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Lucha de gigantes
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Libro electrónico449 páginas6 horas

Lucha de gigantes

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Lo que comenzó como una simple afición y entretenimiento de niños, en el futuro nadie imaginaba que se convertiría en algo mucho, mucho más grande. A pesar de no conocerse entre todos, el grupo mantenía un mismo sueño en común: coronar una de las mayores cumbres de la península Ibérica.
Una historia repleta de superación, amor y, sobre todo, mucha amistad.
Nos encontramos ante una verdadera lucha titánica, o mejor dicho, de gigantes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2023
ISBN9788411816649
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    Lucha de gigantes - Israel García Amaya

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Israel García Amaya

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Fotografía de portada: Miguel Ayuda, guía de alta montaña

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-664-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Valle y África por ser siempre mi inspiración y a quienes les debo el no rendirme nunca ante nada.

    A Antonio, por su inestimable ayuda y buen

    hacer cuando vinieron mal dadas.

    A Fer, por apostar y creer siempre en mí.

    Al GREIM. A todos y cada uno de sus miembros. Por su

    encomiable labor y profesionalidad.

    PRÓLOGO

    Antes de comenzar, me gustaría empezar el prólogo con unas preguntas para los lectores: ¿alguna vez habéis practicado la escalada? ¿Habéis subido a pie una pequeña montaña o cerro? Como prologuista responderé también y diré que sí, aunque a una escala muchísimo menor que la que he podido presenciar tras leer esta novela. Sin embargo, por nimio que sea el objetivo, la sensación de satisfacción que nos invade por dentro cuando lo conseguimos puede llegar a ser indescriptible.

    Estamos ante una obra basada en hechos reales; hechos que el autor vivió en sus propias carnes y que llegó hasta este punto para así poder compartirlo con nosotros. Una amistad desde la infancia, amores a primera vista, historias de superación… todo ello y mucho más a vuelta de hoja.

    Aquí comienza vuestra propia escalada, lectores; completad esta historia hasta el final, y coronadla.

    Francisco Fernández Salinas

    Filólogo hispánico e inglés.

    INTRODUCCIÓN

    Hace más de dos siglos, cuando el ser humano se dispuso a entrometerse en su independiente e inquebrantable mundo, las montañas no tuvieron otra opción que mostrarse tajantes. Se otorgaron el derecho de ser dueñas únicas de sus actos y dictaron sentencia, normalmente declarando culpables, sin preámbulos ni contemplaciones, a todo aquel que hubiese osado vulnerar sus propias reglas. Nada se podía hacer si acordaban vetar a todos los montañeros el camino que les conducía a sus cumbres o, en su caso, el de regreso, cuando después de haberlas hollado, estos quisieran descender raudos hasta los campos situados a menor altura.

    Pero mucho antes de la intrusión del hombre en esos inhóspitos lugares, en diferentes periodos de la historia, las orogénesis dieron lugar a la colisión de múltiples capas tectónicas que desencadenaron un enmarañado mundo vertical de roca y hielo que se acabó elevando hasta casi tocar el cielo. Impresionantes y esbeltas cordilleras coparon por diferentes latitudes de la Tierra, increíbles e inalcanzables terrenos de altura. Lugares no aptos para que las personas pudiesen desarrollar la vida, pero un territorio, al fin y al cabo, atrayente, seductor y digno de ser explorado. Tan increíblemente bello como hostil. Algunos paladines de la época no tardaron en querer apropiarse de esos territorios por muy tenebrosos e inquietantes que pareciesen. Viajaron hasta ellos, los estudiaron y, sobre todo, los quisieron conquistar. Aquellas acechantes e intimidatorias cimas rodeadas de abismos, silencios y muerte se convirtieron en la pasión de los más locos y desquiciados amantes de la aventura. Durante la mitad del siglo pasado el asunto de coronar las cimas más altas de la Tierra se convirtió en un asunto de estado, sobre todo en el Himalaya. Una competición entre países por el vil y único deseo de querer ser el primero. Conquistadores y grandes alpinistas acabaron haciendo historia con escaladas inhumanas en cualquier gran cordillera; los Andes, los Alpes y en el Himalaya, principalmente. Gestas que perdurarán a lo largo de los tiempos y que, en la mayor parte de los casos, será difícil que nadie vuelva a lograr. Simplemente, porque el siglo XXI nunca será como el de principios del XX, ni mucho menos como el de finales del XIX.

