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Un tango para las dos
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Libro electrónico283 páginas4 horas

Un tango para las dos

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Información de este libro electrónico

Sara es una joven de veinticinco años, dedicada a su trabajo y estudios. Cuando era niña, perdió a la mayoría de los miembros de su familia en un accidente, por lo cual, se convirtió en una joven solitaria. Una noche, decide salir de su rutina diaria para acudir a un evento muy importante de su mejor amiga; en dicho evento conocerá a Alexander Ruedas. Con Álex siente una conexión inmediata y al poco tiempo se convierten en pareja. Álex le presenta una noche a sus padres, y es entonces cuando Sara conoce a su suegra, Ana, una mujer muy atractiva de cuarenta y dos años, maestra de arte y que está casada con su mejor amigo de la infancia.
En el pasado, Ana fue víctima, durante su niñez, de maltrato físico y psicológicos por parte de su papá, un extremista religioso que desapareció de la vida de Ana, después de un trágico acontecimiento familiar. Ana crece con miedos, reprimiendo su sexualidad y sus sentimientos; escondida con su madre y con su amigo Demian, sin imaginar que la tragedia del pasado pronto volverá a aparecer en su vida; al mismo tiempo, surge el reencuentro con el amor, que se presenta con la persona menos esperada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 dic 2023
ISBN9788411819022
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    Un tango para las dos - Mimi L. Soberano

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Mimi L. Soberano

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-902-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Si me preguntas cómo es… Su inteligencia es extraordinariamente sexy… Sus ojos son extremadamente tiernos… Su mirada es increíblemente provocadora… Su voz… su voz me hace pensar que tal vez existan los ángeles… como el hermoso, perfecto y rebelde Luzbel. Es la encarnación de Afrodita, y tiene la mezcla perfecta y equilibrada de lo apolíneo y lo dionisíaco.

    ANA

    AGRADECIMIENTOS

    A mí sobrino Víctor Sebastián, por haber confiado en mí antes de que yo misma lo hiciera. Por revisar mi texto con tanto cariño, aconsejarme a no seguirlo leyendo, porque bien sabías que yo nunca estaría satisfecha; por ayudarme a corregirlo y alentarme a publicarlo.

    A Jessica, por ser mi primera lectora y enamorarse de mis personajes, así como me enamoré yo cuando los fui conociendo; por tener esas largas platicas acerca de mi texto, en el que hablábamos de los personajes, como si fuesen reales y nos volvíamos a reír o emocionar recordando algún fragmento. 

    A mis padres, Ramón y Eli, por haberme regalado esta vida llena de felicidad, de libertad, de amor incondicional; por nunca dejarme sola y aceptarme tal cual soy.

    A todos mis sobrinos, hermanos y amigos, por hacer más bella mi vida con su presencia y por ser la fuerza que me inspira a continuar luchando.

    I

    Había pensado cometer ese homicidio mucho tiempo atrás. Ella sabía que se presentaría la oportunidad en algún momento, y simplemente lo haría llegado el momento.

    Una noche, cenando en una reunión en casa de unos amigos, se enteró durante la conversación de que habían comprado un arma por aquello del asalto en la casa de los vecinos. «La situación está muy peligrosa», comentaban. Era una pistola moderna, ella no prestaba atención a los detalles, solo observaba cómo la presumían con mucha emoción. «Es un artefacto increíble», decían, y se concentró en poner atención a dos detalles, en dónde guardaban el arma y al hecho de que era un arma moderna muy silenciosa. Pretendía no mostrar el interés que demostraban los demás invitados, ella cenaba tranquila, aparentando no interesarse por el tema.

    Algunos días después, ella volvió a casa de su amiga… estaba de visita casual. Se disculpó en un momento, se levantó para ir al baño y entonces lo hizo. Fue directamente a buscar el arma, con cuidado la tomó del cajón utilizando su pañuelo, la guardó en su bolso, fue al baño solo a lavarse las manos y regresó tranquila a la sala para continuar tomando su segunda taza de té mientras continuaban con su conversación banal acerca del viaje reciente de unos conocidos en común.

    Una semana después, sin tener novedad acerca de la desaparición del arma de la casa de sus amigos, que al parecer no se habían percatado del robo, ya que afortunadamente no habían tenido la necesidad de utilizarla, se dispuso a completar su plan unos días más tarde.

