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Trencadís: Los misterios de Violeta Lope 5
Trencadís: Los misterios de Violeta Lope 5
Trencadís: Los misterios de Violeta Lope 5
Libro electrónico767 páginas11 horas

Trencadís: Los misterios de Violeta Lope 5

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Información de este libro electrónico

El Grand Hotel Attraction, un impresionante hotel barcelonés, está a punto de abrir sus puertas. Sin embargo, en la vorágine de los preparativos, alguien encuentra un cadáver en el edificio: una mujer ha sido asesinada a sangre fría. Esta es la primera pieza de un siniestro rompecabezas que habrá que resolver.
Como ya nos tiene acostumbrados esta colección, nos encontramos con la cara afable de las novelas de misterio, que se aleja por completo de la violencia explícita de algunas novelas negras. La propuesta de Trencadís es simplemente un reto al lector: descifrar un enigma de la mano de Violeta, quien compartirá sus pesquisas con ellos a modo de confidencia. Y es en ese ambiente acogedor en el que es fácil acomodarse hasta el final. Con un ritmo ligero y unos diálogos elocuentes, la autora consigue introducirnos en su universo personal.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento18 may 2023
ISBN9783989111165
Trencadís: Los misterios de Violeta Lope 5

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    Trencadís - Nuria Pagratis

    LOS MISTERIOS DE VIOLETA LOPE V

    TRENCADÍS

    Nuria Pagratis

    Trencadís. Los misterios de Violeta Lope V

    Edición especial 2023.

    Copyright © Nuria Pagratis

    Todos los derechos reservados.

    ISBN: 9783989111165

    Verlag GD Publishing Ltd. & Co KG, Berlin

    E-Book Distribution: XinXii

    www.xinxii.com

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito a la titular del copyright. Diríjase a www.nuriapagratis.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Acerca del autor

    Nota

    A mis padres,

    por su paciencia y apoyo

    Proyecto Grand Hotel Attraction de Antoni Gaudí (1908)

    TRENCADÍS

    Gaudí recolectaba formas de cerámica vidriada desechadas o sin usar, a menudo azulejos, las rompía en pedazos y aplicaba los fragmentos a las superficies de sus estructuras.¹

    Capítulo 1

    «Esta forma de cerámica es

    de color rojo sangre fresca»

    No había ningún jefe que los controlara, pero parecían saber lo que tenían entre manos y estaban plenamente concentrados en sus tareas. Todos estaban allí, la plantilla al completo, la cocina del nuevo restaurante era un hervidero de jóvenes uniformados.

    No se conocían entre ellos, eran extraños trabajando al lado de extraños, ese lugar parecía una sala de máquinas y un gran taller de bricolaje gastronómico a la vez, con multitud de operarios produciendo comida artesanal a gran escala.

    Hasta ese día crucial, el personal había venido por turnos a realizar las pruebas de formación. Para los que superaron las prácticas había llegado la hora de la verdad, el momento que todos habían estado esperando: la gran inauguración estaba a punto de celebrarse. El chef, el jefe de cocina, la jefa de sala y el sumiller se encontraban reunidos en un espacio con diseño chill out evolucionado situado en un altillo acristalado y etéreo que había sobre la gran superficie de la cocina.

    La jefa de sala, Abril Anlleu, era la más joven de los cuatro, era la que se jugaba más en ese nuevo trabajo. Sus manos habían enrojecido de tanto frotárselas continuamente. Le había costado más que a los demás llegar hasta allí.

    Intentaba ser amable con sus compañeros de trabajo, ofrecía una sonrisa encantadora y constante, a pesar de que ella no era así. Tenía que saludar, servir y agradar a los comensales, ese era su trabajo. Consistía en un reto diario que se ponía ella misma, y le era difícil de superar, porque le costaba mucho tratar con la gente. El contacto físico la molestaba, por leve que fuera, desde que era una niña. Siempre se le había antojado como algo falso, siempre había desconfiado de la gente que era amable con ella. Ahora tenía a esos tres hombres enfrente, pendientes de lo que iba a decir. Había sido escogida como intermediaria y portadora de las últimas disposiciones de la dirección.

    A ver, Anlleu, ¿qué tienes que decirnos?

    Había pedido a sus colegas de trabajo que la llamaran por su apellido. Todos recelaban, era tan joven, y era evidente, pensaban ellos, que había sido la elegida para ese puesto de trabajo porque el hotel no tenía un director, sino una directora: Georgina Liu.

    La rueda de prensa empezará a media mañana les dio el escuálido mensaje de la dirección y, enseguida, se dio la vuelta y miró nerviosa hacia la gran superficie de la cocina que ocupaba toda esa planta del edificio-restaurante que se inauguraba hoy. Le entró pánico.

    Hasta el altillo en el que estaban no llegaban los efluvios de los cocidos. Allí dentro solo olía a nuevo, a vidrio, a metal y a plástico. Abril observó que algunas de las superficies de acero inoxidable seguían con los protectores transparentes. Continuó su alocución con algunos detalles más sobre el programa del día, dándoles la espalda. Ella era una mujer que se escondía siempre que podía. Incluso su ropa, siempre de una talla más, disimulaba su excesiva delgadez. Y su cara, limpia, sin maquillar, velaba a la perfección su espinosa e impresionante belleza.

    La directora estará con el arquitecto del rascacielos en el bar panorámico del hotel. Hablarán de la construcción del edificio y su funcionalidad y, después, bajarán al restaurante con los periodistas. Y aquí abajo todo tiene que estar perfecto, estas son palabras textuales de Juan Estrada.

    Se volvió hacia ellos y observó las caras de sus colegas. Todos tenían al menos diez años más que ella. A pesar de estar sentados, a los tres se les notó la agitación. Intentaron contener la ansiedad mirando el cuerpo de sirena de la joven Anlleu, aunque eso no era suficiente. No se daban cuenta de que movían alguna parte de su cuerpo reiteradamente a causa de los nervios. Delataban su estado de ánimo. Uno balanceaba el pie de arriba abajo; otro, la pierna, de derecha a izquierda. Y David, el jefe de cocina, movía el cuello en círculos para distensionar la zona de los hombros. El estrés flotaba en el ambiente, era un ingrediente más, todos se jugaban mucho y eran conocedores del compromiso que adquirían a partir de ese día al formar parte de la plantilla del un establecimiento de lujo que no admitía comparaciones.

    ¿A qué hora bajará Estrada? preguntó el chef Desilas Mir pasándose la mano por la mejilla.

    No lo sé, supongo que un poco antes de las doce, si es posible. La rodilla del chef chocó con la de Abril y ella enseguida se retiró unos centímetros hacia atrás. Depende de los periodistas, él también está arriba en el mirador, ¿cómo voy a saberlo? Pero te repito que Juan quiere que todo esté perfecto. Ella se pasó la mano por su pelo casi corto y castaño, sus ojos eran como dos zafiros almendrados. Primero, la directora les conducirá a la cava hizo una pausa apreciable para echar una mirada a Ricardo Roldán, el responsable de la nueva y flamante bodega del restaurante. Era una mirada furtiva, punzante, de las que te dejaban angustiado y a la vez hechizado.

