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La tortura en la España contemporánea
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Libro electrónico389 páginas5 horas

La tortura en la España contemporánea

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Quién, cómo y a quién se ha torturado. Esta obra constituye el punto de arranque para contextualizar la práctica de la tortura en España desde principios del siglo XIX hasta la actualidad. Coge el testigo de la obra de Francisco Tomás y Valiente, que analizaba estas prácticas durante el Antiguo Régimen, una vez se abole la tortura judicial y pasa a "manos" de los Gobiernos y las fuerzas de seguridad. En estas páginas observamos con detalle la importancia pública de la tortura entre finales del siglo XIX y principios del XX, cuando emerge como herramienta de denuncia y agitación política, agigantada poco después cuando pasa por el verdadero horror de la Guerra Civil, para llegar a su uso como parte de la maquinaria represiva de la dictadura franquista y los cambios que fue experimentando durante los años de la Transición. Sin olvidar las formas que fue tomando durante los primeros gobiernos democráticos de Felipe González y José María Aznar, y su utilización como parte de la "estrategia antiterrorista". No se queda ahí y continúa hasta el presente, utilizando fuentes más detalladas para realizar un acercamiento a las formas en que los malos tratos son utilizados hoy en día, en un Estado democrático moderno, rechazando la tesis que la presenta como una herencia del franquismo, y poniendo la responsabilidad de su existencia en todos los ciudadanos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2020
ISBN9788413520933
La tortura en la España contemporánea
Autor

Pedro Oliver Olmo

Doctor en Historia por la UPV y profesor titular de Historia Contemporánea en la UCLM. Es autor de libros como Cárcel y sociedad represora. La criminalización del desorden en Navarra (siglos XVI-XIX) (Universidad del País Vasco, 2001) y La pena de muerte en España (Madrid, Síntesis, 2008). Coordina el Grupo de Estudio sobre la Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas (GEHPIP), en el que se agrupan especialistas de varias universidades españolas y extranjeras, y es el investigador principal de sus proyectos estatales y autonómicos. Ha coordinado la publicación del libro El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX (Barcelona, Anthropos, 2013) y Burorrepresión. Sanción administrativa y control social (Albacete, Bomarzo, 2013). Es coautor del libro Protesta democrática y democracia antiprotesta (Pamplona, Pamiela, 2015).

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    La tortura en la España contemporánea - Pedro Oliver Olmo

    1

    LA TORTURA Y LA VIOLENCIA INSTITUCIONAL

    Pedro Oliver Olmo

    Quienes le interrogaron no preguntaron por material de prueba, quienes le pisotearon en el vientre, quienes lanzaron sobre él el látigo con las bolas de plomo, no esperaban de él ninguna confesión, todo transcurrió de una ma­­nera monótona, abajo en la profundidad, y ningún gallo habría cantado si a consecuencia de ello hubiese encontrado la muerte.

    Peter Weiss,

    La estética de la resistencia, p. 843

    Será necesario, lógicamente, subrayar, a efectos legales y compensatorios, la figura del sujeto torturador para que este dé cuenta de su responsabilidad penal, pero será no menos necesario contextualizar la tortura misma y los procesos sociales que la hacen posible, con lo que esta en modo alguno puede quedar circunscrita, aunque la contenga, a la figura del torturador: el énfasis en el torturador debe realizarse en el marco de una lógica que enfa­­tice ‘la producción social de la tortura’. La in­­dividualización de la tortura no es sino el en­­­­vés de una descontextualización de la misma, como si todo quedase proyectado hacia un su­­jeto despreciable que ha ido más allá de lo per­­misible; hay que reubicar la tortura, hay que dar a la tortura una hondura que esté a la altura de su ignominia.

    Ignacio Mendiola,

    Habitar lo inhabitable, p. 32

    Una de las prácticas punitivas más negadas por la misma política que la ejerce, o al menos la posibilita, es la tortura. Investigarla es, pues, un ejercicio puramente político, y una pregunta con respuesta inducida que, al menos en primera instancia, suele obtener ecos y silencios. No obstante, junto con la tendencia a invisibilizarla, tampoco faltaron nunca los argumentarios destinados a justificarla y los discursos sobre el mal menor y el mal necesario de los interrogatorios coercitivos, algo que volvemos a ver hoy cuando, en los debates más extralimitados sobre el securitarismo y el antiterrorismo, reaparecen los partidarios de la tortura controlada (Teretschenco, 2009: 16).

