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De Madrid a Nápoles
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De Madrid a Nápoles

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De Madrid a Nápoles es un gran libro de viajes. En él se narra el itinerario que se indica en el título, que llevó a Pedro Antonio de Alarcón a recorrer Francia, Suiza e Italia. Sus minuciosas descripciones de lo cotidiano y de lo insólito han hecho de este libro una referencia de este género.


Fragmento de la obra

I. Marsella
El día 29 de agosto de 1860, a las ocho y media de la noche, salí de Madrid en el tren-correo con dirección a Valencia, a donde llegué al día siguiente a las doce de la mañana.
Valencia era para mí una antigua conocida y hasta una amiga si queréis. Por otro lado, yo la he descrito ya muchas veces en prosa y verso. Haré, pues, esta vez lo que hice aquel día; que fue entrar por una puerta y salir por otra, después de haber visado mi pasaporte en el consulado de Francia y de haber tomado mi pasaje en el vapor Philippe-Auguste, de las Mensajerías Imperiales, que debía partir aquella tarde para Marsella.
A eso de las cinco encontrábame ya a bordo. Tomé posesión del camarote en que había de vivir dos días, y subí sobre cubierta a hacer lo que hace toda persona bien nacida cuando abandona su patria: a mirarla con ojos de amor hasta perderla de vista.
A las seis levamos anclas y el vapor se puso en movimiento.
La mar estaba tranquila…, el Sol se había hundido tras el cabo de la Nao… Yo pensé en lo que se piensa y sentí lo que se siente en momentos semejantes. Bendije con la intención patria, familia y amigos, y cuanto dejaba en pos de mí…, y la campana me llamó a comer.
Encogime de hombros y penetré en el salón de popa.
IdiomaEspañol
EditorialLinkgua
Fecha de lanzamiento1 abr 2019
ISBN9788499530383
De Madrid a Nápoles

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    De Madrid a Nápoles - Pedro Antonio de Alarcón

    9788499530383.jpg

    Pedro Antonio de Alarcón

    De Madrid a Nápoles

    Pasando por París, Ginebra, el Mont-Blanc, el Simplón, el Lago Mayor, Turín, Pavía, Milán, el Cuadrilátero, Venecia, Bolonia, Módena, Parma, Génova, Pisa, Florencia, Roma y Gaeta. Viaje de recreo, realizado durante la Guerra de 1860 y sitio de Gaeta en 1861

    Barcelona 2024

    Linkgua-ediciones.com

    Brevísima presentación

    La vida

    Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.

    Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».

    Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.

    Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.

    Dedicatoria

    Te dedico este libro más, amigo mío.

    Perdona que oculte otra vez tu nombre al público; pero lo hago obedeciendo al mismo escrúpulo de pudor que me impulsaría a estorbar que mi hermana o mi hija apareciesen sobre el tablado de la escena pública.

    Es piedad o egoísmo... No sé.

    Quizás tengo a mengua o desventura la triste condición que nos arroja a los artistas sobre la arena de un anfiteatro a ser pasto del ocio de nuestros semejantes, y no quiero ni por un momento hacerte partícipe de mi vergüenza.

    Quizás porque es tu amistad el mejor triunfo de mi vida privada, deseo que nadie la conozca, temeroso de que adquiera los funestos visos de la vida literaria y haya quien me la dispute y arrebate.

    Quiero, en suma, tenerte de reserva en la oscuridad de mis afectos íntimos, a fin de que me hagas olvidar, como hasta aquí, las agonías del espectáculo diario que el escritor dio al mundo, entregándole los secretos de su corazón y de su inteligencia, y descansar a tu lado de las rudas faenas del combate.

    Tu imaginación privilegiada, que todo lo sondea, lo comprende y se lo apropia, habrá conocido ya toda la verdad, toda la ternura de lo que te digo.

    Gracias: estoy contento, como si acabara de hacer una buena obra.

    Ahora atiende; que empieza el literato.

    Tu amigo,

    Pedro

    Prólogo

    Mucho tiempo he vacilado antes de publicar estos apuntes; y en verdad os digo que si la llamada civilización acostumbrase a quemar a los que reniegan de ella, me hubiera guardado muy bien de coger la pluma para referiros mi viaje de Madrid a Nápoles.

    Y es que el presente crédito va a ser mirado por los modernos filósofos (suponiendo que lo lean), como una herejía social, como un atentado a la actual civilización, como una protesta contra el espíritu del siglo.

    En cambio no faltará un teólogo intransigente que lo califique de heterodoxo, o cuando menos de ecléctico, sospechoso y hasta racionalista.

    Y, sin embargo, yo no puedo menos de darlo a luz. Quod scripsi, scripsi; y a mí me anima una profunda convicción y verdadera conciencia de las extrañas opiniones que he de emitir en el contexto de esta obra.

    Pero os repito que la tarea que me impongo es sumamente grave; que sería peligrosa en épocas de intolerancia, y que hoy será objeto de diversas y acaloradas censuras.

    Digo más: hay en todos los campos tantos hipócritas, fariseos y mercaderes, que afectan creer, para sus menguados fines, lo que yo creo firme y verdaderamente y pienso proclamar en alta voz, que al verme colocado fuera del círculo de sus pasiones, juzgar imparcialmente su contienda, filósofos y teólogos recordarán algunos episodios de mi pobre vida pública, y me negarán la competencia, la sinceridad y la buena fe, si ya no es que unos y otros se empeñan en afiliarme en cierta escuela filosófica o tal partido político, llamándome (Dios se lo perdone) neocatólico o demagogo, según que mejor les cuadre y favorezca.

    Error, y error crasísimo será este. Bien que, de muy antiguo, uno de los males que más afligen a los pueblos y a los gobiernos, es confundir la política con la filosofía; lo ideal con lo práctico; lo especulativo con lo factible; las aspiraciones de un buen deseo con la gestión concreta de las cosas dadas; como si no pudiera comprenderse que hubiese hombres liberales en política y reaccionarios en filosofía, del mismo modo que conocemos a muchos que siguen una política reaccionaria, mientras que en su fuero interno son libres pensadores de la extrema izquierda.

    Fuera de esto, y descendiendo a más llanas explicaciones, os diré las causas de mi viaje y de mi libro; y lo que uno y otro han venido a ser en último resultado, a fin de que no me leáis a ciegas ni concibáis esperanzas que defraudarían las primeras hojas.

    El origen o el móvil del viaje no pudo ser más serio, más importante, ni de mayor consideración.

    —España —me dije el año pasado—; la nueva España, hija y heredera de aquella gran nación de su mismo nombre que dominó en Europa; esta España que quedó huérfana y en la menor edad cuando murió su madre en las gloriosas y calamitosas guerras de la Casa de Austria; esta pobre adolescente que tanto ha sufrido bajo tutores y curadores y a quien vemos crecer y hermosearse más y más cada día; esta gallarda joven cuya mayoría quiso declarar la Francia hace pocos meses (a lo que se opusieron otras naciones), pero que, menor y todo, empieza a cuidar ya de su porvenir y de sus intereses, esta España, decía yo, demuestra un afán decidido por parecerse, por semejarse, por igualarse, si posible le fuera, a las naciones más adelantadas de Europa, y muy especialmente a la Francia, su hermana y su rival en todos tiempos. A este fin, nuestra patria no omite medio alguno. Ella sigue sus modos, imita sus costumbres, adopta sus invenciones, se asimila sus adelantos, se da sus leyes y reglamentos, aspira a disfrutar su bienestar, a dividir su poderío, a participar de su fortuna. Francia, en fin, es su modelo, su ideal de perfección, el término adorado de sus miras. Pues bien, seguí diciéndome: vamos a Europa; vamos a Francia. Esto equivaldrá a hacer un viaje al porvenir de nuestro pueblo. Estudiemos el tipo que nos proponemos copiar. Sepamos lo que seremos el día que lleguemos al grado de prosperidad que deseamos. Veamos si efectivamente reside allí el bien apetecido; si allí son más felices que nosotros; si hay verdadera dignidad en ser lo que ellos son; o si, desgraciadamente (y como dicen algunos), vamos en pos de una mísera loca, olvidada de Dios y de sí misma, de una bacante ebria, de una cortesana revelada contra la virtud, que pudiera arrastrarnos al abismo. Conozcamos, en suma, la actual civilización.

