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Manos limpias, manos sucias: La justicia como negocio
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Libro electrónico433 páginas6 horas

Manos limpias, manos sucias: La justicia como negocio

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Este libro es el resultado de varios años de investigación sobre las actividades del sindicato que lideraban Miguel Bernad y Virginia López Negrete. Narrar la historia de Manos Limpias ha permitido al autor radiografiar los principales casos de corrupción que han afectado a España en la última década, ya que el sindicato intervino en una buena parte de ellos, primero denunciándolos y luego contagiándose. Por las páginas de este libro desfilan desde la infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarín, hasta Francisco Granados, Luis Bárcenas, Francisco Correa, el comisario Villarejo, el pequeño Nicolás y varios de los más importantes banqueros, constructores, políticos, periodistas y hasta magistrados y fiscales del país, que se sirvieron en algún momento de Manos Limpias o bien se enfrentaron a la organización. Luis Pineda (Ausbanc); Isidre Fainé y Jaume Giró (La Caixa); Francisco González (BBVA); Emilio y Ana Patricia Botín (Santander); Miguel Blesa (Caja Madrid); Luis del Rivero (Sacyr); el abogado y expolítico Miquel Roca; Esperanza Aguirre; el editor Julio Ariza; el exjuez Baltasar Garzón; el exfiscal Pedro Horrach; el magistrado Santiago Pedraz; la Fundación Nacional Francisco Franco y un largo etcétera que conforman un elenco irrepetible.

El autor consiguió una copia de miles de documentos internos del sindicato y realizó decenas de entrevistas confidenciales que le han permitido contar una historia digna de un guión cinematográfico pero sin margen para la ficción. El relato arranca en los estertores del franquismo, los ambientes de la ultraderecha, y acompaña a los protagonistas hasta sus mayores éxitos, recogidos por las principales cabeceras de la prensa internacional. Desde ese cénit, Javier Chicote desentraña la intrahistoria del hundimiento de quienes manejaron Manos Limpias, quién los alimentó y quién los destruyó.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2019
ISBN9788418089237
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    Vista previa del libro

    Manos limpias, manos sucias - Javier Chicote Lerena

    Prólogo

    La acción popular, prácticamente ausente en el derecho comparado pero inveterada en nuestro sistema procesal, tiene su origen en la concepción vindicativa del derecho penal romano que confería a los ciudadanos la actio quivis ex populo , con el incentivo añadido de la reversión de la sanción en el litigante victorioso. Es bueno recordar que el provecho crematístico del actor popular ha estado presente o implícito desde los orígenes de esta figura para comprender mejor algunos de los problemas que a lo largo del tiempo se han planteado.

    El Fuero Real y las Partidas de Alfonso X ofrecieron un primer diseño de la institución y sus límites en nuestro ordenamiento. Más tarde, la Constitución de 1812 la reconoció expresamente pero limitada a los delitos de soborno, cohecho y prevaricación judicial. El Código Penal de 1822 la extendió a «cualquiera de las culpas o delitos públicos que se cometan», restringiendo la legitimación activa. La Constitución de 1869 volvió a limitarla a los delitos cometidos por Jueces y Magistrados en el ejercicio de sus cargos. Finalmente, en medio de la polémica sobre su utilidad y sus riesgos, el art. 2 de la Ley Provisional de Enjuiciamiento Criminal de 22 de diciembre de 1872, optó por un modelo de triple legitimación activa, frente a la mayoría de ordenamientos europeos que establecieron el monopolio de la acusación pública. Se anticipó entonces el texto del art. 101 de la todavía vigente LECr de 1882.

    La interpretación y aplicación de la acción popular ha variado a lo largo de los últimos tiempos. Con anterioridad a la Constitución, elevando el monto de las fianzas, se impuso un criterio muy restrictivo. La Constitución de 1978 abrió un periodo de permisividad y expansión al consagrar en el art. 125 la acción popular como derecho de configuración legal, y por ende, no fundamental, que puede ejercerse «en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine», sin necesidad de ser directamente ofendido o perjudicado por el delito. Tras esa fase de flexibilidad, con exoneración de fianza o adecuación al patrimonio del querellante, a partir de 2008 es constante el cuestionamiento social y jurisprudencial del ejercicio de este derecho y aún, del derecho mismo.

