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Manual del aficionado taurino
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Libro electrónico177 páginas2 horas

Manual del aficionado taurino

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El manual para conocer el trasfondo del mundo del toro, todas las claves que hacen de cada corrida un acontecimiento único.

La corrida de toros tiene un trasfondo complejo. Y para entender el discurso que ésta dicta se hace necesario conocer los términos que los protagonistas emplean. No hablamos solo del toro y el torero, de cómo se comporta el toro, de por qué el torero se mueve hacia acá o hacia allá, de por qué los subalternos se colocan en sitios rigurosamente determinados y que responden a distintas jerarquías, sino que también debemos hablar del público, de nosotros, de los que acudimos a presenciar tal acontecimiento.
Este Manual del aficionado taurino contiene todas las claves necesarias para entender la corrida de toros, su desarrollo, función y simbología. Dividido en cuatro capítulos en los que se analizan los actores fundamentales de este acontecimiento secular (El público y sus circunstancias; La plaza de toros y su lugar en el mundo; La lidia: geometría y locura; El toro tiene dos cuernos y deuteranopía), además de un epílogo del torero Rafael González Chiquilín, esta obra resulta imprescindible tanto para el neófito como para quien siendo aficionado, desee profundizar en las esencias de la tauromaquia.
Un libro que viene a actualizar la bibliografía sobre un tema en continua transformación y que sin embargo permanece fiel a sus raíces.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento13 abr 2020
ISBN9788418205972
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    Manual del aficionado taurino - González Viñas

    INTRODUCCIÓN

    «Luz, más luz», fueron las últimas palabras pronunciadas por Goethe en su lecho de muerte, según relató posteriormente su médico, Carl Vogel. Y luz, más luz, sol, más sol, es lo que se necesita para entender en toda su esencia lo que ocurre en una plaza de toros y cómo se desarrolla una corrida de toros. Para un profano, pongamos alguien que no haya leído a Goethe, lo que ocurre dentro de ese edificio circular que llamamos coso taurino puede ser un enigma de imposible resolución. Pero también para el asiduo, la complejidad del suceso puede llevarle a juicios demasiado ligeros o a confundir lo esencial —lo que verdaderamente conforma el discurso de la tauromaquia— con lo superfluo, la moda de cada tiempo. Así, por muy estéticos que sean los pases de adorno y la capacidad del matador para torear al toro con la mano derecha, nada ha habido ni habrá nunca que ofrezca más luz sobre la tauromaquia que el uso por parte del torero de la muleta con su mano izquierda. ¿Es consciente el público de toros de ello? A priori, solo los entendidos, que no son pocos, valoran en su justa medida el peso de la mano izquierda sobre todo lo que acontece dentro del ruedo; de lo profundo sobre lo superficial. Aunque a veces sea sin ser consciente de toda su magnitud, el espectador de toros percibe lo esencial: cuando un torero tiene la capacidad de torear con la izquierda como si tratase de asomarse al abismo de la vida, los olés que surgen de las gargantas de los aficionados se asemejan mucho a aquellos olés que el escritor francés Michel Leiris calificó como «gritos de orgasmo» en su libro Espejo de la tauromaquia (1938).

    En la corrida de toros se desarrolla un concepto intelectual; un discurso de dos rombos, para mayores de edad. En un símil musical, el toreo es concierto sinfónico o una ópera, y otras formas de tauromaquia como los festejos populares, las sueltas de vaquillas, los toros ensogados, serían música folk. Pero no hay que llevarse a engaños ni despreciar este tipo de manifestciones «menores», pues son fundamentales para comprender por qué existe la corrida de toros. Quien anclado en la superioridad de la corrida de toros, como quien se cree homo sapiens, desprecia los festejos populares, como si fuesen homo erectus, comete el mayor de los pecados, aquello que los griegos llamaban hybris, el pecado de la soberbia. Y en este caso, este pecado no es venial, pues despreciar los orígenes es despreciarse a uno mismo y traicionar tu propio discurso. En un símil pedagógico, quien antes de ir a la corrida no ha visitado un festejo popular sería como quien pretende cursar el primer curso universitario de Filosofía y Letras sin haber pasado antes por la escuela primaria.

    La corrida de toros tiene un trasfondo complejo. Y para entender el discurso que ésta dicta se hace necesario conocer los términos que los protagonistas emplean. No hablamos solo del toro y el torero, de cómo se comporta el toro, de por qué el torero se mueve hacia acá o hacia allá, de por qué los subalternos se colocan en sitios rigurosamente determinados y que responden a distintas jerarquías, sino que también debemos hablar del público, de nosotros, de los que acudimos a presenciar tal acontecimiento. Efectivamente, el público, los espectadores como conjunto, son también parte de la corrida de toros, parte de ese ritual sacrificial, si tomamos el término acuñado por el sociólogo Pitt—Rivers y aceptamos que en este extraño acontecimiento que ha escapado a la arqueología y se ha perpetuado vivo, lo que se está produciendo en realidad es una representación ancestral que el curso de los siglos ha modelado, corregido y, cual espectáculo barroco, ornado en hojarasca. Es por eso que en esta obra se analizará qué es algo tan peregrino como la suerte contraria, pero también el por qué no resulta conveniente ir a la corrida con chanclas y chandal —¡qué coincidencias de ches!— ni por supuesto borracho —¡otra che!—. La borrachera, la embriaguez, nos la debe producir el torero con su faena.