    Por otra parte, en aquel tiempo era cuando principiaba a arreciar de nuevo la tempestad italiana que ruge todavía, que tanto ha destruido y tanto amenaza destruir.

    —La revolución de Italia —me dije yo con espanto—, se parece a la prosperidad de Francia en que unos la creen la aurora del gran día de la libertad y la felicidad de Europa, mientras que otros la califican de crepúsculo de muerte de la actual civilización. Úrgeme, pues, tanto conocer la cuestión de Italia como el estado de Francia. Quizás estos dos problemas se resumen en uno solo. La revolución de Italia es el volcán que revienta; pero su verdadero foco, el depósito de materias ebullicientes está en París. Lo uno es la manifestación de lo otro. De aquí que la erupción vaya acompañada de un terremoto europeo. La vieja Italia y la nueva Francia no pueden coexistir. Desde que en 1779 París se declaró la mente del mundo, todas las expansiones de su política y de su filosofía, todas las glorias de sus armas, todos sus progresos, todos sus adelantos resuenan dolorosamente en Roma. Hay, pues, una nueva lucha entre el Imperio y el Papado... (¡Qué dato para mis recelos acerca de la grandeza actual de Francia!) «Vamos a Italia —exclamé por último—. Asistamos a la emancipación de ese pueblo, cuyo largo martirio ha sostenido vivo en toda Europa el fuego de la libertad. Estudiemos el derecho que le asiste para romper con su pasado, y las razones a que obedecen los que se empeñan en mantener el statu quo. Adivinemos lo que va a suceder, y si lo que va a suceder es justo. Conozcamos la historia. Hagámonos luz en esa temerosa oscura cuestión tan diversamente planteada, tan prolijamente discutida, y de la que no sabemos otra cosa los que la vemos desde lejos, sino que entraña la crisis más temerosa de la historia de quince siglos. Sepamos quién tiene razón; si París o Roma; si los dos, o si ninguno. Estudiemos los inconvenientes del Imperio y los del Papado. Comparemos las iniquidades de la libertad y las de la tiranía. Veamos dónde está más degradada la humanidad, si bajo el yugo de un positivismo grosero o bajo el yugo de un fanatismo irracional: démonos cuenta de tan fieros males y de tan crueles remedios, y busquemos un rayo de luz para la atribulada esperanza. ¡Ay de nosotros si una abominación no puede evitarse sino con otra abominación!»

    Ya veis que las preocupaciones de mi espíritu al emprender este viaje no podían ser más hondas ni más solemnes.

    Ahora bien: por lo que digo al principio de este prólogo, comprenderéis que mis dudas se han resuelto, aumentándose mis zozobras, y hasta podréis adivinar cuáles son las convicciones que he adquirido en presencia de los hechos.

    Pero esas convicciones son tan graves y tan extrañas, que yo no me atrevería nunca a imponéroslas, ni aun a manifestároslas sentenciosamente. El mero relato del proceso ha de atraerme las contradicciones y censuras de que os hablaba antes: si yo lo fallase por mí solo, mi opinión sería escarnecida y desdeñada. Vais, pues, a fallarlo vosotros, lectores imparciales, o, si queréis, lo fallaremos juntos...

    Para ello, os someteré la cuestión íntegra: haré que me acompañéis en mi viaje: os daré mis impresiones con preferencia a mis raciocinios: recorreréis conmigo la Italia y la Francia; veréis lo que yo he visto; oiréis lo que yo he oído; me seguiréis a todas horas; os pasará lo que a mí me ha pasado; sentiréis indudablemente las indignaciones, las alegrías y las tristezas que yo he sentido, y de esta manera, al final de nuestra peregrinación, tendréis las ideas que yo tengo y podréis, si se os antoja, publicar la obra dogmática, el folleto político o el ensayo filosófico que yo no me atrevo a escribir hoy.

    Pero al adoptar este sistema, tropiezo con otro grave inconveniente que también me ha hecho vacilar antes de dar a luz el presente libro.

    Es el caso, lectores, que yo no estoy tranquilo ni con mucho acerca de mi manera de viajar, y que, al llevaros en mi compañía, temo desacreditarme a vuestros ojos. La importancia de las cuestiones que vamos a estudiar por esos mundos de Dios, requería un espíritu serio, un carácter tenaz, una aplicación constante, una laboriosidad a toda prueba, y yo no tengo ninguna de esas cualidades, sino todas las contrarias, y por añadidura, muchísimos defectos. Yo no he hecho mi viaje como poeta, como filósofo, como erudito, ni tan siquiera como un curioso. Yo he viajado como lo que soy; como un hijo del siglo, como un simple mortal, como un joven de alegres costumbres. Yo no he estado de ningún modo a la altura de mi misión, que se dice ahora. He dejado a la casualidad el cuidado de instruirme: he rodado por las ciudades y los caminos a merced de mi capricho, en vez de supeditarme a un plan de observación, de estudio, o cuando menos de viaje; y para decirlo de una vez, al recorrer los pueblos a que me había llevado el propósito de analizar importantísimas cuestiones, pensaba más en gozar y divertirme que en la futura existencia de esta obra.

    Así es que las hojas de mi cartera vinieron llenas de apuntes insustanciales, inconexos, acerca de mis aventuras propias, de las personas que he tratado, de los monumentos que he visto, del estado atmosférico, de las tristezas que me he pasado a solas, de las bromas y fiestas en que he perdido el tiempo, del campo de batalla que atravesé por un acaso, del cañoneo que me turbó el sueño una noche y cuya causa no me cuidé de averiguar a la mañana siguiente, de las mujeres que me gustaron, de los alimentos que preferí, de los teatros en que pasé la noche, de las conversaciones que escuché, de los delirios que vagaron por mi mente, de la hermosura de un paisaje, de un tipo que me chocó, del vestido que llevaba cuando yo lo vi este o aquel personaje europeo, de lo que me contaron los cocheros y los ciceroni, de mil nimiedades, en fin, de mil pequeñeces, de mil cosas insignificantes; pero que a mí interesaron por el momento, y componen todas juntas algunos meses de mi vida.

    ¡Y con esto solamente me he atrevido a escribir un volumen! ¡Y en este volumen me propongo dilucidar los más grandes problemas de nuestro tiempo! ¿Qué queréis? Cada cual tiene su modo de ver las cosas. No es que yo recomiende el mío; pero os aseguro que sirve tan bien como otro cualquiera para penetrarse de la índole, de las costumbres, de las tendencias y del estado social de los pueblos.

    Ni es esto todo. Yo creo que el observador adelanta más viviendo que estudiando. Creo que el que busca los hechos casi nunca los halla, y que es mejor pararse en una esquina y aguardar a que pasen por delante de uno. Todo el que penetra en las cosas, las violenta y desnaturaliza. Yo prefiero dejarlas manifestarse espontáneamente. Si preguntáis a una mujer su historia, os referirá una novela. Vedla vivir, y sabréis a qué ateneros.