    Bien, estaré esperándoles. El barbudo sumiller bromeó haciendo como que se sacaba dos revólveres del cinturón preparado para disparar. Era el que mejor mantenía el control, ayudado por su personal sentido del humor.

    Ricardo Roldán tenía a su cargo una onerosa inversión en fastuosos vinos y licores de todos los continentes del planeta. Se notaba que su trabajo era su pasión, que disfrutaba haciéndolo. Fue todo un placer para él seleccionar y comprar los vinos y sería un placer hablar de ellos y brindarlos a los comensales.

    Seguidamente, pasarán por la cocina, donde no se detendrán. Aunque sigue siendo de vital importancia que se respire pulcritud, esmero y seriedad. Entonces, Abril miró al chef, como si temiera algún contratiempo fruto de los nervios.

    Él tendría que hacer un esfuerzo, como ella, para esconder sus debilidades, sus flaquezas, sus imperfecciones. Porque el trabajo era el trabajo, y ese día no podían permitirse fatalidades de ningún tipo.

    Finalmente, la señora Liu llevará a los de la prensa a la planta superior, con vistas al rascacielos, donde tú, Ricardo, y tú, Desilas, os reuniréis con ellos. Los tres la miraron como quien mira a una virgen en busca de consuelo. Se sintió incómoda y les dio la espalda de nuevo. Concentró su mirada azulada en la imponente cocina. Yo también estaré por allí.

    Lo que es importante es que Estrada también esté. Él es el relaciones públicas, es su trabajo. David, el jefe de cocina, se puso de pie. Estaba un poco molesto porque la directora no le quería arriba con los demás.

    Bajará, no hay cuidado. Todos sabían que Juan Estrada era el que mostraba más temple y saber hacer con los medios de comunicación. Le habían visto en acción, era su trabajo, por supuesto, pero es que, en su caso, parecía como que lo llevara en la sangre. Y, sin decirlo en voz alta, todos pensaban que el hotel necesitaba un hombre así, porque la señora Liu, la mujer que el holding chino había puesto como directora del hotel y del restaurante, era, en tres palabras, muy poca cosa.

    El chef se levantó y se pasó la mano por su cabeza brillante y rasurada. La zozobra era un parásito estomacal que se había metido en las entrañas de todos ellos. Desilas estaba sudando, era un tipo de naturaleza porosa y, cuando empezaba un proyecto nuevo, su robusto cuerpo transpiraba a mares. Se preguntaba por qué se ponía retos continuamente si lo pasaba tan mal a la hora de la verdad.

    Ricardo, si necesitas ayuda en la cava con los periodistas, puedo bajar. No sé si te lo ha comentado Mir, pero hice un curso de cata de vinos y otro de sommelier, lo puse en el currículo.

    David era el que menos hablaba de los cuatro. Tenía poca estatura y un aspecto del todo convencional. Era de esos hombres que no se ven, que pasan desapercibidos. Su trabajo allí consistiría en que la cocina funcionara como un reloj y que la comunicación con el salón del restaurante fuera fluida. A él esto le parecía pan comido. En un lugar como ese, con tanto personal y con un chef famoso, nada podía fallar. Por lo menos eso es lo que él creía.

    Ricardo Roldán miró a Desilas Mir de reojo y vio que este no iba a decir palabra.

    David, yo soy como John Wayne, un cowboy solitario. Los de la prensa no podrán conmigo. El sumiller siguió con sus analogías del salvaje oeste sin importarle la reacción del jefe de cocina.

    Abril dio por terminada la reunión, ya les había comunicado el mensaje de la dirección. Inspeccionó con sus ojos de un azul profundo los uniformes de sus tres compañeros de trabajo, porque era una perfeccionista. Parte de su trabajo consistía en eso, en cuidar los pequeños detalles. Quería asegurarse de que todo estaba bien. El atuendo de trabajo que les habían proporcionado era original y minimalista, no había duda de que los comensales se fijarían en ellos.

    Pásate por el cambiador, Desilas, tienes una mancha verde en la manga de tu uniforme. Abril se la señaló. Sus uniformes eran como trajes, más lujosos que los del resto de personal de la cocina. El chef se pasó la mano por la mácula como si fuera posible quitarla de un manotazo. Le pareció excesivo, pero no iba a decir palabra.

    Hoy todo tiene que salir bien. La jefa de sala lo dijo sin mucho poder de persuasión, pero con la esperanza de que fuera así. Porque ese trabajo, y el resto de trabajos que había realizado hasta llegar allí, había sido su salvación. Cuanto más se enmarañaba su vida, o más confusa se sentía, más se refugiaba ella en su trabajo. Cuanto más se convertía su existencia en una barbarie, más tiempo pasaba realizando tareas triviales que ocupaban su mente por completo.

    Sonó un móvil con un tono muy suave y distinguido. El hotel les había proporcionado un teléfono para llamadas internas. Abril lo cogió, era la señora Liu. Escuchó lo que tenía que decirle, colgó y después tosió. Si ella hubiera sido una mujer distinta a la que era, en vez de toser hubiera dicho lo que pensaba.

    La señora Liu quiere saber si has repartido las bolsas de cortesía a los trabajadores. El jefe de cocina le echó una mirada ofensiva de misógino fastidiado por tener que responder ante una mujer.

    Sí dio una respuesta escueta y se retrajo tras sus gafas para repasar concienzudamente la carta del restaurante. Ella no era su jefa, él solo tenía que responder ante Desilas Mir. David había entrado en la cocina como jefe, pero era, en realidad, el asistente personal del chef, el que tenía que ocuparse de que la celebrity de las cazuelas tuviera a un equipo siempre a punto.

    Ha sido todo un detalle lo del regalo. El chef puso cara de satisfacción. Ni los camareros ni los chicos de la cocina lo esperaban: un albornoz para cada uno, ha sido un detallazo.

    La jefa de sala miró a David.

    Supongo que les has ordenado que dejaran las bolsas en el vestuario. Él asintió con la cabeza, clavando los ojos en ella.

    Al finalizar sus turnos, podrán llevárselo a casa. Abril pensó en su bolsa y en su albornoz. Nunca en la vida se hubiera comprado un albornoz blanco. El blanco no le quedaba bien. Para ella su cuerpo era imperfecto, impúdico, así era como se sentía. Pero la verdad era otra: Abril era una mujer hermosa de los pies a la cabeza, así la veían todos, todos menos ella. La jefa de sala pensaba en el albornoz blanco, de puro algodón, y sabía de antemano que sería como un reproche sobre su piel.

    Sí, un buen detalle de los chinos. David corrigió la posición de sus gafas y volvió a los papeles del menú.

