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Bored to Death
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Libro electrónico254 páginas3 horas

Bored to Death

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Jonathan Ames, creador de la serie "Bored to Death", ofrece su mejor colección de textos hasta la fecha, entre ellos el relato que dio origen a la célebre serie televisiva de la HBO. Esta colección de artículos, ensayos y relatos es arriesgada, hilarante, literaria y, sobre todo, increíblemente original.
Los seguidores de Ames disfrutarán con esta mezcla de artículos periodísticos, ensayos y relatos cortos. Hallarán en este libro pequeñas biografías de Marilyn Manson y Lenny Kravitz, un relato de las aventuras de Ames disfrazado de gótico en un festival en el Medio Oeste, un relato que escribió para Esquire en una servilleta, y una tira cómica que realizó en colaboración con el dibujante Nick Bertozzi.
El estilo único y el humor y la personalidad de Ames se perciben en todos los textos, especialmente en el relato "Bored to Death" que da titulo al libro y es una historia al estilo de Chandler sobre un escritor bloqueado que acaba envuelto en la búsqueda de una joven tras ofrecer sus servicios como detective privado en una página web.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ago 2015
ISBN9788416223343
Bored to Death
Autor

Jonathan Ames

Jonathan Ames is the author of I Pass Like Night; The Extra Man; What’s Not to Love?; My Less Than Secret Life; Wake Up, Sir!; I Love You More Than You Know; The Alcoholic; and The Double Life Is Twice As Good. He’s the creator of the HBO® Original Series Bored to Death and has had two amateur boxing matches, fighting as “The Herring Wonder.” His most recent work is the detective novel A Man Named Doll. 

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    Bored to Death - Jonathan Ames

    BORED TO DEATH

    Jonathan Ames

    Traducción de Azahara Martín

    BORED TO DEATH

    V.1: Agosto, 2015

    Título original: The Double Life Is Twice As Good

    © Jonathan Ames, 2009

    © de la traducción, Azahara Martín., 2014

    © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2015

    Fotografía de cubierta cortesía y copyright de HBO®. Las marcas y sellos de HBO® son propiedad de Home Box Office Inc.

    Publicado por Principal de los Libros

    C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

    08037 Barcelona

    info@principaldeloslibros.com

    www.principaldeloslibros.com

    ISBN: 978-84-16223-34-3

    IBIC: FA

    Depósito Legal: B. 20362-2015

    Maquetación: Taller de los Libros

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización por escrito de los titulares, con excepción prevista por la ley.

    BORED TO DEATH

    Jonathan Ames, creador de la serie Bored to Death, ofrece su mejor colección de textos hasta la fecha, entre ellos el relato que dio origen a la célebre serie televisiva de la HBO. Esta colección de artículos, ensayos y relatos es arriesgada, hilarante, literaria y, sobre todo, increíblemente original.

    Los seguidores de Ames disfrutarán con esta mezcla de artículos periodísticos, ensayos y relatos cortos. Hallarán en este libro pequeñas biografías de Marilyn Manson y Lenny Kravitz, un relato de las aventuras de Ames disfrazado de gótico en un festival en el Medio Oeste, un relato que escribió para Esquire en una servilleta, y una tira cómica que realizó en colaboración con el dibujante Nick Bertozzi.

    El estilo único y el humor y la personalidad de Ames se perciben en todos los textos, especialmente en el relato «Bored to Death» que da titulo al libro y es una historia al estilo de Chandler sobre un escritor bloqueado que acaba envuelto en la búsqueda de una joven tras ofrecer sus servicios como detective privado en una página web.

    «De lo más extraño y dispar: los temas van de la prostitución al gótico al tenis, pero, en las capaces manos de Ames, esa disparidad funciona.»

    PENTHOUSE

    «En este hilarante, muchas veces desgarrador compendio de artículos y ensayos Ames se dedica a los empeños más dementes, seguro de que hará que sus fans dibujen una sonrisilla unas veces y se retuerzan de risa las otras.»

    BOOKLIST

    «Contiene una buena dosis de clásicos de Ames.»

    KIRKUS REVIEWS

    Para Ray Pitt

    ÍNDICE

    Bored to Death

    Periodismo

    Diario del Open

    Gótico americano de mediana edad

    El club del gusto por la pana

    «¡No todas somos Cindy!»

