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El Brasil de Pinochet: La dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del Sur
El Brasil de Pinochet: La dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del Sur
El Brasil de Pinochet: La dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del Sur
Libro electrónico867 páginas21 horas

El Brasil de Pinochet: La dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del Sur

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Demuestra cómo la dictadura brasileña apoyó el golpe en Chile y sirvió de modelo en la construcción de la dictadura de Pinochet. Una nueva historia sobre la política brasileña en América del Sur en la década de 1970.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento16 ene 2024
ISBN9789560017659
El Brasil de Pinochet: La dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del Sur

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    Vista previa del libro

    El Brasil de Pinochet - Roberto Simon

    Historia

    A cargo de esta colección:

    Julio Pinto

    © Lom Ediciones

    © 2021 by Roberto Simon Published in Brazil

    by Companhia das Letras, São Paulo.

    Primera edición en castellano, agosto 2023

    Impreso en 1.000 ejemplares

    ISBN: 978-956-00-1726-0

    Las publicaciones del área de Ciencias Sociales

    y Humanas de Lom ediciones han sido sometidas a referato externo.

    imagen de portada:

    Augusto Pinochet en Brasilia con el presidente Ernesto Geisel.

    CPDOC.

    Edición y maquetación

    Lom ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Teléfono: (56-2) 2860 68 00

    lom@lom.cl | www.lom.cl

    Tipografía: Karmina

    N° registro: 107.023

    Impreso en los talleres de Lom

    Miguel de Atero 2888, Quinta Normal, Santiago de Chile

    Este proyecto ha sido financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2021. Programa de Apoyo a la traducción.

    para

    Lena, Sofia y Sharon

    Hay un gran número de leyes y hábitos políticos del Antiguo Régimen que desaparecieron de repente, en 1789, y retornaron algunos años después, como ciertos ríos que se esconden en la tierra para resurgir un poco más adelante, mostrando las mismas aguas en nuevos márgenes.

    Alexis de Tocqueville

    El Antiguo Régimen y la Revolución

    Índice

    Introducción El modelo brasileño

    Parte I Brasil contra Salvador Allende

    1. Amistades incondicionales

    2. La sorpresa de la elección de 1970

    3. La «Cuba del Pacífico»

    4. Hostilidad

    5. El cerco diplomático

    6. Preparativos para una guerra civil

    7. Los empresarios contra Allende

    8. El tablero sudamericano en transformación

    9. Fidel en Santiago; Médici en Washington

    10. Brasil por detrás de militares rebeldes

    Parte II El apoyo al golpe

    11. ¿Cuándo vendrá la ruptura?

    12. Ensayo general

    13. 11 de septiembre de 1973

    14. El primero en reconocer a la junta

    15. La red de arrastre contra los exiliados

    16. El Estadio Nacional

    Parte III Del entusiasmo a la cautela

    17. La hermana mayor

    18. El desconvidado de Geisel

    19. El nuevo mercado de la industria bélica brasileña

    20. Propaganda chilena en Brasil

    21. La dina en Brasil

    22. Operación Colombo

    23. Cóndor, a la distancia

    24. Problemas de imagen

    25. «¡Viva la democracia!»

    Sobre este libro

    Agradecimientos

    Referencias Bibliográficas

    Índice remisivo

    Introducción

    El modelo brasileño

    Seis meses después de que Salvador Allende apoyara el mentón en el cañón de la AK47 que le había regalado Fidel Castro y apretara el gatillo, un Boeing 727 de Lan-Chile hizo un suave aterrizaje en la Base Aérea de Brasilia. Traía a bordo al general Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, jefe de la junta militar que había asumido el poder absoluto en Chile. Al pie de la escalinata acoplada al avión lo esperaban el ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, Mario Gibson Barboza, una pequeña banda militar para rendir honores al jefe de Estado y una claque de funcionarios de la embajada chilena. Un viento intermitente hacía ondear las banderitas rojiblancas y verde-amarillas de bienvenida.

    El pretexto del viaje oficial –el primero de Pinochet como líder supremo de Chile desde el golpe del 11 de septiembre de 1973– era la ceremonia de investidura del nuevo general-presidente brasileño Ernesto Geisel, el 15 de marzo de 1974. Sin embargo, razones de otra índole también habían incidido en la elección de ese destino. Para el neófito dictador del Cono Sur no había mejor lugar que Brasil para su estreno en el escenario de la política internacional.

    De quepis y uniforme prusiano de color gris con borlas y colgantes dorados, Pinochet bajó los escalones cojeando debido a un dolor en el talón derecho, hasta encontrarse con la mano extendida de Gibson Barboza. Lo seguían su esposa, Lucía, el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, el vicealmirante Ismael Huerta, y una hilera de funcionarios del nuevo régimen. El general chileno era la primera autoridad en desembarcar para la investidura en Brasilia; también estaban en camino el coronel boliviano Hugo Banzer y el estanciero uruguayo Juan María Bordaberry –ambos encumbrados al poder dictatorial en los años precedentes, con el firme apoyo de Brasil–, además de la primera dama estadounidense, Patricia «Pat» Nixon. Pinochet encontró la capital todavía engalanándose para la fiesta.

    El cambio de guardia en Brasilia tenía un significado especial. La «Revolución Redentora» que había derrocado a João Goulart completaba su primer decenio, en un Brasil que se disparaba con un crecimiento de 14% al año y que rasgaba la selva amazónica de este a oeste con una carretera transcontinental, símbolo de la modernización conservadora. Incluso físicamente, el régimen de los generales había expandido el país: la frontera del mar territorial brasileño había sido arrastrada doscientas millas náuticas Atlántico adentro, en medio de los aplausos de la prensa y de la clase política, incluyendo a la oposición legal, y ante el repudio de las potencias extranjeras. Había, por cierto, otro Brasil, donde la prensa callaba, amordazada, y la represión terminaba de diezmar y expulsar al exilio a la izquierda, si bien eran el torso desnudo y la cara pintada del músico pop Ney Matogrosso, cantando Sangue latino al frente de los Secos & Molhados –el nuevo fenómeno de la música popular nacional–, lo que escandalizaba a la familia brasileña.

    Y, por primera vez, la transmisión del mando de la dictadura acontecía sin sobresaltos. En 1967, el mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco había dejado la presidencia emparedado por la línea dura de los militares. En 1969, cuando el general Artur da Costa e Silva sufrió un derrame, la línea sucesoria se rompió y, por un remiendo del poder arbitrario, el general Emílio Garrastazu Médici fue colocado en la cúspide. Pero Geisel, el cuarto presidente del régimen, fue escogido unilateralmente por Médici y coronado por un «colegio electoral especial» de militares. Los cuarteles lo veían como «altamente cualificado para administrar la nueva fase de la revolución», según informaba la CIA al presidente Nixon¹ Él recibiría la banda presidencial de las manos de su antecesor, con la casa abierta a los amigos de la dictadura. La presencia de Pat Nixon, Banzer, Bordaberry y Pinochet era un certificado de normalidad.

    Aquel Pinochet que aterrizaba en Brasil aún era un desconocido del mundo, incluso para los vecinos brasileños. Tenía 58 años, 1,78 metros con sobrepeso moderado, ojos azul verdosos y un fino bigote grisáceo, milimétricamente modelado, que le dividía al medio la cara oval. Cuando hablaba, dejaba entrever una hilera de coronas doradas en la arcada dentaria inferior. Su voz aguda, proveniente de un cuerpo comprimido, de complexión cuadrada, causaba extrañeza a quien lo oía por primera vez² Fue siempre un católico devoto, el primogénito de seis hermanos y favorito de la madre³ En la juventud, la Academia Militar Chilena lo rechazó dos veces con el argumento de «falta de aptitud física», porque era flacucho y bajo. Pero el general ya casi sexagenario, padre de cinco y abuelo de seis, siempre comenzaba su día a las seis de la mañana con una sesión de gimnasia en la que combinaba elongaciones con flexiones, un ritual que mantuvo en Brasil. Su rutina era controlada con obsesión. No era abstemio, pero jamás se embriagaba; le gustaba sorber poco a poco un pisco sour o una dosis moderada de whisky al terminar el día. Dormía temprano, leyendo libros de historia militar, y se divertía con luchas de box y esgrima y con la práctica de hipismo; hacía ya años que uno de sus compañeros de cabalgatas matutinas era el embajador brasileño en Santiago, Antonio Cândido da Câmara Canto.

