Crónicas eróticas: Once relatos de exploración y enriquecimiento sexual
Por Ezequiel López
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Vas a reflexionar, a experimentar diferentes sentimientos, a divertirte, a aprender de sexualidad y a erotizarte.
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Crónicas eróticas - Ezequiel López
confesionario
1
Es la primera vez que me vuelve a pasar
Aunque parezca un juego de palabras, pocas cosas son tan duras para un hombre como no lograr la dureza deseada, es decir la erección del pene cuando se lo requiere para complacer y complacerse. La historia de Julián, un joven de apenas veintiocho años sumamente obsesionado con este tema, es en realidad la de millones de hombres en el mundo. Pero claro, más allá de los puntos en común, cada caso es un cuento aparte.
El árbol de la sexualidad de Julián creció torcido desde el comienzo. Su madre murió unos meses después de su nacimiento, por lo tanto no tenía el más mínimo recuerdo de ella. Su crianza estuvo a cargo de su padre, un marino mercante terriblemente machista, y de una abuela paterna bien castradora. Si algo bueno hubiera salido de este combo, se trataría de un verdadero milagro.
Cuando el personaje de esta crónica tenía dieciséis años, conoció a una chica en el colegio que, según sus compañeros, era la más atractiva del curso. Es el día de hoy y sigue sin entender cómo consiguió capturar su atención, ya que no se consideraba el más agraciado ni mucho menos. Sentía una verdadera fascinación por ella, era tal que hacía lo que fuera necesario para no perderla. Después de salir dos meses, y decidido a tener sus primeras relaciones sexuales, Julián la llevó a su casa un sábado por la tarde. Estaba nervioso (muy nervioso) como pescado en semana santa. Le temblaban las manos, el sudor bajada desde su frente, el corazón parecía que le iba a estallar. Comenzaron a besarse torpemente, se quitaron la ropa abalanzándose sobre la cama, ella puso la mano sobre su pene fláccido —hasta frío se sentía por el efecto del miedo—. «¿Te pasa algo, o no te gusta lo que estamos haciendo?», preguntó. «No, para nada, es solo que me preocupa que alguien entre a la habitación», dijo Julián. Puras excusas, porque él sabía que lo que tenía era un miedo tremendo a fallar, un temor que actúa a modo de profecía que se autocumple. Al final las cosas salieron mal, y el muchachito no se levantó. La frustración lo llevó a las lágrimas, a una angustia combinada con enojo y desilusión. ¿Cómo iba a fallar con ella, la mujer deseada por todos? ¿Qué iban a decir sus compañeros si se enteraban? ¿Y no sería que en el fondo no le gustaban las mujeres, y por eso le pasaba aquello? Su cabeza era una picadora de carne, haciendo puré su vulnerable cerebro.
Ante semejante drama, no se le ocurrió nada mejor que salir de la habitación y buscar a su padre, quien estaba haciendo unas tareas de remodelación en el patio de la casa. Llorando con desesperación, le contó lo que acababa de ocurrir. «¿Tú eres un maricón acaso? ¡Un tremendo maricón! Sal del medio, ¡te voy a enseñar lo que es un hombre de verdad!». Salió disparado hacia la habitación, allí estaba la chica desnuda, acurrucada debajo de las sábanas… y trató de tener sexo con ella a la fuerza. Una escena patética, que terminó a los golpes entre padre e hijo y con un escándalo de novela que derivó en la salida de Julián de su colegio.
A partir de ese momento, su vida sexual se convirtió en una obsesión. Su autoestima estaba tan golpeada, que comenzó a practicar artes marciales para sentirse, al menos por ese lado, más fuerte. Solo pensaba en la rigidez de su pene, y lo odiaba como a su peor enemigo porque no reaccionaba en el momento indicado. No importaba lo que estuviera haciendo, siempre los pensamientos de fracaso y de ineficacia sexual lo acompañaban.