    Pero, en nuestro caso, indagar en el hecho cierto de la tortura de Estado no nos llevará en esta ocasión por los caminos trillados y siempre abiertos de la filosofía y el derecho. A propósito de la tortura no vamos a abundar en todo aquello que le da sentido y la contiene en su propia racionalidad, ni en las conocidas tesis schmitianas sobre la esencia de la política como un ejercicio de distinción entre amigo y enemigo, por ejemplo, ni en las benjamianas que contemplan la violencia como fuerza fundadora del derecho y del poder (Schmitt, 2009: 57; Benjamin, 1998: 40). Este libro no nace de un impulso teorético, aun­­que se incorpora a un amplio y rico debate filosófico, psicológico y antropológico, en las ciencias sociales y en las ciencias penales, que, como se verá, se tiene muy en cuenta. Por lo de­­más, este trabajo de estructuración, síntesis e investigación no obvia un compromiso intelectual y ético, que, si volvemos otra vez a Walter Benjamin, en este caso a sus conocidas tesis Sobre el concepto de historia, quisiéramos enfilar con la misma mirada aterrada que el Angelus novus lanza hacia las ruinas de un pasado que ha dejado sepultados y sin pruebas muchos de los horrores de la tortura, vestigios perdidos de violencias que jamás podremos documentar. No hay alivio posible para eso. Si entonces falló todo y aquellas pobres víctimas, con su dolor y sus heridas, se quedaron solas y sin voz, sin nombres y sin huellas, sin registros, sin memoria siquiera, tampoco ahora podrá consolarlas la historia, aunque sea una historia sobre la tortura. En efecto, faltan muchas pruebas, pero hay demasiados indicios y nos sobran las sospechas. Faltan muchas fuentes y también muchos estudios que aún no se han iniciado. Pero un libro como este tenía que ver ya la luz.

    Humano, demasiado político

    Nietzsche, en Humano, demasiado humano, se rebela contra la falta de sentido histórico, porque despista al filósofo que cree en el hombre eterno y al ciudadano que asume con idealismo la creencia antigua en el progreso, cuando el progreso hoy por hoy es solamente una posibilidad (Nietzsche, 2019: 102, 123-124). Nos ofus­­ca y, podríamos añadir, nos lleva a no entender las paradojas, las evoluciones y las regresiones del proceso de civilización, naturalizando las invenciones, las mentiras y los ocultamientos de sus representaciones políticas y de gobierno a través de todas las épocas.

    La historiografía demuestra que, a veces, basta con contextualizar ciertas reacciones ilógicas del poder político para desnudarlo y entenderlo. Algo así ocurrió en 1973, cuando Francisco Tomás y Valiente quiso publicar sus primeros trabajos de investigación sobre el tormento en el Antiguo Régimen. La dictadura franquista no admitió el título original de la obra —La tortura judicial en España—, a pesar de que los tiempos de aquel cruel método procesal quedaban muy alejados en el devenir histórico. Se obligó a que el libro se publicara finalmente con el título La tortura en España. Estudios históricos (Tomás y Valiente, 1972). La insistencia en la precisión historicista, aunque pareciera absurda, quería evi­­tar posibles confusiones presentistas que no eran tan absurdas. El lector no iba a encontrar nada que de manera insidiosa apuntara expresamente contra el Estado franquista, ni siquiera hacia los orígenes de su violencia fundacional tras el golpe de 1936 y la Guerra Civil. Sin embargo, había quedado patente que un libro de historia de la justicia en la Edad Moderna provocaba un inquietante efecto espejo en una dictadura que torturaba de verdad, en un régimen que estaba usando tanto el novedoso Tribunal de Orden Público (TOP) como la sempiterna jurisdicción militar y la más atroz tortura policial contra las movilizaciones sociales y la oposición política. No es menos cierto que el único mensaje velado contra la tortura de Estado que, en aquella coyuntura, podía desprenderse de la lectura del libro de Tomás y Valiente no era otro que el de la apuesta por un ordenamiento democrático que la hiciera inasumible e inviable.