    Hoy día poco tiene que ver el mundo de la montaña con el de aquellos tiempos, pero no por eso cada una de las personas que hacen de las montañas su mundo guardan para sí alguna historia digna de ser contada.

    En esta en particular no vamos a encontrar grandes gestas y conquistas en las montañas más altas y difíciles de la Tierra. Por el contrario, descubriremos cómo la amistad se acaba convirtiendo en la mejor arma para soportar las más duras adversidades sin necesidad de que estas se desarrollen a una altura donde el oxígeno siempre es un bien muy escaso. Todo ocurrió en la cordillera que sirve de frontera natural entre Francia y España, los Pirineos. Y más concretamente, en la montaña que alcanza la mayor altitud. En la más mítica, la más laureada y la más emotiva de todas. Y aunque hay otras mucho más difíciles de escalar, mucho más técnicas y mucho más expuestas, el Aneto siempre liderará el inmenso océano de picos que lo envuelven y hacen único.

    Una montaña singular y a la que los protagonistas hicieron frente durante toda su vida: cuando pensaron en ella, una vez la pisaron, y las veces que, desde la distancia, en sus hogares y en su mundo, les marcó el camino que debían seguir.

    .

    Para alcanzar la gloria habremos de caminar

    por un estrecho puente tan fino como un cabello

    y tan afilado como una cimitarra, donde

    solo los justos lograrán cruzar.

    PRELUDIO

    Sin pedir permiso, como el rayo que en mitad de una tormenta osa tocar el suelo, la ventisca les abofeteó de lleno cuando llegaron a la antecima. Ahora que ningún tipo de muro natural podía ofrecerles cobijo, en semejante ambiente y a casi 3500 metros de altitud, no les quedaba otra opción que bailar al son que les fuese marcando la tempestad si querían culminar con éxito su propósito. Danzar a su ritmo y, por lo que más quisieran, intentar no pisarle los pies en tan distinguido baile. Las ráfagas eran tan fuertes que les hacían tambalearse como indefensos tentempiés a merced de las patadas de un niño.

    Se estremecieron de frío. De ilusión.

    Y de miedo.

    Estaban al antojo de la más adversa climatología que podían haber imaginado, pero el fin que les motivaba a querer seguir allí y no salir huyendo montaña abajo era el que por fin habían conseguido llegar al penúltimo peldaño de su deseada escalera. Solo les quedaba atravesar aquella famosa cresta que el francés Albert de Franqueville bautizó con el nombre de El Puente de Mahoma.

    Ahora que estaban a las puertas del mismo cielo, no pudieron imaginar otra derrota más. Esa vez no perderían la batalla. El Aneto se lo debía.

    El hilo fino rocoso que conducía hasta su cima ya no era motivo suficiente para que se rindieran. El miedo expiró de sus cuerpos, al igual que los recuerdos y la nostalgia, y se hicieron fuertes. Creyeron ser capaces de poder con todo y acometerían, sin dudarlo y a pesar de los riesgos, aquella espeluznante cresta sacudida sin mesura por la endemoniada ventisca. Los silbidos del viento chirriaban sobre ella como un violín desafinado mientras las rocas quedaban impregnadas de motas de hielo que se adherían como lapas. La visibilidad, reducida. El frío, bajo cero. Sus temples, excitados e irascibles. Pero fuertes e ilusionados. Ya no dudaron. Solo deseaban una cosa. Un fin común. Solo quedaba cruzar el puente sobre ese foso lleno de hambrientos cocodrilos mientras que, desde las almenas, los arqueros les esperaban para lanzar un millón de flechas antes de hacerse con la fortaleza.

    Y conquistarla.

    Tocar su cruz.

    Y renacer.

    I PARTE

    LA ENORMIDAD

    2021

    No es más quien más alto llega, sino aquel que, influenciado por la belleza que le envuelve, más intensamente siente.

    Maurice Herzog.