    Este libro es la crónica de algunos fraudes y abusos perpetrados al amparo del ejercicio de la acción popular que han reavivado el antiguo debate sobre una institución jurídica ausente en la generalidad de las causas penales, pero omnipresente en los procedimientos de trascendencia política o económica, en los que, sin perjuicio de utilidades puntuales, ha introducido disfunciones y graves riesgos.

    ¿Por qué la Constitución atribuye a todos los ciudadanos españoles el derecho a acusar cuando en su art. 124 encomienda esa tarea al Ministerio Fiscal y se permite además a todo perjudicado por el delito?

    La primera respuesta reside en una profunda desconfianza hacia la vinculación del Ministerio Público con el poder ejecutivo, hacia los principios de unidad y dependencia jerárquica que rigen la actividad de esta institución cuya hipotética pasividad debería poder suplirse con la iniciativa ciudadana. Otra respuesta parte de que la acción popular, como el jurado o los Tribunales consuetudinarios, es una forma de ejercicio del derecho de los ciudadanos a participar en la Administración de Justicia, instando ante los Tribunales la protección de los intereses difusos o colectivos que son al tiempo propios y ajenos y respecto a los que el derecho a la jurisdicción puede abrirse a entidades, no directamente perjudicadas y creadas precisamente para su defensa.

    Ambas respuestas han perdido hoy casi todo su sentido. En el diseño constitucional del Ministerio Público, los principios de unidad de actuación y jerarquía son netamente funcionales y quedan subordinados a los de legalidad e imparcialidad que son prioritarios, constitutivos y sustanciales. Es más, a diferencia de la Administración y los poderes públicos en general, el Ministerio Fiscal no está sometido a la legalidad. Es el defensor de la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público tutelado por la ley. A partir de esto, la ya urgente reforma del régimen estatutario del Fiscal o de su papel en el proceso penal, solo puede orientarse al refuerzo de los mecanismos que hagan real la «autonomía funcional» que impone el mismo art. 124 de la Constitución, como garantía de la imparcialidad.

    Por otra parte, la defensa de los bienes e intereses difusos puede articularse a través de la acusación particular sin necesidad de reconocer la condición de perjudicado a todos los ciudadanos, aunque sí reinterpretando el concepto de «perjudicado» para extender las posibilidades de intervención. Y en todo caso, el Fiscal es también, por mandato del art. 124 de la Constitución, el defensor del interés social y del interés público tutelado por la ley y ha visto recientemente ampliada su legitimación para la defensa de intereses colectivos y difusos de consumidores y usuarios, incluso en el ámbito civil.

    Junto a la progresiva pérdida de su sentido originario, cuestiona la acción popular la conciencia cada vez más nítida y extendida de sus inconvenientes: la ralentización de los procedimientos, la politización de los asuntos y de los propios Tribunales y su contrapartida de indeseable judicialización de la vida política, así como el grave riesgo de su utilización mercantilista y espuria.

    La valoración de la acción popular está necesariamente condicionada por el sistema procesal penal en el que opere. En términos generales es ya imprescindible la adaptación «global» y no meramente fragmentaria de nuestro marco procesal penal al ordenamiento posconstitucional, que homologue nuestro sistema a los de todos los países de nuestro entorno, que instaure plenamente el sistema acusatorio con una instrucción penal dirigida por el Fiscal y que, al propio tiempo, haga realidad la autonomía funcional que legalmente se predica para el Ministerio Fiscal como presupuesto de su tarea de defensa «imparcial» de la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público tutelado por la ley. En ese contexto normativo y fáctico carecería de todo sentido la acción popular. La hipotética e improbable utilidad de su ejercicio como derecho excepcionalmente atribuido a los ciudadanos en determinadas circunstancias, no compensaría ni los inconvenientes funcionales ni los graves riesgos de abuso y fraude.