    Abril observó apagadamente el mobiliario de diseño ocupado por sus colegas de trabajo. Estaba aliviada de que no supieran lo que estaba pensando. Su vida era un esconderse de los demás a perpetuidad. ¿Por qué tenía siempre la sensación de ser distinta al resto de mortales?

    Sí, estas cosas cuentan. Hace que todos se sientan parte del equipo.

    Desilas era la primera vez que empezaba un trabajo nuevo con regalo añadido. Había sido cocinero en muchos restaurantes, y la pasión por la comida le venía de familia, ya que sus padres regentaban un bar de tapas en la Barceloneta, cuando ese barrio todavía era un espacio familiar y de cofradías.

    Parte de un equipo de profesionales y parte de todo esto Ricardo extendió los brazos con admiración hacia el restaurante y todo el rascacielos. A partir de ese momento, ellos también tocarían el cielo de Barcelona.

    No creo que hayan sido los chinos. Esto es cosa de ella, de Liu. La jefa de sala los miró sorprendida de que pensasen que era cosa del holding.

    O de Juan Estrada. A ese tipo lo veo yo dentro de unos años en la presidencia de algún equipo de fútbol, o incluso en el Gobierno lo dijo Roldán y los demás se rieron, asintiendo.

    Sea quien sea, todos queremos lo mismo: que la inauguración sea un éxito y el día vaya sobre ruedas. Y, ahora, os pido que volvamos a hablar de los tiempos y de la distribución de las mesas…

    Los cuatro se concentraron en las últimas instrucciones. Después, echaron un último vistazo aéreo a la gran cocina que había a sus pies, tras lo cual tragaron saliva. La jefa de sala recogió las cartas del menú que había en la mesa del altillo. Hizo un par de preguntas al chef y se ofrecieron consejos mutuos. Roldán prefirió dar algunas advertencias sobre su manera de trabajar, aunque todo se hacía con la mejor intención con el fin de sintonizar la cocina y las salas del lujoso restaurante. Transcurrido un cuarto de hora, los cuatro se dieron unos golpecitos en la espalda para animarse entre ellos y se dispersaron. Abril fue la que se mostró más fría y sonrió, solo por fuera. Le molestaban profundamente esas muestras de efusividad que ella consideraba falsas.

    Todos abandonaron la estancia de cristal craquelado y desaparecieron para ultimar más detalles. Ninguno de ellos prestó la menor atención a las decenas de fogones de la gran cocina, que estaban en plena ebullición y se extendían por todas las curvas del nuevo y flamante rascacielos barcelonés.

    El edificio era un logro imposible, una quimera hecha realidad. Los barceloneses, pragmáticos por naturaleza, nunca creyeron que se podría construir otro edificio de Gaudí sin Gaudí. Eso era increíble; más que un reto, era un desafío. Desilas decidió subir hasta la planta superior del restaurante para supervisarlo todo personalmente. Era un lugar espectacular y teatral, era un salón bajo una cúpula helicoidal construida con paneles de vidrio. El chef quería olvidarse de los detalles prácticos de la cocina durante un rato y dejarse llevar por el flujo artístico que se respiraba en aquella sala. Contempló los grandes paneles que había en espacios estratégicos del salón, inspirados en los bocetos de Gaudí de 1908 para el rascacielos neoyorquino. Respiró profundamente varias veces. Comprobó que todavía estaba sudando y se secó el cuello y la cara con la manga del uniforme. La mancha verde seguía allí, tenía que cambiarse.

    No era la primera vez que subía a esa sala. Ese espacio le ayudaba a calmarse; él buscaba algo de sosiego y allí lo encontraba. «El arquitecto que ha hecho todo esto tiene un par de cojones», pensaba mientras miraba a su alrededor. Desilas estaba solo, rumió calmadamente en todo lo que le esperaba ese día de inauguraciones. Se quedaría allí unos minutos; cuando se sintiera más tranquilo, volvería al tajo.

    Dos plantas más abajo, Abril buscaba a David, pero este se había esfumado, y Roldán había vuelto a su rutilante bodega, o por lo menos eso es lo que todos creían cuando lo vieron descender por las escaleras.

    Ese trajín hostelero llevaba así desde por la mañana. Decenas de jóvenes llenos de esperanza por su nuevo trabajo y con ganas de impresionar estaban absortos en las tareas que les habían encomendado. No veían nada más. Tenían los ojos puestos en los pucheros y no levantaban la cabeza para nada, no había distracciones.

    Por ese motivo, nadie se dio cuenta de la presencia de un intruso unos minutos más tarde, una persona que caminaba entre ellos con absoluta calma y se dirigía al vestuario.

    En un periquete, el desconocido salió de allí vestido igual que el resto de empleados de cocina, con traje blanco, gorro y guantes desechables. Incluso llevaba mascarilla, como algunos de los trabajadores de la sección de ahumados. Con esa indumentaria, era imposible diferenciarle de los demás. Y su forma de caminar encubría con precisión su género; si alguien se fijara en su cuerpo un instante, no podría saber si era un hombre o una mujer. Por añadidura, llevaba gafas, que desvirtuaban todavía más su verdadera identidad. Su oscura presencia en la cocina no despertó curiosidad. Tan insignificante e inofensivo parecía bajo aquel disfraz inmaculado. Incluso él notaba cómo su mente quedaba en blanco. Le llegaba el olor a carne cruda, disfrutaba de esa fragancia; su olfato era fino como una aguja. El intruso siguió su camino mientras examinaba el gran espacio circular que tenía delante, un sitio fragmentado por pasajes e islas de acero inoxidable con hornos, fogones, zonas de limpieza, de montaje de platos y la sección de corte, llena de cuchillos por estrenar. Allí estaba lo que buscaba, hacia allí avanzó sin titubeos: a la barra magnética que sostenía decenas de aguzados bisturís de cocina. Cogió uno de los grandes, un cuchillo filetero, largo y afilado, mortal. Se lo llevó sin ocultarlo y siguió avanzando.

    Había murmullo en la cocina, pero no era por su presencia. Era el chup-chup de las cazuelas, el burbujear de las ollas y el tac-tac de las cuchillas sobre los cortadores.

    Hola, ¿necesitas ayuda? ¿De qué sección eres? preguntó una jovencísima ayudante de cocina.

    No hubo respuesta. El desconocido miró al despacho del altillo y comprobó que no había nadie, solo ese cristal diáfano y craquelado sin vida.

    Ven conmigo un momento, necesito tu ayuda. Su voz quedó neutralizada por la mascarilla.

    La chica sonrió, dispuesta a ayudar, llevaba una larga melena rubia embutida dentro de un gorro desechable y, aun con eso, seguía siendo atractiva. Juntos dieron unos pasos y el desconocido la invitó a abrir la puerta de la cámara frigorífica. Ella accedió intrigada, vio que llevaba un cuchillo en la mano y la mascarilla de los que trabajaban ahumando carnes y pescados. Los dos entraron en el gran contenedor de frío.

    Allí dentro todo estaba helado.

    Y bien, ¿para qué me necesitabas? preguntó la joven, inocente y servicial.

