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Primeras luces
Primeras luces
Primeras luces
Libro electrónico295 páginas3 horas

Primeras luces

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Primeras Luces nos habla del futuro inquietante y luminoso que tenemos frente a nosotros.

Primeras luces es una novela acerca de lo que puede suceder en un futuro nada lejano, dada la posible evolución de las tendencias que están condicionando, desde ahora, la existencia de la humanidad y de las especies con las que compartimos el planeta. Ensus páginas se expone la forma en que las comunidades se engrandecen frente a situaciones límite, de cómo la conducta de sus integrantes roza lo sublime, su imaginación alcanza cimas insospechadas, su solidaridad se despliega sin límites profanos, su deseo de prevalecer supera cualquier egoísmo y el valor de los individuos se mide por su arrojo y su capacidad para procurar el bienestar colectivo. Primeras luces habla del gran reto y de la inspiración con que lo afronta un reducido grupo de valientes.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 nov 2018
ISBN9781524311513
Primeras luces
Autor

Alberto Carral

Alberto Carral es un economista egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con más de treinta años de experiencia en planificación, se ha especializado en el diseño de estrategias de todo tipo, en el estudio de la política y la geopolítica y, recientemente, en el desarrollo de aplicaciones geoprospectivas para Internet. Ha participado en más de sesenta proyectos deconsultoría y desarrollado metodologías y herramientas de software para el trabajo con expertos, la generación de modelos espaciales prospectivos, la definición de estrategias mediante juego de actores, la consolidación de emprendimientos empresariales, asícomo la intervención socioespacial mediante políticas públicas a escala nacional, regional y local. Actualmente, es socio fundadory director ejecutivo del Centro de Información Geoprospectiva y de Scenaries & Strategy. Ha publicado ensayos y artículos diversos,si bien Primeras luces es su primera novela.

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    Primeras luces - Alberto Carral

    1.Singularidad

    Destellos de color cobalto encendían esporádicamente las densas y ennegrecidas nubes que cubrían por completo el valle de Teón. El viento bramaba con una fuerza inusitada y el cielo crujía como si estuviese siendo partido de un tajo por la mitad. Era la víspera de la tan esperada y temida Singularidad. Al amanecer, Misael y Freyja salieron de Alcoma en sus bicicletas. De su casa, al sur de la ciudad, se enfilaron con rumbo al refugio que el Vidente había señalado como el lugar propicio para el nacimiento de Itzama. Tan de prisa como el abultado vientre de Freyja se los permitía, pedalearon hasta el Cerro de la Torre, donde se toparon con una gran fractura en la roca que recorría toda la estructura urbana, desde San Andrés hasta el Volcán Aplanado. Resultaba imposible intentar cruzar la zanja de más de cien metros de ancho y unos treinta o cuarenta de profundidad, además de que en diversos tramos de la misma comenzaba a aflorar material incandescente. Decidieron continuar a pie en dirección a la parte alta del volcán, superando los riscos de aquel campo escarpado hasta encontrar el origen de la falla geológica, que había emergido aquella mañana en que la tierra se sacudió como nunca lo había hecho. Por más de ocho horas avanzaron cuesta arriba sin detenerse y, una vez que estuvieron frente al cono, cubierto por la ceniza que no paraba de caer, lograron saltar al otro lado de la enorme trinchera y comenzaron a bajar con rumbo a la nopalera.