    Pero voy demasiado lejos con mis disculpas. Siempre será que mis aseveraciones estén destituidas de cierta autoridad, por lo mismo que no se fundan en datos ni documentos. Los hombres graves encontrarán muy gratuito todo lo que yo afirme sin otro testimonio que el de mi poca o mucha sensibilidad. Verdad es que yo tengo una fe ciega en ella; pero esta fe no puedo imponérsela a nadie. Mas por si el público me la otorga motu propio, yo le advertiré que entre el criterio del estudio y el de la sensibilidad hay la misma diferencia que entre la pintura y la fotografía. La primera es más grande, más noble, más difícil: la segunda es más viva, más verdadera, más exacta.

    Conque no os llaméis a engaño después de leerme. Ya sabéis de lo que se trata. Estas páginas no son una Historia, ni una Guía, ni una Estadística. Reparad que en la portada ni tan siquiera las he llamado libro, sino viaje. El libro está por escribir. De este volumen a un libro hay la misma distancia que del mineral a la moneda.

    No concluiré, sin embargo, antes de deciros, por lo que pueda valer, que yo no pienso contaros sino aquello que haya visto por mis propios ojos y tocado con mis propias manos, y que si en mis mejores excursiones he cometido la atrocidad de dejar de ver una cosa muy importante, la cosa muy importante se quedará por decir, y que si he tenido la desgracia de no encontrar en alguna parte lo que esperaba, no me figuraré que lo he encontrado ni lo contaré de oídas o leídas, pues no quiero parecerme en esto (¡así le pareciera en el modo de narrar!), al embustero de Alejandro Dumas, que ha hecho en sus Impresiones de Viaje una España y una Italia a su capricho, o por mejor decir, al capricho de los franceses, a cuyas precauciones y erróneos juicios no se atrevió a oponer el correctivo de la verdad, como debía en consecuencia y es obligación de los que escribimos en letras de molde.

    Yo me propongo cumplirla en la presente publicación, y este será su único mérito; porque no tratando de escribir un libro de conclusiones y teorías, sino meramente una colección de observaciones particulares, para que, fundado en ellos, el lector pueda discurrir por su cuenta acerca de ciertas cosas, estos apuntes serían ociosos y hasta criminales desde el instante que desfigurasen un solo hecho; puesto que sería abusar de la fe con que quiero ser oído y que hasta hoy tengo derecho a reclamar de mis lectores.

    Capítulo I. Francia

    I. Marsella

    El día 29 de agosto de 1860, a las ocho y media de la noche, salí de Madrid en el tren-correo con dirección a Valencia, a donde llegué al día siguiente a las doce de la mañana.

    Valencia era para mí una antigua conocida y hasta una amiga si queréis. Por otro lado, yo la he descrito ya muchas veces en prosa y verso. Haré, pues, esta vez lo que hice aquel día; que fue entrar por una puerta y salir por otra, después de haber visado mi pasaporte en el consulado de Francia y de haber tomado mi pasaje en el vapor Philippe-Auguste, de las Mensajerías Imperiales, que debía partir aquella tarde para Marsella.

    A eso de las cinco encontrábame ya a bordo. Tomé posesión del camarote en que había de vivir dos días, y subí sobre cubierta a hacer lo que hace toda persona bien nacida cuando abandona su patria: a mirarla con ojos de amor hasta perderla de vista.

    A las seis levamos anclas y el vapor se puso en movimiento.

    La mar estaba tranquila..., el Sol se había hundido tras el cabo de la Nao... Yo pensé en lo que se piensa y sentí lo que se siente en momentos semejantes. Bendije con la intención patria, familia y amigos, y cuanto dejaba en pos de mí..., y la campana me llamó a comer.

    Encogime de hombros y penetré en el salón de popa.

    Los franceses son siempre los mismos: lógicos y utilitarios; hombres de talento y talentos materialistas. Ellos han establecido esta costumbre de sentarse a la mesa en el momento de emprender una navegación; costumbre ventajosa si las hay. Esa comida prepara y conforta el cuerpo contra el mareo o mal de mar, y distrae el alma de sus despedidas melancólicas.

    Desde el momento que entráis en el comedor y os veis entre veinte o cuarenta personas con las que vais a vivir íntimamente durante cierto tiempo, lo primero que se os ocurre es reconocer el personal; buscar bonitas caras, extraños tipos, sabrosas conversaciones, y sobre todo escoger vuestros albaceas.

    Este último sentimiento, de que no se habrán dado cuenta muchos viajeros, es, sin embargo, infalible, irreflexivo y natural en todos. Entre los que se embarcan juntos, establécese siempre cierta complicidad de peligro (y permítaseme la frase), cierta atmósfera en que palpita la temeridad de la empresa que se acomete de consuno, y el miedo a las contingencias del viaje. ¡Es la mar tan terrible, tan pérfida, tan poderosa! De aquí que todos se miren con cierta fraternidad (menos el que se marea, que ve siempre con odio al que permanece con la cabeza segura, como si le considerase parte del barco o aliado del elemento que tanto mal le causa).

    Todas estas raras emociones acaban por reducir vuestra atención a la vida interior del buque, y por alejar de vuestra mente lo mismo las cosas que dejáis que las que os proponéis encontrar. Y todo se os vuelve preguntar a la tripulación si el buque es nuevo o viejo, si ha naufragado alguna vez, si anda poco o mucho, si el viento seguirá próspero y si la mar inspira confianza.

    Excusado es decir, por lo demás, que miráis con veneración al capitán de la nave, presidente nato de la mesa, y en cuyas manos, o en cuya pericia, acabáis de confiar todo el capital de tiempo que deseáis disfrutar en este mundo... —la vida, quiero decir.

    La sociedad que encontré a bordo, salvo otro pasajero español que se había embarcado conmigo, era toda extranjera, no para el buque, sino para mí.

    El Philippe-Auguste venía de Orán, y traía la colección de viajeros más rara y heterogénea que yo haya visto nunca.

    Primeramente, venía una compañía de zuavos, curtidos por el Sol de África y aguerridos en las rieras luchas con los argelinos del pequeña Sahara.

    La oficialidad de esta compañía comía con nosotros. La tropa hacia su rancho sobre cubierta.

    Vivaqueaban también allí unos veinte bíblicos de decadencia, vulgo judíos, con sus estrambóticos trajes y miserables rostros.

    En otro lado callaban y no comían siete árabes, vestidos a la tunecina.

    Por último, la cámara de proa venía atestada de hermanas de la caridad, que se dirigían a ejercer su piadosa penitencia en los nuevos combates de la Italia.

    Como ya habréis sospechado, toda esta gente formaba un pintoresco y singularísimo cuadro que me traía a la memoria mi vida de Tetuán y los espectáculos inolvidables del segundo período de la guerra de Marruecos.

    Al día siguiente veíamos todavía en lontananza costas españolas, pardas y abruptas, que ya se delineaban sobre el cielo en colosales picos, ya se adelantaban por el mar en recios promontorios...

    Era el litoral de Cataluña.

    A cierta hora, todas las miradas se fijaron en aquellas remotas apariencias.

    Se calculaba que estábamos enfrente de Barcelona, y la opulenta ciudad de los condes merecía bien un saludo de parte de la marítima caravana.

    Cabíame a mí el remordimiento de abandonar por la tercera vez a España sin conocer aquella gran capital; pero siquiera entonces, y con ayuda de un anteojo, la columbré a lo lejos, con la frente reclinada en el formidable monte y bañada por las olas, tantas veces esclavas de sus naves.