    No hubo respuesta. El individuo que la acompañaba usó el pasador manual para cerrar la puerta tras ellos. Hacía mucho frío, el intruso se sentía incómodo, esto iba a ser rápido. Sin más rodeos, cogió a la chica por detrás, a la altura del cuello, y empezó a ensartar el cuchillo en su pecho frenéticamente. A la pobre no le dio tiempo a gritar, ni a defenderse; la sangre salía a chorros por las heridas mientras el asesino no paraba de clavarle el arma. Cinco, seis, siete, ocho veces. Iba a asegurarse de que su corazón dejara de latir.

    El gorro blanco que protegía su cabello rubio cayó sobre una caja contigua debido a los movimientos espasmódicos. Sus largos cabellos se enredaron es sus brazos, que, inútilmente, intentaban agarrar a su agresor sin éxito. Era en balde, ya era demasiado tarde; su cuerpo se desplomó enseguida, ya no podía luchar más.

    El intruso, que todavía la sujetaba, notó de pronto que su víctima era un peso muerto. Aguardó unos segundos para estar seguro, esperó hasta que  confirmó que sujetaba un cadáver. Sintió un placer interior, como de compasión negra, como de ángel de la muerte. Después, la dejó caer y tiró el cuchillo. Miró a su alrededor: la comida almacenada. Se fijó en el gorro blanco de su víctima. «Qué curioso», pensó. «Es lo único que se ha salvado, no se ha manchado de sangre». Se quitó los guantes desechables y se los metió en el bolsillo del uniforme. Después, le dio su toque final, algo que simplemente se le ocurrió. Tras llevarlo a cabo, se miró las manos: esa tarde tenía que cortarse las uñas.

    Echó un último vistazo al cuerpo de la malograda joven en el suelo. Su sangre todavía estaba líquida, pero pronto sería sólida. Dio un paso atrás para no mancharse las suelas de los zapatos. Abrió la puerta y la cerró de nuevo tras él. Dejarla ahí le daría tiempo. Se preguntaba a qué hora la encontrarían.

    Con mucha sangre fría, emprendió el paseo de huida entre las islas de acero inoxidable. Llevaba las mangas de su disfraz manchadas de sangre y, a pesar de ello, nadie se inmutaba al verle así. No había nada inusual; al fin y al cabo, estaban en una cocina. Pasó por la sección de salsas, olió a tomate y, unos metros más allá, a dulce. Se detuvo, sentía una verdadera obsesión por los dulces. Cogió un cucharón de una encimera y lo pasó por una cacerola donde reducía una mermelada de frutos rojos del bosque. No había nadie a la vista y la probó. Estaba riquísima. Se le manchó la mascarilla de rojo al moverla a un lado, pero daba igual. Se quedó unos instantes saboreando la mezcla hasta que un joven con gafas como él se le acercó.

    Es realmente delicioso. Felicidades. Encontró tiempo para cumplimentar al chico a cargo de las salsas.

    Es coulis de fresa griega con frambuesas americanas. Le faltan dos minutos.

    Las sangre sobre su bata de algodón blanco era del mismo color que la salsa. Le volvió a felicitar y, después, desapareció por los pasillos de la cocina hasta llegar a la puerta del vestuario, donde se despojó con agilidad de su disfraz. A continuación, lo puso en una bolsa de plástico que llevaba en un bolsillo. Miró a su alrededor y, enseguida, reconoció las bolsas con el emblema del hotel que contenían los albornoces de regalo. Ocultó su bolsa de plástico en el fondo de una de ellas y volvió a colocar el flamante albornoz encima. Luego, salió del restaurante y accedió a la gran sala de recepción del hotel, donde se mezcló con los primeros clientes del establecimiento. Todos llevaban la misma bolsa que el intruso. Una gran idea de la dirección: obsequiar a todos los clientes y al personal con una bolsa regalo cortesía del nuevo Grand Hotel Attraction.

    Capítulo 2

    «Esta forma de cerámica es

    de color crudo castillo de arena»

    En un rascacielos pueden suceder muchas cosas, pero el asesinato no suele ser una de ellas. Es indiscutible que son ecosistemas en sí mismos: allí coexisten personas con patrones de conducta y roles muy diversos que, como la misma condición humana, a veces resultan imprevisibles e impensables. Si la gigantesca construcción vertical incluye un hotel y un restaurante, el abanico de posibilidades se expande potencialmente. ¿Quién es quién en un hotel? ¿Un turista es solo eso? ¿Y su vida, y su historia personal, su trabajo, sus manías… sus secretos? Una comida en el nuevo restaurante de lujo, ¿será solamente placer, una sofisticada forma de alimentarse, o es un intercambio, un negocio incluso? ¿Puede tener un hotel otros objetivos más lejanos o más poderosos que la satisfacción absoluta de sus huéspedes?

    Silencio, hagan el favor. ¡Silencio, por favor! La directora, Georgina Liu, rogaba a los periodistas que se centraran en su trabajo.

    Su apellido desconcertaba a todo el mundo, porque su apariencia no podía ser más occidental. El personal del hotel, al principio confundido, no recibió explicaciones sobre sus orígenes ni nadie se atrevió a pedírselas. La señora Liu no tenía nada que recordara al continente asiático en su persona. La directora volvió a pedir calma a los periodistas; la rueda de prensa tenía que empezar ya.

    Les habían convocado en la cima del rascacielos, en el bar mirador construido en el punto más alto del nuevo edificio y, desde entonces, también la posición más alta en el horizonte de la ciudad. Ella miraba al grupo de profesionales desperdigados por el mirador, encantados con las vistas y los refrigerios de lujo que les estaban sirviendo.

    La mayoría de los asistentes a la presentación eran jóvenes que trotaban todo el día de un lugar a otro de Barcelona con muchos micrófonos, cámaras y gran falta de ilusión. Cubrir la inauguración de un lugar así era un cambio en sus vidas poco notables.

    ¡Por favor, acérquense y tomen asiento! Vamos a empezar la rueda de prensa. La directora lo repitió varias veces, pero su voz no imponía. Era una mujer de complexión pequeña y sin formas, con un tono demasiado respetuoso y discreto para los periodistas.

    Ellos ni se inmutaron y siguieron en sus corrillos de conocidos. Eran la avanzadilla de los grandes grupos mediáticos y su trabajo dentro del mundo periodístico era muy importante. Sin embargo, sus sueldos eran tan de risa que estaban siempre a la defensiva y solo estaban listos a la hora de disfrutar gratis de comidas de lujo como las que les estaban brindando esa mañana en el bar aeroespacial donde se celebraba la más espectacular inauguración barcelonesa de un hotel en décadas.