    Pero no estamos ahora en ese escenario. La acusación popular es un derecho constitucionalmente consagrado y conserva una, menguante pero cierta, utilidad marginal. El debate ha de referirse forzosamente a la reforma de la regulación de su ámbito, alcance y forma de ejercicio. Una necesidad urgente que el TC ya subrayaba en su STC 154/1997, que demandan hace años la doctrina y los profesionales y que habrá de abordar varias cuestiones.

    En primer lugar, la delimitación restringida de los sujetos que pueden ejercitar la acción popular. Superadas las iniciales reticencias interpretativas, el Tribunal Constitucional optó por extender la legitimación a «toda persona natural o jurídica» que invoque un interés legítimo, y aún más, a las entidades jurídico-públicas (STC 175/2000, de 26 de junio) aunque luego fueran descartadas en la STC 129 /2001 de 24 de junio. En todo caso, esta legitimación ampliada ha tenido consagración legal en las previsiones de los Estatutos de Autonomía sobre el ejercicio de la acción popular por parte de la Comunidad Autónoma en procesos por violencia de género.

    Atendidos los riesgos de instrumentalización espuria, una razonable limitación del ámbito subjetivo debería excluir a los condenados por sentencia firme, cuyos antecedentes penales no hubieran quedado cancelados, a las personas jurídicas, cuyos administradores se encuentren en el mismo caso, y todas aquellas que no acreditaran un especial interés en razón de la relación de su objeto social con el delito a perseguir. También deben quedar excluidos expresamente los representantes de los poderes ejecutivo o legislativo en evitación de interferencias entre poderes del Estado, así como los partidos políticos y sindicatos si de verdad se pretende conjurar tentaciones de utilización partidista de la acción penal, de politización de la justicia y de judicialización de la política.

    En segundo lugar, debería establecerse una limitación drástica del repertorio de delitos cuya persecución pueda instar la acción popular que en todo caso habrían de ser públicos y proteger intereses colectivos, como son los delitos relativos al mercado y a los consumidores, patrimonio histórico y del medio ambiente, a la energía nuclear, la Administración de Justicia. La clave la proporciona la STS 54/2008, dictada en el caso Atutxa: la defensa de intereses «supraindividuales», como lo son los intereses colectivos y difusos.

    Por último y más importante, la reforma legal debería, manteniendo el derecho a la acción, eliminar posibilidades de soberanía sobre el proceso porque el derecho a la acción penal del acusador particular y del popular, como derecho de rango constitucional, pero de configuración legal, no comporta ni ha comportado nunca un derecho absoluto e incondicionado a la apertura del juicio oral, ni siquiera a la admisión de la querella. Esto supone que, en los procesos públicos en que no esté personada una acusación particular o se haya esta apartado del procedimiento, la solicitud de sobreseimiento efectuada por el Fiscal debe impedir la apertura del juicio oral, concurra o no acusador popular.

    Sobre este extremo urge zanjar a nivel legal la incertidumbre interpretativa que abrió la STS 8025/2007, 17 de diciembre, dictada en el caso de las cesiones de crédito del BSCH o caso Botín. Frente a la hasta entonces vigente interpretación favorable al actor popular, apoyada en criterios más lógicos y sistemáticos que en el tenor literal de la ley, esta Sentencia, negó la posibilidad de abrir el juicio oral en el procedimiento abreviado con la sola petición de la acusación popular, cuando Fiscal y Acusador Particular piden el sobreseimiento. Por su carácter novedoso, por venir acompañada de siete votos particulares y por la relevancia social de los implicados, pudo tomarse como una decisión intuitu personae y acarreó una fuerte crítica. La interpretación jurisprudencial a la sazón vigente, asumía que en la regulación del procedimiento abreviado, ni el art. 782.1 ni el 783.1 de la LECr mencionan la acción popular, pero partía de la regla general del art. 101 («la acción penal es pública» y «todos los ciudadanos españoles podrán ejercitarla de arreglo a las precisiones de la Ley») para equiparar el régimen de acusación popular al de la acusación particular. Se apoyaba también en el art. 270.1 de la LECr, conforme al cual, «todos los ciudadanos españoles, hayan sido o no, ofendidos por el delito, pueden querellarse, ejercitando la acción popular establecida en el art. 101 de esta Ley». Y, sobre todo, consideraba que el art. 761 LECr denomina «particulares» a quienes ejecutan la acción penal «sean o no ofendidos por el delito». En base a todo ello, concluía que la acción popular no exige que la Ley nombre explícitamente en todos los casos en los que se refiere a los acusadores a la acusación popular, pues esta podrá o no estar presente en determinadas causas, de modo que su silencio no puede ser interpretado como una prohibición.