    Luego se levantó del mar el Pirineo, cuya azulada mole, coronada de brumas, me infundió respeto y despertó en mi mente recuerdos inmortales.

    Aquel era, sí, el viejo antemural de España, en que se estrellaron tantos conquistadores. El poema de nuestra independencia, escrito con la sangre de cien y cien generaciones, acudió entero a mi memoria. ¡Oh! ¡Cuántas invasiones ha rechazado España hacia el norte y hacia el mediodía! Desde Sagunto hasta Roncesvalles, desde Covadonga hasta Zaragoza; ¡qué lucha de titanes por defender la nacionalidad y el nombre de españoles! Bien podía durar la guerra seis años, como la sostenida con Napoleón; bien ocho siglos, como la mantenida con los árabes, el resultado fue siempre el mismo; nuestra victoria y nuestra emancipación. ¡Ni un solo instante transigimos con el extranjero! ¡Ni un solo día yació en el ocio nuestra espada!

    ¡Qué diferencia entre nosotros y aquellos pueblos que yo iba a visitar, que pasan o han pasado años y años bajo el yugo del invasor, subordinando su espíritu a la ley de la fuerza, comiendo y bebiendo sobre el cadáver de la patria, y esperando o llamando a gritos extraña ayuda para sacudir sus cadenas! Bien dijo el que dijo que el pueblo que no es libre no merece serlo. Yo no concibo ni he concebido nunca que se obligue a nadie a ser lo contrario de lo que esté en su conciencia o en su voluntad. El alma humana es impenetrable, inaccesible, independiente, y toda la sangre de nuestras venas debe correr en defensa de sus sagradas prerrogativas. La vida es la garantía del honor. Antes debe terminar la una que menoscabarse el otro. Potius mori quam fœdare. Aviso a los poloneses, a los húngaros y a los venecianos.

    Y no te impacientes, lector; que aunque yo me detenga a pensar y decir estas y otras majaderías, el vapor no se para por eso.

    Ya ha anochecido; ya hemos pasado el Cabo de Creux y estamos en el temible golfo de Lyon.

    Yo pasé sobre cubierta casi toda esta segunda noche. Apoyado en una banda del buque, veía deslizarse bajo mis ojos enormes masas de agua que no despertaban ninguna idea en mi imaginación, y que yo comparaba a veces, cuando su monotonía llegaba a fatigarme, a las densas turbas de personas desconocidas que encontramos en los paseos públicos, o a ciertas largas series de días de nuestra vida, desprovistos de emociones, que no dejan huella alguna en nuestra rápida existencia.

    A las diez de la siguiente mañana vimos alzarse por la parte de proa unas rocas amarillentas, que después se fueron enlazando por medio de líneas verdes o de suaves ondulaciones de montecillos azules...

    Llegábamos a Francia: estábamos a la vista de Marsella.

    A las doce penetrábamos en el bosque de mástiles que puebla hace muchos siglos su anchuroso puerto.

    El Philippe-Auguste eligió su sitio en medio de aquel laberinto de buques de todas las naciones del globo, y echó el ancla.

    Os dispenso de participar de las dos horas de vejámenes y molestias que son inherentes a un desembarco en condiciones semejantes. Vuestra admisión y la de vuestro equipaje van acompañadas, en Francia como en España y en las demás naciones que conozco, de tales investigaciones, interrogatorios y pesquisas, de tantos plantones y compases de espera, y del contacto y familiaridad con una gente tan sui generis (la misma en todas partes), que os hace abominar por un momento de la máquina social, si ha de girar siempre sobre resortes tan abigarrados y groseros como las aduanas y la policía.

    Lo que sí os referiré, como primer asomo del carácter francés, en su doble manifestación pública y privada, es un ligero pero significativo lance que me aconteció al recobrar mi libertad y la propiedad de lo que era mío.

    Había yo tenido ya ocasión de admirar la exquisita previsión francesa para salir al encuentro de todos los inconvenientes con que tropieza un recién llegado: había elogiado la comodidad de los salones de espera; las preciosas instrucciones que adquiere uno, solo con leer en las paredes, acerca de lo que le conviene hacer en cada circunstancia y de la manera de hacerlo; había aplaudido la facilidad con que encontraba al alcance de la mano (y de su dinero) todo lo que pudiera, desear al saltar a tierra; el restaurant a dos pasos, con los manjares humeantes y el café hirviendo; el ómnibus o el coche preparado a la puerta; los precios de los hoteles escrupulosamente detallados; el plano de la ciudad; los carteles de los teatros; quién que se brinda a cepillarle la ropa sobre el terreno; las guías; los guías; los intérpretes de todas lenguas y otras muchas clases de oficiosos; había yo, digo, encontrado muy buenas todas estas cosas, y puesto en las nubes el talento francés para hacer fácil y agradable al extranjero la residencia en Francia, y fácil, aunque no agradable, la disminución de su bolsillo, cuando subieron de punto mi asombro y mi admiración al leer un aviso por este estilo fijo en un cartel inconmensurable.

    «A los señores viajeros.»

    «La compañía de las Mensajerías Imperiales, advierte a los señores que viajan en sus buques, que los factores (los mozos de cordel) de esta sociedad están obligados a llevarles gratis los equipajes a los hoteles. Suplica, pues, la compañía a los señores viajeros, que si algún factor reclamase o aceptase cualquier gratificación, den la oportuna queja en interés de la misma compañía y de la moralidad del servicio.»

    (Aquí entra lo grande.)

    «Juan María, factor número tantos, de tal edad, naturaleza etc. admitió el día tantos de tal mes y tal año, medio franco (16 cuartos) de Mr. tal (un viajero), el cual se quejó del caso, y Juan María fue exonerado instantáneamente en presencia de todos los demás factores. Había unas firmas y unos sellos.»

    —¡Magnífico! —exclamé—. Esto es lo que se llama un país civilizado.

    Y como era de ene, recordé las cosas de España y las censuré con los términos más duros.

    Pocos momentos después, un factor de la compañía de las Mensajerías Imperiales, vestido de gran uniforme, depositaba mis maletas (que había llevado triunfalmente al hombro), en la puerta del Hotel des Colonies, y me alargaba la mano con la mayor naturalidad del mundo.

    —Caballero —me dijo en su lengua, que sirve mucho más que la nuestra para todos estos lances—; caballero, ¿no hay nada para el factor?

    Yo me quedé estupefacto.

    —¡Desventurado! —exclamé—. ¿No recuerda usted con horror la exoneración de Juan María?

    Mi hombre se echó a reír de cierta manera volteriana y replicó con mucho gracejo.

    —Usted no se quejará como el otro. Aquel viajero era inglés.

    —¡Vaya por la Inglaterra! —dije, alargándole unos sueldos, que me valieron una exquisita reverencia. Y volviéndome a mi compañero de viaje, añadí con un principio de amargura:

    —Primera comedia francesa. Va una ilusión perdida.

    Pero hablemos seriamente de Marsella.

    Yo no os diré ni ahora ni nunca lo que podáis leer en cualquier diccionario geográfico; ni el resumen histórico de las ciudades que visite, ni la cifra de su población, ni sus productos, ni la enumeración de sus edificios notables. Yo os daré solamente su fisonomía moral y material, y las impresiones que producen: esto es; aquello que se escapa a la erudición del más sabio y es perceptible al último de los viajeros.