    A través del universo de Marilyn Manson

    El templo de lo superficial: Tres noches en el barrio de Meatpacking

    ¡Es como si estuviera en Arabia Saudí! Mi noche de fiesta con Lenny Kravitz

    Ensayos personales

    Las dos vírgenes

    Del 25 de junio de 1983 al 1 de agosto de 1983

    Autobiografía en siete palabras

    Dos entradas de diario sobre mi hijo

    El peinado estilo cortinilla fallido

    Otra autobiografía en siete palabras

    Un breve prólogo para Un elfo desnudo en directo de Reverend Jen

    Un bautismo glorioso

    Correo electrónico Re: Mangina

    ¿Por qué escribí El alcohólico?

    El maravilloso arenque

    Cuentos

    Diario de la gira del libro

    Un paseo a casa

    Hombre mayor, chica joven

    Estaba en la flor de la vida

    Interpreté a un hombre sentado en un banco con una hermosa mujer

    Agradecimientos

    Sobre el autor

    Bored to Death

    Todo ocurrió por aburrimiento. Por aquel entonces, llevaba veintiocho días sobrio. Pasaba las noches jugando al backgammon por Internet. Debería haber ido a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero no iba.

    Había asistido a esas reuniones durante veinte años, desde que iba a la universidad. Me gustan las reuniones de Alcohólicos Anónimos (AA). El problema es que recaigo en la bebida cada cierto tiempo incluso aunque vaya. Cada pocos años, vuelvo a beber o, mejor dicho, la bebida vuelve a mí. Me pone a prueba, descubre mi debilidad y me vence. Entonces, me vuelvo a arrastrar hasta AA, o al menos eso es lo que debería hacer. Esta última vez me saltaba las reuniones para, simplemente, quedarme en casa y jugar al backgammon por Internet.

    También leía mucho, sobre todo novela negra acerca de crímenes y detectives privados. Escritores como Hammett, Goodis, Chandler y Thompson. Los sospechosos habituales, por así decirlo. Como mi vida era tan sosa, necesitaba la emoción de los libros: el peligro, la violencia y la desesperación.

    Así que eso es lo que hacía: leer y jugar al backgammon. Podía permitirme ese estilo de vida porque soy escritor. No soy un escritor de gran éxito, pero soy mi propio jefe. He escrito seis libros —tres novelas y tres recopilaciones de ensayos— y por aquel entonces contaba con seis mil dólares en el banco más o menos, lo cual era mucho para mí. También me iban a llegar unos cuantos cheques de trabajos para el cine.

    De acuerdo con mis estándares económicos, andaba bien de dinero. Incluso había pagado los impuestos pronto, a finales de marzo —estábamos a mediados de abril—, y lo único que intentaba era mantenerme sobrio y con un perfil bajo en mi insignificante vida. No estaba escribiendo porque, bueno, no tenía nada que decir.

    Llevaba una vida de reclusión. Solo hablaba con unas cuantas personas, principalmente con mis padres, que se han jubilado, viven en Florida y me llaman todos los días. Mis padres de la tercera edad están un poco necesitados, pero no me importa, la vida es corta, así que si puedo darles un poco de consuelo con una llamada diaria, qué demonios. Mi padre tiene ochenta y dos años y mi madre, setenta y cinco. Es hora de darles todo mi cariño. Y las únicas otras dos personas con las que hablaba eran los dos amigos más cercanos que tengo, uno que vive aquí en Nueva York y el otro que está en Los Ángeles. Tengo muchos conocidos, pero nunca he tenido muchos amigos.

    Una noche a la semana, salía del apartamento para ver a una chica. Estaba bien. Supongo que se podría decir que también era una amiga, pero nunca he pensado en las mujeres de mi vida como amigas, debe ser un defecto. Se llamaba Marie e íbamos a cenar o a ver una película y después nos acostábamos en su casa, nunca en la mía. El sexo con ella era bueno, pero lo que había entre nosotros no era nada serio. Tenía veintiséis años y yo, cuarenta y dos. Dejé de tener relaciones serias con mujeres hace un tiempo. Siempre salía herido alguien, normalmente la chica, y ya no podía soportarlo.

