Es obvio que mi cuerpo ha generado esta alergia para protegerme. Así funciona la Naturaleza. Es un mensaje diciéndome que tengo que fijarme en un hombre que no sea guapo sino simpático y bueno —les expliqué.
Mis amigas me miraron como si fuera una extraterrestre de dos cabezas. De ser así, ojalá la segunda cabeza tuviera el pelo más bonito que la primera.
—A mí me parece que lo que te pasa es que tu cumpleaños es el jueves y no hay ningún hombre en tu vida —apuntó Jacki comiéndose la ensalada.
En ese momento, se me contrajo el útero.
—Eso es una tontería. Lo que os estoy diciendo es que esto que me pasa a mí podría ser un concepto revolucionario en la evolución de las especies. ¡Esto podría cambiar el proceso de reproducción de los humanos!
Se quedaron todas mirándome fijamente.
—Además, se me había olvidado que era mi cumpleaños —mentí.
Lo cierto era que cumplir treinta y un años me producía cierta angustia y la única explicación era que aquel año se me había pasado muy rápido.
Desde que me había convertido en ayudante de Helena Birch, editora de Personality, la vida se me escapaba entre los dedos.
Salía de casa cuando todavía era de noche y llegaba a casa cuando ya había oscurecido. Si tenía suerte, podía disfrutar de unos rayitos de sol cuando le llevaba los informes a Helena a su oficina, situada en la planta trece del Woolworth Building.
Por cierto, mi despacho era un cuchitril situado en un oscuro pasillo.
Hoy era el primer día en décadas que conseguía salir a comer con mis amigas a nuestro café favorito. A su lado, estaba pálida y me había tenido que poner gafas de sol, pues no estaba acostumbrada a tanta claridad.
Tenía el cuerpo entero conmocionado por el sol y por el camarero.
—Pues nosotras no nos hemos olvidado —dijo Denise—. Queríamos llevarte al Fitzgerald’s el jueves a las cinco, si es que puedes salir pronto.
Conseguí sonreír mientras pensaba en aquella conversación con Helena. Mi jefa estaba decidida a que nuestra revista fuera la primera del mercado en nuestro sector de ventas (liberales profesionales jóvenes con unos ingresos de más de cuarenta y cinco mil dólares anuales que gastan una cantidad ingente en ropa y coches).
Justamente el día anterior nos habían informado de que habíamos conseguido pasar del número nueve de ventas al siete.
Aquella misma mañana, mirándome en el espejo, me di cuenta de que se me estaban poniendo los ojos amarillos como a un vampiro y decidí que mi vida social tenía que mejorar.
—Allí estaré —les prometí.
—Estupendo —sonrió Jacki—. Y no te olvides de llevarte un antihistamínico por si conoces a algún hombre.
Volví andando a la oficina y para cuando llegué había alcanzado dos conclusiones:
1) Estaba segura de que mi alergia a los hombres me llevaría a conocer a un hombre con el que mantendría una relación duradera
2) Helena no me despediría porque me fuera un poco antes el jueves para celebrar mi cumpleaños con mis amigas.
Al fin y al cabo, había trabajado mucho e incluso dormía con el busca conectado. No comía, no cenaba y trabajaba también los fines de semana. A aquellas alturas me creía imprescindible para mi jefa, tal vez por falta de luz solar y no porque aquella fuera la realidad.
Aquello de que Helena comenzara todas sus frases de la misma manera, «Kenzie, ¿te importaría…?», me agradaba y me asqueaba a partes iguales.
Comencé a subir las escaleras y comprobé con horror que mi busca estaba apagado. Subí a la carrera dos plantas diciéndome que era imposible que hubiera ocurrido algo importante en mi ausencia de sesenta y dos minutos, pero cuando entré en el vestíbulo de la revista vi a Helena gritándole a la recepcionista.
Aquella mujer era alta y delgada, de ojos azules como el acero y lengua viperina. Un genio explosivo con contactos, sin marido y sin escrúpulos. Cuando me hizo la entrevista, me había dado miedo, pero por alguna extraña razón nuestra relación iba bien.
Se parecía a la que yo había tenido con mi madre, es decir, yo vivía para agradar a Helena y Helena vivía para no agradar a nadie.
La recepcionista me miró y me señaló.
—Ahí llega Kenzie, señorita Birch —anunció.
—¿Dónde estabas? –me gritó Helena.
Tomé aire.
—Te dije que salía a comer con unas amigas —contesté.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Bueno… —dijo cruzándose de brazos—. No has contestado a los mensajes que te he enviado al busca.
Como de costumbre, me encontré dividida entre la furia y el halago.
—Se me ha quedado sin batería —contesté—. ¿Qué necesitas? —le pregunté avanzando hacia mi despacho.
—Ha surgido algo y yo no puedo ir —me explicó caminando a mi lado—. Necesito que vayas tú.
¿Helena me estaba diciendo que la sustituyera? Jamás lo había hecho y aquello me halagó.
—No hay problema —le aseguré.
¿De qué se trataría? ¿Una reunión de la Cámara de Comercio? ¿Un simposio sobre las exposiciones temporales en el Guggemheim? Menos mal que llevaba un conjunto que sólo tenía seis meses. Antes de salir me pasaría por el departamento de producción para que me prestaran un pañuelo de Hermès.
—Dime dónde tengo que ir.
Helena sonrió amigablemente.
—Sabía que podía contar contigo, Kenzie. Lo tengo todo en mi despacho.
Inmediatamente, mi zancada se agrandó y crecí dos centímetros mientras intentaba controlar la ambiciosa sonrisa que se estaba formando en mi rostro.
Por fin, Helena estaba delegando en mí. Si aquello tenía algo que ver con Donald Trump o con el alcalde, ya vería la manera de controlar mi alergia, pues aquel encargo podía significar mi ascenso.
Helena abrió la puerta de su despacho y yo entré, pero me quede de piedra al comprobar quién era el visitante. Se trataba de un perro con el pelo más largo que yo que me miró y ladró.
—Te presento a Angel —dijo Helena acariciando al animal—. Te presento a Kenzie —añadió haciéndome notar que el lacito que llevaba entre las orejas