    Esta interpretación primaba la sistemática sobre la literalidad en un momento de apertura y extensión del derecho, pero no permitía olvidar otras interpretaciones, más respetuosas con el tenor literal de los términos legales y con el sistema en su conjunto. Mucho antes, en los años cincuenta del siglo xx, GÓMEZ ORBANEJA había observado como un desajuste del sistema de la acción popular el hecho de que habiéndose dictado un procesamiento pudiera abrirse el juicio a petición de este acusador aun en contra del criterio del Ministerio Fiscal y del propio Tribunal, y sin que hubiera lugar a la oposición del procesado. Y la realidad es que la posición entre el acusador particular y el popular nunca ha estado ni debe estar equiparada en la ley. El acusador popular siempre debió prestar fianza, y, de modo especial, para provocar el derogado «antejuicio» de responsabilidad de Jueces y Magistrados; quedó excluido del beneficio de pobreza y al margen del ofrecimiento de acciones (art. 109); no puede ejercer la intervención adhesiva, reservada al ofendido; se le condena automáticamente en costas por la desestimación de su querella; no interviene en la conformidad «premiada»…

    Por ello, tiene pleno sentido que, conforme al tenor literal de los preceptos que regulan el procedimiento abreviado solo las Acusaciones Pública y Particular puedan vincular al tribunal con su solicitud de sobreseimiento y que este criterio se aplique también en el sumario ordinario. Ello no afecta a un inexistente principio de «igualdad de armas» entre las partes acusadoras, porque la igualdad de armas no guarda relación ni cobra sentido con el número de acusaciones sino con el otorgamiento de idénticas posibilidades y cargas de alegación, prueba e impugnación entre las posiciones enfrentadas de la acusación y de la defensa.

    La enorme repercusión mediática de la STS 8025/2007 no solo se debió a la relevancia pública de las personas afectadas. También, a sus efectos de la denominada doctrina Botín respecto de otras causas, entonces pendientes de enjuiciamiento y de igual trascendencia social y política. Incluso quienes deseaban combatir el ejercicio abusivo de determinadas acciones populares se mostraron reticentes ante lo que parecía un cambio de criterio ad hoc.

    Semanas después, la doctrina fue matizada en la STS 54/2008, de 8 de abril, dictada en la caso Atutxa. Se acogió entonces la pretensión del sedicente sindicato Manos Limpias contra la Sentencia dictada por la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que, aplicando la doctrina Botín, había absuelto de un delito de desobediencia al presidente del Parlamento Vasco y a otros acusados. También con varios votos particulares, el Tribunal Supremo consideró que el proceso penal se desvía de sus fines constitucionales cuando la pretensión penal ejercida por una acusación popular se superpone a la explícita voluntad del Ministerio Fiscal y del perjudicado, pero que esa misma pretensión, instada por la acción popular, recupera todo su valor cuando la tesis abstencionista es asumida, solo y de forma exclusiva por el Ministerio Fiscal. Y aún fue más allá: puesto que el delito de desobediencia por el que se formuló acusación no define un perjudicado concreto susceptible de ejercer la acusación particular, el Fiscal no puede monopolizar el ejercicio de la acción pública que nace de la comisión de aquel delito; la restricción establecida en el art. 782.1 de la LECr se extiende exclusivamente al supuesto establecido en los hechos probados de la STS 8025/2007 de 17 de diciembre.

