El 1 de abril de 1939, el general Franco firmó el famoso último parte de guerra en el que daba por finiquitado el conflicto («Cautivo y desarmado el Ejército Rojo…, etc.»), pero la estrategia de exterminio físico del adversario puesta en marcha desde el mismo día de la sublevación no varió un ápice. Se inició, por el contrario, una etapa de feroz represión en la que no quedaba el menor espacio para la reconciliación o la clemencia. «La destrucción del vencido se convirtió en prioridad absoluta», afirma el historiador Julián Casanova. Es lo que Paul Preston ha llamado «la inversión en terror de Franco», que consistía en amedrentar y humillar a la población hasta un extremo tal que nadie osara alzar la voz contra el nuevo orden y el nuevo Estado.
Las cifras no son definitivas, pero, según una estimación más o menos aceptada, en los diez años posteriores a la guerra hubo unas 50 000 ejecuciones, a las que habría que sumar las miles de muertes en cárceles y campos de concentración debido a las terribles condiciones en que deliberadamente se mantenía a los reclusos (hambre, frío, enfermedades…). Aquellos que hubieran podido concebir alguna esperanza sobre la hipotética magnanimidad de los vencedores o