    Ella, varios meses antes, había comenzado el hábito, adelantándose a este acto, de salir por las noches a caminar, correr o trotar un rato por la ciudad. Pasaba por alguna tienda antes de irse a su casa y regresaba a darse un baño relajante y a descansar.

    Una noche salió a la hora acostumbrada, se despidió de su pareja, le dio un beso en la frente y le preguntó si quería algo de la tienda. Tomó el rumbo ya planeado muchos meses antes. Sabía que él estaría en su departamento, solo, como siempre, y se dirigió para allá.

    Tranquila, como habitualmente estaba, no mostraba una sola emoción, ni prisa, ni ansiedad… nada.

    Tocó a la puerta, el hombre abrió, la vio y no le pareció extraña la visita… eran amigos. La recibió con una sonrisa, la invitó a pasar, cerraron la puerta, le ofreció una copa que ella aceptó con una sonrisa y, en cuanto él se volteó, ella le disparó en la espalda e, inmediatamente, otro tiro directamente a la cabeza. Los disparos fueron certeros, limpios, sin ningún sonido estridente. Ella se quedó un momento junto a él, asegurándose de que no se moviera… No lo tocó. Observó durante un rato cómo la sangre recorría el suelo de la sala. Se retiró de ahí después de algunos minutos, tal vez fueron cinco, diez… no los contó. Salió tranquila, abrió la puerta con su pañuelo, se aseguró de que nadie la viera al entrar ni salir, y se fue a continuar con su caminata «habitual».

    En su camino iba sin rumbo, disfrutando lo que había ocurrido, pensando que por fin todo había terminado, y que simplemente tenía que deshacerse del arma, así que, mientras tanto, solo caminaba observando el ir y venir de las personas. Entró en una tienda, compró una caja de wafles que últimamente se habían vuelto el desayuno favorito en casa, y la cajetilla de cigarros que le encargaron antes de salir. Mientras pagaba, recordó que cerca de donde estaba había un mirador. Tenía cerca el mar, y pensó que podría ser un buen lugar para desaparecer el arma, por lo menos por un tiempo, hasta que el agua decidiera regresarla, si es que lo hacía. Salió de la tienda y se dirigió al mirador esperando que se encontrara libre de turistas esa noche.

    Era algo tarde, pero al llegar se encontró con una familia. Era una madre y sus hijos, contó tres niños y dos niñas, estaban recolectando basura. Los observó un buen rato y se dio cuenta de que no podía hacer nada mientras ellos estuvieran ahí. La familia notó su presencia, así que amablemente los saludó. Los chicos notaron la caja que llevaba en la bolsa de plástico transparente y le preguntaron qué llevaba ahí… tenían hambre. Les respondió: «Es una caja de wafles. ¿Los conocen? ¿Quieren un poco?». Animados dijeron que sí, la mamá se acercó a disculparse por el atrevimiento de sus hijos. La mujer le dijo que no se preocupara, que con mucho gusto podía compartirlos con ellos, y preguntó si vivían muy lejos, a lo que la mamá respondió señalando con el dedo: «Vivimos ahí arriba», e invitó a la desconocida a tomar un café.

    Subieron todos, los niños iban felices, la mamá les indicó que se lavaran bien las manos, ya que tenían horas recogiendo latas de la playa y revisando botes de basura. Todos se apresuraron a obedecer, mientras las dos mujeres entraban a la cocina. La desconocida de la playa comentó: «La caja trae muy pocos wafles, no van a ser suficientes, en lo que usted prepara los que ya tenemos, voy a la tienda a comprar otra caja». La mamá de los pequeños asintió muy apenada, pues tenían días con hambre, y le dio las gracias a esa dama tan amable.

    Cuando la mujer se disponía a salir de la casa, llevaba la intención de dirigirse de nuevo al mirador, tirar el arma, ir a la tienda y regresar, dejarle la cena a esa familia e irse. Pensaba regresar a su casa y contarle a su pareja la aventura que había tenido con sus nuevos amigos.

    Antes de abrir la puerta para salir, alguien tocó, ella abrió, era un hombre de mal rostro, muy serio, no saludó. La mujer le dio las buenas noches, y él, sin responder, entró a la casa y se dirigió a la recámara. La desconocida se quedó observando un momento. La madre de los niños salió de la cocina, y le dijo que le había parecido escuchar que llamaran a la puerta, la mujer asintió, le dijo: «Supongo que es su marido, ha entrado a la recámara». La madre de los pequeños le respondió muy asustada: «No tengo marido, mi esposo falleció hace años, vivimos solos».