    En la vida privada, alejada de los extremos, Pinochet se había hecho acreedor, hasta las vísperas del golpe, de una impecable reputación de legalista. Durante décadas llevó adelante una carrera militar sin brillo, y su subida a los más altos escalones de las Fuerzas Armadas fue jalada por el general Carlos Prats, el oficial que encarnaba la lucha contra la politización de los cuarteles en los años del gobierno de Allende. «El general Pinochet fue siempre conocido por sus actitudes moderadas», según la evaluación del Centro de Informaciones del Exterior (CIEx) –el brazo clandestino de inteligencia dentro del Palacio de «Itamaraty», el Ministerio de Relaciones Exteriores–, hecha una semana después que los militares tomaran el poder en Santiago⁴ Pero su moderación estaría reservada a unos pocos. En aquel septiembre de 1973, Chile pasaba a conocer el universo de ejecuciones sumarias, torturas, prisiones en masa, exilios y purgas del funcionariado público, algo que ya era familiar en otros rincones del Cono Sur.

    Un régimen de generales y almirantes en Chile aún era una aberración histórica. En comparación con todos sus vecinos, el país prácticamente no había conocido ninguna dictadura militar: a lo largo de 150 años de régimen republicano, los militares habían gobernado de forma directa el país durante tres breves interregnos⁵ Hasta la década de 1970, la primacía del poder civil sobre el estamento militar parecía tan maciza y perenne como la cordillera en el horizonte de Santiago.

    La investidura de Ernesto Geisel fue literalmente la primera vez en que Pinochet vistió la banda presidencial, si bien el ceremonial de Itamaraty tuvo el cuidado de llamarlo «líder de la junta militar», cuyo comando, al menos de acuerdo con las reglas anunciadas después del golpe de septiembre, alternaría entre sus cuatro integrantes: del Ejército, de la Marina, de la Fuerza Aérea y de Carabineros⁶ Pasarían aún más de tres meses para que Pinochet recibiera el título de «jefe supremo de la nación» y otros seis para ser nombrado «presidente». No obstante, aquel personaje hasta hacía poco tiempo irrelevante en la política chilena ya admitía tener otros planes. «La rotación del poder no se hará ahora ni nunca», advirtió en una de las pocas entrevistas que concedió a la prensa brasileña, menos de un mes antes de viajar a Brasil⁷ Instalado en el sillón presidencial, el general maniobraba para emparedar a los posibles adversarios y alcanzar el poder ilimitado, apoyado por la máquina de represión que construía con diligencia.

    Con Pinochet viajó a Brasilia y a Río una selecta muestra de funcionarios de la nueva dictadura sudamericana. Uno de ellos, el asesor de la cancillería Tomás Amenábar, llevaba una encomienda especial en el maletín de mano: la última versión de la lista de exiliados brasileños que estaban en Chile en el momento del golpe. El catálogo humano reunía centenas de nombres, direcciones, países de fuga y todo lo que pudiera interesar a los anfitriones en fiesta. Las informaciones estaban basadas en fuentes diversas. Una parte venía de los archivos de la policía chilena que no se habían quemado el 11 de septiembre, en medio de los bombardeos del palacio presidencial de La Moneda, donde estaban guardados. La lista de destinos de los enemigos del Estado brasileño provenía de la relación de salvoconductos emitidos por la junta chilena en los meses precedentes. Otros datos habían sido obtenidos con ayuda de cinco oficiales de la inteligencia de Brasil, enviados poco después de la caída de Allende para trabajar con los interrogadores en el interior del Estadio Nacional de Santiago, la arena deportiva convertida en campo de concentración. El jefe del área externa del Servicio Nacional de Informaciones (SNI), el coronel Sebastião Ramos de Castro, organizó y comandó la misión que viajó a Santiago en un bimotor Avro, de la Fuerza Aérea Brasileña (FAB), un mes y cuatro días después del golpe⁸

    Otro en la fila detrás de Pinochet era su ayudante de órdenes, el coronel Enrique Morel Donoso. Como Amenábar, su nombre no constaba en la lista de la delegación oficial chilena que viajaba a la investidura de Geisel. Militares brasileños fueron instruidos a procurarlo cuando necesitasen de alguien para hablar sobre los asuntos más delicados en nombre del líder supremo de Chile. Morel era también uno de los principales canales de comunicación entre Pinochet y el embajador brasileño en Santiago, Câmara Canto. Tenía una especial curiosidad por las lecciones del golpe de 1964 y por el régimen militar vecino; por ejemplo, inquiría a Câmara Canto sobre cómo los generales brasileños habían conseguido aislar las voces dentro de la Iglesia católica que denunciaban violaciones de los derechos humanos⁹ Por ese entonces, el cardenal de Santiago, Raúl Silva Henríquez, comenzaba a hacer ruido al frente de un grupo ecuménico, junto con líderes católicos, protestantes y judíos. Con Pinochet en Brasil, el Comité Pro-Paz del cardenal anunció que Chile mantenía cerca de 10 mil presos políticos¹⁰

    Otras autoridades chilenas viajaron a Brasil sin utilizar el Boeing de Lan-Chile. Mientras los miembros del entorno presidencial comían canapés en la recepción ofrecida en el Palacio de Itamaraty, una misión sigilosa bajo el mando del general Héctor Bravo Muñoz, exagregado militar de Chile en Río, recorría fábricas del complejo militar-industrial brasileño en cuatro ciudades, con una larga lista de compras. Inmediatamente después del golpe chileno, en la condición de comandante de la IV División del Ejército, el general Bravo presidió el tribunal militar en la región de Valdivia. Con base en acusaciones falsas, la corte impuso sentencias de ejecución sumaria contra decenas de civiles, incluyendo doce personas asesinadas por la así llamada «Caravana de la Muerte», el grupo de exterminio que sobrevoló Chile en un helicóptero Puma lanzando cuerpos por el camino¹¹ En los años siguientes Pinochet lo nombraría ministro y, en 1976, embajador en Brasil.

    Antes de que el golpe contra Allende completara un mes, el Consejo de Seguridad Nacional de Brasil –el comité ministerial que asesoraba al presidente en asuntos considerados estratégicos– ya evaluaba un pedido de exportación de 450 vehículos militares para la junta chilena¹² Las compras del general Bravo Muñoz sumarían inicialmente 40 millones de dólares (un monto cercano a los 200 millones de dólares en valores actuales, corregidos por la inflación). Al final, los contratos firmados en los meses después de la muerte de Allende harían que Brasil, de repente, saltara a la posición de segundo mayor proveedor de armas de Chile, solo por detrás de Estados Unidos, donde el Congreso comenzaba a limitar las ventas en razón de las denuncias por violación de los derechos humanos¹³ Para la dictadura brasileña, el cambio de régimen en Santiago era también un gran negocio.

    Sobre la alfombra roja en la base de Brasilia, Pinochet saludó a algunas otras autoridades –él tenía un apretón de manos exageradamente fuerte–, besó la mejilla de la esposa del embajador chileno en Brasil y pasó revista a las tropas alineadas frente al avión. Después escuchó en posición firme los himnos de los dos países, seguidos de las 21 salvas de cañón. Por fin, desapareció en una limusina Willys negra, entre sirenas, coches de escolta y seis batidores de la Policía del Ejército. Todo el eje viario de Brasilia, en el sentido aeropuerto-ciudad, había sido bloqueado para que la caravana del visitante chileno circulara en paz.