    Lo de invitarles a bebida y unas muestras gastronómicas antes de empezar la rueda de prensa ha sido un error se lamentaba en voz baja Georgina. Miró a su derecha, había una silla vacía. Su relaciones públicas no estaba en su puesto. ¿Donde se habría metido Estrada? Pero si hacía unos minutos le había visto por allí. La directora miró el panorama que tenía delante y, desanimada, suspiró. Se alegró de estar sentada y no de pie. Su ropa había perdido el toque de perfección que a ella le gustaba, se había arrugado un poco y los zapatos que llevaba la mataban.

    Esa mañana se había puesto un vestido y una chaqueta con perfil de trabajo que compró la semana pasada en el barrio de Gracia para aquella ocasión. A toda la ropa nueva que adquiría había que retocarle los bajos y ajustar la cintura, porque ella era una mujer petite, con poca estatura y delgada como un junco.

    Esto parece un patio de escuela lo dijo tapándose la boca con la mano para evitar que sus comentarios fueran más lejos. Lo comentó al hombre respetable que tenía a su izquierda, uno de los personajes importantes de la mesa.

    Eso es lo de menos… añadió su acompañante con cortedad y calma mientras contemplaba en silencio las distintas camarillas que desoían una y otra vez los ruegos de la directora. El hombre respetable era el arquitecto Eduardo Matamala. Él había construido el rascacielos, el hotel que se inauguraba y el restaurante anexo. Como era de esperar, ese día era una fecha memorable para él.

    El arquitecto observaba a los periodistas como quien contemplara suricatos socializando en una jaula del zoo. Tomó un sorbo del zumo exótico recién exprimido que le habían dejado en la mesa rectangular que le separaba de los periodistas y, al levantar la cabeza para beber, contempló orgulloso la gran cúpula paraboloide de cristal que cubría todo el bar. Estaba en la parte más alta del edificio, a más de doscientos metros del suelo. Eduardo Matamala se estaba tomando su bebida en la cúspide del mundo. Su rascacielos superaba a todos los demás. Ante sus ojos taimados se extendía una vista panorámica de trescientos sesenta grados sobre la ciudad, con el cielo y el mar alrededor, como un anillo etéreo.

    El día era claro y lucía un azul intenso: esas condiciones meteorológicas sacaban lo mejor de su rascacielos. Su obra era una joya de cristal, acero inoxidable y blanca piedra arenisca proveniente de Croacia, de la misma cantera de donde salieron las columnas de la Casa Blanca en 1824. El murmullo de dos hombres hablando en chino en la misma mesa lo devolvió a la todavía inexistente rueda de prensa. Miró su carísimo reloj de pulsera. Él también había llegado tarde, pero Juan Estrada debería estar allí con ellos, y la rueda de prensa hace media hora que debería haber empezado. Compadeció a la señora Liu; la habían puesto de directora del hotel, pero estaba claro que era un cargo de confianza. Su marido era el agregado comercial del consulado chino y ella estaba allí por eso. Seguro.

    «Solo hay que verla», pensó el arquitecto. «Tiene un aire demasiado artístico para ser gestora. Incluso se la ve incómoda, como si hubiera aceptado el puesto contra su voluntad». Eduardo Matamala estaba molesto, porque no podía coger las riendas y controlar la maldita rueda de prensa.

    El murmullo de los dos hombres hablando en chino en la misma mesa continuaba.

    Georgina los miró y les saludó con la cabeza. Estaban algo alejados, pero entendía lo que decían, ella había pasado parte su vida viviendo en Hong Kong y llevaba años casada con un cantonés. No percibió en ellos inquietud por el retraso, hablaban de otros asuntos.

    Eduardo Matamala seguía abstraído, era un hombre que nunca perdía el control. Su mente siempre estaba ocupada. En ese momento, hizo un salto espacial y, de la piedra arenisca de su obra y las columnas de la Casa Blanca, transpuso sus pensamientos hacia la ciudad de Nueva York. Y es que había mucho de Estados Unidos en su rascacielos. «Es curioso, pero los chinos nunca vieron esto como un aspecto incomodo del proyecto». Si algo había aprendido en los cinco años que duró la obra era que, para ese pueblo del lejano oriente, los negocios y el trabajo son lo primero. «No les atañe que este nuevo rascacielos tenga más vínculos con los americanos que con su propia tierra». Ellos vinieron a Barcelona a invertir, y los chinos le eligieron a él para fabricar una máquina de hacer dinero.

    Le daba reparo pensar en los estudios de arquitectos de la ciudad que no consiguieron el contrato y que estaban igual de preparados que él. Durante esos cinco años, había dedicado cada pensamiento y cada latido de su corazón a satisfacerles y entregarles el proyecto de su vida. Los chinos no querían un arquitecto con imaginación, lo querían a él. Los chinos buscaban un buen ingeniero de hoteles, sin pretensiones divinas; un individuo que ofreciera solo experiencia; un hombre condescendiente que aceptara de buen grado su propuesta y sus exigencias. Ellos tenían muy claro lo que querían y disponían del suficiente dinero para que todas las puertas de la ciudad se abrieran a su llegada. Se plantaron en su estudio de arquitectura y le dijeron: «Nosotros vamos a construir en Barcelona el rascacielos que Antoni Gaudí no llegó a construir en Nueva York».

    Así de claro se lo expusieron, con rotundidad, haciendo hincapié en el nosotros. Ellos iban a construirlo, no él. Ese nosotros fue desde el principio un pronombre excluyente. Pero había oído bien: querían construir un rascacielos, y no cualquier rascacielos; ellos venían a levantar el rascacielos de Gaudí. En su mente, visualizó los trazos del edificio.

    Por aquel entonces, había asistido a una exposición dedicada al arquitecto barcelonés, donde pudo admirar de cerca el boceto del proyecto estadounidense. Era un hotel-rascacielos, con un cuerpo central más alto que los laterales, todo pináculos surgidos de la tierra con acabados paraboloides; tan gaudiniano todo, tan excelso y sobresaliente, tan espacial y futurista.

    ¡Señores, por favor! La directora se rindió. Tú estás listo para empezar, ¿verdad? Miró al arquitecto algo nerviosa.

    Parecía que no iban a esperar a Juan Estrada.

    Sí, yo sí respondió el arquitecto. Dicho esto, se ensimismó en sus pensamientos de nuevo, como si supiera de antemano que la rueda de prensa no iba a comenzar.

    De esa primera visita del holding chino a su bufete, recordó también las sensaciones, el día soleado, la maqueta de un hotel en Marbella que tenía en su despacho, los panellets que había traído un cliente; los detalles más ínfimos habían quedado grabados para siempre. También recordó que, después del atentado terrorista del 11-S, se habló una vez más del proyecto de Antoni Gaudí para Nueva York. Alguien propuso construir el rascacielos en el solar ground zero, donde antes se erigían las torres gemelas del World Trade Center. Y tenía gracia; cuando los chinos le señalaron el solar de Barcelona donde pretendían alzar el rascacielos, Eduardo Matamala enseguida vio similitudes históricas que le llamaron la atención.