    Cuando el frío de la madrugada les sacudió con fuerza en el rostro lo pudieron presagiar. Solo hacía un rato que habían dejado atrás la comodidad y el calor de sus sacos de dormir y ahora su único e inesperado propósito consistía en no dejar ninguna parte de su cuerpo sin tapar. Olía a humedad, y el ligero viento que soplaba traía pequeñas gotas de rocío que hacían bajar la temperatura tres o cuatro grados. El cielo, a diferencia del que habían estado contemplando antes de irse a dormir, estaba envuelto, como todo a su alrededor, en la más absoluta oscuridad. Se miraron y sin decirse nada supieron que la empresa en la que habían puesto todas sus ilusiones se podía complicar.

    Ayer, antes de acomodarse en sus lechos, los cuatro viejos amigos y el veterano guarda del refugio de la Renclusa, Eduardo, estuvieron observando un cielo abarrotado de estrellas. Durante el tiempo que pasaron en el exterior después de la cena este fue su iluminado techo hasta que una atrevida y deslumbrante luna apareció en escena. Lo hizo silenciosa y lentamente entre los picos del Alba y Maladeta, y de forma implacable acabó haciéndose un hueco en esa oscura bóveda atestada de luceros. La luz que emitía, cada vez con mayor intensidad según se iba desprendiendo de las sombras que la cobijaban, iba en detrimento de las que también era dueño ese bello rincón del Pirineo oscense. Mientras, sentados en el pequeño muro de piedra adosado a la pared del refugio, las luces de los frontales se fueron apagando. Violeta fue la última en entrar. Necesitaba su momento a solas antes de irse a dormir.

    Ella y el silencio.

    Nada más.

    Violeta era de Benasque, rondaba los cincuenta y pocos años y era algo más joven que las tres personas que la acompañaban. Su vida siempre estuvo ligada al Pirineo, además de por ser oscense de nacimiento, su trabajo tuvo buena parte de culpa en ello. Desde hacía más de dos décadas trabajaba prestando servicio en el Grupo de Rescate Especial de Intervención en Montaña, labor que siempre desempeñó con sumo gusto a pesar de la continua exposición al peligro con la que diariamente contaba su vida. Pero esa era la magia de todo y lo que le había hecho formar parte del GREIM durante tantos años. Darlo todo por quien precisara de su ayuda para salvar la vida, aunque desde hacía solo algunos meses y después de madurarlo mucho, había decidido ocupar un puesto más tranquilo y dejar su asiento en el helicóptero a una incorporación más joven. Lo de ser operadora de radio no era igual, pero de esa forma siempre estaba cerca de las intervenciones dando apoyo y coordinándolas desde el otro lado del teléfono y el equipo de transmisiones. Ese equipo al que tanto le debía y por lo que, probablemente, acabó realizando esas funciones una vez puso punto final a su labor operativa. Aun así, Violeta nunca dejó que la edad ni los años se interpusieran entre ella y la actividad alpina. Necesitaba moverse, salir y seguir descubriendo lugares y nuevas experiencias. El valle y todo lo que lo englobaba era su vida. Ahí estaba todo el aire que precisaba para respirar y seguir viviendo. Desde que era una cría siempre le gustó recorrer cualquier sendero que se le pusiese a tiro, pero le gustaba especialmente salir a explorarlos las noches de luna llena olvidándose del frontal y perdiéndose con la tenue luz de la luna como única opción visual en su deambular nocturno. Tenía la tez curtida y tersa, pero brillante como si estuviese continuamente bañada en crema. Era especialmente morena, lo cual hacía resaltar exponencialmente a sus intrépidos y rasgados ojos verdes y derrochaba energía por muchos años que fuese acumulando en sus huesos. Como siempre le decía su padre: «enérgica como un ratón de campo».

    —Mañana probablemente podremos salir sin frontales y ascender con la luz de esta maravillosa luna —dijo, casi sin llegar a escucharse mientras observaba en silencio la oscura cresta que formaba el macizo de la Maladeta—. Será mejor que entre a descansar.

    Esa misma mañana, un jueves de primeros de junio, cuando sus tres amigos llegaron a Benasque, un cielo azul y ausente de nubes les levantó definitivamente el ánimo. Había costado mucho organizar sus vidas para acudir a esa cita y aquella maldita borrasca que había entrado con fuerza por el oeste peninsular y que estaba barriendo todo el litoral cantábrico en dirección al Pirineo parecía haberse propuesto llevar al traste con todo cuanto habían planeado. Pero finalmente la borrasca a esas alturas de la semana había ido perdiendo intensidad, o por lo menos eso pronosticaron al encontrar Benasque bajo un sol y unas temperaturas poco acordes para aquellas fechas.