    La dictadura quiso cercar a Pinochet de un abundante aparato de seguridad, sobre todo después de que el Departamento de Orden Político y Social (DOPS) de São Paulo –el órgano policial civil que se ocupaba de la lucha contra la subversión a nivel de los estados– obtuviera informaciones sobre un supuesto plan para asesinarlo a tiros en Brasil. Un delegado de la oficina estatal de la represión dijo haber escuchado a «una señora con acento español», en una discoteca de la ciudad de São Paulo, hablar sobre un atentado contra el general durante el viaje. Fantasiosa o verdadera, la pista exigía medidas extras. El caso llegó hasta la cumbre de los servicios de inteligencia brasileños y fue comunicado a los chilenos, que elaboraron una pequeña lista de guerrilleras forajidas que podrían coincidir con la misteriosa hispanohablante¹⁴ El elevador panorámico que era orgullo del Hotel Eron, donde Pinochet se hospedó en la capital, fue cubierto con cortinas opacas, a prueba de francotiradores¹⁵ En su agenda en Río, en vez de ir al Maracaná para ver el duelo entre el Flamengo de Zico y el Vasco del joven Roberto Dinamite, hizo un paseo por la bahía de Guanabara en una lancha de la Marina, escoltada por dos embarcaciones militares. En tierra firme lo envolvería un enjambre de guardaespaldas con subametralladoras a la vista.

    Periodistas acompañaron a distancia su llegada a Brasilia, confinados detrás de un cordón de aislamiento. En vez de una oportunidad para hacer preguntas, recibieron de los chilenos una unilateral «carta al pueblo brasileño». Escrito en la típica jerga de las dictaduras sudamericanas de la época, el texto decía que Brasil y Chile eran hermanos nacidos de la misma «obra civilizadora, cristiana y occidental» de las naciones ibéricas de las Américas, la cual se encontraba, una vez más, en los regímenes militares anticomunistas del presente.

    Las Fuerzas Armadas [...] asumieron en ambos países la tarea de abrir un nuevo régimen político, estable, duradero y proyectado al futuro. [...] Constatamos con satisfacción cómo nuestro esfuerzo recibe la comprensión de pueblos hermanos y amigos, entre los cuales tengo el deber de destacar especialmente a Brasil¹⁶

    La carta escondía, sin embargo, un punto central de la historia. El Brasil que Pinochet visitaba no solo «comprendía» los motivos del cambio de régimen en su país, sino que había contribuido activamente para derrocar a Allende y facilitar la ascensión de un gobierno a imagen y semejanza de la dictadura brasileña. En medio de la sangrienta transformación chilena, Brasil fue un aliado de primera hora en la deposición de la democracia y un modelo para la construcción del nuevo régimen.

    Las páginas que siguen cuentan esa historia, aún poco conocida. La ocultaban tachados de censura y voces acalladas, secretos de Estado y de testigos. Para reconstruirla fue necesario recorrer, a lo largo de varios años, los archivos en Brasil, en Chile y en Estados Unidos, y entrevistar a decenas de sus protagonistas –guerrilleros, soldados, agentes de inteligencia, diplomáticos, políticos, empresarios, periodistas, académicos– dispersos por diversos países, aunque vinculados a un mismo marco histórico, ocurrido hace cinco décadas. De la investigación emerge una nueva historia sobre la actuación de Brasil en América del Sur en los años de 1970.

    La dictadura brasileña contribuyó a golpear a la más longeva democracia de su entorno geográfico e instalar, en su lugar, un régimen cuyo carácter sanguinario y crueldad prácticamente no tenían precedentes en la América del Sur moderna. Esa intervención –en otras palabras, el conjunto de acciones de agentes del Estado brasileño con el objetivo de enflaquecer y subvertir el poder constituido en Chile– no fue fruto de acciones episódicas y autónomas de algunos zelotes dentro de la dictadura; fue una política de Estado que pasaba por una cadena de mando, desde la alta burocracia en Brasilia hasta las raíces del sistema. Ocupaba tanto gabinetes de ministros como salas de tortura.

    El hábitat natural de la intervención brasileña en Chile eran los subterráneos. En ellos, Brasil se entrelazaría con grupos chilenos de extrema derecha, incluyendo el neofascista Patria y Libertad; se prepararía para una guerra civil en Chile; coordinaría acciones con militares que preparaban el golpe; lideraría una campaña regional para aislar a Allende; infiltraría la comunidad de exiliados brasileños; daría garantías a conspiradores, contra las ambiciones territoriales del régimen peruano. Depuesto el gobierno socialista chileno, la dictadura brasileña ayudaría a consolidar un régimen militar en Santiago, sea vendiendo armamento, entrenando agentes de la represión chilena o protegiendo al vecino sudamericano en foros internacionales.

    La lucha subió a la superficie solo en momentos extraordinarios. Por ejemplo, Brasil quiso ser el primero en reconocer a la junta militar chilena. «Aún estábamos disparando cuando llegó el embajador brasileño y nos comunicó el reconocimiento», recordaba Pinochet en una entrevista antes de embarcar rumbo a Brasilia¹⁷ La idea era hacer repercutir en el mundo un mensaje inequívoco de apoyo, reforzado con más de cincuenta toneladas de víveres que el presidente Médici despachó a toda prisa en cuatro aviones militares para Santiago. Un mes y cuatro días después del golpe, agentes de la inteligencia brasileña ya actuaban en el interior del Estadio Nacional. Con el intercambio entre las mazmorras y la venta de armas a la junta chilena, Brasil se transformó en uno de los puntos de apoyo para el montaje de la máquina de represión de Pinochet. De vuelta al espacio público, la dictadura cuidó de la defensa de su hermana menor en foros internacionales, como la ONU, y le ofreció un paquete de préstamos a intereses bajos, que totalizaban 220 millones de dólares (o 1,2 billones en valores actuales), además de crédito para comprar armas en Brasil¹⁸ El régimen militar puso en juego todo su peso para viabilizar y legitimar el consulado de Pinochet.

    Pero, ¿por qué la dictadura brasileña se implicó en la tormenta chilena? Cinco décadas más tarde, con las tintas de la historia ya más secas, es posible responder mejor a esa pregunta.

    El apoyo brasileño al derrocamiento de Allende y a la construcción de la dictadura chilena tuvo dos motivaciones simultáneas y complementarias. La primera, de orden geopolítico. Sorprendido por el triunfo del socialismo en Chile en las elecciones de septiembre de 1970, el gobierno Médici comenzó a ver al país vecino como una amenaza directa a la seguridad nacional. En los días que separaron la victoria en las urnas de la investidura de Allende, telegramas de la embajada brasileña en Santiago ya concluían que los viejos partidos de la derecha chilena, si bien explicitaban su simpatía por el régimen vecino instaurado en 1964, eran incapaces de revertir el giro a la izquierda en su país. La solución no estaba en el secular juego partidario chileno, sino en las Fuerzas Armadas, según se creía en Itamaraty y entre los militares. En aquellos meses, Médici se refirió al presidente saliente, el democratacristiano Eduardo Frei, como el «Kerenski chileno», en alusión al primer ministro ruso que, al ayudar a colapsar el imperio zarista, abrió el camino al bolchevique. Estaba en curso un cambio en el equilibrio de poder en el Cono Sur, bajo las reglas del juego de la Guerra Fría, y Brasil se alarmaba.