    La respuesta a todo lo que ocurre o puede producirse en una corrida de toros la resumió muy bien el profesor Tierno Galván cuando escribió que las corridas de toros no son un espectáculo, afirmación que el recordado profesor cerraba con la más inteligente reflexión jamás escrita sobre el asunto: las corridas de toros son un acontecimiento. Y antes de situarnos en lo que significa ese acontecimiento, no estaría de más añadir que en la corrida de toros, filosofías aparte, lo que se nos ofrece es geometría, pura geometría. Una geometría gobernada por el número tres, por los tres toreros, los tres tercios, los tres subalternos, las tres divisiones arquitectónicas de la plaza, el terno o vestido de torero y así casi ad infinitum. Es por ello que se exige también una explicación y detenimiento en todos estos elementos que conforman este extraño acontecimiento al que llamamos corrida de toros y que emplea términos tan etéreos como temple y otros tan prosaicos como puya o cabestro, palabras que, por cierto, empleadas fuera del coso taurino se transforman en algo muy distinto. Todo ello se intentará desgajar aquí de ese círculo perfecto que es la plaza de toros, para que quizá sirva como guía, como libreto traducido de una ópera de un texto cuneiforme que solo unos pocos iniciados parecen capacitados para comprender en su cabal medida. El objetivo no es otro que todos podamos sentirnos plenamente parte de ese acontecimiento que acaba con la muerte de un toro que ha visto pasar ante sus ojos los capotes rosas, las muletas rojas, las banderillas engalanadas, las espadas de brillante acero, los toreros ungidos de oro o plata y el público voraz y partícipe. Un toro que, por cierto, ha vivido cuatro años libremente en el campo y cuyo destino final, al igual que sucede con los pobres animales estabulados de la ganadería industrial, será el de ser consumido en filetes por la especie humana. La corrida de toros, en la que la vida y la muerte se suceden, es una cosa muy seria. Quizá por ello es, junto a la misa, el único acontecimiento que en España siempre ha empezado a su hora en punto. Un enorme reloj en cada plaza nos señala con su sombra. A la hora marcada en los carteles, ese círculo horadado se convierte en un vórtice.

    1. El público y sus circunstancias

    «Es el pueblo el que quiere ser torero porque quiere vivir,

    es el que quiere torear porque quiere hacer milagros».

    (Ignacio Sánchez Mejías)

    El público, los espectadores, la afición. ¿Quién es el público de toros? ¿Qué busca? ¿Qué pretende? Para el profesor Tierno Galván, en el espectador de toros no cabe la indiferencia: «acudir a los toros es un acto de brutal sinceridad social, que nos delata, en cierto modo, ante los demás». Ya puestos habría que añadir que lo mínimo que ha de saberse al acudir a la plaza es el ser conscientes de que formamos parte de aquello que hemos ido a contemplar. Incluso en el caso de que fuese la primera vez que nos acercamos a ver una corrida de toros, lo fundamental no es tanto el conocer teóricamente lo que allí puede desarrollarse, lo que podremos ver en la arena, sino que lo importante es conocerse a sí mismo. El gnosce te ipsum latino, el gnothi seauton griego, es aquí simplemente saberse partícipe del acontecimiento que se desarrolla. Esta es la gran diferencia entre el aficionado a los toros, aunque lo sea solo por un día y salga espantado de lo que ve, y el público que asiste a otro tipo de festejos. El público de toros es un ente, un ente con vida propia, que a veces multiplica sus tentáculos con voces distintas, la famosa división de opiniones; una disparidad de pareceres que en muchas ocasiones se atribuye al mayor o menor conocimiento de lo que ocurre durante la lidia. La estrambótica división entre público y aficionados existe; sí, es cierto; pero a efectos celestiales, vistos desde una nave espacial por un grupo de extraterrestres que desdeñan ensuciar su poder aterrizando su platillo volante en la plaza de toros, la masa que conforman los espectadores es una unidad. Podemos recurrir de nuevo a Pitt–Rivers y su teoría ritual de la corrida en la que describe al público como los oferentes de una víctima (el toro) a la divinidad. Pero tampoco hay por qué complicar las cosas. Incluso antes de entrar en la plaza de toros, el espectador se ve envuelto en una vorágine, en la indescriptible ansiedad que se respira en los aledaños. En tiempos no tan antiguos, los espectadores acudían a la plaza a mediodía, aunque la corrida no comenzase hasta seis horas después. Quizá para ir digiriendo con calma la ansiedad que galopa al ritmo del reloj y que devora a todo aquel que tiene una entrada en la mano. Pero la calma no es allí posible: en los alrededores de la plaza de toros los aficionados siempre se saludan con prisa, con los ojos buscando el número de su puerta de entrada. Los aficionados a los toros entran sin uñas a la plaza; la impaciencia las ha devorado. Casi no hay tiempo para compartir esa comida que nos sumergiría en el ambiente: el sabroso plato del rabo de toro, tan condimentado y que identifica plenamente el fin al que en última instancia están destinados los toros que serán estoqueados en la plaza: alimento para el homo sapiens. ¿Somos conscientes de ello? Porque por mucho que parezca que el objetivo de la corrida de toros es la fama del torero, la vivencia de momentos indescriptibles de pasión por parte de los espectadores o la defensa de unos valores, la realidad final, el ocaso de la corrida, es la carne del toro despiezada —en la misma plaza—, vendida en la carnicería, comprada por un ser bípedo y cocinada, si con vino tinto, mejor. Birth, school, work, death, cantaba el grupo de rock The Goodfathers en 1988. Nacimiento, escuela, trabajo, muerte. Eso vale para el torero y los espectadores. Para el toro, no se olvide nunca y sirva de defensa de la animalidad humana, de la que participamos todos aquellos que no llevamos alas angelicales, es birth, school, lidia, death y después nos los comemos. Así acaba el toro, vayamos a ver cómo comienza la corrida de toros.