    Pero una vez en la puerta del refugio se aferraron al milagro de que las nubes que durante la noche se habían unido para formar el más temible de todos los muros en el cielo, se esfumara para siempre.

    Malditas previsiones.

    Observaron con cierta desazón cómo la luna había desaparecido por completo. Quizá se podía haber escondido tras las cumbres en su discurrir por la órbita terrestre, pero sabían que solo era la nubosidad la que ocultaba al único satélite de la Tierra. Nada se podía hacer más que rezar para que la tormenta no empezase nunca. O para que la nubosidad, una vez aclarase el día, solo fuese una pequeña y fina capa que no llegase a tapar al sol. De momento había que empezar e ir viendo cómo se iban desarrollando los acontecimientos según avanzase el día. Aún era pronto para poder dilucidar nada. Así pues, abrigados y esperanzados por igual, comenzaron la ascensión.

    Las luces de los frontales les permitían ver su discurrir entre las rocas ausentes de nieve en una pendiente que no cesaba en ningún momento, y apoyados sobre sus bastones, en fila india e intentando no pensar mucho en el clima, fueron restando metros a la larga subida.

    —Ya veréis cómo tenemos suerte, chicos. Cuando lleguemos al Portillón podremos ver nuestro objetivo totalmente nítido.

    Violeta habló sin ningún tipo de convencimiento. Su única pretensión consistía en que sus tres amigos llegasen animados a ese lugar desde donde podrían divisar, si la niebla no lo había devorado de un bocado, su ansiada cumbre. La experta alpinista había subido mil veces hasta esa cima. O dos mil. La conocía a la perfección. Era parte de su vida. Y en esa montaña había vivido todo tipo de experiencias. Había subido nevando, con el termómetro bajo cero, con ventiscas inhumanas, en pantalón corto por unas disparatadas altas temperaturas, corriendo en verano o esquiando en invierno. Y había participado en mil rescates. En demasiados. Algunos aún le sacudían con fuerza en el corazón. De hecho, le desquebrajaban por dentro.

    Sobre todo, uno.

    Fer, para variar, daba el toque simpático a la jornada. Poco necesitaba del ánimo de nadie para acometer cada día de su vida con felicidad. Desde que salieron de la Renclusa no paró de soltar chascarrillos de esos a los que todos estaban felizmente acostumbrados.

    —¡Violeta! Cuando lleguemos al Portillón, como haya niebla, me doy la vuelta, me bajo al refugio y me zampo un bocata de salchichón.

    Antes de que nadie se riera, él ya se estaba desternillando. El resto tardó solo dos segundos en imitarle haciendo una obligada parada en el camino con risas entrecortadas por el esfuerzo.

    Casi sin poder articular palabra, Violeta le habló:

    —Si llegas hasta allí y ves solo oscuridad, te pones detrás de mí y continúas sin rechistar. ¡A rimas no me ganas!

    —Violeta, no me hagas mucho caso. Ya sabes, yo entre tontuna y tontuna que digo, no pienso. Que como me ponga a hacerlo... No me gustan estos nubarrones. Lo sabéis. Yo soy montañero estival. Una cabra de verano. Por lo menos a estas altitudes. A Carel le gustan más —dijo, poniendo la mano sobre el hombro de su amigo—. Mirad qué arte tiene subiendo con sus bastones de bambú. Cuando lleguemos al glaciar a ver si eres tan chulo de cruzarlo apoyado en esos palos que te has fabricado en casa. ¡Que pareces un pastor de Sotres!

    —Bien que querías que te hiciera unos iguales. Menudo gallo estás hecho —dijo Carel sin dejar de reír.

    —Nada, nada. Cuando llegue el hielo me lo cuentas —concluyó Fer, sabiendo que solo el piolet sería el fiel compañero de todos una vez pisaran el glaciar.

    Los tres vascos que salieron del refugio quince minutos antes y a los que se les podía ver bastantes metros por encima se detuvieron y dirigieron a los cuatro amigos el haz de luz de sus frontales. Violeta, ante la lejana intromisión de estos a los chascarrillos, añadió:

    —Mirad a los vascos —dijo, dirigiendo la vista hacia las tres lejanas luces—. Una de dos, o se están riendo también, o están diciendo que han coincidido con cuatro payasos.