    En el lenguaje del régimen militar, el país que siempre había sido un aliado brasileño se metamorfoseaba en «cabeza de puente del comunismo internacional» en América del Sur, dirigido contra el territorio nacional y para donde supuestamente acudiría un sinnúmero de guerrillas. La dictadura creía que, después de Cuba, había surgido un nuevo polo de la subversión armada en las Américas. De acuerdo con la Casa Militar del Planalto, la sede de la Presidencia de la República, Chile –ahora la «segunda república socialista» de América Latina, decían– serviría de «base continental» y Cuba, de «base insular» para la «irradiación de subversión, terrorismo e influencia de Rusia en el hemisferio»¹⁹ Con un agravante: el territorio chileno no estaba a la deriva en el Caribe, sino extendido en la costa oeste del Cono Sur, muy cerca de Brasil.

    El espectro de Chile como un gran campo de entrenamiento guerrillero rondaría el aparato de seguridad brasileño hasta el golpe de 1973. Se trataba de un espejismo. Consciente de su fragilidad interna y regional, Allende limitó la «solidaridad con los compañeros» extranjeros que cogían las armas a la mera concesión de asilo político, e intentó reiteradamente impedir que eso complicara las relaciones con Brasil, Argentina y otros países de la región. El domicilio de las clases de guerrilla para brasileños continuaría localizado en Cuba (y en algunos casos en China y Corea del Norte). Allende proyectaba una revolución radicalmente pacífica –«con empanadas y vino tinto», según el eslogan del presidente–, que no iría más allá de las fronteras chilenas.

    Desde la victoria en las urnas, el líder socialista utilizó emisarios de su confianza, sus contactos con Câmara Canto y, de forma pública, entrevistas a la prensa para transmitir el mensaje de que deseaba ignorar diferencias ideológicas y centrarse en intereses comunes. Su escogido para la embajada en Brasilia encarnaría esa posición de cautela: el exsenador Raúl Rettig, profesor de derecho, admirado por los conservadores, integrante del único partido no marxista dentro de la Unidad Popular (UP); dos décadas después, él dirigió la primera comisión de la verdad en Chile, que produjo el pionero Informe Rettig.

    Para la dictadura brasileña, no obstante, no importaba lo que decía o hacía Allende. Bastaba recordar su historia en el movimiento comunista internacional y ver quiénes eran sus aliados –como el Partido Comunista y el principal grupo guerrillero dentro de Chile, además de Cuba y la Unión Soviética en el exterior– para concluir que la amenaza era real y apremiante. Incluso más severa, porque no estaba aislada y despuntaba en un momento crítico para la región: Bolivia estaba bajo un régimen militar de tendencia izquierdista, Uruguay veía crecer la guerrilla urbana y las exigencias de la izquierda democrática, Perú se aproximaba al bloque soviético y Argentina caminaba de un régimen militar exhausto a un futuro civil incierto. Años antes, estrategas de la dictadura habían concluido que un cerco antibrasileño en el Cono Sur, que reuniera a los países de matriz hispánica contra el heredero del imperio portugués, sería la mayor amenaza externa a la «revolución» de 1964 y a la estabilidad regional²⁰ Hacia finales de 1970, desde los gabinetes más elevados de la Explanada de los Ministerios, en Brasilia, muchos veían que el cerco estaba próximo a cerrarse.

    Además, bajo el aspecto geopolítico, el gobierno Médici se involucró en el destino chileno en razón de su posición dentro de la confrontación ideológica en América Latina en tiempos de la Guerra Fría. El Brasil de los generales y el Chile del médico socialista representaban modelos antitéticos de cómo gobernar la región.

    La guerra entre estadounidenses y soviéticos era fría en Europa, pero las superpotencias y sus aliados locales hacían hervir la América Latina de las décadas de 1960 y 1970. En los once años que siguieron al triunfo de Fidel Castro en Cuba, los movimientos guerrilleros latinoamericanos sufrieron repetidos golpes, sea con Ernesto «Che» Guevara en la selva boliviana, sea con el brasileño Carlos Marighella en las calles de São Paulo. La alternativa de las armas continuaba viva y atemorizaba a los gobiernos de la región, pero su poder real demostró estar muy por debajo de lo previsto en la década anterior. Con Allende y la Unidad Popular en Chile, surgió un nuevo paradigma de revolución, basado en el voto y en la unión de las izquierdas en coaliciones partidarias bajo regímenes democráticos. El socialismo sería implantado no contra, sino por medio del «Estado burgués», de acuerdo con la jerga marxista.

    Así, el «experimento chileno» trascendía al pequeño país sudamericano y despertaba una atención desproporcionada en el exterior, llevando a izquierdistas de todos los rincones de las Américas y de Europa y a periodistas extranjeros a viajar a Santiago para ver lo que acontecía. En países como Italia y Francia, donde los partidos socialistas y comunistas tenían expectativas reales de llegar unidos al poder, la Unidad Popular parecía abrir una brecha para el futuro. Santiago fue el primer destino de François Mitterrand al asumir la jefatura del Partido Socialista francés, en 1971²¹ Chile también estaba en el altar de la contracultura estadounidense y atraía a visitantes como Angela Davis, la heroína del movimiento negro que, en 1972, dio una charla acompañada por la primera dama Hortensia Bussi de Allende.

    El «eurocomunismo» o el fortalecimiento de la izquierda estadounidense hasta podían incomodar a la dictadura brasileña, pero cuando el juego implicaba la infiltración socialista en el entorno sudamericano, los términos eran otros. Para los generales, además de una amenaza directa a la seguridad nacional de Brasil, el modelo chileno de unión electoral de las izquierdas podía propagarse por los sistemas políticos vecinos. Y la subversión por las armas parecía mucho más fácil de combatir que la subversión por el voto.

    Menos de un mes después del inicio del gobierno de la UP, el SNI constataba:

    La «contaminación chilena» ya traspuso los Andes y se hace sentir en la [cuenca del Río de la] Plata –Argentina y Uruguay– con la formación de «frentes populares»; el modelo político andino, de acceso al poder por la vía democrática, está siendo encarado con mucha simpatía por las izquierdas moderadas latinoamericanas²²

    El gobierno de Médici creía que el mejor antídoto contra el virus chileno era la proliferación de regímenes anticomunistas, a semejanza de lo que imperaba en Brasil. En la Casa Blanca y, progresivamente, en los cuarteles chilenos y en las oficinas de las grandes empresas que operaban en América Latina, el diagnóstico era el mismo.

    No fue coincidencia, por lo tanto, que luego después del golpe, cuando el Palacio de La Moneda aún echaba humo, los Estados Unidos de Nixon, el Brasil de Médici y los militares liderados por Pinochet hicieran referencia, en comunicaciones secretas, a un tal «modelo brasileño». El sexto ítem de un telegrama de la CIA, disparado de Santiago el mismo 11 de septiembre, anticipaba: «La junta [chilena] seguirá el modelo brasileño»²³ El núcleo de represión en el interior de Itamaraty, el CIEx, concordaba: «El nuevo gobierno chileno [...] parece inclinarse más hacia el modelo brasileño», en oposición a una dictadura militar izquierdizante como la peruana²⁴ Días antes, el CIEx había avisado a Brasilia que conspiradores chilenos andaban discutiendo en reuniones secretas el modus operandi del golpe contra João Goulart, como un estudio de caso. Depuesta la Unidad Popular, el general Gustavo Leigh, jefe de la Fuerza Aérea y uno de los cuatro integrantes de la junta de Santiago, explicó al embajador brasileño que los militares chilenos seguían los mandamientos de la «revolución de 1964» contra Goulart. «Chile deberá seguir el mismo camino que Brasil, en busca de desarrollo económico y social», según las palabras de Leigh²⁵

    Así como su triunfo inicial, el fracaso del «ejemplo chileno» resonaría mucho más allá de las fronteras entre el Pacífico y los Andes. Menos de tres años después de la caída de Allende, todo el Cono Sur estaría bajo regímenes militares, inoculado con violencia contra el «virus» de la izquierda elegida, como lo había vivido Brasil nueve años antes.