Más o menos un año después del trauma con aquella niña del colegio, conoció a otra chica en una discoteca. Ella tenía tres años más que él. Quizás necesitaba eso, una mujer experimentada que le enseñara esas habilidades que desconocía, y que lo estimulara de tal manera que la golpeada máquina de placer no fallara. Ya no hizo falta esperar dos meses para concretar el encuentro —eso sí, por razones obvias no la llevó a su casa—. Salieron a un restaurante a conversar y a comer algo liviano, pero Julián no podía dejar de pensar en el siguiente paso. ¿Iba a poder o no? En ese encuentro se jugaba mucho más que el placer, sentía que su masculinidad estaba en tela de juicio. Así que decidió ir al baño a hacer una prueba, se encerró en uno de los cubículos y sentado en el inodoro comenzó a tocarse. Eso parecía, más que una masturbación, una plegaria. «Párate, por favor, no me hagas pasar vergüenza de nuevo», le rogaba a su pene rebelde, que siempre tiene su propia personalidad. No se paró nada, así que sus temores se multiplicaron. De más está decir que en el motel se repitió la escena. No lo logró, lógicamente, por más que las manos y la boca maestra de su compañera hicieran todo lo posible. Como ya no se le pasaba por la cabeza ir a llorarle a papá, no tuvo mejor reacción que golpearse una y otra vez la cabeza contra la pared, repitiendo «soy un maricón, no sirvo como hombre, mi padre tiene razón».
No había mucho más que hacer allí, así que decidieron tomar el camino de regreso en el bus. Como ocurre en la mayoría de las ciudades del mundo, el albergue transitorio quedaba en una zona periférica y el transporte venía vacío, de modo que estaban solos en un asiento al final del vehículo. Si bien la experiencia sexual de la chica no fue suficiente para desbloquearlo, al menos no reaccionó mal y lo abrazó para darle algo de consuelo en medio de tanta tristeza. Se rozaron sutilmente, hubo alguno que otro beso, y ella le apoyó con delicadeza la mano sobre su pene, encima del pantalón. ¡Y reaccionó!, por primera vez en todo el día. Tuvo una erección monumental, precisamente cuando ya no se podía. Hay penes que son rebeldes, pero el de Julián es de un cinismo que deslumbra. «¿Cómo puede ser que este desgraciado se despierte ahora?», gritó para sus adentros. Así es, cuando ya baja la presión, porque no hay nada por hacer en un entorno que no es el apropiado, con un mínimo estímulo se produce una respuesta. Y no sabes si alegrarte, porque indiscutiblemente ves que la cosa funciona, o deprimirte porque allí no puedes hacer nada. Lo que hubo en ese momento fue una risa a carcajadas, una risa nerviosa en definitiva, pero no dejaba de ser una luz de esperanza.
Julián resolvió buscar ayuda, algo que le diera un empujoncito. Todavía no estaba en el mercado la célebre pastillita azul, entonces probó todo tipo de pomadas, cremas, vitaminas… y nada. Así que con esta chica tampoco logró su cometido de salir de la zona de virginidad. Un tiempo después tomó una decisión: ir a terapia psicológica. Y lo hizo con toda la convicción, ya que pidió cita con un médico psiquiatra, de mucha experiencia y reconocido en su país.
La primera entrevista fue inolvidable, no para Julián sino para su terapeuta. «Doctor, si usted no me ayuda con este problema yo me suicido». Con esa frase abrió la sesión. «No estoy de acuerdo con esa decisión, pero si lo haces te advierto que no pienso ir a tu funeral», respondió el médico. Una intervención un tanto arriesgada, pero que desarmó completamente al novato paciente. Se dio cuenta de que frente a él tenía a un profesional con aplomo y experiencia, y entonces sintió confianza. Durante el resto de la entrevista lloró sin parar, como un bebé abandonado. La verdad es que en ese momento no había muchas alternativas médicas para tratar una disfunción eréctil, salvo la yohimbina —un medicamento de baja eficacia y varios efectos secundarios— y las inyecciones intracavernosas que se aplican directamente en el pene, un recurso que quizás podría pensarse un poco más adelante. Lo que decidió el médico fue prescribir un psicofármaco para el control de los pensamientos obsesivos, una sesión semanal de psicoterapia y una intervención un tanto paternalista pero que finalmente resultó efectiva. «Julián, hagamos algo. Cuando conozcas a otra chica que te guste, la traes a sesión y yo hablo con ella. Le explicaré que al comienzo te pones un poco nervioso, pero que con el tiempo se te pasa y está todo bien». El paciente compró la idea.