    Violeta se avergonzó un poco ya que siempre consideró inoportunas las voces y los gritos en lugares como en el que se encontraban, pero, otra vez más, no había podido rendirse al buen rato que estaban pasando en los primeros compases del día. Y había que aprovecharlos. Esos ratos eran gasolina para todos. De esta forma mantenían sus mentes ocupadas sin pensar en el maldito tiempo ni ninguna otra cosa que les pudiese perturbar más de la cuenta. Más arriba la cosa podría complicarse y había que estar fuertes. Física y mentalmente.

    —Sois únicos, chicos. No cambiéis nunca —dijo mientras se secaba los ojos a duras penas por culpa de los guantes—. Mejor continuamos la marcha, que nos queda un ratito hasta el Portillón.

    —Opino igual, Violeta. Cuanto más adelantemos, mejor, que el tiempo no parece que nos quiera acompañar hoy en toda la jornada —dijo Antonio, que hasta el momento no se había pronunciado.

    Antonio era el más callado del grupo. Era mucho más tímido que sus compañeros de aventura y, a pesar de la confianza de tantos años de amistad, normalmente hablaba menos que el resto. Él decía que era más de escuchar, que de esa forma se aprendía mucho más que hablando todo el tiempo. Y quizá fue ese pensamiento el que le llevó a ser uno de los otorrinos más famosos de Madrid. Pasaba su vida entre el hospital y las montañas, y muy al contrario de lo que en su día pudo imaginar, había logrado alcanzar las cumbres de más de dos decenas de picos que sobrepasaban los tres mil metros. Se había hecho experto en tres miles, excepto el de la montaña que acometían en ese momento. De hecho, creyó que nunca más la pisaría desde aquel día. Pero ahí estaba, al igual que sus tres compañeros. Era un tipo sano, fuerte y muy noble. Un amigo excepcional que con los años había ido serenando un mal genio que hacía temblar hasta los cimientos del mismísimo Coliseo romano. Y tenía una ilusión especial por subir hasta allí. Al igual que todos. De pelo castaño normalmente repeinado con raya al lado y espesa barba oscura. Nunca fue un portento musculoso, pero siempre se mantuvo en un buen estado físico. Suficiente para no lastrar con kilos extras en ninguna de las ascensiones que realizaba. El poco rostro que dejaba verse entre el enmarañado de pelo que le cubría la cabeza resultaba agradable, denotaba bondad y sus ojos eran los encargados de tal reflejo. Pequeños y negros, siempre ligeramente cerrados dibujando en sus extremos divertidas arrugas que se difuminaban antes de chocar con las orejas.

    Poco a poco el refugio de la Renclusa fue quedando más abajo hasta que terminó desapareciendo de sus vistas. La temperatura había bajado algún grado al ir cogiendo altitud, aunque la sensación de frío ya no era la misma. Según pasaban los minutos sus cuerpos fueron entrando en calor debido al esfuerzo que les estaba suponiendo la subida. Incluso Carel se acabó quitando la primera capa y los guantes dejando en sus manos solo unos finos de seda.

    Así era Carel. Duro como un témpano de hielo en mitad del océano Ártico. Del norte. De Cantabria. De Santillana del Mar. Dicen, el pueblo de las tres mentiras. Ni es llana, ni santa, ni tiene mar. Pues Carel escabulléndose de tal dicho, pocas veces sobrevolaba el llano, más de una vez había sido un demonio y pocas veces se acercó al mar. Él prefirió andar por las montañas y su adaptación al frío le había hecho parecer poseer una piel diferente a la de los demás. Una piel de oso polar. Pero sin pelo. Para más inri, se depila los brazos y las piernas. Si no lo hiciera, probablemente en esos momentos de ascensión iría en manga corta. Sin embargo, en su cabeza siempre lució una buena cabellera despeinada. Sus amigos siempre pensaron que se cortaba el pelo él solo, a tijeretazo limpio, a lo que luego acompañaba siempre un enmarañado de pelos que apuntaban en todas direcciones. Su complexión era fuerte, cara perfilada con mentón sobresaliente y ojos claros que parecían acechar presas constantemente. Un tipo peculiar al que había que conocer de cerca y no dejarse llevar por su habitual y destartalado atuendo y su permanente cara de pirado. Otro buen amigo que tener cerca a pesar de su descarrilado y asonante pasado.