    En el país vecino, democrático y de derecho, tampoco habían dejado publicar en 1963 a Pierre Vidal-Naquet un libro sobre la práctica de la tortura en Francia. De hecho, en principio tuvo que editarse en Inglaterra y en Italia. El motivo tenía que ver expresamente con su presente histórico: la República Francesa, en guerra contra el independentismo argelino entre 1954 y 1962, era descrita como un Etat tortionnaire. En unos pocos años, las fuerzas armadas y la justicia francesas, pero también la prensa, habían sido sujetos activos o cómplices silenciosos de la torture d’Etat, sobre todo la torture coloniale (en Argelia, Indochina, etc.). El efecto espejo tampoco sentaba bien a las autoridades francesas, porque el mensaje era una denuncia pública, una reivindicación de justicia que pusiera fin a la justicia de excepción y una auténtica vergüenza histórica que situaba a aquel Estado torturador al margen de la legalidad sobre la que se sostenía: las instituciones de Francia habían sido corrodées par la practique de la torture (Vi­­dal-Naquet, 1972).

    Viene todo esto a cuento porque el impacto de los análisis sobre la tortura en la guerra de Argelia (durante una década, la de 1960, que por lo demás fue profundamente dinámica en propuestas de movilización y pensamiento crítico) generó una literatura con preguntas lamentablemente muy provechosas para aprehender el fondo, a fin de cuentas, humano de estas prácticas punitivas. Los torturadores, una vez más, no eran monstruos, tal y como nos hizo ver Primo Levi (1999) y nos ha ayudado a razonar Zygmunt Bauman (1997), entre otros. Eran soldados, reclutas, oficiales, abogados, comisarios de Policía… que se comportaron como vulgares verdugos, crueles e incivilizados (Rotman, 2002). Eran hombres corrientes en un tiempo de enfrentamientos, sobreviviendo y actuando entre estrategias que producían violencias sangrientas en los frentes y en las retaguardias. Conmueve mucho la presencia del hombre joven: energía y vitalidad creciendo y actuando a la vez, entre la inmadurez y la fuerza. Hay, en efecto, junto a los agentes de las fuerzas del orden y las fuerzas armadas profesionales, una figura social e histórica imposible de soslayar a la hora de analizar la violencia institucional en conflictos bélicos y en el contexto de las llamadas guerras de contrainsurgencia o luchas antiterroristas: la del recluta que es movilizado para cumplir en esos escenarios el servicio militar obligatorio. En Ar­­gelia muchos reclutas de la tercera generación de jóvenes del si­­glo XX que Francia llevaba a la guerra acabaron siendo soldats tortionnaires, jeunes gens ordinaires que obedecieron a sus mandos asumiendo el relato que los forzaba a realizar una misión humanizadora y de liberación frente a un enemigo terrorista, contra el que cabían ejecuciones sumarias y torturas (Juin, 2012).

    Cuando el tiempo al fin liberó la palabra, los testimonios de antiguos soldados hablaban de obediencia y pasividad mayoritarias, con unas pocas muestras de protesta y resistencia que, a su vez, recibieron castigos y torturas. Eran, en efecto, hombres ordinarios que se hicieron torturadores en un ambiente embrutecedor, el de la guerra, lo que en cierta medida nos recuerda a aquello que la investigación española ha planteado acerca del proceso de brutalización de los soldados de Franco, entre los cuales hubo algunos que indudablemente actuaron de manera proactiva y con entusiasmo ideológico, mientras que otros muchos de los que reclutó obligatoriamente el bando sublevado contra la república española obedecieron y cometieron atrocidades y violencias, fusilamientos y torturas, al verse inmersos en un ambiente imponente de coacción y miedo (Leira, 2020).

    En todos esos procesos, donde la tortura, de por sí violenta e infamante, queda expresamente ubicada en el repertorio de la violencia colectiva más extrema, con sus matices y diferencias, sobresale una característica común: quien puede ser objeto de violencias y torturas ha tenido que ser previamente degradado como humano y construido como enemigo, con relatos de índole nacional, racial, religiosa, de clase… Sin embargo, la tortura no se explica solo como arma o técnica contra los enemigos para destruirlos y vencerlos; es el último ejercicio de dominación sobre los cuerpos y las ideas, porque intenta imponer una particular interpretación de la historia, un régimen de la verdad (Dubois, 1990).