    Empiezo por manifestaros que al entrar en el puerto de Marsella, pasé por debajo del Castillo de If, antigua y moderna prisión de Estado, cuya gran celebridad data de la novela en que tanto figura, sin que esto sea decir que antes no fuera célebre en la historia política y militar de Francia. Pero —yo no lo oculto— para mí, como para la generalidad de los humanos que leen, aquel islote batido por las olas y coronado de torres de la edad media, es solamente famoso por ser teatro imaginario de la más fantástica de las invenciones del genio de Dumas. Así es que al verlo, no puede uno menos de extrañar que exista realmente; si ya no es que crea que del mismo modo han existido Dantés, Mercedes y Fernando, y busque la casita de los pescadores en el barrio de los Catalanes, o espere encontrar a los sucesores de la casa Morrel recibiendo o despachando buques en el muelle.

    ¡Oh poder del genio!, pensaba yo a este propósito. Tú creas como Dios; y lo que imaginas y vivificas con tu fuego, tiene al fin la misma existencia que lo que realmente ha vivido!

    Y si no, ¿queréis decirme qué diferencia hay hoy entre el Edmundo Dantés que, según Dumas, vivió catorce años dentro de ese castillo, y el condestable de Borbón que, según la historia, lo sitiaba en el siglo XVI? O todo es verdad o todo es mentira sobre la tierra. La vida es sueño... pero también el sueño es vida.

    Lo que yo no me explico hoy es por qué no visité el Castillo de If, lo mismo que entré más tarde en Pavía en la celda de Francisco I.

    Fuera de esto, el Castillo de If, aunque situado muy cerca de Marsella, tiene aquel aire sombrío y formidable, que le presta la imaginación del que lee el Conde de Montecristo, o del que recuerda el cauterio de Mirabeau.

    Hay dos Marsellas, como sabéis: la nueva y la vieja.

    Marsella vieja es una ciudad árabe, de retorcidas cuestas y estrechísimas calles, sucia, misteriosa, sombría, habitada por la gente característica de la población; por su levadura histórica, si me permitís la frase.

    La nueva es hermosísima; pero de esa hermosura oficial, general, insignificante, que es la misma en Cádiz que en Lyon, en París que en San Petersburgo: anchas calles; altos y uniformes edificios; plazas con árboles; lujosas tiendas; perfecto empedrado, y mucha gente, toda vestida del mismo modo, o con pequeñas diferencias.

    Inútil creo deciros que a mí me gustan más las ciudades viejas, y que en ellas es donde me complazco en remover el polvo de los siglos o en sacar por la pinta los parentescos de las naciones.

    Marsella la nueva, aparte de lo apuntado, es una de las capitales más ricas y más trabajadoras de Francia, y su industria y su comercio constituyen una fiebre continua, una actividad incesante que comunica vida y movimiento a dos grandes ríos, uno de exportación, que se esparce por el Mediterráneo, y otro de importación, que nutre y robustece el imperio de Bonaparte.

    Cuando yo la visité, hallábase muy adelantado el puerto nuevo de la Joliette, obra colosal que engendra otras muchas; pues trasladando de una parte a otra la gran entraña de la ciudad, arrastra en pos suyo lo mejor de la población, que levanta centenares de palacios sobre peñascos ayer desiertos.

    La protección directa de Napoleón y el genio de Mirés eran entonces el alma maravillosa y rápida transformación.

    Sin embargo, esto no quiere decir que Marsella resucite. Marsella vivía y ha vivido hace miles de años. Marsella no hace más que aprovechar algún tiempo perdido y colocarse de un salto a la altura de nuestra época.

    Esta ciudad, ¿quién lo ignora?, por su posición geográfica tiene condiciones de perpetuidad. Yo me atrevo a llamarla el puerto clásico de Francia, y hasta me extendería a creerla la puerta principal de Europa.

    Es indudable que Europa se comunica por allí hace mucho tiempo con el resto del mundo. Los marselleses han visto desfilar por la gran calle de la Cannebiere centenares de ejércitos; han visto pasar reyes de casi todos los pueblos del mundo, embajadas de los más remotos países, viajeros chinos, indios, negros, americanos, japonenses, australes, y cuantas alimañas tenemos por prójimos sobre la tierra. Puede decirse que no hay touriste en las naciones europeas que no haya empezado o concluido más de un viaje por Marsella. La posición de la Francia, enclavada entre los pueblos que han llevado o llevan la iniciativa en la política y la civilización del mundo, ha dado lugar a este singular privilegio.

    Ni es de ahora semejante prerrogativa. La antigua colonia focense, la después provincia romana, la que fue un tiempo estado independiente, ya condal, ya republicano, ha tenido siempre este carácter cosmopolita, y bien se deja ver en la índole de sus habitantes.

    Marsella, como muchas ciudades marítimas del Mediterráneo, y en particular como Génova, refleja en sus costumbres, en el tipo de sus moradores, en su genio particular, la manera de ser de todos los pueblos vecinos a ella al travésés de las olas. Hay en los pobladores de la ciudad vieja y del muelle no sé qué reminiscencias griegas, berberiscas, turcas, italianas y españolas, que ya se revelan por un accesorio del traje, ya por una palabra del dialecto, ora por un rasgo fisonómico, ora por una tradición desfigurada. Es, en fin, Marsella un pueblo franco, amovible, levantisco; una confusión de gentes, un bazar de mercaderes y aventureros de todos los países, una patria aleatoria; especie de metrópoli que ha habido siempre, desde Sidón, Tiro y Cartago hasta Pisa y Gibraltar... que Dios confunda.

    Volviendo a mi viaje, os diré que desde que puse el pie en Marsella eché de ver de golpe el atraso en que se encuentra España respecto de Francia en eso que se llama civilización, palabra de que hemos de analizar muy despacio en el curso de este libro.

    Eché de ver, y conmigo lo confiesan cuantos han visitado el vecino imperio, y ya lo dije yo la primera vez que estuve en él hace algunos años, que en sus fronteras es donde empieza a ser el dinero eficaz y fecundo, donde se entiende la vida material y se encuentran todas las comodidades y regalos del cuerpo.

    Del alma ya nos ocuparemos más adelante.

    La facilidad y accesibilidad de todo; el buen orden público y particular de las cosas; la libertad inviolable que se disfruta dentro de la ley; la inteligencia con que están previstos y satisfechos vuestros menores caprichos; el exceso de lujo y bienestar; el gusto y la utilidad de los inventos; la precisión justísima y proporción adecuada de cada cosa; la exactitud, la cortesía y el despejo de los servidores; la lógica, en fin, con que cumple su destino cada ser y cada objeto, contrastan dolorosamente para nosotros con todo aquello que experimenta el que se atreve a viajar por España.

    Por supuesto, que esta medalla tiene su reverso, no muy lisonjero para los franceses.

    Pero cosa es esta que estudiaremos en París.

    Acabaré con Marsella diciendo que su Sol, su cielo, su feracidad; la fecunda poesía, buen humor y vehemencia de sus habitantes, así como el tipo general de estos, recuerda más a Andalucía que a ningún departamento de la Francia. Ahora, quien haya reflexionado atentamente sobre la actitud de los marselleses en las crisis políticas de 1789 hasta nuestros días, encontrará en ellos cierta fiera energía mucho más valenciana que andaluza.

    Esto pensaba yo aquella tarde, tarareando la frenética Marsellesa por el gracioso paseo del Prado —especie de cornisa tallada en la roca, sobre las espumas del agitado mar—. Y a veces se me olvidaba que estaba en Francia, o me empeñaba en creer que me encontraba en España; y para convencerme de lo cierto, tenía que fijar mis ojos en las muchedumbres de obreros y marineros, vestidos de lienzo azul; en los negociantes que venían de la Bolsa en animado tropel, todos con sombrero de paja, que es su convencional distintivo; o en las mujeres del pueblo, adornadas con una gorra blanca, semejante a la de nuestros niños recién nacidos.