    La segunda motivación central del régimen brasileño para actuar en Chile era de orden interno. Para la dictadura, el territorio chileno había pasado a ser un frente vulnerable en la guerra contra la oposición clandestina nacional. Al plan geopolítico se sumaba, por lo tanto, la lucha contra el enemigo interno fuera de las fronteras nacionales. Era necesario controlar, espiar y perseguir a millares de opositores que habían transformado Santiago en la capital del exilio brasileño. Para esto sería montada una impresionante máquina civil-militar de vigilancia de la diáspora en Chile, en la cual refugiados fueron transformados en informantes y consulados y embajadas, en bases avanzadas de la represión. Un enmarañado de agencias de la dictadura componía la trama: los centros de inteligencia de las tres fuerzas militares, el SNI, las policías estatales y la federal y el Itamaraty, sobre todo su División de Seguridad e Informaciones (DSI) y el CIEx.

    Reconocido como la más sólida democracia de la región, Chile se había convertido en un imán para exiliados sudamericanos de diversas nacionalidades, incluyendo argentinos, uruguayos, bolivianos y otros. El flujo de brasileños se había iniciado lentamente después del golpe contra Jango, como Goulart era conocido, cuando Uruguay era aún el principal destino, y fue creciendo en los años que siguieron. Entre finales de los años de 1960 e inicios de la década de 1970, la efervescencia política chilena y la creciente tensión en suelo uruguayo comenzaron a redibujar el mapa del exilio brasileño. Cuanto más apretaba el garrote en Brasil, más crecía la comunidad en Chile, y con el Acto Institucional 5 (AI-5) de 1968 –el decreto del gobierno de Costa e Silva que suspendió las pocas garantías democráticas que aún quedaban–, Santiago pasó a ser el principal destino del destierro. Había opositores de todas las estirpes: de académicos –que, en palabras del futuro presidente Fernando Henrique Cardoso, experimentarían el «amargo caviar del exilio», trabajando en instituciones como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), de la ONU, en la Universidad de Chile o en el propio gobierno de Allende– hasta guerrilleros proscritos de Brasil después de haber sido intercambiados por diplomáticos secuestrados.

    En sus primeros días en el poder, el régimen de Pinochet avisó a la dictadura que 1297 brasileños, «en su mayoría extremistas», estaban en «situación irregular» en Chile²⁶ El número total, sumando los que tenían sus papeles al día y los que escapaban a la detección, era bastante mayor. Los exiliados calculaban la cifra en hasta cinco mil durante el gobierno de Allende. No parece exagerado. Después del golpe de septiembre de 1973, entre todos los que intentaron huir del país buscando asilo en las misiones diplomáticas, la segunda nacionalidad más frecuente era la brasileña, solo detrás de la chilena²⁷

    Además de numerosa, la izquierda brasileña en Chile era bulliciosa. El embajador estadounidense en Santiago, Nathaniel Davis, opinaba que los brasileños eran los «mejor organizados» entre las comunidades de exiliados²⁸ En suelo chileno prosperaron iniciativas de acogida a los que llegaban de Brasil, como la Asociación Chileno-Brasileña de Solidaridad (ACBS), y de denuncia al régimen militar, como el Frente Brasileño de Informaciones (FBI), creado en Argel poco antes del triunfo de la Unidad Popular. La comunidad tenía sus periódicos, como el Campanha, un fondo para dar mesada a quien lo necesitase –la llamada «caixinha»–, sesiones de debates con personalidades chilenas y brasileñas, cursos gratis de lenguas y un restaurante (el único en Santiago que servía pizza de plátano). Al mismo tiempo que el régimen militar actuaba para socavar el socialismo chileno, había también un Brasil fervorosamente partidario de Salvador Allende.

    A la dictadura brasileña no le bastaba con expulsar a Allende por medio del voto para sofocar el principal foco de oposición al régimen fuera de Brasil. El problema, por cierto, antecedía al gobierno de la Unidad Popular y tenía que ver con la vocación del país por la tolerancia política y el refugio. Para reventar de una vez por todas el abrigo chileno era necesario un régimen anticomunista en el poder.

    Cuando esto finalmente ocurrió, militares, espías y diplomáticos brasileños lanzaron una campaña internacional para seguir el rastro de los opositores hasta su último destino. A partir del golpe en Chile, la izquierda alzaría a toda prisa el vuelo hacia destinos aún más distantes de Brasil, sobre todo para Europa y, en algunos casos, para América del Norte.

    Desde luego que la dictadura y sus agentes no actuaron contra el socialismo chileno de manera aislada ni tampoco a espaldas de sectores clave de la sociedad brasileña. Por el contrario: el Chile de la Unidad Popular infundió el pánico en una parte del establishment político y económico brasileño con el triunfo electoral de Allende. Grandes grupos del empresariado y de la prensa nacional fueron enemigos de primera hora de la UP y partidarios entusiastas de una ruptura institucional en el país vecino. Organizaciones como la Confederación Nacional de la Industria (CNI), de Brasil, estrecharon lazos y dieron firme apoyo a los llamados «gremios» de empresarios chilenos que desempeñarían un papel decisivo en el golpe y, como se discutirá más adelante, hay evidencias de que dinero brasileño aceitó la máquina de la conspiración empresarial chilena. En la lucha por los corazones y las mentes, los grandes periódicos de Rio y de São Paulo comenzaron a defender y a republicar reportajes de El Mercurio –el mayor diario chileno, que en aquella época recibía dinero de la CIA para combatir a Allende– y a movilizar a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) contra los «riesgos» de la libertad de expresión en Chile. Los periodistas chilenos podían publicar lo que quisieran, contra o a favor de Allende, mientras en el Brasil de Médici la censura era implacable. Un torrente de textos de opinión de la gran prensa brasileña pedía abiertamente una ruptura democrática en Chile; a una semana del golpe, por ejemplo, los lectores de O Globo encontraron, sin preámbulos, un artículo de media página, firmado por Pablo Rodríguez, el líder del grupo de extrema derecha Patria y Libertad (el periódico carioca se hurtó de explicar quién era el autor).

    Finalmente, este libro se contrapone a dos versiones comunes sobre el papel de Brasil en el golpe contra Allende. En la izquierda se asentó la idea de que los «gorilas» del régimen militar brasileño obedecían órdenes de Washington y, por eso, actuaron contra Chile. «El imperialismo norteamericano vuelve ahora con la ventaja de no tener que desembarcar marines en ninguna parte de América Latina, porque ya tiene quien le haga el servicio, en Brasil ya cuenta con servidores fieles y eficientes», denunció Gabriel García Márquez al ver el socialismo noqueado en Santiago. Según el autor de Cien años de soledad, Brasil se había transformado en el «brazo derecho y armado» del neocolonialismo de Estados Unidos al sur del río Grande. En aquellas semanas, la Radio Habana hablaba de un «eje contrarrevolucionario Washington-Brasilia», que habría girado para triturar a la UP chilena²⁹

    La imagen de un Brasil-servidor-fiel, automáticamente alineado con la superpotencia capitalista, es un mito y, como tal, esconde mucho más de lo que revela. Relega la dictadura a un papel meramente subsidiario y desprovisto de agencia, que se contrapone con aquel que ha ido apareciendo a lo largo de la investigación para este libro. El régimen militar brasileño tenía sus motivaciones –geopolíticas, internas, ideológicas, económicas– para intervenir en Chile y no requería de órdenes de Washington para hacerlo. Había, sin duda, una fuerte sintonía entre los gobiernos de Nixon y Médici, ambos compartían el objetivo estratégico de torpedear el socialismo chileno. Al visitar la Casa Blanca a finales de 1971, el presidente brasileño contó a su colega estadounidense que su gobierno estaba en contacto con militares chilenos para derribar a Allende y previó que el desenlace no tardaría. Solícito, Nixon le ofreció «dinero u otra ayuda discreta» para la misión. En ese momento, Itamaraty y el Departamento de Estado ya trabajaban para aislar al máximo a Chile dentro de América Latina. No obstante, más allá de las consultas de alto nivel y de la diplomacia, no hay indicios objetivos de que haya habido una operación conjunta y articulada entre Estados Unidos y Brasil para derrocar a Allende. La política anti-Chile de los dos países tuvo puntos de contacto, pero no se entrelazó, ni siquiera cuando Pinochet dio el zarpazo a la democracia chilena. A diferencia del golpe contra Jango en 1964, en el Chile de 1973 Washington se permitió postergar el reconocimiento oficial de la junta militar y dejar que los brasileños tomaran la iniciativa regional.