    Esta decisión se tomó como una rectificación de la doctrina Botín, pero en realidad vino a complementarla. En todo caso, no fue suficiente para acallar la crítica doctrinal. Subsiste el sinsentido de propugnar distintas soluciones procesales para una misma figura o institución procesal, en función del tipo de delito o de la cuantía de la pena que son los criterios para determinar el seguimiento de la causa por los trámites del procedimiento ordinario o del abreviado. Y se han dictado resoluciones divergentes.

    Por ello es imprescindible que la ley adopte una perspectiva más que restrictiva «realista» y concrete el alcance vinculante de la petición del actor popular de forma clara que evite la articulación de la acción popular en detrimento del principio de legalidad que pertenece al acusado y cuya garantía se encomienda al Fiscal y que, al propio tiempo, elimine su ejercicio contra la voluntad del perjudicado por el delito. Todas las precauciones serán pocas frente a las posibilidades de extorsión y otras formas de ejercicio abusivo y perverso de un derecho capaz de someter a un ciudadano al aflictivo y estigmatizante proceso penal, sin otros móviles que el lucro personal o el daño político y social del adversario.

    Con razón advertía GÓMEZ ORBANEJA, que «el sistema de la acción popular exige en la sociedad que lo adopte un espíritu propicio a formar asociaciones y ligas con la finalidad de perseguir los delitos» o cierta clase ellos, pero «su ejercicio ha de sentirse antes que como derecho, como un deber cívico», de forma que cumplirlo «requiere tiempo y trabajo, diligencia, someterse a molestias —acaso sinsabores graves— y finalmente, exige gastos».

    Bajo esta adecuada perspectiva, es útil la propuesta de GIMENO SENDRA de establecer un doble régimen: por una parte, primar la acción popular en defensa de intereses colectivos o difusos a los que aluden los arts. 11 y 11 bis de la LECr con todo el estatus de parte principal que se otorga al perjudicado, esto es, capaz de vincular al Tribunal con su petición de apertura del juicio oral, exonerado de fianza y aún acreedor de subvención para gastos y costas procesales. Por otra parte, y en los demás casos, el régimen del acusador popular habría de ser el de «coadyuvante» del Fiscal.

    Es una propuesta para un debate que sigue vivo.

    La sociedad reconoce derechos porque identifica capacidades humanas valiosas y honra su valor. Por «capacidades» entendemos tanto habilidades como posibilidades de la persona para hacer actos o alcanzar estados de ser valiosos. Se trata de nociones reales de la libertad que, en general, reflejan las oportunidades de los seres humanos de articular determinadas formas de vida y cooperación social. Pero los derechos, como todas las realidades de la vida humana en sociedad, tienen límites.

    Libros como este que conservan, más allá de la actualidad diaria, la crónica de abusos, extorsiones y atentados a nuestras normas de convivencia y a los mecanismos que las preservan, amplían el círculo de la conciencia sobre los daños y los riesgos, sobre el camino que podríamos tomar o perder. Este libro, en forma viva, directa y amena, abre los ojos a la picaresca y el delito, siempre presentes, pero también a los derechos en juego en nuestro sistema de justicia y a los riesgos que comporta la excesiva admisión del ejercicio. Proporciona los elementos fácticos para la crítica y el cuestionamiento y contribuye al cambio que comienza en la percepción y en la mente y que constituye la esencia y el nervio de las sociedades democráticas.

    Consuelo Madrigal

    Fiscal de Sala del Tribunal Supremo

    Exfiscal general del Estado

    Nota sobre las fuentes de información

    Este libro ha sido elaborado entre los años 2016 y 2019, pero recoge mi trabajo y experiencia que se remontan al año 2008, cuando conocí en primera persona la existencia y actividades de Manos Limpias. Toda la información contenida en este volumen procede de tres orígenes: fuentes documentales, fuentes personales y vivencias directas del periodista. Consciente de la importancia de certificar el origen de las informaciones vertidas en este libro, muchas de gran delicadeza y controversia, el lector encontrará citas directas a las fuentes en absolutamente todos los pasajes fundamentales. En cuanto a las secuencias que no cuenten con una cita directa —por la única razón de agilizar la lectura evitando varias anotaciones por página que podrían interrumpir el relato cada pocas líneas—, proceden de los tres bloques anteriormente citados, que se detallan de la siguiente manera:

    Fuentes documentales. Conseguí una copia de los discos duros de Manos Limpias que contenía varios miles de documentos con un peso de cinco gigabytes, una buena parte de la historia del sindicato en cartas, denuncias, comunicados, facturas, correos, reflexiones y otros escritos. También he utilizado como fuente todos los documentos aportados al sumario de la operación Nelson, que se tradujo en el cese de Manos Limpias y Ausbanc y la detención de sus líderes. Hay un tercer grupo de documentos, muy abundante, conseguidos a través de diversas fuentes vinculadas a Manos Limpias.

    Fuentes personales. He realizado una treintena de entrevistas específicas para este libro, además de innumerables contactos con otras fuentes a lo largo de varios años. Todo aquel que tuvo algo de peso en Manos Limpias —líderes, abogados, procuradores, colaboradores…— ha charlado conmigo. Protegeré, lógicamente, la identidad de las fuentes. En los casos en los que así se pactó, la atribución será on background, es decir, orientando hacia un colectivo pero sin desvelar identidades, respetando la confidencialidad.

    Experiencia personal. Conozco particularmente a los dos personajes principales del libro, Miguel Bernad y Virginia López Negrete, con los que mantuve una cordial y respetuosa relación fuente-periodista —nunca personal—, hasta que descubrí sus verdaderas actividades y pasé a denunciarlas. Por este motivo, en contadas ocasiones aparecerá la primera persona para describir escenas presenciadas, vividas de forma directa.

    Para completar el relato he recurrido a tareas lógicas de documentación, informaciones publicadas en medios de comunicación o aparecidas en distintas bases de datos públicas o reservadas. Con esta nota quiero certificar al lector que todas y cada una de las líneas que va a empezar a leer han sido escritas con diligencia profesional y veracidad —como no podía ser de otro modo—, tanto las que tengan una cita de fuente directa como las indirectas. Como garantía previa, una decena de reportajes y documentos que publiqué en el diario ABC han sido validados posteriormente por las autoridades, entre ellas la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF), en dos procesos judiciales, el citado de la operación Nelson (Juzgado Central de Instrucción número 1 de la Audiencia Nacional) y el de la causa de la apropiación indebida de los fondos de los afectados de Afinsa (Juzgado de Instrucción número 18 de Madrid). Es decir, se convirtieron en notitia criminis.

    Consulté tanto a Miguel Bernad como a Virginia López Negrete cuando comencé a desvelar la cara oculta de Manos Limpias, a partir de noviembre de 2015. Tras las primeras publicaciones, ambos declinaron responder a las preguntas del periodista, por lo que no han podido ser entrevistados para este libro. Pusieron en marcha distintas maniobras en mi contra —lícitas e ilícitas— y anunciaron la interposición de acciones judiciales. En diciembre de 2017, Miguel Bernad presentó una demanda en la que me solicitaba, junto al director del diario ABC, Bieito Rubido, 20.000 euros por «daño al honor». Sostenía que las informaciones publicadas son «falsas». La demanda comenzaba descartando la validez del auto de prisión dictado por el juez Santiago Pedraz, en el que argumentaba por qué Bernad debía ser encarcelado bajo fianza, porque «no es veraz». A cierre de edición de este libro, la demanda aún no ha sido resuelta. Gran parte de los hechos que se relatan a continuación están pendientes de juicio. Si Bernad, Negrete y Luis Pineda —entre otros— cometieron o no delitos, lo dirán los jueces. Son inocentes hasta que se demuestre lo contrario. En cuanto a los hechos, sus acciones se relatan a partir de la siguiente página con la máxima precisión posible.

    1.