    Las dos mujeres contuvieron la respiración, quedaron inmóviles, voltearon hacia la recámara, entonces lo vieron pasar, caminaba desesperado, como buscando algo o simplemente perdido. La mujer que iba de salida buscó algo en su mochila, lo sacó y se dirigió a la recámara… 

    II

    Sara

    Mi nombre es Sara, tengo veintitrés años, y no importa en dónde estamos, ni qué año es, porque estas historias de amor, de odio, de muerte, de vida, de miedos… pueden ocurrir y han ocurrido en cualquier sitio y en distintas épocas. La historia que aquí se contará no es solo mía, porque no somos una sola historia. Soy, y somos, la de todos los que han estado en ella, y somos mucho más que pequeños fragmentos de vivencias o de decisiones. Yo soy muchas cosas y, a la vez, no soy nada. Vivo intentando conocerme, analizándome, debatiéndome, cuestionándome, y, cuando por fin llego a un acuerdo conmigo misma, mi ser ha cambiado. Esa constante evolución no me permite alcanzarme para saber realmente quién soy, para entenderme por completo. No soy solo los miedos, los sufrimientos, las alegrías, los esfuerzos, los deseos, los amores, los triunfos, los fracasos, ni los supuestos errores o aciertos que he cometido. Soy mucho más que eso, tanto que no acabaríamos jamás de escabullirnos a desentrañar cada partícula de lo que soy y de lo que seré. A veces ni yo misma me he podido descifrar, a veces ni yo misma sé lo que busco, ni lo que quiero, ni lo que hago aquí. Soy más que oscuridad y luz, soy más que mis sueños y mis luchas, que mis creencias, mis años y mis dudas. Soy mucho más que mi sexo y mis placeres, mucho más que mis ideas y mis pensamientos, porque ellos han ido variando y evolucionando conmigo a lo largo del tiempo. Llevo dentro de mí lo que algunos consideran virtudes y otros califican como defectos, porque además de todo, también soy otro planeta a través de los ojos de los demás, y desconozco lo que ellos ven. Somos seres que se contradicen, incluso en el mismo instante. Inventamos palabras para describir nuestras acciones, para calificarnos, para nombrarnos o valorarnos a nosotros mismos, porque nos aferramos a querer encasillarnos en un concepto simple, burdo, cuando somos todo un universo cambiante. Somos cosas que ni siquiera conocemos, tal vez aún no inventamos las suficientes palabras que puedan describirnos en una totalidad. No soy buena ni mala, no podría ni describir realmente el significado de cada uno de esos calificativos. Soy todo, y, a estas alturas, he dejado de juzgarme.

    Estudié una licenciatura en Psicología, estoy cursando una maestría en una de las mejores universidades de esta pequeña ciudad. Maestría la cual puedo costearme con las pocas ganancias que obtengo en la clínica en la que trabajo medio tiempo, con los ahorros que tengo de la herencia de mis padres, y ayuda bastante el tener una beca del ochenta y cinco por ciento, que logré gracias a mis excelentes calificaciones durante toda mi carrera universitaria, el haber tenido el segundo lugar en el examen de ingreso, y, no vamos a ocultarlo, ayudó también el hecho de que mi jefe haya hecho una llamada especial al decano de la facultad solicitándole un apoyo extra para mí, ya que, en sus propias palabras, «Yo soy una chica muy talentosa y responsable», ya saben, todo eso que se dice. «No, no te arrepentirás, ya la conocerás», dijo durante la llamada, mientras yo lo escuchaba nerviosa sentada del otro lado de su escritorio.

    Le agradezco a mi jefe esa llamada, aunque, en el fondo, tengo claro por qué lo hizo. Todos sospechan que está enamorado de mí, él nunca me lo ha dicho de su propia boca, pero bueno, no les mentiré, es evidente, las mujeres nos damos cuenta de esas cosas. El problema es que no es recíproco. Mi jefe, Roberto Lizarra, es un hombre muy atractivo de treinta y nueve años. Tiene un enorme carisma, pero bueno, también tiene una hermosa y adorable esposa y dos hermosas hijas gemelas. Y yo, yo tengo otros planes para mi vida que no dan cabida a romances absurdos con hombres casados… romance que no llegará a nada y que solo me desviaría de mi propósito. Bueno, sin rodeos, además de todo eso, mi jefe, aunque guapo, no me atrae en lo más mínimo, estoy enfocada en otros temas y un romance disparatado sin futuro, con un hombre casado, no se encuentra en mi lista de errores a cometer… no por ahora.