    Dichosamente, el Sol, el mar, el aire, el cielo, las montañas, las aves, el humo azulado y la blanquecina niebla, los rumores lejanos de la activa humanidad y los mudables tornasoles de las nubes no cambian en ninguna parte, y le dicen al alma entristecida que no todo es extranjero fuera de la patria.

    II. De Marsella a París

    A las diez de la noche, con un tiempo lluvioso, pero agradable, salí de Marsella en el tren exprés, que nosotros llamamos directo, el cual debía llevarme a París en veinte horas. Era esto atravesar casi toda la Francia como en un sueño, algo que durmiendo hice la tercera parte del viaje.

    Para ello tuve que defenderme de las ganas de hablar y afán de saber de cierto comerciante de Lyon, que sin duda había dormido perfectamente la noche antes, y que se propuso pasar aquella completando sus profundos conocimientos acerca de las costumbres españolas.

    Repito que se llevó chasco; y se lo llevó, primero: porque yo estaba muya cansado de dos días de penosa navegación; y segundo: porque me indignaban y avergonzaban las preguntas que me hacía aquel hombre.

    Mucho se ha escrito y hablado acerca del absurdo juicio que tienen formado de España los extranjeros, y motivos había para creer que, siquiera últimamente, a la rapidez de las comunicaciones y a la prodigiosa multitud de medios de publicidad, hubiesen rectificado algo sus ideas; pero yo me encontré con un buen señor, muy rico y civilizado, que educaba a sus hijos en los primeros colegios de París, que había estado en Inglaterra y Alemania, que mantenía relaciones comerciales con toda Europa, que había sido alcalde en Lyon (la segunda capital de Francia), y que ignoraba; sin embargo, la manera de ser política y social de España, ni más ni menos que nosotros podríamos ignorar la del Japón o la de una horda de kua-kua establecida en los desiertos africanos.

    De las preguntas y observaciones que me hizo, deduje yo que el insigne comerciante creía que en nuestro país no se usaban pantalones, que su población se componía de frailes y toreros, que solo se viajaba en él a caballo y en grandes caravanas, que la guerra de África había consistido en que el emperador de Marruecos se creía con derechos a la corona de Isabel II, y otras muchas cosas por el estilo, que siento no recordar ahora.

    Ya comprendéis que ni el hombre de más buen humor tendría calma para deshacer uno a uno tan groseros y fundamentales errores.

    Yo le dije que sí a todo, y me dormí.

    —Él mismo me vengará —pensé para consolarme—, poniéndose en ridículo el día que cuente delante de franceses ilustrados todos esos disparates que le dejo dentro de la cabeza.

    Enseñar al que no sabe, me diréis, es una obra de misericordia... Tenéis razón. Pero ¿quién es tan magnánimo que corrige cristianamente al que manifiesta su ignorancia del siguiente modo?

    —¿Qué les parece a ustedes? —nos decía el francés con aire de triunfo luego que el tren se puso en marcha—. Así se viaja bien... Esto es cómodo... ¿Eh? Y sin caballos ni nada... Solo con el vapor... ¡A ver cuándo introducen ustedes este invento en su país!

    Y como ni mi amigo ni yo replicásemos cosa alguna, pues ya nos habíamos convenido, valiéndonos de nuestro ignorado idioma español, en no desasnarle ni llevarle la contraria, nuestro hombre se puso a describirnos el mecanismo de una locomotora, las maravillas de la telegrafía eléctrica y yo no sé si otras cosas más; pues entonces fue precisamente cuando me dormí como un bienaventurado.

    Pero ya había pasado el tren por el famoso túnel de la Nerthe de cuatro mil seiscientos diecisiete metros de longitud, y a doscientos pies de máxima profundidad. Veinticuatro pozos dan ventilación a aquel inmenso subterráneo que cruzamos en unos ocho minutos; y en verdad os digo, que cuando salimos de él y el aire de la noche y la luz de la Luna penetraron en el coche, todos respiramos con fuerza y alegría, como si la inmensa montaña que acabábamos de atravesar por el corazón, hubiera estado gravitando sobre nuestros hombros.

    En cambio, el sueño no me permitió saludar a la histórica Arles, célebre por sus monumentos romanos, ni a la noble Aviñón, residencia un tiempo de la Santa Sede y teatro de los amores de Petrarca.

    Y durmiendo también, pasé por Orange, de grandes recuerdos paganos; por Montelimart, donde a un paisano mío le ocurrió todo lo que cuento en mi artículo: ¡viva el Papa!; por una Valencia (Valence), no menos ilustre en la antigüedad que la Valencia de España y hoy capital importantísima; por Vienne, en fin, rica en monumentos y productos. Solamente recuerdo haber oído entre sueños el nombre de estos y otros pueblos más oscuros, dicho a voces por los empleados del ferrocarril... Verdaderamente, siendo como era de noche, poco más hubiera sacado en claro con estar despierto.

    El grito que tuvo el privilegio de despabilarme completamente, fue el de ¡Lyon! ¡Lyon! ¡Quince minutos! Preparad vuestros billetes...

    Abrí, pues, los ojos..., y la luz del Sol me obligó a cerrarlos de nuevo.

    Porque el Sol salía en aquel instante.

    El francés de las preguntas había desaparecido.

    Aunque estuve en Lyon tan poco tiempo, o por mejor decir, aunque verdaderamente no he estado en Lyon, yo guardaré siempre de él un vivísimo recuerdo.

    Hablo del panorama que presenta la gran ciudad manufacturera vista desde el soberbio puente de la Gare.

    Estaba saliendo el Sol, como he dicho. Flotaban aún en la atmósfera las húmedas nieblas del amanecer, y la intensa luz del astro-rey, hiriéndolas horizontalmente, circundaba a Lyon de un ambiente de oro, en medio del cual se dibujaban con vigor los hermosos y altísimos edificios de la ciudad, sus anchas calles, los muelles, los repetidos puentes, las innumerables chimeneas de las fábricas y las torres de las iglesias. Todo esto aparecía bañado de una misma tinta fantástica, dorada, sobrenatural, que lo hermoseaba y engrandecía al mismo tiempo, recordándome ciertas decoraciones teatrales que he visto y que representaban a Nínive o Babilonia.

    Pocos momentos después empezarían el ruido y el movimiento en la gran capital; pero en aquel instante Lyon permanecía aún en brazos del sueño: el Sol se paseaba solitario por sus desiertas calles, como acontece siempre a los grandes madrugadores: las chimeneas de las fábricas, esos modernos obeliscos, no arrojaban humo; ni se oía más ruido que el alto rumor del Ródano y del Saona, o el son de alguna que otra campana que llamaba a la primera misa.

    Yo no he visto nunca una ciudad tan muerta y tan viva al mismo tiempo: tan llena de luz y tan privada de voz y animación.

    Y es que en Lyon penetra el Sol de lleno tan luego como amanece, a causa de lo muy descubierto que se halla su horizonte hacia Levante.

    Baste deciros que desde el puente en que yo me encontraba, veía claramente las cimas de los Alpes, los cuales me llamaban con secretas voces.

    —Esperadme —les dije...

    Y a la verdad, me esperaron demasiado tiempo.

    París, a donde me dirigía, con propósito de permanecer en él una semana, debía de ser para mí lo que la Isla Afortunada para Reinaldo.

    ¡Ay!, el extranjero en París es la sal en el agua.

    Pero no adelantemos los sucesos.