    En otro campo del debate, se aplica a la acción de Brasil en Chile el sofisma utilizado comúnmente para aguar las violaciones del período militar: los «excesos» cometidos fueron culpa de algunos radicales dentro del régimen, personas que actuaban aisladamente. Esa racionalización esconde, por ejemplo, el papel institucional de Itamaraty en el aparato de represión de la dictadura. De acuerdo con cierta versión histórica, la cancillería se abstrajo de los arbitrios del régimen militar con el fin de atenerse a los «intereses permanentes» del Estado brasileño. A partir de finales de los años de 1960, la diplomacia habría sido colocada exclusivamente «al servicio del desarrollo» económico nacional, con una acción «avanzada, democrática, inclusive izquierdista, en oposición a la política interna», escriben Amado Cervo y Clodoaldo Bueno³⁰ La injerencia brasileña en Chile sería, por lo tanto, un acontecimiento marginal, producto de un embajador anticomunista o de algunos militares de la línea dura y de agentes de la represión que se aventuraron en esos rumbos. Según esa versión oficialista, polizontes y diplomáticos soplones son la excepción que confirma la regla de no injerencia y, de forma más general, de la inocencia de la diplomacia brasileña.

    Centenas de documentos expuestos en las próximas páginas desmienten esa versión. Itamaraty era parte fundamental de la represión a brasileños fuera del territorio nacional, espiando y persiguiendo exiliados. La cancillería tenía recursos, funcionarios y órganos especializados para hacer ese trabajo clandestino; cooperaba con las agencias de represión de manera «constante, leal y competente», como celebraba un jefe de la Agencia Central del SNI;³¹ y se ocupaba de la lucha contra todo y cualquier movimiento de denuncia de la dictadura en el exterior, sea en América del Sur, en Europa o en Estados Unidos.

    En Chile, la relación entre diplomacia y represión fue particularmente estrecha y fecunda. Por lo menos en una ocasión fue directamente responsable de producir un cadáver: Edmur Péricles Camargo, secuestrado al hacer escala en Buenos Aires, en un vuelo de Chile a Uruguay. El cónsul de Brasil en Santiago, Mellilo Moreira de Melo, supo por medio de delatores que Camargo estaría en el avión. El aviso corrió por los sistemas de comunicación secreta entre la cancillería y la represión, y hasta hoy el exaliado de Carlos Marighella está «desaparecido».

    El abandono a la tortura de brasileños presos en el Estadio Nacional y el rechazo a solicitar salvoconductos fueron discutidos en el interior del gabinete del ministro de Relaciones Exteriores. La cancillería integró institucionalmente la represión y el resultado fue la violación, de forma sistemática, de los derechos de los brasileños en el exterior.

    Buena parte de los diplomáticos brasileños prefirió no involucrarse o se resignó al silencio. Otros llegaron a arriesgarse actuando contra la dictadura, por ejemplo, al transportar listas de torturadores en valijas diplomáticas o al transmitir informaciones a los perseguidos. Pero estos son la excepción que confirma la regla del colaboracionismo.

    Cronológicamente, la intervención brasileña aconteció en tres tiempos: primero, con la victoria de Allende; segundo, en el momento del golpe de 1973, cuando Médici concedió total apoyo a Pinochet y a la construcción de la nueva dictadura; y, finalmente, con la consolidación del nuevo régimen y la solución del «problema chileno» para los brasileños, cuando Geisel decidió reducir la excesiva proximidad de Brasil con Chile de modo general, y con la figura de Pinochet en particular, aunque continuara apoyando al régimen chileno de modo subterráneo. En ese intervalo, el Cono Sur perdió las últimas democracias que le restaban y acabó completamente cubierto de regímenes anticomunistas, en sintonía con la dictadura brasileña instaurada en 1964. Esas tres fases y el cambio en la región –cuando el Cono Sur se iba convirtiendo en una región de dictaduras civil-militares– forman el arco que ordena este libro.

    Pinochet viajó a Brasil para asistir a la transmisión del mando en marzo de 1974, pero fue inequívocamente desconvidado a la fiesta por el grupo que estaba a punto de asumir las riendas de la dictadura brasileña. Geisel prometía iniciar una apertura gradual rumbo a un gobierno civil y, con las noticias sobre tortura y desaparecimientos en Chile, que se expandían por el mundo, prefería que el jefe de la junta chilena no apareciera a su lado en las fotos de la investidura. Asesores del nuevo presidente dejaron clara esa desazón en conversaciones con el embajador de Pinochet en Brasilia, el almirante Hernán Cubillos Leiva. El emisario de Chile en Brasilia envió un telegrama secreto pidiendo que el jefe no viniera. Después telefoneó a Santiago para reforzar el mensaje. No obstante, el dictador novato necesitaba salir de Chile para mostrar que había consolidado internamente el poder, que no estaba aislado en la región y que sabía asumir el papel de estadista. Se hizo el desentendido y embarcó en el Boeing 727 de Lan-Chile rumbo a Brasil.

    De cierta forma, ese viaje de Pinochet se había iniciado en el año 1970, cuando la elección de Allende súbitamente hizo que la dictadura brasileña viera a Chile como la mayor amenaza regional para su proyecto político.

    Parte I

    Brasil contra Salvador Allende

    1. Amistades incondicionales

    Hacía tres décadas que la embajada brasileña en Santiago ocupaba el Palacio Errázuriz, la réplica de una villa neoclásica italiana, erigida en 1872 por una familia de nuevos barones que produjo el boom del salitre en Chile. Una construcción exagerada, color crema y blanco, a cuatro cuadras del Palacio de La Moneda, en la alameda Libertador Bernardo O’Higgins. El portón de la misión diplomática se abría hacia un patio con suelo de piedras, a un lado de la mansión principal. En su interior, los visitantes accedían primero a un vestíbulo rectangular de dos plantas, con piso de mármol policromado. Adornos en relieve y espejos rectangulares, enormes, cubrían las paredes de los corredores. Del techo de las salas descendían corpulentas lámparas de cristal y columnas verdaderas y falsas, una de ellas con un fresco ovalado con temas angelicales, encomendado por don Maximiano Errázuriz a un artista francés que había aportado en Valparaíso. En el proyecto original, la mansión estaba rodeada por un jardín de esculturas, pero este acabó parcialmente amputado cuando el gobierno brasileño decidió erigir, en el fondo del terreno, un anexo achatado para acoger oficinas¹

    Era ahí que se encastillaba Antonio Cândido da Câmara Canto, a cinco días de la elección presidencial de septiembre de 1970. Aquella tarde, el griterío que venía de la avenida comenzaba, por fin, a animar al representante de la dictadura militar brasileña en Chile.