    Freyja había nacido veinticinco años atrás en la gran península del norte, cruzando el mar Oscuro. Era una joven y bella mujer que ostentaba el mismo nombre que la diosa de la mitología boreal y, dado que tenía la apariencia física de una guerrera acuática, muchos aseguraban que era descendiente de la serpiente con alas y pico de águila. Tal mito se hacía más duro cuando la gente se enteraba de que su abuelo era un arqueólogo e historiador que había venido a Teón, contratado por la Universidad de Nordon, precisamente para estudiar la leyenda del dios Acat y tratar de desentrañar las singularidades de la unión y el equilibrio entre el espíritu y la materia. La espigada mujer era de cuerpo atlético y estaba acostumbrada al esfuerzo físico, por lo que descendía por el rocoso terreno con paso firme. Eso sí, para evitar un tropiezo, la joven rubia lo hacía clavando la mirada en la agreste y sinuosa ruta que los conducía a la que sería la cuna de Itzama. Reflexionaba sobre el cúmulo de dificultades a las que tuvo que sobreponerse para hacer posible el nacimiento de la nueva era, pero estaba agradecida por la fortaleza que las circunstancias hicieron brotar en ella. Difusamente, recordaba con melancolía la imagen de su madre cuando, siendo ella una niña muy pequeña, la vio por última vez durante un viaje a Baltuse, y ese pensamiento la hacía anhelar con todas sus fuerzas la oportunidad de ver crecer al producto de su vientre. Sabía que se trataba de un sentimiento con alguna dosis de egoísmo, pero quería librar a su hijo del dolor que a ella le produjo la falta del amor maternal. Si bien esa carencia la ayudó a desarrollar recursos esenciales para afrontar los retos de la vida y la consolidó como una mujer autosuficiente, estaba persuadida de que compartir el milagro de la existencia con Itzama, darle todo su afecto y transmitirle sus duras experiencias, ayudaría al líder a forjar su carácter y a tener el equilibrio emocional requerido para guiar con sabiduría a su pueblo.

    —Detente un momento, que estoy muy cansada —le dijo Freyja a Misael, secándose con el mantón las pequeñas perlas de sudor que brillaban en su cara.

    —Claro que sí. Descansa el tiempo que necesites —respondió con cariño y comprensión su esposo.

    Unos pocos minutos después, Freyja reemprendió la extenuante caminata. Al anochecer, tras doce horas de travesía, avistaron el gran tronco del árbol llamado Palo rojo, junto al cual se ubicaba el hueco entre las dos afiladas piedras de basalto. Ahí los esperaban Tepeu y Valentina —padres de Misael—, así como Álvar, el amigo más cercano de la familia.

    Justo en el momento en que se encontraron con ellos y se disponían a ingresar a la cueva, Freyja inició el trabajo de parto:

    —Ya está cerca Itzama, lo siento entre las piernas —dijo a sus acompañantes, quienes, pese a la emoción que les causó la noticia, no lograron ocultar la preocupación en sus rostros, ya que aún faltaba un largo trecho por recorrer y las lámparas con dispositivo solar no durarían para siempre.

    Aunque la leyenda de la Cueva Mostoc era bastante conocida, solo unos cuantos privilegiados sabían del diminuto acceso que conducía a su compleja red de galerías subterráneas, pues la entrada principal a la misma había sido tapiada muchos años atrás. El reducto era una trampa mortal para quien no estuviese al tanto de los detalles de la caprichosa distribución de sus pasadizos, por lo que no podía ser más propicio para que el nacimiento de Itzama tuviese lugar sin contratiempos.

    Misael y su grupo avanzaron por el túnel de mayor diámetro y de varias millas de longitud. Al llegar al punto en el que la galería principal se convertía en una maraña de corredores, el líder se detuvo, como tratando de reconocer la ruta:

    —¿Qué pasa, Misael? ¿Te perdiste? —le reclamó Álvar, a quien el padre primerizo consideraba como su tío de sangre.

    —¡De ninguna manera! Conozco muy bien esta cueva y puedo identificar claramente en dónde nos encontramos, aunque debo reconocer que la sacudida de esta madrugada modificó considerablemente su morfología —respondió Misael con sobrada seguridad.

    —Más te vale, muchacho, porque de ti depende que el constructor de la nueva era llegue a este mundo —atajó Álvar.

    —No te preocupes, que a Itzama y a todos ustedes los conduciré a salvo hasta el templado albergue en el que nos acomodaremos para recibirlo —contestó con tranquilidad el inminente padre.