    Miguel Bernad

    El mercurio marcaba once grados a las siete de la mañana del viernes 15 de abril de 2016, preludio de una agradable jornada primaveral. Cinco agentes del grupo II de la Sección de Fraude Financiero, pertenecientes a la Brigada Central de Delincuencia Económica y Fiscal, se apostaron discretamente en torno a un número impar de una privilegiada calle del madrileño barrio de Argüelles, de las de a 5.000 euros el metro cuadrado. A solo dos manzanas, en el paseo del Pintor Rosales, los árboles del Parque del Oeste purificaban el intenso tráfico de la zona al inicio de la hora punta. Solo habían transcurrido quince minutos cuando la menuda figura de Miguel Bernad asomó por el portal de la finca, tras bajar en ascensor desde el elegante piso que hacía años le regaló su padre. Nervioso, vigilante, cabeceó a un lado y a otro. Solo 48 horas antes, el miércoles, el diario ABC había publicado que la Audiencia Nacional investigaba a su organización, Manos Limpias, y a la asociación Ausbanc por extorsionar a entidades financieras y a imputados en procedimientos judiciales. Estaba atemorizado, descargando por adelantado cualquier culpa sobre la amplia espalda de Luis Pineda, el presunto vigilante de las entidades financieras. «Luispi sabrá lo que ha hecho, yo nada…», decía. Pese a ello, Bernad sabía que su detención era más que probable. Solo cuestión de tiempo. Por este motivo comenzó a descender por la calle Quintana para tomar un taxi que lo llevara a ver a su notario de confianza. Esa es la hipótesis de los agentes de la UDEF, quienes la noche anterior, en el marco de la operación Nelson, habían pinchado una importante llamada que le hizo Virginia López Negrete. La jefa de la Asesoría Jurídica de Manos Limpias le había insistido en que firmara poderes en favor de un tercero para que ella pudiera seguir con la causa de Iñaki Urdangarin y la infanta Cristina —Nóos, el tren de sus vidas— en caso de un operativo policial, del que le alertó.

    —Miguel, mira, te cuento. Me cuentan, ¿vale…? un par de periodistas de los que tienen contacto con la UDEF, ¿vale? —arrancó Negrete entre circunloquios.

    —Sí, sí —respondió Bernad.

    —Que el tema este de la Audiencia Nacional, ¿vale?, se puede complicar, ¿vale? No contra mí pero quizá sí contra ti.

    —Sí, sí.

    —¿Vale? Entonces yo he estado pensando lo siguiente. Se me ha ocurrido, Miguel, que estos tíos creo que lo tienen todo preparado, ¿vale? Todo preparado, esto es de mi cosecha, ¿eh?, en el sentido de que a ti, con pruebas o sin pruebas, o lo que les dé la gana, cogen y te inhabilitan, te imputan y te inhabilitan, ¿vale? O te detienen o yo qué sé lo que puedan hacer estos tíos, ¿vale?

    —Sí, estos pueden venir aquí, incautar el ordenador y detenerme, sí, sí.

    La abogada, que tenía la conversación guionizada, consciente de que seguro que estaba siendo grabada, continúa dando instrucciones a su en teoría jefe:

    —A ti te inhabilitan como presidente de la asociación, ¿vale? Y si tú no tienes las cosas bien atadas, te van a nombrar un administrador judicial, que lo primero que haría sería quitarme a mí de en medio. Pondría a otro abogado que renuncia a la acusación de la infanta y se queda todo en nada. Para lo que te llamo, Miguel, es para que mañana, pero mañana, no pasado y tal, mañana —insiste hasta en cuatro ocasiones—, debes, yo no sé cómo porque no sé cómo funciona el sindicato ni cómo funcionan tus órganos ni cómo funciona tal —en su guion intenta distanciarse de la causa investigada—, yo te doy la idea, debes dejar mañana muy bien atado que si a ti te pasa cualquier cosa vas a nombrar un vicepresidente o quien te dé la gana.

    —Sí.

    —Quien te dé la gana, que de tal manera que si a ti te pasa algo esa persona ocupa tu lugar y tiene poderes suficientes para mantenerme a mí en este caso, porque soy la única aseguradora, que tú sabes que voy a llegar hasta el final.

    —Sí, por supuesto, por supuesto.