    En sus telegramas secretos a Brasilia, el diplomático solía quejarse de insultos, grafitis y ventanas hechas añicos cuando los partidarios del candidato socialista, Salvador Allende, aparecían frente a la fachada de la misión brasileña. Pasaba la Unidad Popular y a través de las paredes de su gabinete reverberaban «bramidos de ‘gorilas asesinos’ y otras tonterías usuales en la boca de los marxistas», comentaba iracundo el diplomático. Peor aún, decía: ni los carabineros que hacían la guardia del predio intimidaban a los «barriobajeros» pro Allende²

    Los días eran de convulsión en las calles y la embajada estaba emplazada en un punto vulnerable de la ciudad. Sus decenas de ventanales decimonónicos estaban demasiado cerca de la calzada, en una esquina de la Alameda –como los santiaguinos se refieran a la avenida–, donde desembocaban las manifestaciones. Por geografía y por política, las vidrieras del predio de Brasil se habían transformado en un blanco privilegiado de las pedradas de los allendistas.

    El miedo intoxicaba a los funcionarios brasileños en Chile. El embajador tenía certeza de que «células comunistas» se habían infiltrado en las compañías de comunicación locales y monitoreaban su intercambio de mensajes con Itamaraty³ Su temor no era del todo infundado. Algunas semanas antes, las fuerzas de seguridad chilenas habían encontrado, en un escondrijo del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), un artefacto sofisticado para pinchar líneas telefónicas⁴ Bajo órdenes del ministro de Relaciones Exteriores, Mário Gibson Barboza, Câmara Canto comenzó a archivar todos los documentos en un lugar mejor protegido. El temor de la violencia hizo que el embajador cancelara la fiesta del Siete de Septiembre, fecha de la independencia de Brasil, que cayó tres días después de las elecciones presidenciales chilenas⁵

    No era solo en Chile que el riesgo de atentados y secuestros atormentaba a las autoridades del régimen militar brasileño. Incluso el poderoso ministro de Hacienda, Antonio Delfim Netto, se quejaba de los cuidados extras que estaba obligado a tomar en su vida cotidiana. «¿Las personas hallan que esto aquí es un picnic? Esos terroristas son un bando de asesinos, acabaron totalmente con mi libertad personal. Todos nosotros vivimos con miedo», rugió en cierta ocasión el ministro frente a un diplomático estadounidense, irritado al ser cuestionado sobre relatos de tortura contra los opositores del régimen⁶

    En los países vecinos del Cono Sur, como Chile, Uruguay y Argentina, el peligro para los funcionarios brasileños tal vez fuese aún mayor que dentro del territorio nacional. En julio de aquel año, el cónsul brasileño en Montevideo, Aloysio Gomide, había sido llevado de su casa en pijama, envuelto en una sábana, por guerrilleros tupamaros que vestían el uniforme de la empresa telefónica uruguaya. Mientras los chilenos se preparaban para votar, Gomide continuaba desaparecido, y su esposa, contra la voluntad del gobierno brasileño, pasaba el sombrero entre la alta sociedad carioca para juntar la suma que exigían los secuestradores⁷ Hasta el presentador Chacrinha –tal vez la más conocida celebridad de la televisión brasileña– contribuiría, y el cónsul sería liberado después de casi siete meses⁸

    Los diplomáticos brasileños fueron autorizados a llevar una pistola debajo del paletó, y los militares desaconsejados de circular vistiendo el uniforme brasileño. Itamaraty impuso protección adicional a Câmara Canto, lo que el diplomático, testarudo, insistía en recusar. Agentes brasileños, alertados por un «informante» sobre la fecha y hora de una supuesta tentativa de secuestro del embajador, llegaron a preparar una encerrona. Los secuestradores no aparecieron, pero una señal involuntaria de uno de los integrantes de la seguridad, de guardia en una esquina, hizo que el convoy de Câmara Canto saliera disparado y con estrepitoso chirrido de neumáticos por una callejuela vacía de Santiago⁹

    Pero en aquel último día del mes de agosto de 1970, el embajador en Chile tuvo motivos para alegrarse. En esa ocasión, la calzada de la Alameda hervía, no con allendistas ofensivos, sino con militantes del conservador Partido Nacional, de Jorge Alessandri, ingeniero de 74 años que había presidido el país de 1958 a 1964. La multitud alessandrista que avanzaba –señoras remilgadas, señores con corbata y universitarios de pelo corto y bien peinado– lanzaba gritos de «¡Viva Brasil!» y aplaudía frente al edificio del país vecino, visto como defensor de la civilización cristiana. En el interior, el veterano diplomático brasileño irradiaba de orgullo¹⁰

    Entre los extremos en conflicto en la contienda electoral chilena, Brasil estaba totalmente comprometido con uno de los dos lados. En la América del Sur de 1970, inmersa en las escisiones de la Guerra Fría, la dictadura brasileña figuraba como baluarte en la cruzada contra el fantasma rojo. A aquella altura, Argentina vivía un momento de transición y fragilidad entre las presidencias militares de Juan Carlos Onganía y Alejandro Agustín Lanusse, con el peronismo golpeando una vez más a la puerta. Bolivia, siempre inestable, pasaba por el gobierno socializante y nacionalista del general Alfredo Ovando Candía, similar al régimen afín al bloque socialista que se había instalado en 1968 en Perú, con el general Juan Velasco Alvarado. La democracia uruguaya tambaleaba, entre las amenazas del terrorismo de la extrema izquierda de los tupamaros y el apetito golpista que crecía en la ultraderecha.

    Brasil, en cambio, había echado raíces profundas en el terreno de Occidente después del golpe de 1964, y el régimen militar, con Médici, alcanzaba su paroxismo. Eran los años del «milagro económico» y, al mismo tiempo, del auge de la tortura y de las más variadas formas de represión a la disidencia.

    En el plano regional, el general-presidente brasileño era la cara opuesta del cubano Fidel Castro. Fidel era el símbolo máximo del guerrillero revolucionario; Médici, el militar conservador. Y Chile, donde esas dos visiones de mundo disputaban en las urnas, de repente se había convertido en la más sensible frontera de la Guerra Fría interamericana. El resultado de la votación, sea que los vencedores fuesen aliados de Brasilia o de La Habana, inevitablemente trasbordaría el estrecho territorio entre los Andes y el Pacífico.

    Brasil, por su parte, no solo asistía y alentaba, sino que también trabajaba a la sombra para que la izquierda chilena continuara lejos de La Moneda. Câmara Canto cultivaba estrechos lazos con figuras de la derecha de Chile, tanto con políticos, periodistas y empresarios, como con militares e integrantes de la alta burocracia del Estado. Apasionado por la equitación, cabalgaba casi semanalmente con oficiales de la cúpula de las Fuerzas Armadas, a muchos de los cuales solía llamar por el nombre de pila. Para el embajador, la equitación era al mismo tiempo una cuestión deportiva y política¹¹ (La CIA también percibió que el club de equitación de Santiago era un lugar privilegiado para reclutar informantes y, con dinero para operaciones clandestinas, uno de sus hombres en Chile compró un caballo y lo bautizó como Bismark.)¹²

    Câmara Canto llegó a Santiago en 1969, después de cuatro años como representante de Brasil en la España del generalísimo Francisco Franco, a la fecha, una de las grandes influencias internacionales en el ámbito del conservadurismo latinoamericano. En Chile, el embajador brasileño –un hombre robusto, de 1,80 metros, pelo corto peinado hacia un lado y una sonrisa discreta en la comisura de los labios, a veces acompañado de una pipa de caño recto– montaría una poderosa red de contactos. Diplomático de carrera, entró en Itamaraty a los 28 años. Había nacido en Montevideo, de familia brasileña (fue naturalizado brasileño), y creció en la región de la frontera, de donde conservaba un cargado acento, con las erres cortas y las vocales arrastradas, además de una poderosa señora, doña Tycka, de tradicional familia estanciera uruguaya¹³ Sobre todo, Câmara Canto había desarrollado un anticomunismo y un conservadurismo bien arraigados, los que le ayudaron a envolver su carrera en la cancillería de aquellos años de plomo.