    Podrán preguntarse que, si lo sé, por qué permito que me ayude de esa manera. «¿No te estás comprometiendo?». «¿No le estás dando esperanzas?». Tal vez vaya en contra de su «virtuosa moral», pero la vida no está para que perdamos oportunidades por estar pensando en esas trivialidades. Yo no le he mentido a él, él no me ha dicho nada a mí y necesito esa ayuda que él me ofreció desinteresadamente, porque me ha dejado claro que no espera nada a cambio… obviamente tenía que aceptar… vamos, es que ni siquiera le estoy haciendo daño, y eso sería lo único que me detendría en el momento de tomar una decisión importante.

    No fue fácil llegar hasta aquí, no soy del tipo de chica que la gente esperaría que llegara tan lejos, después de todo lo que ha acontecido en mi vida. ¿Trágico? No lo sé, simplemente sucedió y fue hace muchos años, cuando yo era muy pequeña, así que no me afectó en lo más mínimo… bueno, al menos es lo que yo creo o lo que quiero creer.

    Tenía apenas seis años, con mucho trabajo lo recuerdo, parece un sueño, de hecho, a veces pienso que lo fue… Pero no, porque están las fotos, las notas del periódico, algunos familiares que antes venían a verme y que lo recordaban en cada reunión familiar, como si el tema fuera obligatorio o no tuvieran nada más de qué hablar. Después, siempre se quedaban callados, pensativos, con sus copas o tazas de café en la mano, viéndolas fijamente. «Es estúpido» yo pensaba siempre. «Es que ni siquiera eran cercanos a nosotros, es que ni siquiera estuvieron ahí, ¡yo sí!», gritaba por dentro. Me asqueaba ver esa escena patética de cada año. Como si realmente les importara.

    A la única que me gustaba escuchar era a mi abuela Mica. Las historias que me contaba mi abuela eran distintas, más que el morbo que yo notaba en las otras personas, siempre las percibí como su manera de mantener vivo en mí el recuerdo de quienes fueron mi familia, y que me amaron inmensamente.

    Mica me hablaba de esa familia que yo creía un sueño, con los ojos iluminados, con una enorme sonrisa, a veces se le llenaban los ojos de lágrimas. Pero ella jamás hablaba del accidente. Mi dulce abuelita simplemente se acordaba de los momentos felices y no se cansaba de contármelos, ni yo de escucharlos una y otra vez, porque, más que la emoción de saber que había tenido una familia tan amorosa, yo era feliz viéndola feliz a ella, contándome sus hermosos recuerdos.

    Me platicaba, siempre que podía, que yo nací dentro de una familia muy unida. A veces sueño con mi papá, no sé por qué es al único que me parece recordar, tal vez solo lo imagino, aunque mi abuela me cuenta que él y yo estábamos muy unidos, que me quería mucho, que eligió mi nombre por una cantante a la que admiraba desde muy joven. Mi mamá en un inicio se negó, ella insistía en que yo debía llevar el nombre de mis abuelas o el de su hermana fallecida hace algunos años. Pero mi nombre se decidió con un juego de azar, un volado, «Cara, Sara, cruz… tú eliges». Sí, así es, mi nombre lo decidió una moneda al aire.

    Dicen que todo es cuestión de un destino escrito en algún «libro mágico». ¿Entonces mi nombre lo «eligió» el destino? ¿Estaba escrito en algún libro que yo me llamara así? Según mi abuela, cada uno elige su propio camino, nada está escrito, somos libres, y yo estoy de acuerdo con eso. Mi papá lo sabía, y hasta que mi abuela falleció hace tres años, nunca dejó de contar la historia de cómo mi papá hizo «trampa» al tirar esa moneda… Tal vez no debió ser mi nombre «Sara», tal vez debería llamarme Micaela, como mi abuela paterna, o Sofia, como mi abuela materna… o no, mi nombre es el resultado de una decisión tomada por mi papá, a la buena o a la mala, él ganó, y se cumplió su deseo, mi nombre sería Sara.