    Dos décadas atrás, en esos metros cuadrados donde querían levantar la descomunal estructura, había caído de un plomazo un bloque de pisos. Los culpables no fueron terroristas musulmanes radicales; los culpables del derrumbamiento en Barcelona vivían mucho más cerca. El bloque de pisos se hundió debido a la baja calidad de los materiales de construcción. Murieron decenas de personas, familias enteras cayeron con el edificio y quedaron enterradas bajo sus escombros. Esa coincidencia totalmente accidental del proyecto le emocionó.

    Pero la capacidad de emoción de Eduardo Matamala tenía un límite; lo que computaba para él era la memoria de los datos, datos más importantes. Y los números, por ejemplo, los cálculos que el arquitecto hizo en su cabeza de los beneficios de todo tipo que ofrecía un proyecto tan colosal. Por eso no fue de extrañar que diera un sí inmediato a la propuesta venida del lejano oriente. Él sería el constructor del Grand Hotel Attraction de Barcelona.

    Cuando recordaba esa primera visita de la comitiva china a su estudio, su corazón palpitaba de una forma inusual. Quizá quedaba algo más de emoción en él de lo que todos pensaban. Y no era para menos: esa entrevista le cambió la vida, marcó un momento clave en su existencia. Le proponían hacerse cargo de una obra gigantesca, recordaba perfectamente los segundos largos en los que vagamente visualizó en su cabeza el perfil que tenía el rascacielos gaudiniano. Sería el más alto de la ciudad, el más alto con diferencia. No podía dejar de pensar en ello. Un proyecto de esa envergadura ponía a prueba a cualquier hombre. Su ego de sumo artista estructural podía esperar. No era el momento de hacerse el endiosado con ellos. Los chinos no iban a perder el tiempo, venían con los deberes hechos, con sus designios a base de estadística y los bolsillos llenos de dinero para invertir. Solo buscaban a alguien que se ciñera a su plan y construyera lo que ellos pedían.

    Eduardo observó a los chinos sentados al otro lado de la mesa charlando, mientras esperaban el inicio de la rueda de prensa. Esos hombres de baja estatura y ojos rasgados que estaban con él ese día no eran los mismos de la primera visita. Pero eran iguales, eran todos hombres que estaban acostumbrados a conseguir lo que querían. Compraban deuda pública de Estados Unidos, compraban zonas portuarias europeas para descargar contenedores de sus propios productos arbitrariamente y, ahora, le había llegado la hora al turismo y a Barcelona. Querían invertir en ese sector a lo grande.

    Antes de presentarse en su despacho, el holding empresarial había realizado multitud de estudios y reuniones. Francia, España e Italia eran los tres países europeos que más número de turistas recibía al cabo del año, había que decidirse. Los números cantaron, la elección fue rápida; los chinos invertirían en la península, porque ni los franceses ni los italianos tenían, según ellos, ninguna ciudad ni remotamente parecida a Barcelona.

    De pronto, Ricardo dejó de pensar y volvió a la realidad. Sonaba el móvil de un periodista que estaba cerca de la mesa de ponentes mirando la vertiginosa altura que había entre el bar mirador y el suelo de la calle. Después, el arquitecto se fijó en la única persona sentada en las sillas dispuestas frente a él. Sonrió.

    Ven, mujer, trae tu poltrona y siéntate aquí conmigo. El arquitecto se limpió el bigote, que estaba mojado de zumo. Lo hizo con un pañuelo que se sacó del bolsillo del traje. Se dirigió de nuevo a la mujer, que era además su ayudante, una palabra que se quedaba muy corta para la ocupación de ella.

    Deja, deja, yo me quedo aquí. Su asistente personal echó la vista atrás y contempló a los periodistas charlando y comiendo sin prisas. Qué mierda todo esto.

    Marí siempre era muy clara. No le pegaba el nombre afrancesado que tenía, para nada. Era casi ridículo, porque ella era una mujer que había vivido lo indecible y que no entendía de finuras. Todo ese paripé de la prensa a ella le quedaba grande. No iba a subir al estrado para hacer el ridículo. Pero la verdad es que la ayudante de Eduardo Matamala sabía más cosas del rascacielos que él mismo. Era ella la que estaba al tanto de los nombres de todos los que habían trabajado en el proyecto y la que había discutido con ellos y gritado como una loca y solucionado los contratiempos del día a día durante los últimos cinco años.

    Su jefe insistió en que se uniera a ellos. Marí se arregló unas feas arrugas en el pecho de la blusa que llevaba y se pasó la mano por el pantalón a la altura de las nalgas, donde también se habían formado una serie de pliegues muy poco elegantes. Miró hacia atrás, hacia los grupos de periodistas.

    Esos hijos de su madre no van a sentarse nunca.

    Por eso, mujer, sube aquí arriba.

    Ella obedeció. Ahora ya sabía lo que quería su jefe. Sin problemas. Se levantó, algo cohibida, cogió la silla con una mano y con la otra el bolso y la bolsa de cortesía con el emblema del hotel que le habían regalado nada más llegar. Subió los dos peldaños de la tarima que la separaba de la mesa rectangular y se colocó junto a su jefe. El no hizo ademán de moverse, pero había suficiente espacio para encajar su asiento al lado del estrado donde estaban.

    A ella le hubiera gustado poder fumar un cigarrillo. Miró la mesa y lo único que vio fueron jarras con zumos de colores muy extraños y la insípida agua.

    Georgina la miró algo desconcertada, ella no debería estar ahí arriba.

    Señora…

    Le va a echar una mano. Eduardo detuvo a la directora.

    Marí no necesitaba micrófonos.

    Tú, ¡tú!, sí, tú, el de la camiseta negra de Star Wars y gafas. Deja de comer y a trabajar. Ven aquí, a esta silla de la primera fila. Se dirigió al periodista que tenía más cerca y con las manos le indicó que tomara asiento. Al hacer eso, los demás dejaron de hablar y miraron a la mujer que iba vestida como para ir a una boda. Estaba sentada en la mesa con los hombres importantes. No sabían quién era, pero podían tener problemas.

    Vosotros, los camareros, ¡sí, vosotros!, ¡todos fuera! A la cocina con los cocineros y os lleváis todos los platos y todas las copas. ¡Ahora!

    El resto, si sois periodistas, os sentáis, porque la rueda de prensa empieza en este momento: ¿quién tiene la primera pregunta?

    Los periodistas extranjeros y los más jóvenes se apresuraron a sentarse apurados, como si les hubieran pillado durmiendo en clase o haciendo campana en hora lectiva. Los periodistas más veteranos tomaron asiento con más calma, pero sabiendo que la fiesta había terminado.

    ¿Y el alcalde?, ¿no hay que esperar a las autoridades?

    No. Eso es mañana respondió una voz nueva. Era el relaciones públicas, que acababa de llegar. Tomó asiento rápidamente entre la directora y los representantes del holding. La señora Liu respiró aliviada y le acercó uno de los pequeños micrófonos de la mesa para que tomara él el control.