    A paso lento, pues Freyja mostraba signos evidentes de fatiga, siguieron la caminata a través del último corredor ubicado en el extremo izquierdo de la cueva. Con el ánimo de disipar un poco el cansancio y los temores de sus acompañantes, Misael no paraba de hablar. Alardeaba de haber recorrido varias veces cada una de las siete intrincadas galerías, en las que abundaban vetas muy ricas de una codiciada amalgama rocosa llamada plata verde. «Muchas personas inexpertas —decía— murieron de inanición dentro de ellas, debido a que se adentraron imprudentemente en sus grutas buscando fortuna». Y es que solo los ladinos tenían el mapa preciso de la ubicación de ese codiciado mineral, que se utilizaba en las aleaciones más delicadas de la fábrica inteligente. Los ladinos —un tipo de vesánicos poco violentos pero muy ambiciosos— administraban el tráfico del valioso botín y regulaban la entrada de extraños a la cueva. Aquellos visitantes y ladrones que se aventuraban a ingresar en ella eran de inmediato interceptados por estos siniestros entes, que deambulaban como sombras en todos sus rincones. Justo cuando Misael y su grupo salían de un estrecho y largo pasadizo —conocido como el paso del lagarto—, tres ladinos aparecieron intempestivamente frente a ellos, vestidos con extraños atuendos y pintadas las caras con una sustancia fosforescente de color naranja. Aterrorizada, Valentina gritó: «¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es lo que quieren?»

    Gracias a su destacada habilidad para relacionarse con todo tipo de gente, Misael explicó a esos atemorizantes personajes la razón de su estancia en el lugar y muy pronto logró ser aceptado por ellos, quienes, uno a uno, le revelaron los secretos de la Cueva Mostoc y le confirmaron la ruta hacia la mítica ventana al cielo, por la cual —después de haber soportado las agrias experiencias en los abismos más profundos y oscuros— era posible acceder a dimensiones distintas de la existencia. Misael y su familia comprendieron que los ladinos aludían, sin lugar a duda, al pliegue temporal que haría posible el paso a través de la Singularidad.

    Mil setecientos años antes, había hecho erupción el Volcán Aplanado y una gran extensión del sur del valle quedó cubierta por rocas extrusivas. En la medida en que se enfriaba el material ígneo que devoraba la montaña, lentamente los ríos de lava fueron forjando las paredes y el techo de una multitud de túneles con laberínticos recorridos. Muchos pensaban que en ese sitio se ubicaban las legendarias siete cuevas, sin que tal suposición hubiese sido demostrada hasta entonces. Otra de las tradiciones orales acerca del conspicuo lugar aseguraba que una de las galerías era la puerta de entrada a otra capa del espacio-tiempo, a través de una suerte de senda mística que conducía a quien ingresaba en ella hacia las primeras luces. Según esta versión, se trataba de un viaje que trascendía el portal de la muerte, más allá de los sentidos y de la percepción común, hacia un estado superior de discernimiento.

    Cuando tres de las cinco lámparas ya habían agotado su luz, al fin, poco después de la medianoche los expedicionarios llegaron al fondo del túnel, donde todo lo necesario fue cuidadosamente dispuesto para el recibimiento de Itzama. Las contracciones de Freyja eran ya recurrentes, por lo que se recostó en la improvisada piltra y se preparó para traer al mundo a quien enseñaría a los teonitas el camino hacia la refundación del pensamiento filosófico y del arte de vivir en equilibrio, a aquel mítico líder que los conduciría a justipreciar nuevamente todo aquello que le daba sentido a la presencia de las personas en el universo.

    _________

    Una y otra vez, las visiones y presentimientos de los seres más sensibles lo anticipaban. Aunque nadie conocía realmente su significado, en todo el mundo solo se hablaba de la inminente irrupción de la enigmática y temida Singularidad. Los astrónomos la caracterizaban como la bola subatómica del espacio-tiempo dentro de la cual las leyes de la física y el tiempo, tal como se las conoce, dejan de funcionar. Algunas personas aseguraban que, a su llegada, los reyes de toda la tierra habitada serían reunidos para la guerra, en una batalla final entre Dios y los gobiernos humanos. Otras decían que significaría solo un paso más en el viaje de las almas eternas a través de los cuerpos temporales. Muchas más afirmaban que, llegado el día, los humanos lograrían superar el temible pozo donde habitan las almas de los muertos, llevándose de ahí los huesos de la antigua civilización para renacer a nuevos estados de luz y emerger en los niveles más elevados de la región celeste. Muy ufanos, los vesánicos estaban convencidos de que en tal parteaguas nacería el poder supremo de los seres infinitos, el dominio omnímodo de los súper humanos. Los escépticos proclamaban que esas habladurías siempre habían existido y sencillamente se negaban a considerarlas con seriedad. Los kántors estaban persuadidos de que, al superar ese momento crítico, todos los seres vivos e inanimados del planeta hallarían un espacio de solidaridad y empatía en común.