    Bueno, voy a aparcar este tema ahora. No es de mi problema con la bebida o de mis finanzas o de mi miserable vida amorosa de lo que quiero hablar. Solo menciono todo eso para explicar la razón por la que he tenido tanto tiempo libre, porque lo que en realidad tengo en la cabeza es el problema en el que me metí porque, como he dicho, estaba aburrido. Aburrido del backgammon, aburrido de leer, aburrido de estar sobrio, aburrido de mí mismo y aburrido de estar vivo.

    Debería dejar claro que no estaba aburrido de los libros que leía, y que me encantaban, sino aburrido por el hecho de que en realidad no estaba haciendo nada, solo leyendo, aunque lo que estuviera leyendo fueran obras de Hammett, Goodis, Chandler y Thompson, que me instaban a pasar a la acción y, cuando me dejé llevar por ellos y lo hice, mi vida saltó por los aires.

    Fue una fantasía, una idea loca, pero se me metió en la cabeza que quería jugar a ser detective privado. Quería ayudar a alguien, quería ser valiente, quería embarcarme en una aventura. Es patético, pero ¿qué hice? Publicar un anuncio en el apartado «Legal» de la sección «Servicios» de una página de anuncios clasificados. Decía lo siguiente:

    Se ofrece detective privado.

    Respuesta a: serv-261446940@craigslist.org

    Fecha: 13-04-2007, 8.31 EST

    Especialidades: Personas desaparecidas y problemas domésticos.

    No tengo licencia, pero tal vez pueda ayudarte.

    Tarifas razonables.

    Llama al 347-55-1042

    Había otros dos anuncios de detectives privados en esa página de anuncios clasificados, y ofrecían todo tipo de ayuda: vigilancia, trabajo encubierto, verificación de antecedentes, vídeos y fotografías, investigaciones de negocios, personas desaparecidas, problemas domésticos y dos cosas que no entendía bien, «localización de personas» y «localización de testigos».

    Imaginé que lo único con lo que podía ayudar era buscando a alguien o bien tratando de seguirle, lo cual sería más bien un «problema doméstico»: un cónyuge, un novio o novia infiel. No tenía reparos en seguir a un amante infiel, aunque en las novelas de detectives privados que he leído los héroes nunca hacen «trabajos maritales», como si fueran indignos de ellos. Yo pensaba, de todos modos, que sería divertido seguir a alguien y hacerlo con el propósito de una misión real. A veces, probablemente porque quiero que todo sea como en un libro o en una película, he seguido a gente por las calles de Nueva York, fingiendo que era un detective o un espía.

    Traté de cubrirme en el aspecto legal al mencionar en el anuncio que no tenía licencia. No sé quién otorga las licencias de los detectives privados, pero me imaginaba que era un proceso difícil y, de todos modos, solo quería publicar el anuncio, más que nada como una broma, un juego salido de un sueño, como cuando seguía a la gente por las calles. Pero lo cierto es que no pensaba que nadie fuera a llamarme: ofrecía muchos menos servicios que los otros detectives privados e informaba de que no era exactamente un profesional.

    Si alguien me llamara, imaginaba que, después de hablar conmigo, contactaría con alguien más respetable, pero, en cualquier caso, aunque nadie me llamase, sería algo sobre lo que podría escribir un ensayo cómico: «Mi intento fallido de ser detective privado». En muchas ocasiones durante mi carrera como escritor, en especial para mis ensayos, me he puesto en situaciones extrañas y las he exprimido para sacarles el humor. Esta vez sería como cuando intenté ir a una orgía pero no me lo permitieron. Aunque nada ocurra, a veces puedes sacar una buena historia de todo ello.

    De cualquier forma, me emocioné al publicar el anuncio, aunque la alegría duró poco. El primer día le eché un vistazo al texto, admiré mi trabajo y me reí de mí mismo, preguntándome si pasaría algo, como si al leerlo muchas veces otros también fueran a hacerlo. Pero entonces, un día después, se me pasó la emoción. Era una cosa ridícula y, por supuesto, nadie llamó.

    Así que volví a la rutina habitual: me puse con una novela de David Goodis, Viernes negro, y otra vez empecé a pasar las horas jugando al backgammon. Entonces, el jueves 19 de abril, cuando estaba en mitad de una buena partida, sonó el móvil sobre las cuatro de la tarde. El número tenía un prefijo que no conocía: 215. Respondí al teléfono y continué jugando.

    —¿Hola? —dije.

    —He leído su anuncio —respondió una voz de chica.

    —¿Qué? ¿Qué anuncio? —pregunté. Había olvidado por completo la publicación en la página de anuncios clasificados. Habían pasado seis días.