    El relaciones públicas tenía previsto iniciar la rueda de prensa con un largo parlamento que había preparado y memorizado. Estrada sabía hacer muy bien su trabajo y sabía impresionar; había aprendido a compensar la desventaja que suponía ser de baja estatura con una arrolladora energía y con la usanza de trajes muy caros y muy de moda.

    Señores, hoy se pone en marcha el hotel, y mañana está prevista la visita del alcalde a todo el rascacielos. Miró de reojo a Marí fastidiado, porque ella seguía dando instrucciones a los periodistas como si fuera una sargento americana dirigiéndose a soldados rasos.

    Hoy estamos aquí para presentarles el Grand Hotel Attraction. Y les doy las gracias por estar aquí compartiendo este momento con nosotros. En la silla, encontrarán una bolsa con el emblema del hotel y, dentro, un dossier con información práctica sobre el funcionamiento de este nuevo e insuperable establecimiento hotelero que será sitio de referencia para la ciudad de Barcelona, y también para Europa y el mundo entero. Lo que deseamos hoy es hablarles de las instalaciones y, especialmente, de la tecnología puntera que se usará en su gestión.

    Marí dejó de dar órdenes a los periodistas, porque ya estaban todos sentados, escuchando a Estrada y sacando material del dossier que les habían proporcionado. La asistente de Eduardo Matamala se relajó y volvió a morirse por fumar un cigarrillo. Miró la botella de agua que tenía delante con antipatía. En el centro de la gran sala helicoidal donde estaban, bajo la gran cúpula de cristal que ella vio colocar pieza tras pieza como un increíble puzle tridimensional, estaba la barra del bar, una estructura circular con una concentración de alcohol etílico irresistible.

    Marí se levantó sin miramientos. A la porra las arrugas de su vestimenta y sus modales. Los dejó a todos allí con dos palmos de narices y se fue a tomar una copa doble de algo fuerte.

    Mientras se alejaba, oyó cómo la directora presentaba a los dos chinos miembros del holding propietario del edificio. Eran los señores Huang-fu Chen y Shun Cin. Después, presentó a su jefe, a quien cedió la palabra tras decir que era el arquitecto que había llevado a Gaudí al siglo xxi.

    Señor Matamala, ¿puede dedicar cinco minutos para hablarnos del rascacielos?

    Eso es mañana, hoy les informaremos sobre el hotel respondió el relaciones públicas.

    Yo no tengo inconveniente. Les hablaré de toda la obra si lo desean. De hecho, este lugar es un híbrido, un espacio heterogéneo. El hotel existe gracias al edificio y el edificio gracias al hotel. El arquitecto hizo una estudiada pausa y pasó levemente el dedo por el borde de su poblado bigote. Gaudí está en su concepto estructural y en la forma exterior del edificio.

    Estrada aprovechó e intervino, sabía el tipo de datos que mantenían la atención de los medios.

    Este nuevo rascacielos de la ciudad tiene una altura de doscientos veinte metros, lo que lo convierte, oficialmente, en el edificio más alto de Barcelona. Después, cedió de nuevo la palabra al arquitecto, y la rueda de prensa siguió adelante.

    La directora se dirigió en chino hacia los dos representantes del holding, quienes estaban comodísimos con su papel de invitados silenciosos. Ella les resumía las intervenciones de los periodistas y les refería alguna pregunta que ellos respondían escuetamente. Si no fuera por los trajes que llevaban y las corbatas de seda, esos dos hombres ricos y poderosos podrían ser modestos camareros de un restaurante chino de barrio; sus rostros eran de lo más común. Pero es verdad que lo mismo se podría decir de la mayoría de habitantes del resto planeta: les quitas los accesorios y casi todos son iguales. La diferencia esencial está en el «casi». Hay que decir que ambos estaban tranquilos, sobre todo porque su trabajo había terminado y todo había ido según sus planes. A ellos les mandaron construir un rascacielos en Barcelona, con su hotel de lujo, su restaurante fino y esplendorosos apartamentos para vender a gente muy rica de todo el planeta. Y eso habían hecho, sin rechistar, y con un control total de la financiación.

    … El hotel cuenta con seiscientas habitaciones. de las cuales una cuarta parte son suites. Como les ha dicho el señor Matamala, Antoni Gaudí está en la estructura y el exterior. Los interiores son contemporáneos, y es su estudio el que, igualmente, se ha encargado de decorarlos. Ya saben que el equipo de Eduardo Matamala se especializa en la edificación y renovación de complejos hoteleros. Nuestro hotel tiene cincuenta y cinco plantas de las cuales cuatro están bajo tierra y son destinadas al uso como garaje, almacenes y servicios. En la planta baja, está la gran recepción, que es por donde han accedido ustedes al hotel. Como habrán comprobado, allí también está presente el gran arquitecto modernista; el hall tiene diecisiete metros de altura y es un homenaje a Antoni Gaudí. Ese espacio de bienvenida es una catedral laica dentro del rascacielos y lleva su impronta, sus techos curvados, sus mosaicos de colores…

    Gaudí es el autor de la recepción del hotel. El arquitecto tomó la palabra. Aquí es donde hemos mantenido en todo lo posible el espacio que propuso el arquitecto para el hotel de Nueva York. Tuvimos acceso a un dibujo que lleva su firma y que, en sí mismo, es una obra de arte. ¿Tienen una copia en el dossier, Juan?

    Sí, por supuesto. Tienen una fotocopia con la imagen del dibujo.

    La recepción del Grand Hotel Attraction incluye muchos de los elementos arquitectónicos y decorativos que Gaudí usó después en el Parque Güell. El boceto que nos dejó el arquitecto para la recepción es una imaginativa composición donde hay elementos de la sala Hipóstila y del conocido pórtico de la Lavandera. En la recepción, habrán visto enseguida esos grandes y policromos medallones de mosaico y los altos techos arqueados sostenidos por blancas columnas inclinadas, claramente orgánicas, que aparecen en muchas obras del arquitecto. En el bufete generamos imágenes digitales tridimensionales de los bosquejos, queríamos que este espacio fuera solo de Gaudí.

    La manera de hablar de Eduardo Matamala hipnotizaba a la prensa, le escuchaban con mucha más atención que a la directora o que a Estrada. El relaciones públicas se dio cuenta y no perdió el tiempo en busca de más protagonismo. Puso su mejor sonrisa y escuchó con elegancia al arquitecto hasta que este le cedió la palabra de nuevo.

    El hotel dispone de cuatro entradas, tres principales y una para servicios. Y, en total, hay seis ascensores que tardan menos de un minuto en ir de la recepción al bar donde nos encontramos, son doscientos veinte metros de altura…

    Más de dos veces la Estatua de la Libertad. La voz de la directora se perdió en los recodos de las orejas de Marí, que ya estaba en la barra del bar y se había sentado en un taburete sideral.

    Anda, guapo, ponme un cubata.