    Esas experiencias nos llevan al campo complejo y ambiva­­lente de las emociones políticas e incluso al de la psicopatología de las violencias colectivas (Sironi, 2007). Es evidente pero no suficiente. Una vez más, se nos antoja demasiado humano a sa­­biendas de que, lamentablemente, no se agota ahí. Ni en la figura de los monstruos ni en los escenarios de la guerra propiamente dicha o en los episodios más truculentos de la guerra social. Las prácticas de la tortura nos sitúan ante un universo de violencias estatales (a veces también paraestatales) que escuchan en ellas el reclamo de la funcionalidad. Por eso la tortura ha dado pie a clasificaciones inteligibles, cuasiburocráticas —judicial, punitiva, interrogativa, deshumanizadora, terrorista, sádica—, y a enfoques realistas sobre modelos de explicación de la misma: un modelo económico la enfoca como un intercambio de violencias e información dentro de un ejercicio de costes y beneficios; un modelo fenomenológico la entiende como experiencia; uno dramatúrgico la observa en sus efectos psicológicos; y, en fin, aún podría verse a través de un modelo comunicativo, de discursos (Wisnewski y Emerick, 2009). En definitiva, hay un fondo de racionalidad política en la práctica de la tortura que nos inquieta por su inevitable presencia y por su perdurabilidad, lo que queda demostrado cuando analizamos y comprobamos su arraigo histórico, incluso en países con aparatos jurídicos democráticos y garantistas.

    La historicidad de la tortura

    Desvelar la hondura ignominiosa de la tortura requiere de las ciencias sociales observaciones complicadas y mucho compromiso con el presente; solidez y agilidad al mismo tiempo en el uso de los enfoques críticos (porque a veces colocarán al investigador a ca­­ba­­llo entre las inercias y las continuidades entre los regímenes dictatoriales y los democráticos), para poder lanzar otra mirada más, igualmente difícil: la de la historia. Identificar la tortura contemporánea en el cambio histórico requiere, además de documentarla y evidenciarla, sonsacándola de entre las brumas y los vacíos, categorizarla con sus propios lenguajes, a veces explícitos, pero casi siempre ocultos y negados. Para los estudios de historia contemporánea el objetivo puede resumirse de una manera breve y concisa, pues a fin de cuentas coincide con su propio eje temporal y, en definitiva, con la historia y la memoria que más nos conciernen, con nuestras vidas: conseguir ver y hacer ver la tortura después de la tortura judicial, cuando queda circunscrita al ámbito gubernativo, policial y carcelario, como componente incivilizado de nuestra civilización penal y punitiva: Hablamos de la tortura para hablar de nosotros (de la racionalidad moderna), para repensarnos como modelo societal (que no deja de producir violencia), tal y como sugiere el sociólogo Ignacio Mendiola (2014: 28).

    La tortura que convencionalmente identificamos hoy como tal, casi siempre sin que tengamos necesidad de añadir apellidos institucionales, está tipificada penalmente en tratados y códigos junto con lo que se define como malos tratos crueles y degradantes: quedó prohibida a efectos internacionales en el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y en el 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966); y su definición como delito está fijada en la Convención Internacional contra la Tortura de 1984. De esa forma la investigación puede referirse a un paradigma que también se acepta en el lenguaje académico; una categoría no exenta de polémica, pero normalizada, lo que permite miradas entrecruzadas de las ciencias penales y sociales, con resultados provechosos en los estudios históricos y de sociología de los movimientos sociales y ONG pro derechos humanos por parte de analistas como Barbara J. Keys, Samuel Moyn, Mark Mazower, Stefan-Ludwig Hoffmann, Mikael Rask Madsen o Andrew Moravcsik, entre otros (Fernández Soriano, 2018).

    Sin embargo, esa tipificación penal no resta dificultades a la historiografía que se adentra en un pasado más lejano. Son problemas de formalización del lenguaje analítico. Al tener que trabajar con las categorizaciones antiguas de los sujetos que investiga, encuentra evidentes diferencias y algunas similitudes en todo lo que podía hacer referencia a las nociones de tortura y malos tratos. Los retos aumentan, además, porque se busca información sobre actuaciones ignominiosas de agentes del Estado, normalmente extrajudiciales, cuyas posibles fuentes o nunca existieron o se escamotearon y destruyeron y se perdieron para siempre, evitando que fueran jurídicamente nombradas y señaladas con esos nombres fatídicos —tormento, maltrato, tortura, malos tratos in­­humanos y crueles—, atributos viles y vergonzantes de aquellos agentes gubernativos que, al ejercer una violencia ilícita contra detenidos y presos indefensos, en realidad, estarían mostrando debilidad y cobardía.