    El resto solo se había limitado a desabrocharse las cremalleras para airearse ligeramente. Con eso bastaba por ahora, y de esa forma, en los momentos en los que el viento aparecía de repente, solo con subírsela, asunto zanjado. Las botas de vez en cuando empezaban a pisar pequeños manchurrones de nieve acumulada entre las rocas. Dura y resbaladiza a esas tempranas horas del día, pero sorteables si la esquivaban pisando las rocas limpias de manto blanco. Los piolets y los crampones aún esperaban su turno de juego en el banquillo.

    Iba quedando menos.

    A cuantos más pasos, más alto. Y cuanto más alto, más nieve. Hasta que llegaron a un punto donde la pendiente se acentuó considerablemente y las piedras empezaron a ser solo manchas muy distantes entre el mustio de la nieve. Violeta señaló una zona rocosa justo antes de que les fuese imposible seguir ascendiendo sin pisarla.

    —Es hora de ponernos en modo invernal. A partir de aquí ya no nos quitaremos los pinchos ni el piolo.

    En ese momento nadie se pronunció. Ni siquiera a Fer le salió un chiste, aunque se le vino a la cabeza soltar algo como: «Pinchos con piolo, no deje de degustar nuestro manjar en restaurante Pirineo», pero esta vez se calló. Los nervios. Obedientes se quitaron las mochilas, se sentaron como mejor pudieron y se colocaron los crampones en las botas. Recogieron los bastones en las mochilas y el piolet pasó a ser su tercer punto de apoyo en la inclinación que les esperaba a partir de ahí. Carel solo guardó uno de sus palos en la mochila que, por otro lado, al no ser un bastón al uso, este no se recogía en dos o tres tramos haciéndolo pequeño y fácil de transportar, y al colocarlo en el exterior, parecía que el amigo cántabro fuese conectado mediante una antena radioaficionado.

    Fer llevaba casi cinco minutos sin hablar. Una eternidad.

    —Ten cuidado, Carel, que como haya tormenta ya sabes a quién le va a caer el primer rayo. Yo por si acaso espero aquí a que me saques una buena cantidad de metros que no quiero caer montaña abajo abrasado por uno.

    Justo cuando empezó a reírse, enmudeció. El silencio fue general, y sus miradas se perdieron en la nada.

    —Venga, chicos, vamos a darle caña a esta montaña —dijo Violeta, quitándole miga al asunto.

    Fer dirigió la vista en dirección opuesta a la pendiente, como intentando terminar su chascarrillo sin que nadie hubiese notado el malestar que le había provocado. Todos indudablemente se dieron cuenta, y con una leve y empática sonrisa general y una palmada de Antonio en su hombro indicaron que estaban preparados para acometer la empinada pala. Él prefirió quedarse mirando al horizonte un momento, hacia el fondo de aquel conglomerado de altas montañas.

    El día poco a poco iba cogiendo luz y se empezaban apreciar las formas de las cumbres de menor altura ya que la mayoría de las más altas habían sido engullidas por las nubes. Pero entre estas, siempre que podía, el sol se hacía un hueco para salirse con la suya. Siempre eran oquedades muy pequeñas, pero el astro rey se aferraba a cualquier resquicio para realzar aquel majestuoso lugar. Todo seguía salpicado de infinidad de nubes que iban desde el blanco más puro o azulado al negro azabache. A algunas el sol las ribeteaba con garbo con un halo que en determinados puntos llegaba incluso a cegar. Una luz resplandeciente que le daba un toque celestial. De ciencia ficción. Fer siempre pensó que las nubes eran el mejor decorado, y ese día, con las primeros tímidos y escasos rayos proyectados hacia diferentes puntos de la cordillera, esto se acentuaba inconmensurablemente. Apagó su frontal, aunque lo dejó sobre la frente, se dio la vuelta, buscó a sus amigos y volvió al quehacer que se había propuesto. Violeta, Antonio y Carel ya le sacaban un pequeño trecho.

    —Vamos a ello. Esto es pan comido.