Apenas dos semanas después apareció en escena otra chica, una compañera de judo precisamente —parece que entre una y otra zancadilla, los roces generaron algún tipo de atracción entre ambos—. Le contó de su tratamiento, y ella lo acompañó al médico. Efectivamente el doctor, utilizando sus evidentes recursos de persuasión, logró convencerla de que fuera una especie de asistente coital
y pronto se concretó el momento tan deseado. Fue en el apartamento de ella, que en definitiva era un buen espacio, ya que tenían todo el tiempo y la tranquilidad del mundo. A todo esto Julián había leído varios libros sobre sexo tántrico, y se tomó las cosas de otra manera. Prepararon el ambiente con velas, música lenta, aromas de sándalo. Se besaron y acariciaron durante mucho tiempo, recorriendo cada rincón de sus cuerpos. Ella se mostraba tranquila, y sabiendo los antecedentes de Julián, no apuró las cosas en ningún momento. Paso a paso. Hasta que por fin, llegó la erección tan deseada, fue tan firme que se sorprendió. Y cuando ella le dijo: «por lo que veo tú no tienes ningún problema», él se agrandó y avanzó para consumar el acto. Lo hicieron, quizás no fue el polvo de su vida, pero se quitó de la mente el peso de ser un hombre virgen y discapacitado sexualmente. Una vez más lloró, con la misma intensidad de aquel encuentro frustrado en su casa, pero la emoción no era de angustia desgarradora sino de una alegría que lo invadía. La chica no entendía lo que pasaba, y Julián de tan conmovido que estaba le explicó con detalles toda la verdad.
Si bien este episodio marcó un antes y un después en su vida —y de hecho quedó con la sensación de haberse quitado varias piedras pesadas de su mochila— el problema no se terminó allí. Siguió un tiempo más con su compañera de artes marciales, pero la verdad es que no estaban muy entusiasmados con la relación y terminaron de mutuo acuerdo. Julián comenzó a estudiar psicología, una decisión que a veces está motivada por el deseo de conocerse mejor a sí mismo y de buscar herramientas para resolver los propios conflictos internos. En esta carrera, aproximadamente nueve de cada diez estudiantes son mujeres, así que el roce con el género femenino ya no se daba por la práctica del judo sino por el contacto cotidiano. Las oportunidades se acrecentaron, así como las salidas y los encuentros cercanos. El problema persistía, pero luego de dos o tres encuentros con una chica, Julián tomaba confianza y consumaba sus relaciones sexuales. Es decir que lo que le explicó su psiquiatra a aquella chica en la sesión terminó siendo su manera de funcionar en la cama. Desde un punto de vista más emocional que sexual, necesitaba de un tiempo para relajarse, dominar el miedo, sentirse empoderado y alcanzar la respuesta deseada.
Con las primeras chicas, necesitó ayuda del médico. Tal como hizo con la primera, las llevaba al consultorio y el doctor explicaba con total naturalidad la situación de Julián. Pero afortunadamente con el tiempo logró independizarse, y él mismo daba una explicación convincente que le diera un margen razonable para relajarse. A diferencia de esa frase popular que resulta tan poco creíble, «es la primera vez que me pasa», en este caso pareciera decir «es la primera vez que me vuelve a pasar», algo más cercano a la realidad. Es una manera de no culpar a la mujer, de no hacerla sentir mal, ni poco atractiva, ni indeseable, pero a la vez de no mostrarse tan vulnerable como en aquel episodio traumático de su casa. Diferentes explicaciones y excusas servían de colchón para alivianar la ansiedad mientras que fuera necesario: el efecto secundario de un medicamento, una enfermedad médica en vías de mejora, problemas de manejo de la ansiedad, preocupaciones económicas, duelos no resueltos y también el estrés, justificación que tanto se utiliza en diferentes contextos.
Unos años después, la misma psicología y la experiencia dieron sus frutos. Ya no más psiquiatra, ni medicación, aunque sí terapia psicológica —que además le venía bien para aprender acerca del rol del psicólogo que ejercería alguna vez en el sillón del terapeuta—. Julián de a poco comprendió que la masculinidad no pasa por la dureza, ni el tamaño, ni la forma del pene. Y también vio cada vez con más claridad que esas presiones que él mismo se impuso le pesaban tanto sobre su sexualidad, que así no había erección posible.
Por esos tiempos, finalmente, salió a la venta bajo prescripción médica el sildenafil, cuyo nombre comercial es viagra
. Para Julián eso era como maná que caía del cielo,