    Interpretaciones abundaban, pero de lo que no había duda era que, muy pronto, ya nada sería como había sido. Poco a poco, inevitablemente, un profundo sentimiento de zozobra se adueñó del ambiente y el aire del mundo se impregnó de un desagradable tufo a oxitocina y adrenalina. Era el olor del miedo, del terror de millones de personas desamparadas frente a lo desconocido.

    _________

    Aún no amanecía y el calor ya hacía sudar copiosamente a quien todo mundo conocía como el Vidente, un sobrenombre que describía con precisión su probada capacidad para anticipar lo que iba a suceder. Demetrio miraba el movimiento circular del café con leche en el interior de la taza, cuando comenzó a sentir el desagradable vacío en el estómago que siempre lo acompañaba poco antes de que algún acontecimiento grande y poderoso tuviera lugar: venía a su mente la misma visión premonitoria, con esas escenas míticas que de algún modo lo tranquilizaban y a las que estaba más que habituado. Nunca lo había hecho, así que esta vez decidió grabar su experiencia con la intención de reflexionar sobre ella posteriormente. Tratando de hacerlo en silencio para no despertar a Dulce, Demetrio comenzó a dictarle al múltiple la silueta de tales imágenes: «Percibo un silencio asombroso, que armoniza con la transparencia cristalina del aire. La delicada quietud de la mañana fresca —impregnada con el inconfundible olor a sal y tierra húmeda— invita a la introspección. Frente a mí, sublime, el gran cuerpo de agua que poco a poco se va iluminando con los rayos del sol que se filtran entre los objetos del paisaje, junto al Volcán de Fuego. A lo lejos, distingo dos majestuosas águilas que levantan el vuelo y aletean casi en sincronía con el remo de la canoa que, con suavidad experta, manipula la mujer en su trayecto desde Alcoma hacia San Andrés. En medio del lago principal, apenas sobresaliendo, yacen los restos de la catedral de Teón. Entonces, siento el escalofrío en mi espalda, a la altura de las cervicales. Más que imágenes son sensaciones recurrentes desde la infancia, intuiciones precisas y minuciosas que brotan de un estado de consciencia profundo y sutil en el que se ponen de manifiesto indicios acerca del porvenir. ¿Será una epifanía? Difícil aseverarlo, pero sin duda es una experiencia inquietante y placentera, que me produce de manera concurrente desasosiego y esperanza».

    Demetrio se levantó de la silla y estiró los brazos hasta tocar el techo con las puntas de los dedos. Regresó a la recámara y se recostó a un lado de Dulce, a quien despertó con un cariñoso y apretado abrazo. Tendidos debajo del agradable edredón blanco, sus rostros quedaron a centímetros de distancia. Hipnotizado por la enigmática profundidad de sus ojos negros y atraído por sus labios húmedos, él se dejó llevar y la besó, primero con suavidad y luego desenfrenadamente. Tomándola con firmeza por la cintura, Demetrio dio un giro hasta que ella estuvo encima de él. Con delicadeza, y dándose el tiempo necesario, levantó la camiseta de Dulce y se deshizo de sus pequeñas bragas. Recompensando su iniciativa, ella bajó el cierre y desabrochó el botón del pantalón de Demetrio. Ávidos del tibio contacto de sus cuerpos, dieron paso a ese amor que siempre se hacía presente sin reservas. El ritmo, la coordinación y el ensamble eran perfectos. Se comportaban como si fuese la primera vez que estaban juntos, tal vez intuyendo que sería la última.

    _________

    Desde que el planeta fue alcanzado por la temida desviación del clima, la temperatura media se elevó varios grados en forma repentina y el equilibrio atmosférico y marino prevaleciente hasta entonces desapareció para siempre. En Sihal, la comarca más septentrional de los Reductos del Norte, los habitantes sufrieron los demoledores efectos de esta «mudanza climática», tal como sucedió en todas las ciudades y los campos del mundo por igual. A las casi insalvables complicaciones para el abastecimiento de agua y alimentos, se sumaron enfermedades epidémicas, congelamientos y golpes de calor masivos. Todas estas penurias derivaron en conflictos económicos, sociales y políticos tan profundos, que la vida dejó de ser como antes.