    Intentó convencerse y animarse a sabiendas de que al llegar al Portillón, si veía el ambiente muy mal, se las iba a ver y desear para adentrarse en cualquier niebla come alpinistas. No quería riesgos absurdos en su vida. Nunca los quiso, aunque hubo veces que los tomó. Por Dios que lo hizo. Pero llegados a ese punto de su vida, ya no estaba dispuesto. No merecía la pena. En poco más de diez minutos ya estaba a la estela de Carel y su antena de bambú. Durante un buen rato estuvieron acompañados por el silencio y cada uno se concentró en sus pisadas y sus pensamientos. El crujir de la dura nieve que se rompía tras ser embestida por las doce afiladas puntas de acero de los crampones era música clásica para un alpinista. Primero un pie, después el otro. Cracjj, cracjj, cracjj. Como para un jugador de baloncesto lo era encestar un tripe sin tocar el aro por el sonido seco que producía el balón cuando era absorbido por la red, clopf, para los montañeros este sonido era la mejor banda sonora a su actividad. Los vascos marchaban a muy buen ritmo y ahora costaba adivinarlos entre la fuerte pendiente escalonada y los salientes de roca que flanqueaban la pala.

    Ayer, mientras cenaban, les observaron y escucharon a modo viejecita entrometida tras una cortina ligeramente corrida. Eran jóvenes, rondaban los treinta años, quizá menos, y no paraban de hablar de los pormenores de la ascensión del día siguiente, además de las muchas que llevaban a sus espaldas por cualquier cumbre de los Picos de Europa, los Pirineos y los Alpes. El pelo cortado a tijeretazo limpio cayendo hacia los ojos y haciendo de la frente un lugar demasiado estrecho para apoyar una gorra, los pendientes en las orejas y su tez rugosa y áspera hacían denotar, antes de que se pusiesen a hablar, que los vecinos comensales eran del País Vasco. Parecían hermanos, pero solo lo parecían. Así se lo hicieron saber en cuanto empezaron a charlar. Para el postre los siete ya se habían contado media vida. Batallitas de refugio. Esos ratos montañeros tan queridos la noche previa al ataque a cualquier cumbre. Se llamaban Asier, Atxo y Pepe. Todos del mismo Bilbao. Como Carel, que vivió también allí desde que era un chiquillo, hasta que la vida y sus actos le sacaron de la capital vizcaína mucho antes de lo que podía haber imaginado.

    —Los vascos deben haber llegado ya a la zona pedregosa que conduce al Portillón. Están muy fuertes —dijo Violeta, sacando a todos de sopetón de sus íntimos y silenciosos momentos.

    —No pasa nada. Nosotros al tran, tran. Sin prisa, pero sin pausa —dijo Carel.

    Llegó el momento de girar a la izquierda y dejar la pendiente nevosa que llevaban ascendiendo hacía más de una hora en zigzag e ir directos al Portillón superior. El terreno se volvió mixto, pero sin tanto desnivel, excepto alguna zona donde tuvieron que trepar de manera sencilla. En esas zonas donde la nieve desaparecía, las puntas de los crampones, al rozar con las rocas, emitían unos quejidos estremecedores. Tan angustiantes que los montañeros más irascibles pasaban esos tramos con la piel de gallina y los pelos tiesos como escarpias. Ni el frío de la madrugada logró esta sensación en ninguno de ellos como en ese momento lo hacían las puntas de acero que llevaban unidos a las suelas de sus botas. La melodía de la nieve que habían dejado atrás se había convertido en toda una banda de metal. La batería y las guitarras eléctricas tocaban fuertes antes del plato fuerte. Antes del último tema del concierto. Y tras unos minutos de enrevesado discurrir entre las rocas llegaron al Portillón. El telón se alzó de nuevo, el grupo volvió a sus instrumentos y antes de que el solista cantase saltaron los plomos y todo quedó en silencio. Fue el peor de los tortazos que podían recibir. El Aneto y todo el cordal de Maladetas debía estar allí, pero no pudieron ver absolutamente nada.

    Solo silencio.

    Nubes.

    Y una espesa niebla.