    —¿La página de anuncios clasificados? ¿El anuncio para encontrar a personas desaparecidas?

    —Ah, sí, por supuesto, lo siento —contesté concentrándome rápidamente y recordando mi pequeño experimento—. Estaba distraído, lo siento. Como la mayoría de mis clientes acuden a mí por el boca a boca, me olvidé del anuncio. ¿En qué puedo ayudarla?

    Intenté sonar profesional; la mentira sobre los otros clientes se me ocurrió de manera espontánea. Siempre he sabido mentir muy bien.

    —Es mi hermana… —empezó a decir, pero titubeó.

    Eché un vistazo al portátil, a la partida. Si la abandonaba, que es lo mismo que perder (en ese momento iba en cabeza), bajaría en la clasificación, y eso lo odio. Me he esforzado mucho para conseguir el segundo nivel más alto. Por un momento estuve entre la espada y la pared, pero pulsé un botón y salí de la partida para poder centrar toda mi atención en ese otro juego, el de la joven que estaba al teléfono.

    —¿Su hermana? —pregunté, instándola a que continuara hablando.

    —Verá, llegué de Filadelfia esta mañana —empezó a decir despacio. Luego su discurso se volvió rápido, muy rápido; hablaba como hablan las jóvenes—. Se suponía que íbamos a ir a ver una obra esta noche. Sé que es raro, pero compramos entradas para La bella y la bestia, la vimos cuando éramos muy jóvenes y nos encantó y, como ahora están a punto de quitarla, pues la queríamos ver, pero mi hermana no cogió el teléfono ni ayer en todo el día ni esta mañana; de todas formas vine, ya que era nuestro plan, supuse que simplemente no había podido coger el teléfono o se había quedado sin batería, ya que siempre se le olvida cargar el aparato, pero el caso es que sigue sin contestar y ahora tiene el buzón de voz lleno y ningún compañero de residencia la ha visto desde hace tiempo y el guardia me dejó entrar, pero no estaba en su habitación, la puerta estaba cerrada, ella tiene una habitación sencilla, para ella sola, y no quería llamar a mis padres y asustarlos, pero tuve un mal presentimiento, su novio tiene mala pinta y no sabía qué hacer, así que como estaba en un cibercafé y siempre utilizo la página de anuncios clasificados para cualquier cosa, escribí «Personas desaparecidas» y te encontré.

    Había mucho que digerir. Intenté descomponer la información en partes más manejables.

    —¿Su hermana vive en una residencia? ¿Dónde?

    —En la calle Doce con la Tercera Avenida. Es una residencia de la Universidad de Nueva York.

    —¿Dónde está usted? —pregunté.

    —En un cibercafé de la Segunda Avenida. No sé con qué calle se cruza, déjeme mirar por la ventana… La calle Tres.

    —¿Cómo se llama?

    —Rachel.

    —¿Apellido?

    —Weiss.

    —¿Nombre de su hermana?

    —Lisa… Weiss.

    —Yo soy Jonathan… Spencer, pero puede llamarme Jonathan. ¿Vive en Filadelfia?

    Se me ocurrían mentiras de forma rápida y fácil. Spencer era mi extraño segundo nombre. Soy judío, pero mis padres me pusieron un nombre compuesto propio de un blanco anglosajón protestante: Jonathan Spencer Ames.

    —Sí, voy a la Universidad de Temple —contestó—. Soy estudiante.

    —¿Qué año cursa su hermana?

    —Primero.

    —¿Y dónde están sus padres?

    —En Maryland… ¿Puede ayudarme? No tengo dónde quedarme esta noche, no logro encontrarla y ella tiene las entradas de La bella y la bestia, así que creo que debería volver a Filadelfia, pero no sé muy bien qué hacer.

    —Creo que puedo ayudarla. Me reuniré con usted en treinta minutos. Estoy en Brooklyn, pero con el metro llegaré muy rápido. Conozco el cibercafé en el que está… Cobro cien dólares al día, pero apuesto a que puedo encontrar a su hermana esta noche o, como mucho, mañana. ¿Puede permitirse un anticipo de al menos cien dólares para cubrir el primer día?

    —Sí —contestó—. Tengo dinero. Puedo ir al cajero.

    —Espéreme en el cibercafé. Estaré allí en treinta minutos. Tal vez veinte… ¿Cómo es?