    Para evitar las insoportables temperaturas y los repentinos aguaceros, Tawahopi trabajaba de las cuatro a las ocho de la mañana en Spektor Farm. Como cualquier otro día, aquel cinco de agosto el muchacho se entretenía deshierbando una de las veinte camas de hortalizas que había construido en la parte baja del solar, cuando fue sacudido por una potente vibración que provenía del subsuelo. De inmediato, se agachó, colocó las palmas de sus manos sobre la tierra y percibió cómo la extraña trepidación se iba desvaneciendo hasta desaparecer. Levantó la cabeza para observar el cono del volcán Santa Lucía y confirmó que no daba señales de actividad; sin embargo, de la nada, una gruesa nube negra y rojiza en forma de remolino oscureció el cielo y el viento se hizo presente, primero con discreción y, luego, con una rebeldía hasta entonces desconocida. Tawahopi experimentó algo parecido a una descarga eléctrica que recorrió todo su cuerpo, desde la cabeza hasta sus extremidades, al tiempo que su corazón empezó a latir a gran velocidad. Se puso de pie y fue corriendo a buscar a su esposa, pues presentía que la mítica Singularidad se haría presente en cualquier momento.

    Dentro de la casa, Sholitza —dirigente de la tribu de la fría comarca de Sihal— parecía penetrar con la mirada los insondables pliegues del tiempo. A través de la ventana, escudriñaba el horizonte intentando comprender el origen del perturbador movimiento que acababa de sentir bajo sus pies. Cuando Tawahopi entró en el recinto y Sholitza notó su expresión de preocupación, la preñada madre le dijo con serenidad: «Tawa, bajemos cuanto antes al refugio subterráneo porque Zianya está por nacer». Frenético, Tawahopi recorrió de un lado a otro el interior de la bella casa, construida con delicadas maderas de arce y adornados sus muros con finos y coloridos textiles, elaborados por los sihalitas. En pocos minutos, el esmerado padre tuvo listo lo indispensable para que el advenimiento de su hija tuviera lugar sin sobresalto alguno.

    Cargando una valija de buen tamaño, Tawahopi tomó de la mano a Sholitza, quien ostentaba un embarazo muy avanzado y estaba a punto de dar a luz a Zianya, descendiente directa —por parte de su padre— de quienes poblaron originariamente aquella parte del mundo, ubicada al noroeste del continente. Al igual que Itzama, con quien se uniría dieciocho años después en el valle de Teón, se sospechaba que Zianya sería un ser muy especial, pues llegaría al mundo poseyendo las preciadas virtudes de los kántors de aura magenta.

    —Vamos —le dijo Tawahopi.

    —Llegó la hora —respondió Sholitza, avanzando con dificultad y sosteniendo con la mano que le quedaba libre su enorme y puntiagudo vientre.

    Cruzaron por última vez el portal de madera —decorado indistintamente con signos muy antiguos de su civilización milenaria y símbolos de la edad de las inteligencias no naturales— e ingresaron al sólido refugio que habían edificado muchos años antes, cuando tomaron consciencia de lo inevitable. Mientras bajaban por la escalinata, Tawahopi abrió grandes sus ojos cuando un nuevo y grave rugido proveniente del subsuelo los volvió a sacudir. Instintivamente, el joven quiso apresurar el paso, pero se sosegó al ver el rostro luminoso de su esposa. En ese momento se sintió un hombre orgulloso, pues Scholitza llevaba dentro de sí la simiente de la nueva era.

    Tawahopi había heredado la sensibilidad del más antiguo jefe de la tribu y sabía que las formidables alteraciones en el clima solo habían sido el preludio del aterrador escenario que ahora se precipitaba sobre su comunidad y su familia. Sin embargo, también tenía la certeza de que las cosas malas que intuía traerían consigo cambios radicales, con los cuales la naturaleza recuperaría los equilibrios perdidos casi dos siglos atrás, cuando terminó la vida y comenzó la sobrevivencia en la tierra de sus antepasados. Comprendía que era necesario prepararse para lo que venía, pues se trataba de un drama que apenas comenzaba y que se prolongaría por

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