    La tortura habla de prácticas punitivas que han ido cambiando, con progresiones y regresiones más o menos puntuales o a través de un uso sistemático de distintas modalidades de violencia institucional, por ejemplo, durante la dictadura franquista, o an­­teriormente, hacia finales del siglo XIX, cuando el Estado afrontó los atentados anarquistas y la violencia social con detenciones masivas y torturas o malos tratos. La tortura aparece y reaparece en el debate público a medida que van desarrollándose los sistemas de control-sanción y las dinámicas de conflictividad social y violencia política, cuando interactúan las respuestas represivas del Estado con los posicionamientos públicos que promueven las propias víctimas, sus allegados o diferentes entidades y agencias (políticas, mediáticas o jurídicas) que denuncian los atropellos, humillaciones, agravios y violencias físicas y psíquicas en comisarías, cuarteles y establecimientos penales.

    La tortura, en definitiva, nos plantea el reto de su historicidad en la Edad Contemporánea, precisamente, cuando fue quedando prohibida a la vez que construida. Es significativo y muy útil el corpus de estudios sobre la tortura judicial en España hasta su abolición en 1814. En cambio, todavía no se ha producido una historiografía sistemática y específica sobre la tortura en la España contemporánea, aunque, evidentemente, la cuestión de los malos tratos y la tortura a detenidos y presos aparece dentro de múltiples y relevantes investigaciones sobre el Estado liberal, la Restauración, la Guerra Civil, la dictadura franquista, etc., normalmente como reflejo de procesos de represión estatal y fenómenos de violencia política en los que, claro está, es perfectamente inteligible la violencia institucional en sus dos vertientes: una violencia institucional activa, como prácticas de violencia contra detenidos (sobre todo a través de la tortura y los malos tratos); y otra violencia institucional pasiva, como condiciones que violentan la experiencia del encarcelamiento.

    Ubicamos el análisis de la tortura contemporánea dentro del marco teórico de la historia social de las instituciones punitivas (Oliver Olmo y Urda Lozano, 2014). En nuestro enfoque historiográfico la tortura forma parte de una conceptualización amplia de la violencia institucional que puede ejercerse en las instituciones de control y castigo. Definimos la violencia institucional como

    un prototipo de violencia (entendida como conjunto de acciones y efectos de dolor y daño físico y psíquico) que se puede ejercer de manera extraordinaria o de forma recurrente, reiterada y sistemática contra personas sujetas a control y vigilancia o custodia e internamiento en alguno de los espacios de las instituciones que desarrollan esas funciones o en el contorno jurisdiccional de las mismas, con la actuación o la colaboración de autoridades, funcionarios o personal de entidades y empresas habilitadas o contratadas por el Estado para el desempeño de ese tipo de tareas (Oliver Olmo, 2018).

    La noción de violencia institucional se constituye históricamente a través de hechos violentos protagonizados por agentes del Estado, lo que provoca repulsa y denuncia y a la postre ayuda a fijar nuevos delitos, como el de tortura. Además, este concepto también hace inteligible la violencia de los regímenes de funcionamiento y las condiciones de los espacios de detención y encierro. En las ciencias sociales y penales se han elaborado tipologías de la violencia. Algunas propuestas de clasificación también han surgido a partir de la investigación histórica con fuentes judiciales (Chesnais, 1992; Muchembled, 2012), aunque lo que más empuje ha adquirido ha sido el debate sobre las dinámicas de la violencia en contextos de conflictividad social y política. Algunos autores han preferido una definición extensiva en virtud de la cual la violencia sería constitutiva de instituciones de todo tipo (Curtin y Litke, 1999), en dinámicas que la interrelacionan con otras modalidades de violencia estructural (Galtung, 1969). Y, por lo que toca a la investigación histórica española, no cabe duda de que la noción de violencia institucional forma parte de la tipología que convencionalmente se viene aceptando para describir la amplitud del concepto de violencia, con sus entrecruzamientos más conocidos y de manera singular el que relaciona la violencia de determinadas instituciones estatales (Ejército, Policía, jurisdicciones ordinaria y militar, además de los sistemas penitenciario y concentracionario) con fenómenos de violencia política en situaciones de conflicto, una línea de investigación que se ha cultivado prolijamente en la historiografía contemporánea española desde hace ya tres décadas, cuando Julio Aróstegui promovió una historiografía conceptualizadora (Aróstegui, 1996). La violencia represiva del Estado en situaciones de conflictividad social y política siempre es contingente y puede pasar de latente a premeditada, de puntual a permanente, de ordinaria a extraordinaria, de fría a caliente, de normalizada a abultada y, por supuesto, de intensa y agresiva a extrema y sangrienta (Oliver Olmo, 2018: 102).