    Platicaba mi abuela que a mi papá le encantaba presumir que llevaba el nombre de esa mujer con la voz prodigiosa que tanto admiraba y de la que yo aún no sé nada. Pero también decía mi abuela que más que del nombre, se sentía orgulloso de mí, al igual que mi mamá. Contaba siempre cómo ambos me consentían, al igual que a mi hermano Ricardo, dos años mayor que yo, quien llegaba a veces a ponerse celoso del exceso de mimos a su hermanita, pero que, aun así, siempre jugaba conmigo y me cuidaba, como lo hace un hermano mayor. A Ricardo casi no lo recuerdo, no era consciente a esa edad de que fuera a propósito… ahora sé que es una defensa de mi propio cerebro. Solo los veo en fotos, y, efectivamente, como contaba mi abuela linda, veo una familia feliz, que a veces creo recordar, pero que tal vez tengo miedo de hacerlo.

    «Viajábamos siempre en familia», contaba mi abuela Mica. A mi papá le encantaba llevarnos a todos a distintos sitios cada verano y, a veces, hasta en invierno, si había podido ahorrar lo bastante en ese año. Su ilusión era llevarnos a conocer el mundo… pero, por lo pronto, sus ahorros alcanzaban únicamente para ir a algún poblado cercano, de preferencia si tenía playa, lago o río, ya que a mí me fascinaba entrar en sus brazos al agua, y en cuanto aprendí a nadar, nadie podía detenerme.

    Era un hombre muy divertido, juguetón y cariñoso, que nos cantaba con su armoniosa voz, tocando la guitarra, sus adorados boleros. Amaba la vida, amaba conocer distintos lugares, pero sobre todas las cosas, amaba a su familia. Mi papá nunca había viajado de niño, no sabía lo que era la alegría de disfrutar a su familia y no quería lo mismo para nosotros. Así que cada vez que tenía la oportunidad, nos íbamos todos en la camioneta de la familia… mamá, papá, Ricky, mis dos abuelitas y yo, a aventurarnos en algún mágico lugar.

    Y una madrugada, regresando a casa después de un largo y maravilloso viaje, ocurrió eso que ya se imaginarán, la carretera, el cansancio, la neblina… los trágicos accidentes. Los ridículos accidentes que, como una sombría burla, se llevan tu felicidad en un abrir y cerrar de ojos. Qué absurdo, ¿no? Así de pronto acaba todo, y ya, no sucede más, no vuelven a despertar, ya no los volverás a ver ni a escuchar, nunca, nunca más. No sé qué es más incomprensible, si la vida o la muerte… o ambas, unidas una a la otra como un romance perpetuo. Aquí estamos viviendo de prisa una vida que nos llevará… a la nada. La vida que se va, o que le cambia en cuestiones de segundos a los que nos quedamos atrapados en ella.

    Obviamente no recuerdo exactamente qué ocurrió, solo sé lo que dicen los periódicos de esa época y que mi abuela tenía escondidos en una caja, la cual ella pensaba que yo no sabía que existía. ¿Para qué guardará estos recuerdos tan tristes? Siempre me lo pregunté, pero nunca se lo pregunté a ella.

    «En el trágico accidente fallecieron lamentablemente cuatro personas, entre ellas, un menor de 8 años. Hubo dos sobrevivientes, una niña de 6 años y una mujer de más de 50, que al parecer es la abuela de la menor y que viajaba con ella en la última fila de asientos de la camioneta. Fueron encontradas atrapadas y abrazadas, la abuela protegiendo a la nieta», decían los diarios. La noticia sonó solo durante dos días, mi familia nunca fue muy sociable, y vivíamos bien, pero no éramos ricos, ni mucho menos, porque entonces sí que hubiese sido un escándalo. Éramos una familia normal, tranquila, dichosa y de bajo perfil… y hasta la fecha, yo lo sigo siendo.

    No importan los detalles del accidente, solo recuerdo escuchar muchas noches a mi abuela llorando en su recámara. Yo nunca lo hice, según decía ella, yo no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es escuchar un día la voz de una mujer aconsejándole que me enviara a un internado, y a mi abuela negándose rotundamente. Y así los recuerdos aumentan con los años. Recuerdo, a mis dieciocho años, a mi abuela explicándome que todo este tiempo no había usado un peso de la herencia dejada por mis padres, no eran millones, pero era suficiente para apoyarme en mis estudios cuando ella ya no estuviera, además estaba la casa que ellos me habían dejado y la casa que ella me dejaría. Me molestaba que hablara de esos temas, no quería

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