Fisiología del flanêur
Por Louis Huart
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Paseante ocioso, agudo observador de la muchedumbre, la figura del flanêur apareció a principios del siglo XIX por los bulevares y pasajes de París coincidiendo con el levantamiento de la gran ciudad moderna. Fisiología del flanêur, publicado en 1841, representa uno de los intentos más precoces de fijar su arquetipo. Louis Huart relata con gran sentido del humor quién era y cómo vivía ese hombre a quien Balzac definió como el único «verdaderamente feliz en París».
Buenas piernas, oído fino y vista aguda son sus cualidades, pero quizá el flanêur hoy represente algo más: un peculiar ejemplo de solitaria felicidad.
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Fisiología del flanêur - Louis Huart
piccola
14
Louis Huart
Fisiología del flâneur
Título original:
PHYSIOLOGIE DU FLÂNEUR
Primera edición: marzo 2018
© 2018 de la presente edición: Gallo Nero Ediciones, S. L.
© 2018 de la traducción: Delfín Gómez Marcos
© del diseño de colección: Raúl Fernández
Maquetación: Sergi Puyol
Conversión a formato digital: Ingrid J. Rodríguez
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo
propuesto por Ace Traductores
ISBN: 978-84-19168-31-3
LOGOS COMPUESTOSProyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
traducción de
Delfín Gómez Marcos
Fisiología del flâneur
Nueva definición del hombre
Aristóteles, Platón, Sócrates, monsieur de Bonald, monsieur Cousin y un gran número de filósofos y naturalistas, cuyo detalle se haría pesado para usted y para mí, han ido proponiendo sucesivamente nuevas definiciones de ese animal al que venimos llamando hombre.
Hubo quienes dijeron que el hombre era una inteligencia servida por órganos, lo cual daría en el clavo de referirnos a un buen número de tenderos más bien tardos, a accionistas e incluso a los pares de Francia.
Otros se limitaron a declarar que el hombre es un animal bípedo y sin plumas, lo cual, como observó con agudeza Diógenes,¹ nos coloca al mismísimo nivel de un simple gallo que se libra del fuego y huye desplumado.
Dicho esto, para completar la definición del hombre Platón debería haber añadido que, además de ser un animal bípedo y sin plumas, no está destinado a acabar dando vueltas atravesado por un asador, y aún así los salvajes de los mares del Sur tendrían algo que decir al respecto, filosófica y gastronómicamente.
Beaumarchais declaró por boca de Fígaro que el bípedo en cuestión no se distinguía de otros animales sino comiendo sin hambre, bebiendo sin sed y haciendo el amor a todas horas.
Esto nos va acercando un poco más a la verdad. Sin embargo, todavía no nos termina de satisfacer esta definición, y es que un gran número de gente no está en situación de distinguirse por aquello que precisa Beaumarchais: hay muchos pobres diablos que no pueden comer, ni siquiera cuando tienen hambre. El hombre se alza por encima de todos los demás animales únicamente porque sabe caminar sin rumbo.
Podemos incluso afirmar que es ahí donde reside su superioridad social y, a pesar de monsieur de Beaumarchais, que nadie duda que era un hombre listo, diremos que es lo que distingue en esencia al hombre de la bestia. ¡En efecto! Lo que hace del hombre el rey de la creación es que sabe echar a perder su tiempo y su juventud en todos los climas y estaciones posibles.
Estudie con detenimiento el comportamiento y las costumbres de cualquier animal que se le ocurra, y se maravillará de la exactitud de esta observación. Con el estómago lleno, el mono salta, el perro corre a derecha e izquierda, el oso gira sobre sí mismo, el buey rumia, y así todas las demás criaturas que, en mayor o menor medida, hacen de la superficie terrestre un lugar más bello. Pero solo el hombre acude después de haber comido a comprarse un cigarro por cuatro perras para luego deambular por las calles.
De este modo, verá que tenemos motivos suficientes para definir al hombre como un animal bípedo, sin plumas, con gabán, que fuma y pendonea.
Observará igualmente que, para distinguirse de aquellos monos que se pasean ocasionalmente por el bosque, se sirve de un bastón; y es que, por un exceso de civilización, el flâneur parisino intenta llevar siempre consigo su bastón: no es útil, pero sí incómodo. Si la diferencia entre estos dos animales inteligentes es difícilmente perceptible, por el contrario los puntos en los que se asemejan son numerosos y destacados. Los monos también parecen no pensar en nada, no inquietarse, no ocuparse en nada. Tuercen uno y otro a derecha o a izquierda sin razón, sin objetivo, y vuelven sobre sus pasos sin más motivo; ambos se comen con los ojos a las mujeres y les lanzan carantoñas más o menos amorosas; por último, ambos destacan por la indiscreción de hacerlo en lugares públicos. No quisiéramos dar a entender que el flâneur se permite todas las insensateces del mono, sino que nada es sagrado para él; pueden verle deambulando por el Palacio Real, por el templo del Señor, por el santuario de la Justicia, o por cualquier lugar en el que se puedan encontrar bellas damas y tengan