    Negrete, que mataría por el caso Nóos, no podía soportar la posibilidad de que, ahora, tan cerca del juicio, fuera otra persona la que desfilara frente a las cámaras en la Audiencia de Palma. A la siguiente alba, los agentes de la UDEF, de paisano, observan los movimientos de su presa, camino de la notaría a la que nunca llegó, y su fisonomía. Le dejan caminar unos metros. No hay duda, es él, el anciano de ideología franquista que decía estar limpiando España de corrupción. Viste bien, como siempre, arreglado. Es coqueto. Lleva un chaquetón largo azul marino abrochado hasta la mitad del pecho. Deja ver la parte superior de una camisa blanca con rayas azules coronada por una corbata de un azul más llamativo, vivo y brillante. Pantalón oscuro y zapatos negros un tanto bastos, como de cura. Con sus inseparables gafas de montura al aire y gesto nervioso, juguetea con los botones del abrigo. Camina ligero, pasos cortos pero ágiles. Pese a sus 74 años está en forma, siempre se ha cuidado y ha vivido cómodamente, sentado, en despachos, entre papeles. Muchos papeles. A la altura del número 15 de la misma calle, lo abordan. Uno de los agentes «pata negra» de la lucha contra la corrupción económica, le muestra la placa:

    —Miguel Bernad, está usted detenido por pertenencia a organización criminal, extorsión y amenazas.

    Sin dilación alguna, le leen sus derechos y él hace uso de ellos:

    —Quiero que se comunique la detención a mi mujer, Concepción Moratón, y que me asista la abogada Esther Rodríguez.

    Un hecho sintomático de la soledad de Miguel cuando Manos Limpias estaba más arriba que nunca es que, pese a haber sido un tipo dedicado en cuerpo y alma los últimos veinte años de su vida a poner denuncias, en contacto directo con infinidad de abogados, designa a una letrada que ni siquiera es ejerciente. La citada Esther Rodríguez era pasante de la mediática Teresa Bueyes. Sin conocimientos jurídicos suficientes, «fichó» por Manos Limpias porque Bernad, en su ocaso, le prometió que la iba a «hacer famosa». La letrada tuvo que personarse en el complejo policial de Moratalaz ¹, cuando su jefe estaba en el calabozo, para comunicar este extremo, que no era ejerciente, que no podía encargarse de la defensa del detenido, y que en su lugar figurara su hermano Ernesto, quien la acompañaba en ese momento.

    En el arresto, los policías deciden no esposarlo. Es un septuagenario frente a cinco jóvenes agentes. No hay posibilidad de que huya ni de que los agreda. Lo introducen en uno de los coches camuflados, le intervienen el móvil y, velozmente, lo alejan del lugar. El juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz había dictaminado la víspera que los registros se produjeran simultáneamente a partir de las 09:30. Tanto la sede de Manos Limpias como la de Ausbanc están en la misma zona que el domicilio de Bernad, por lo que el protocolo policial mandaba distanciarlo, que nadie de la falsa asociación de usuarios de banca o algún conocido lo viera por casualidad dentro de un coche rodeado por unos señores con pinta de maderos. Ahí, en el vehículo policial, a la espera del resto de detenciones —hasta un total de doce ²—, solo acierta a repetir: «Son las cloacas del Estado, vienen a por mí, ya lo sabía». A las 10:30, una parte del dispositivo de la Policía Judicial va a su domicilio. Les abre la puerta su esposa, asustada. Simultáneamente, Bernad es conducido a la sede del sindicato, en el número 13 de la calle Ferraz, donde entrega las llaves de la oficina a los agentes, tras un paseíllo ante numerosas cámaras de televisión y fotógrafos ³. Aunque con cara de circunstancias y gesto serio a la par que avergonzado, el cazador cazado aún está relativamente tranquilo. El motivo es que confiaba plenamente en que quedaría en libertad provisional. Tras el registro, lo trasladan a las dependencias de la Policía en Moratalaz, donde se «comería» las 72 horas de detención policial antes de verse cara a cara con el juez. Se

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