Cualquiera de las quince películas que se hicieron sobre el Titanic –la primera estrenada tan solo un mes después de la tragedia–, apenas alcanza a reflejar el drama al que debieron enfrentarse cada una de las personas que, en la madrugada del 15 de febrero de 1912, corría en busca de uno de los veinte botes salvavidas (con capacidad para 65 pasajeros) en la cubierta del hotel flotante más lujoso del mundo. Mientras, las gélidas aguas terminaron silenciando los violines de los ocho miembros de su orquesta, que entonaban una versión del decimonónico himno Nearer, my God, to Thee, de la poetisa británica Sarah Flower Adams (1806-1848).
Ni siquiera los efectos especiales con los que (1954) rodó la última versión del (1997) consigue dramatizar la verdadera tragedia que vivió la gente que viajaba en él, y de la que solo ha quedado el testimonio de unos pocos supervivientes. (1905-1996), una de las niñas que sobrevivió al naufragio –entonces tenía siete años–, describía en el programa (1988) los últimos instantes antes de que el Titanic terminara sumergiéndose definitivamente bajo las aguas: “Mi madre había tenido una premonición y nunca se acostó por las noches en el barco: siempre permanecía sentada. La única cosa que ella creía firmemente, y lo pregonaba, era que el Titanic era prácticamente insumergible. Esa era la creencia general; pero creer que un barco es insumergible es como tentar a Dios… Esperaba que mi madre dijera: ‘Lo veis, ya os dije que algo iba a pasar’. Pero no dijo nada, se quedó allí quieta.