    En 2018 se publicó un análisis histórico de la violencia institucional y la represión franquistas a la luz de las categorías del derecho humanitario internacional (Babiano, Gómez, Míguez y Tébar, 2018), un libro convenientemente historiográfico que se une a un ámbito mucho más amplio de estudios académicos en ciencias jurídicas y sociales, que se ha visto agitado y espoleado desde 2010 por el impacto social y político de la llamada querella argentina, nombre con el que se conoce popularmente la causa criminal 4591/2010, abierta en el Juzgado Federal nº 1 de Buenos Aires tras la denuncia de un nutrido grupo de víctimas de la represión durante la dictadura de Franco, en el que se incluyen antiguos detenidos políticos que habrían sido torturados por policías franquistas como Antonio González Pacheco, el célebre Billy el Niño (Escudero, 2013), quien falleció por coronavirus durante la pandemia de 2020, sin que se hubiera sustanciado ninguno de los procesos judiciales y políticos que se promovieron contra él, como la retirada oficial de las condecoraciones al mérito policial con las que había sido premiado por el régimen de Franco y los Gobiernos democráticos durante la Transición.

    En los parámetros de la violencia estatal situamos nuestra investigación sociohistórica sobre la tortura, aunque no es menos cierto, tal y como queda patente en este libro, que ese tipo de prácticas punitivas suelen quedar dislocadas en contextos de conflicto bélico, y muy especialmente en las dinámicas represivas de una guerra civil, cuando la propia legitimad de la violencia de Es­­tado está en disputa. La tortura sería una manifestación extrema de violencia institucional, una de las más premeditadas, graves y dolorosas. Junto con la tortura, incluso en las definiciones penales actuales, aparece siempre el concepto de malos tratos. Si la tortura debe ser entendida como una forma de violencia institucional, al analizarla bajo el paradigma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los malos tratos podrían ser considerados como una subforma de tortura, porque, siendo manifestaciones de violencia institucional de menor gravedad y de frecuencia e intencionalidad indeterminadas, permanecen ligados al campo de fuerzas que posibilita la emergencia de la tortura (por eso en el derecho humanitario internacional se especifica su carácter cruel, humillante y degradante). Sin embargo, cuando a la luz de las fuentes históricas nos preguntamos qué se entiende por malos tratos, la investigación se enfrenta a una doble dificultad: en un sentido tipológico, una duda que surge en todo tiempo y también en la actualidad, porque no es fácil determinar cuándo se pasa del maltrato cruel a la intencionalidad alevosa y cobarde de la tortura; y en un sentido diacrónico, porque las fuentes no siempre nos ayudan a esclarecer qué se nombraba realmente.

    Las prácticas que categorizamos como propias de la tortura son, claro está, muy antiguas, aunque hayan ido cambiando las técnicas. El léxico también. Pese a las dificultades ya señaladas, los vestigios de la tortura pueden ser identificados en la información histórica, pero el investigador debe saber que aparecerán con los nombres y las expresiones del pasado (precisamente, malos tratos o maltrato eran de los más usados y con ellos se producía uno de los relatos oficiales que escamoteaban la realidad —ver­­bigracia, las similitudes entre ciertas prácticas del tormento judi­­cial y las que se llevaban a cabo en los interrogatorios policiales— co­­mo pretendiendo sepultar la emergencia de la palabra tortura o minimizar sus efectos más escandalosos). En el caso de España esto último fue lo más habitual durante el siglo XIX e incluso seguirá viéndose en el lenguaje oficial de las primeras décadas del siglo XX. Con todo, no cabe duda de que fue después de la abolición de la tortura judicial cuando se hizo más inteligible la que denominamos como tortura gubernativa (policial y carcelaria), esto es, aquel tipo de violencia (ilegal) cuyos procedimientos extrajudiciales contra detenidos y presos recordaban a la violencia (legal) de los antiguos procedimientos judiciales. Hablamos, pues, de una categorización que nace de la experiencia histórica y de los lenguajes que producen sus protagonistas: los que la sufren, la relatan o la denuncian.