    Los cuatrocientos o quinientos viajeros que constituíamos la población nómada del tren-correo, y que tan de mañana hacíamos aquella visita a los leoneses, descendimos a la magnífica estación en busca del desayuno, y en el soberbio salón del buffet se nos unieron unos cien pasajeros más, que aguardaban allí nuestra llegada.

    En los viajes por ferrocarril es este un momento sumamente divertido. En la elegante Francia sobre todo, pásase un buen rato en ver tanta lujosa viajera, tanta solitaria beldad, tanta pareja non-sancta, tanto gracioso capricho en los trajes, tanta limpieza y coquetería como dan de sí el bienestar general y la arraigada civilización de nuestros sibaríticos vecinos.

    Para los que ven estas cosas como yo las veía entonces, después de algunos años de no haber atravesado las fronteras patrias, ofrecen un particular encanto las costumbres francesas, tan libres, tan ocasionadas a lances y aventuras, tan novelescas, en fin, si se las juzga por el prisma de la circunspección española.

    También es cierto que al cabo de algunos días pierde su prestigio esta poesía, que no está en las cosas, sino en nuestro inocente corazón, y se hastía y disgusta uno de tanta libertad, de tanta facilidad, de tanta ocasión como ofrecen a la fantasía del extranjero los hábitos audaces, independientes, piráticos de aquellas heroínas tan accesibles, que hacen una novela diaria, y casi siempre no gratis ni mucho menos ad-amorem...

    Pero, repito, que entre tanto que se aprende a ver, es un ardiente pasto para la imaginación el encontrar por todos lados ideales figuras (en la forma), de una elegancia y distinción que pasarían por principescas en la Fuente Castellana de Madrid; jóvenes bellísimas, artísticamente envueltas en un clásico manto, viajando solas y consagradas a la lectura de alguna novela de Balzac; púdicas inglesas, que viven soñando y recorren la Europa (estas legalmente acompañadas) en busca de impresiones y aventuras; alegres muchachas, por último, que comen, ríen, cantan y hablan con todo el mundo (las grisetas), sin que una operación estorbe a otra; llenas de gracia y talento, de experiencia y desenfado; que os explican en un dos por tres la razón de todo lo que va pasando en el viaje, las distancias, los monumentos, el país, la política, vuestra comodidad, la suya, la economía, los gastos útiles, y tantas cosas, en fin, que os quedáis admirado de que en aquella cabeza rubia y suave de diecisiete años quepa tanto cálculo, tanto juicio, tanta prosa, tanta reflexión, tanto análisis.

    Y no digo más.

    Conque ya hemos tomado café: sigamos nuestro camino.

    Las doce horas restantes de viaje, durante las cuales recorrí otras ochenta leguas, y vi pasar ante mis ojos a la manera de rápidas exhalaciones, capitales importantísimas, ciudades históricas, centenares de pueblos de mucha consideración, y más de mil aldeas y caseríos diseminados a los dos lados de la vía; aquellas doce horas, digo, fueron para mí de un incesante asombro y continua admiración al observar la incalculable riqueza de la Francia; sus campos convertidos en jardines (y allí es campo todo el territorio); las montañas ennegrecidas por el arbolado salvaje; los valles cubiertos de alamedas; los más escarpados laderos puestos de viña; y las amplias llanuras, cuidadosamente cultivadas, con preciosas cercas, frutales en todas las lindes, acueductos para llevar el riego a los altos, y millares de puentecillos, de presas, de brazales, de acequias y de balsas.

    Y todo esto, combinando la utilidad con el gusto, dispuesto con coquetería, embelleciendo el paisaje, consultando la perspectiva. Es decir, que hay trabajo superfluo; que falta tierra y sobra laboriosidad; que se ve el amor al suelo que produce el pan de la vida; que se mima y adula a aquella esquiva Ceres, de quien solo el sudor y las lágrimas arrancan anualmente los apetecidos frutos.¡Qué contraste con la agricultura de muchas regiones de España!

    Por lo demás, los ganados de todas especies que encontráis —millares de vacadas, de yeguadas, de rebaños de ovejas y de cabras, de piaras de cerdos y de ejércitos de pavos y de patos—, la infinidad de caminos vecinales que bifurcan la línea férrea, todos tan perfectamente construidos y conservados como si fuesen paseos públicos; el aseo y compostura de las gentes del campo; su salud y robustez; la multitud de carros, de diligencias y de ramales de ferrocarril que se cruzan en todas direcciones, llevando la vida y el movimiento a las aldeas más ocultas, a las más arduas montañas; las fábricas, los molinos, las casas de recreo, los canales de riego y navegación; tantas y tantas muestras como se ven por todas partes del espíritu de orden, del afán de perfección, de la refinada economía, del decoro y justo orgullo de las clases trabajadoras del imperio, hacen pensar en lo que sería nuestra España si fuese objeto de tan solícitos cuidados, si se roturasen sus tierras vírgenes, si se encauzasen sus ríos, si se hiciesen caminos y canales; si tanto ocioso, tanto mendigo o tanto aventurero como vaga por la península, o la abandona para poblar a Argel y las Américas, se dedicase a enriquecer y hermosear el suelo patrio y a enriquecerse y ennoblecerse a sí mismo.

    Ni creáis (los que no conocéis la Francia) que hay exageración en lo que os he dicho del prolijo esmero con que está labrada toda aquella tierra. Básteos saber que allí los ferrocarriles y las carreteras son calles de árboles nunca interrumpidas; lo que quiere decir que la Francia está atravesada lo menos en cien sentidos por alamedas pomposas de doscientas y más leguas cada una. Esto no me lo ha dicho nadie; lo he visto yo, recorriendo como he recorrido aquella nación desde los Pirineos hasta los Alpes, y desde el Mediterráneo hasta la Normandía.

    Descendiendo ahora a algunos pormenores, os indicaré las principales cosas que llamaron mi atención en aquella vertiginosa carrera.

    Recuerdo en primer lugar los famosos viñedos de la Borgoña, y la emoción que me produjo el encontrarme en aquel antiguo ducado, tan guerreador y poderoso en algún tiempo.

    Una vez en Macon, capital de departamento, divisé a lo lejos, desde un magnífico puente de trece arcos, la gigante cumbre del Mont-Blanc, siempre nevada. Cerca de cuarenta leguas distaría de allí el rey de los Alpes y de todos los montes de Europa, y su blanca cima se percibía, sin embargo, con tanta claridad como si solo distase cuatro o cinco leguas.

    Ya en adelante, seguimos casi siempre las orillas del Saona, caudaloso río, sembrado a veces de pintorescas islas, que parecen otros tantos pensiles. A las dos márgenes de la majestuosa corriente encontrábamos a cada paso limpias y graciosas ciudades, medio escondidas entre pámpanos y arbolado. Innumerables riachuelos confluyen al Saona (feudatario luego del opulento Ródano), y sus límpidas aguas, que este año han sobrevivido al estío, prestaban voz, fulgor y vida a tan delicioso paisaje.

    Después de saludar algunos viejos castillos y pasar dos o tres puentes colgantes algo atrevidos, cruzamos por delante de Beaugeu, de renombradas uvas, y uno de los primeros lagares de la Borgoña. El Saona seguía cuajado de islas.

    Las ondulaciones suaves del terreno hacen muy graciosa la subida hasta Chalon, ciudad que no debéis confundir con el Chalon de la Champagne, muy más ilustre que este, como que en aquel fue derrotado Atila y hoy tiene Napoleón un brillante campamento, mientras que en Chalon-sur-Saone solo hay de notable los campanarios góticos, los buenos vinos y las perlas falsas.