    Su conservadurismo, no obstante, era anterior al golpe de 1964. A inicios de los años de 1960, como jefe del Departamento de Administración de Itamaraty, una codiciada instancia que despachaba promociones y remociones en el ministerio, fustigó a diplomáticos con estigma de afeminados. «¿Quieres saber por qué no fuiste promovido? ¿Aguantas una verdad? No fuiste promovido porque eres puto», le explicó en cierta ocasión a un colega insatisfecho con la estagnación de su carrera¹⁴

    Pero Câmara Canto también era un burócrata eficiente, un «cumplidor de tareas», en las palabras de Francisco Clementino de San Tiago Dantas, célebre jurista y canciller del gobierno parlamentarista de João Goulart¹⁵ Tanto así que, en 1962, fue escogido para ir a La Habana a resolver una crisis en la Embajada de Brasil, donde noventa asilados (setenta cubanos, dieciséis ecuatorianos y cuatro argentinos) vivían desde la Revolución, hacía casi dos años. Câmara Canto fue recibido personalmente por Fidel, a quien convenció de expedir los salvoconductos para todos los abrigados en la misión brasileña. En seguida organizó la retirada de los opositores, algunos llevados fuera de Cuba en aviones de la Fuerza Aérea de Brasil¹⁶

    En las vueltas de la historia, doce años después, con el golpe en Chile, la embajada bajo su autoridad no abrigaría a ningún perseguido político y él se recusaría de solicitar salvoconductos para ciudadanos brasileños.

    Con el AI-5, en 1968, fue instalada en Itamaraty la Comisión de Investigación Sumaria, con el objetivo de limpiar los cuadros de la cancillería de «izquierdistas, homosexuales, borrachos y vagabundos». Câmara Canto asumió la presidencia del tribunal inquisitorial. En 26 días, utilizando informantes civiles y militares, elaboró su lista de condenados. Destituyó a trece diplomáticos, incluyendo a Arnaldo Vieira de Mello (padre de Sérgio Vieira de Mello, funcionario de la ONU muerto en 2003 en Irak). Ni porteros ni mucamas escaparían de la depuración.

    «Hicimos todo para alcanzar los objetivos propuestos y preservar el buen nombre de Brasil y de su servicio exterior», se vanagloriaba Câmara Canto ante el entonces canciller, José de Magalhães Pinto¹⁷ En el Chile después del golpe se contaba que el embajador aconsejó a la junta que aprovechara la purga de los marxistas para deshacerse también de los «sospechosos» de homosexualidad, como él mismo lo había hecho en Brasil¹⁸

    El uruguayo naturalizado brasileño desembarcó en Santiago antes de completar 59 años. Sería el perfecto enviado de un régimen cada vez más arbitrario y violento, pero jamás perdería la chispa. Guardaba un llavero con un muñequito de un gorila, como la izquierda latinoamericana llamaba a los representantes de las dictaduras anticomunistas. Cuando el gobierno de la Unidad Popular abolió el frac en las ceremonias oficiales, él decidió que usaría el suyo en todos los eventos promovidos por la embajada. Los diplomáticos brasileños bajo su mando deberían hacer lo mismo. Serían anti-Allende hasta en el traje¹⁹

    «Era un amigo incondicional y un hermano de ideas», diría años más tarde Gerardo Roa-Araneda, cónsul y operador en Río de la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA, el servicio secreto de la dictadura de Pinochet²⁰

    Además de Allende y Alessandri, en la corrida estaba el ex-senador Radomiro Tomic, abogado de ascendencia croata que representaba el ala más a la izquierda del Partido Demócrata Cristiano (PDC). Cada candidato proponía un futuro distinto a un mismo Chile dividido –el socialismo, el conservadurismo y el reformismo, respectivamente– y parecía contar con cerca de un tercio del electorado. Derecha e izquierda creían librar una guerra total, en la que la eventual victoria del rival significaría el descalabro del país. En ella, la moderación era vista como una forma de traición a la patria. Las encuestas apuntaban que la votación del día 4 de septiembre sería apretada y, como preveía la Constitución, en el caso de que el vencedor en las urnas no alcanzara la mayoría absoluta de los votos válidos, debería pasar por una confirmación adicional en una sesión conjunta de las dos cámaras del Parlamento, el llamado «Congreso Pleno». Solo entonces se llevaría el botín.

    Desde inicios de 1970, el gobierno brasileño acompañaba de cerca la evolución de la corrida electoral, con Câmara Canto disparando a diario telegramas sobre la campaña chilena para la sede de Itamaraty, transferida hacía poco de Río para Brasilia²¹ A comienzos de enero, la embajada en Santiago redactó un memorando secreto de veinte páginas, titulado «Conjuntura Eleitoral Chilena», sobre los posibles escenarios de la elección. El análisis anticipaba, correctamente, la formación de tres frentes políticos que llegarían a la recta final de la disputa: una fuerza de la derecha unida en torno a la «figura patriarcal de Alessandri», fortalecido por el discurso del orden y de la protección de la propiedad privada; Tomic como el nombre de los democratacristianos, que debía distanciarse del legado negativo que le dejaba el presidente Eduardo Frei, su colega de partido, y que proponía reformas sociales más profundas; y un tercer grupo, de la izquierda, formado por una alianza entre comunistas, socialistas y el Partido Radical, con el médico Allende a la cabeza²²

    El informe brasileño acertaba en cuanto a la forma en que la política chilena se escindiría al avanzar rumbo a la votación de septiembre y en cuanto a los protagonistas del certamen. Pero subestimaba el poder de fuego de la izquierda.

    Calculaba Itamaraty que los izquierdistas formarían una coalición «extremadamente frágil» en razón de las viejas disputas entre socialistas y comunistas. Más aún, sería una unión de radicales incapaz de responder a la «tendencia moderada» del electorado chileno, la cual había sido el elemento decisivo en las siete elecciones a los poderes ejecutivo y legislativo de los diez años anteriores. De acuerdo con el raciocinio de la diplomacia brasileña, la historia mostraba que Chile era un país de moderados, donde los radicales estaban condenados a los márgenes del sistema democrático y a la derrota en elecciones mayoritarias.

    La izquierda, de hecho, parecía demasiado fragmentada para ganar las elecciones generales. La recién formada Unidad Popular (UP) era una colcha de retazos con los Partidos Socialista y Comunista al centro, unidos a una disidencia de la Democracia Cristiana, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), al tradicional Partido Radical, que no era marxista, y a dos grupos menores de izquierda. Se trataba de una reedición del Frente de Acción Popular (FRAP), que había disputado varias elecciones –teniendo también a Allende como candidato a la presidencia–, actualizada de acuerdo con las alteraciones en el panorama partidario en los años anteriores.

    Entre gráficos con indicadores económicos y tasas de abstención electoral, el memorando brasileño trataba al médico socialista como un candidato débil, que ya había sufrido sucesivas derrotas: en las votaciones para presidente de 1952 (cuando recibió el apoyo de un 8% de los electores), de 1958 (cuando perdió por una diferencia de 35 mil votos) y en la última, de 1964 (cuando obtuvo un 39% contra un 54% de Frei). Ahora, de los 25 delegados del comando de la Unidad Popular, solo doce habían apoyado el nombre de Allende.

    «Se concluye que, en la hipótesis de competir candidatos de las tres grandes tendencias políticas chilenas, la coyuntura favorece al conservador Jorge Alessandri», sentenciaba el estudio de la embajada²³ El documento advertía también: la mayor amenaza para el conservadurismo chileno sería una evolución del escenario político que culminara en una alianza entre comunistas y la Democracia Cristiana, algo que se hacía cada vez más improbable. «Con Tomic no vamos ni a misa», vociferaba el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán.

    Tres meses después, un memorando secreto que circuló por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas (EMFA) de Brasil continuaba colocando la victoria de Alessandri como

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