    —¿Por qué?

    —Para poder reconocerla.

    —Ah… Tengo el cabello largo y oscuro, casi negro. Llevo un vestido amarillo y un jersey grueso blanco.

    —Vale… Llevaré puesta una gorra de color canela. No es por asustarla, pero la característica que más me distingue son mis cejas blancas. No soy albino. El sol las ha decolorado durante años. Estaré allí a las cuatro y media.

    —Supongo que sí —dijo casi sin sentido. Su voz era poco más que un susurro. No estaba segura de estar haciendo lo correcto. Me maldije por la posibilidad de echarlo todo a perder con la mención de las cejas blancas y por haber sonado como un chiflado.

    —Todo saldrá bien. Voy a encontrar a su hermana —dije.

    —Vale —comentó dócilmente.

    —Nos vemos en un ratito —dije y colgué antes de que cambiara de opinión.

    Me puse la corbata, aflojé el nudo, desabroché el primer botón de la camisa para parecer un detective privado desaliñado y cansado de la vida y me puse la americana Brooks Brothers de tweed gris, ya que hacía un poco de viento. Además, en las portadas de las novelas de Chandler, Philip Marlowe, el gran detective privado, siempre lleva americana. Después, para que la chica me reconociera, me puse la gorra. De todos modos, por lo general llevo un sombrero de algún tipo, ya que estoy calvo y me rapo y al no tener pelo se notan más las corrientes de aire. Ya llevaba puestos mis pantalones de pana verdes favoritos y, mientras me miraba al espejo, pensé que era capaz de encontrar a esa estudiante de la Universidad de Nueva York desaparecida, al menos por lo que respectaba a la vestimenta.

    Cogí Viernes negro para leerlo en el metro y salí del apartamento cinco minutos después de haber colgado el teléfono.

    Las sillas de aluminio del cibercafé eran incómodas y, al sentarnos, nuestras piernas prácticamente se tocaban. La chica era guapa; su piel era muy blanca y su cabello, muy oscuro. Pero el local no estaba muy iluminado y eso frenaba la atracción que sentía y me hacía más fácil mantenerme centrado en los negocios que tenía entre manos. Conseguí los siguientes datos, que ampliaron lo que me había dicho por teléfono: un año antes, su hermana, Lisa, había desaparecido durante una semana con su novio, que era mayor (tenía treinta y pocos), y la familia había sentido pánico; ahora tenía un novio distinto, pero del mismo tipo: treinta y algo, guitarrista de un grupo de rock, camarero y posiblemente yonqui. Rachel no quería involucrar a sus padres ni a la policía ni a la seguridad de la Universidad de Nueva York porque lo más probable es que no fuera nada y su hermana la mataría si daba la voz de alarma; pero también tenía un mal presentimiento: le preocupaba que Lisa hubiera empezado a consumir heroína.

    Supuse que el novio era la clave de todo el asunto y ella me dijo que se llamaba Vincent, pero no sabía su apellido. Trabajaba en un bar llamado Lakes que se encontraba en la avenida B. Rachel, en un viaje anterior a la ciudad, había ido allí con su hermana. A los estudiantes de la Universidad de Nueva York les gustaba el sitio porque era poco estricto pidiendo documentos de identidad para verificar la edad.

    —¿Tiene alguna foto de Lisa? —pregunté.

    —No —contestó. Entonces, se acordó de que su hermana le había enviado al móvil una foto de ella con Vincent desde el teléfono de él. Eso fue un golpe maestro: tenía una foto y un número con los que trabajar.

    Rachel me enseñó la imagen. Lisa era más seria que su hermana: pómulos altos, boca sensual, pero el mismo cabello oscuro y la misma piel blanca de mármol. Vincent tenía un rostro alargado y amarillento y un tatuaje de algún tipo en el cuello. Sus ojos reflejaban la falsa apariencia de seguridad típica de los miembros de los grupos de rock.

    Llamé al móvil de Vincent, pero su buzón de voz, al igual que el de Lisa, estaba lleno. Al menos tenía un número. Le sugerí a Rachel que fuéramos a Kinko’s en Astor Place para que me enviara por correo electrónico la foto y la imprimiésemos.

    Pero primero llamamos a la hermana, por si acaso se pudiese resolver el misterio allí mismo y las dos chicas pudieran ir a ver

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