    La Beaune (otra gran ciudad), mengua un poco la riqueza del suelo; pero pronto resucita más feraz y poderosa al acercarse a Dijon, capital de departamento y corte de la antigua Borgoña. El aspecto de la ciudad es soberbio, y la coronan altísimas torres góticas. Aquel es el punto más elevado del camino de Marsella a París. Allí se separan las aguas que van al Océano y al Mediterráneo.

    Detrás de Dijon hay una gran cordillera (los montes de la Costa de Oro), que antes esquivaba la carretera, teniendo que rodearla tímidamente. Hoy la ataca de frente el audaz ferrocarril y la perfora por su mayor densidad, dando margen a maravillosas construcciones.

    Pásanse primero largos viaductos y formidables desmontes; luego un túnel de trescientos veintiocho metros, e inmediatamente después el célebre Subterráneo de Blayzy, que tiene más de una legua francesa de largo, y quince pozos de ventilación de doscientos metros de profundidad algunos de ellos.

    Cinco minutos se emplean en atravesar este segundo túnel. A la salida hay un viejo castillo señorial, cuyo pasado ignoro; pero que hoy sirve de ornamentación a aquella atrevida obra y de manida a los guardas del ferrocarril.

    En adelante la comarca se accidenta y embravece cada vez más. Yo dudo que en Francia haya otro terreno tan áspero y salvaje como aquel. Allí fue donde los francos disputaron el paso durante muchos días a los ejércitos de César. Allí habrán pasado también mil cosas que yo no sé. Pero considerando la índole belicosa de los borgoñones, la importancia de aquel desfiladero y lo que dicta la historia acerca de los muchos conquistadores que se han paseado por la Francia de los tiempos, me atrevo a asegurar que no habrá una sola piedra entre todas las que yo veía, que no esté reteñida en sangre humana.

    Habíamos dejado el lecho del Ródano y entrado en el del Sena. El país se dulcificó paulatinamente. Desfilaron ante nuestros ojos algunos castillos, unos de pie y otros arruinados, notables entre ellos el de Rochefort, cuyos inmensos escombros causan espanto, y el de Louvois, que se restauraba a la sazón, y penetramos en otro túnel de mil metros, que nos trasladó en pocos instantes a una preciosa aldea, llamada Taulay, coronada por una fortaleza de la edad media, cuyo aspecto, así como el de la población, no podía ser más romántico ni pintoresco.

    Enseguida se presentó otro túnel de quinientos cuarenta metros y llegamos a la ciudad de Tonerre.

    Habíamos salido de la Borgoña y entrábamos en la Champaña.

    ¡Ah!, yo detesto los viajes en ferrocarril. Es cruel, es impío, pasar de este modo por insignes ciudades y memorables territorios sin detenerse a saludarlos. Es una constante profanación que deja remordimientos en el alma. Parece como que se desprecia o se iguala todo; como que se da poca importancia a aquellos vetustos pueblos que nos esperan hace millones de años sentados a la vera del camino, y a quienes dejamos atrás sin preguntarlos su nombre y su historia ni rendir culto a su glorioso pasado.

    —Estamos en la Champagne... —piensa cuando más el viajero—. ¡Champagne!... ¡Champagne!... Esta es la patria de aquel vino...

    Y en efecto, a medida que adelanta por el país, le salen al encuentro aldeas y ciudades cuyos nombres recuerda haber leído toda su vida, a la hora deliciosa de los postres, en la etiqueta de ciertas lacias botellas muy dadas a los brindis, al sentimiento, a la inspiración, al amor de segunda clase y al cambio de provocaciones y tarjetas.

    De Tonerre, se pasa un buen puente colgante, y el canal de Borgoña, y muchas quintas, y los pueblos de Flogni, Saint-Florentin, Brienon, Laroche, Joigni, Saint-Julien y Villeneuve, y se llega por último a Sens, la ciudad gala, cruzada de arroyos, rodeada de vides, coronada de torres, cuyas campanas tienen una reputación europea.

    Yo no las oí sonar en los tres minutos que estuve en Sens.

    Allí se hacía ya navegable el Yonne.

    Mas, ¿para qué? Para morir en el Sena.

    ¡Salud al Sena! He aquí sus amarillentas aguas, pobres e inocentes, pasando en este momento por rústicos parajes, y destinadas a reflejar muy pronto palacios imperiales, grandiosos monumentos, puentes maravillosos, y a ser la vida y el alma de la espléndida ciudad de París.

    De todas las imágenes que he leído en los poetas, ninguna recuerdo más exacta que la que compara a los grandes ríos con los grandes hombres, nacidos en pobre cuna, criados en oscura senda, iluminados luego por toda la luz de la gloria, moradores de alcázares y jardines, y sepultados al fin en el Océano de la eternidad, que devora a chicos y a grandes y los confunde en sus abismos misteriosos.

    ¡Y ved qué coincidencia! Aquí se nos presentan unidos el gran río y el gran hombre. Estamos en Montereau.

    Montereau es una de las últimas glorias de Napoleón I. En 1814 derrotó allí a los aliados. ¿Quién no recuerda aquella campaña en que batió cuatro ejércitos y alcanzó doce victorias en treinta días? ¿Quién no recuerda aquel supremo esfuerzo de desesperación que costó noventa mil hombres a un enemigo tres veces más numeroso que sus tropas, y que a él le costó el imperio a pesar de no haber sufrido un solo descalabro?

    No: los aliados no le vencieron. Ellos luchaban ya contra un cadáver galvanizado. Napoleón el Grande no se vio rendido ni tuvo que retroceder sino dos veces: en España, delante de nuestros padres, y en las estepas de Rusia, delante de los rigores del invierno. 1814 y 1815 son las convulsiones del águila moribunda.

    Pero henos en Fontainebleau. Ved allí sus bosques y sus palacios. Verdaderamente, es una perspectiva encantadora.

    ¡Y cuántos recuerdos desde Luis el Joven hasta Francisco I; desde Luis XIV y la Maintenon hasta Bonaparte despidiéndose de la guardia imperial!

    Allí Pío VII... Pero se marcha el tren. Supongo que estáis enterados de la prisión que sufrió allí aquel Papa por orden del primer Napoleón... Conque volvamos al coche.

    Más allá de Fontainebleau, hube de admirar aún el castillo de Vaux, recuerdo del infortunado Fouquet, y la graciosa posición de la ciudad de Melun, tan célebre en la antigua historia de Francia.

    A eso de las cinco de la tarde, y después de pasar por un sorprendente viaducto de veintiocho arcos de diez metros de anchura cada uno, el paisaje llegó a un inconcebible grado de animación y de hermosura.

    Las quintas, los palacios, los jardines se sucedían ya sin interrupción.

    Los campos aparecían tan poblados como una ciudad, y eso que aún faltaban bastantes leguas hasta París.

    Por todas partes no se veía más que belleza y lujo, como en un parque real, o como si todo el departamento del Sena fuese una finca de recreo.

    ¡Cómo se adivinaba la proximidad de la opulenta metrópoli, de la gran capital, de la fastuosa Lutecia!

    Así, en la antigüedad, las grandiosas villas diseminadas por la campiña de Roma, y de que hoy solo quedan amarillentas ruinas, anunciarían al viajero con muchas horas de anticipación, que se acercaba a la ciudad que era entonces lo que es París en nuestra época, por más que lo nieguen o sientan los ingleses: la reina del universo.

    El tren pasó por último al través de la recia muralla que rodea a la capital.

    Más de veinte convoyes que entraban o salían en aquel instante, rugían ya a nuestro alrededor.

    Habíamos llegado a uno de los centros más importantes de los ferrocarriles franceses.

    Yo no pudiera daros una idea del número de máquinas y coches, ni de

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