    Este libro

    Desde que el llorado y añorado profesor Francisco Tomás y Valiente dejó bien estructurada la temática del tormento judicial en el Antiguo Régimen, éramos conscientes de que hacía falta contar con un libro que abordara la tortura a partir de la abolición de la tortura judicial. Se trataba de un reto complicado, proceloso en su vertiente analítica y muy difícil de documentar. Estamos hablando de la historicidad de la tortura gubernativa (policial y carcelaria, institucional) en su devenir contemporáneo, desde que va emergiendo en las fuentes del siglo XIX y se construye como un concepto de denuncia y agitación política en el alborear del siglo XX (cuya aproximación genealógica realizamos Luis Gargallo y yo), hasta que, tras atravesar hipertrofiada los años de la Guerra Civil (ese tiempo corto de violencia masiva y cesura civilizatoria que analiza David Oviedo), llega a convertirse en la maquina represiva de la dictadura franquista (en palabras de César Lorenzo, autor de un capítulo que, no en vano, resulta ser el más abultado), para continuar mostrándose durante los años de transición de la dictadura a la democracia, entre despechada y desorientada, aún temible, en medio de las inercias del punitivismo franquista y las resistencias hacia el proceso constituyente, algo que, lamentablemente y de manera recurrente e inquietante, ha seguido teniendo cierta presencia durante el actual periodo democrático, agazapada en unas instituciones de control y castigo que deberían poner medidas y recursos suficientes para prevenirla en la medida de lo posible (tal y como documenta Eduardo Pa­­rra, apoyándose en la solidez de los datos que desde 2004 ha ido recabando, documentando y publicando la Coordinadora para la Prevención de la Tortura).

    Metodológicamente, con este libro se consigue hilvanar una historia de la tortura en etapas sucesivas que nos resultan inteligibles desde el punto de vista de la historia política. Se han realizado diferentes enfoques que han resultado ser en gran medida subsidiarios, cuasidependientes, del actual estado de la cuestión: en primer lugar, al abordar la etapa liberal, hemos comprobado que, al contar con escasa investigación monográfica y, por ende, con no demasiadas fuentes secundarias, se hacía preciso indagar en las fuentes legislativas y normativas (con el importante aporte de la documentación del Archivo de las Cortes y de los reglamentos penitenciarios, entre otras), y sobre todo en las fuentes hemerográficas, gracias a lo cual hemos conseguido identificar y relatar el proceso de emergencia de la cuestión de la tortura moderna en el periodo de entre siglos; después, al llegar a los periodos de guerra y dictadura, hemos desvelado el verdadero momento de eclosión histórica de la tortura en España, dos periodos intensos de violencia política y fuerte represión que, por lo demás, al estar mucho más trillados por la investigación histórica, han permitido realizar una valiosísima labor de vaciado, interpretación y síntesis; y por último, cuando nos hemos puesto a observar la práctica de la tortura en el régimen democrático, aún ayuno de estudios específicos, hemos podido apoyar la investigación en la producción informativa de la prensa, las memorias de los represaliados y la documentación de las entidades que defienden los derechos humanos.

    Los historiadores que hemos dado este paso somos conscientes de que contribuimos a establecer la estructura general de una línea de investigación histórica que ha de quedar abierta, en construcción, pero al fin tematizada en la larga duración de la historia contemporánea de España y de nuestro tiempo presente. Construimos un marco nuevo y prometedor dentro de las coordenadas clásicas de la historia social y política, en las que ubicamos la administración y el gobierno de las instituciones policiales y punitivas, sin perder de vista la incidencia de los procesos de una mayor conflictividad social y violencia política. Con todo, quisiéramos que fuera un punto de arranque. Este libro (cuya aportación, aunque relevante y profunda, aún ha tenido que ser compuesta a partir de algunos tímidos acercamientos) debería ayudar, no solo a detallar periodos concretos y a rellenar los vacíos más importantes que en él se señalan, sino a escrutar nuevas fuentes y a plantear la práctica de la tortura con otros interrogantes, los que enfocan la violencia del Estado contra sujetos sociales que, como víctimas, se ven inmersos en dinámicas represivas de índole cultural, étnica y de género. Pero era cuestión de

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