    Todo comienza con los carteles de toros. En letras bien grandes se escribe primero, desde el siglo XIX, el nombre de la ciudad. Tan acostumbrados como estamos hoy día a que los equipos de fútbol sean los representantes de las ciudades, reconforta ver que los carteles de toros aún nos hablan en mayúsculas del lugar en el que vida y muerte se encuentran. En los toros no hay reales clubes deportivos, sportings, rácings ni reales sociedades. En los carteles de toros la ciudad aún resuena rotunda. Incluso ciudades pequeñas, ciudades acobardadas por el devenir de los tiempos, ostentan una gloria efímera los días que se anuncian los carteles, y las calles y las revistas especializadas pueden mostrar con rotundidad la importancia de ciertos nombres que pasan desapercibidos en la crónica social o deportiva del país. Ronda, El Puerto, Colmenar, Linares compiten entonces con Madrid, Sevilla o Valencia. Y si nos extendemos más allá de las fronteras españolas, Ayacucho, Nimes o Villafranca de Xira demuestran que sus nombres en la cabecera de un cartel de toros les dan algo así como un estatus de beatificación a efectos vaticano—taurinos.

    Desde finales del siglo XIX, gracias a los avances de las técnicas tipográficas, al nombre de la ciudad le siguió en los carteles, en orden vertical de arriba a abajo, una ilustración. Un toro, un torero, un lance de la corrida dibujado o pintado por un cartelista o incluso por pintores de la talla de Julio Romero de Torres o Miquel Barceló en tiempos más recientes. Tanto tiene de simbólico haber contribuido a embellecer el cartel que un torero como Luis Francisco Esplá, no contento con actuar, también ha mostrado su arte pictórico en tal menester. Hubo auténticos cartelistas de renombre cuya fama no estriba en su obra como pintores sino como pintores de carteles de toros, tal fue su grado de especialización y dedicación. Un artista por ejemplo como Ruano Llopis, conocido por todos los aficionados a los toros es, fuera del mundo taurino, un apunte a pie de página.

    Debajo de la ilustración aparecen entonces los pormenores de la corrida, disminuyendo el tamaño de la letra a la vez que lo hace la importancia de lo que se anuncia. En primer lugar aparecen los toros. Los toros por encima de los toreros. Concretamente el número de toros y el nombre de la ganadería. 6 Toros 6, se dice, de la acreditada y famosa ganadería de Miura, Pablo Romero, Conde la Corte... Y cuando se leen esos nombres evocadores, el aficionado se imagina un campo verde con encinas en la que esos toros defienden su pertenencia a una raza, a una casta determinada. Se imagina que esos toros no llevan vivos cuatro años, la edad del toro adulto listo para ser lidiado, sino que se imagina que tienen siglos de vida, tantos como el nombre de la ganadería. Y así, cuando unos aficionados recorren 1.000 kilómetros para ver una corrida de la ganadería de Miura, se imaginan que el mismísimo Juan Miura, el fundador de la mítica ganadería en el año 1842, ha escogido él mismo los seis toros, vivos desde entonces, para que puedan ser lidiados ahora, casi dos siglos después. Tal es la fuerza del nombre de la ganadería, del apellido de los toros. El nombre como argumento bíblico.

    A continuación del nombre de la ganadería aparecen los nombres de los toreros. El primer nombre, el que abre plaza, será el de aquel torero que antes haya tomado la alternativa, la ceremonia que otorga el derecho a torear toros mayores

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