    Miraron en la dirección que debían tomar, pero solo pudieron ver un pequeño tramo de la huella que ascendía por el glaciar hasta que este desaparecía absorbido por la niebla. Los tres vascos estaban a punto de entrar en ella. Se oyó gemir a un apaciguado viento, y solo los valles de Francia, a su izquierda, seguían ofreciendo todo un espectáculo. Las nubes bajas se apelmazaban en el fondo de los valles dejando ver las ondeadas formas de las montañas que con su altitud lograban esquivar. Al nordeste, el Pirineo catalán intentaba huir sin mucha convicción de las separadas borrascas que iban atrapando las crestas y cimas del Pirineo aragonés. Pero el pico más alto, al que se dirigían, había echado el telón muy a pesar de la ilusión que todos tenían por ver su objetivo desde aquel punto. Resoplaron al ver el panorama que tenían delante y maldijeron unánimes para sus adentros. No hacía falta pregonarlo.

    Esta vez, Antonio fue el primero en hablar.

    —Parece que este capullo de Aneto no nos lo va a poner fácil nunca.

    —¿No creéis que esta montaña ya se ha cebado demasiado con nosotros? —añadió Fer, el más cabizbajo de todos.

    Era el turno de Violeta. El alma montañera del grupo.

    —Es solo una montaña, y es la más alta de los Pirineos. Es bella, bonita y altiva por eso mismo, por todo lo que la engloba. Su altura, su clima y su historia.

    Su historia…

    A Violeta se le apagó despacio la voz al recordar. A veces era imposible no hacerlo. Pero siempre intentaba recomponerse después de que le invadiesen en su cabeza momentos tristes vividos.

    —Vamos a demostrarle quienes somos. Vamos, Fer. Ponte detrás de mí.

    —¡Buff! —resopló—, no sé, Violeta. Id delante como hemos hecho hasta ahora. Yo me siento protegido por el bambú de Carel aquí en la retaguardia.

    —Como prefieras. Pero ¡ánimo que es nuestro! —dijo, dejando a un lado cualquier pensamiento, o recuerdo, negativo e intentando inspirar toda la confianza posible.

    —La madre que parió a la meteorología pirenaica. Vamos para abajo, gallos. A destrepar se ha dicho —dijo Carel, cogiendo su palo y el piolet en la misma mano para que la mano libre le ayudase a apoyarse en las rocas en la obligada bajada del Portillón.

    —Ahí va la cabra cántabra. Ve piedras y pendiente y se viene arriba —dijo Fer, mientras esperaba su turno para descender.

    —Que no se diga, gallo.

    Violeta empezó a destrepar tras el cántabro, después de ella, Antonio, y a continuación, Fer, que estaba más pendiente de lo que tenía en frente que de las piedras que tocaba con las manos y con sus chirriantes botas. El nudo que se le iba haciendo en la garganta, las mariposas que le subían a toda velocidad por el estómago y el tembleque que empezó a sentir en las piernas le hicieron muy pequeño. Tanto, que en un momento tropezó cuando chocaron las puntas delanteras de los crampones con un saliente rocoso que no vio. Carel, al sentir un estruendo, se giró rápidamente.

    —¡Cuidado! ¡Piedra!

    Antonio y Violeta, que acababan de imitarle mirando hacia arriba, se apartaron de la trayectoria raudos y coordinados como un equipo de natación sincronizada. La jodida piedra se había propuesto aplastarles si no se daban prisa en tratar de esquivarla. La roca, del tamaño de una cabeza, empezó a coger velocidad produciendo un escalofriante sonido mientras chocaba con las paredes y el suelo del Portillón capaz de amedrentar al alpinista más liviano. Violeta y Antonio se solaparon a la pared reduciendo su silueta consiguiendo evitar el impacto del repentino misil. Por poco. Hasta que esta llegó abajo y fue tragada por la nieve con el arte que un pitcher de béisbol atrapa la pelota con el guante.

    —¡La madre que la parió, me ha rozado la crisma! —dijo Violeta, sudando de miedo—. ¿Estáis bien?

    Todos asintieron sin hablar. El susto fue mayúsculo. El de ellos por ver cómo el pedrusco les había rozado las cabezas y el del propio Fer que se había quedado colgado de un saliente con un solo brazo hasta que Carel ascendió para ayudarle a poner de nuevo los pies en el suelo.

    —Gracias, amigo. Te debo una —dijo, intentando recobrar la respiración—. Lo siento, chicos.

    Desde que sintió cómo se iban acercando al Portillón, notó cómo el alma se le encogía. La cabeza le estaba ganando la batalla. Y una vez se asomó al balcón, los recuerdos y los pensamientos empezaron a pasarle factura.

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