    La ayudante del arquitecto dejó de mirar a los hombres que había en la mesa de la rueda de prensa y se interesó por el barman, que era un joven musculoso y de muy buen ver. El chico le ofreció una sonrisa y obedeció. Ella ya no tenía edad para corceles jóvenes, pero le gustaba juguetear. Marí vio a un camarero despistado, con una bandeja llena de suculentas minidelicias, que caminaba hacia la zona donde se llevaba a cabo la presentación.

    Eh, tú, ven aquí. Un joven pelirrojo y de tez blanca como la leche se acercó a ella, algo desconcertado. Marí cogió unas cuantas pastas variadas y las dejó encima de la barra de cristal iridiscente recién estrenada. ¡A la cocina con los demás! ¡Y que no salga nadie! El bufé ha terminado. ¿Entendido? No quiero verte otra vez por aquí. Vete, venga, vete, ahora, métete algunas de estas delicias en el bolsillo para comértelas en casa. Marí le guiñó un ojo con simpatía, pero con la mano lo despidió a empujones para que desapareciera rápidamente.

    El hotel ocupa todo el cuerpo central del rascacielos. Eduardo Matamala seguía respondiendo preguntas de los periodistas. Los cuerpos laterales del edificio serán apartamentos.

    ¿Y el restaurante? Uno de los periodistas miró a su alrededor, como queriendo decir que allí, en la cima del edificio, solo veía el bar.

    El restaurante está situado en el edificio América, con acceso desde el hotel y también a pie de calle. Es el edificio que no está totalmente adherido al cuerpo central del rascacielos. Después, les llevaré allí y podrán conocer a nuestro chef estrella y admirar las instalaciones a su disposición. Las cocinas ocupan toda una planta de las siete que tiene el restaurante. Hay también una planta que es únicamente la cava. Es, a partir de ahora, la mejor y mayor bodega de la ciudad, con tecnología puntera en la conservación de los vinos, y donde los clientes, si lo desean, podrán acceder y escoger su propia bebida acompañados y asesorados por nuestro personal. Las cinco plantas restantes son salones, algunos de ellos solo disponibles con reserva para eventos especiales.

    ¿Por qué América?

    El relaciones públicas del hotel cedió la palabra a Eduardo Matamala.

    Gaudí proyectó la Sala América para este espacio donde están ustedes ahora. Propuso construir una sala con mucha altura y donde pretendía situar una linterna-mirador. Este espacio quedó descartado desde el principio. El arquitecto miró a los chinos. Por eso hemos dado al edificio del restaurante su nombre y los espacios interiores del local incorporan algunos elementos que estaban en el diseño del salón. El edificio América es el cuerpo del rascacielos que está semiexento de la torre central. Eduardo señaló hacia los cristales de la cúpula paraboloide y hacia abajo. Los que estaban más cerca de la pared de cristal miraron la vertiginosa caída que había hasta la punta superior del edificio del que hablaba Matamala. La directora decidió tomar la palabra.

    El edificio está conectado al hotel, pero tiene acceso propio desde la calle. Una de las ideas originales del proyecto de Antoni Gaudí era crear cinco salones distintos y que cada uno ofreciese gastronomía de uno de los cinco continentes. El concepto consistía en alabar las distintas culturas del mundo.

    Tienen la información en el dossier. Estrada señaló las carpetas que habían proporcionado a todos los asistentes.

    En el escrito del proyecto original de Nueva York, se mencionan los cinco salones dedicados a los cinco continentes, pero no hay ningún diseño que nos ayude a saber cómo los imaginaba Gaudí.

    ¿Y el restaurante cómo se va a llamar?

    El restaurante se llama «Attraction», como el hotel, y nuestro chef Desilas Mir les hablará del menú que ha estructurado teniendo en cuenta el concepto original de ofrecer comida de los cinco continentes. La carta es muy interesante, ya verán: es su versión personal de platos pertenecientes a gastronomías y culturas muy diversas.

    Mientras la directora seguía hablando del restaurante, Marí había entablado conversación con el chico que le había servido el cubata. Llevaba un uniforme muy urbano y contemporáneo, recién estrenado. La camisa le quedaba que ni pintada.

    ¿Cómo es que te eligieron a ti para este trabajo y no a uno de los miles que seguro se presentaron a la entrevista? Marí intentaba sacar los colores al barman. ¿Qué te hace a ti tan especial?

    Eso pregúnteselo a ellos. El chico no sabía qué decirle. Experiencia tenía poca. Todo lo que sé me lo han enseñado aquí durante las últimas dos semanas.

    Acabáramos, guapetón; aquí hay gato encerrado, muchacho. Tú te tiras a la jefa de este antro, ¿verdad, listillo?

    El camarero se río, avergonzado por la manera de hablar de Marí.

    No, se equivoca. No hay nada de eso. Se lo aseguro.

    Marí miró hacia la rueda de prensa. Le sonó la voz de uno de los periodistas.

    Las torres adosadas al cuerpo central son menos que las del proyecto original de Gaudí, ¿por qué?

    La pregunta la hacía un periodista entrado en años que advirtió la diferencia al ver la imagen del rascacielos original. A Marí le sonaba; era Martín. Lo conocía porque, algún día de cada mes, se levantaban de la misma cama. Su jefe respondió a la pregunta.

    La planta del rascacielos está simplificada, hay menos torres adosadas que en el diseño de Gaudí. El proyecto original contaba con ocho cuerpos laterales. El solar del que disponíamos aquí, en Barcelona, no llega a los quince mil metros cuadrados, mientras que el de Nueva York era de más de dieciséis mil metros cuadrados. A pesar de ello, el rascacielos de Gaudí esta aquí y estamos en él. Mantener la forma catenaria en la cumbre de cada uno de los cuerpos del edificio ha sido mi obsesión. Gaudí buscaba la curva ideal, como la curva generada por una cadena sin rigidez flexional. Y eso es lo que hemos querido mantener en todo el conjunto arquitectónico. Es la estructura estereostática que estudió durante años Gaudí y que tan bien recogen las maquetas y los estudios que el arquitecto llevó a cabo para la inacabada cripta de la colonia Güell… En este nuevo rascacielos de Barcelona, hemos mantenido la torre central, cuatro grandes torres adosadas y el edificio semiexento, que es donde se sitúa el restaurante.

    Marí se tomó un buen trago del cubata.

    Tendré que felicitar a los del taller, que os han hecho estos uniformes. Estás muy guapo. ¿Puedes moverte dentro de esa camisa tan ceñida, cariño?

    El barman no respondió a la pregunta, pero se rio de nuevo e hizo algunos movimientos de deportista para impresionar a Marí con la capacidad elástica de su ropa. Mientras tanto, en la mesa de la rueda de prensa, abordaron el asunto de las medidas.

    Lo de las medidas es algo que perturba a los hombres en general soltó la ayudante de Matamala mientras miraba descaradamente en dirección al pantalón del barman.

    También la altura es distinta. En el proyecto original, el rascacielos era de trescientos sesenta metros; habría sido el más alto de Nueva York en aquel entonces, que es lo que pretendía Gaudí. Nosotros hemos erigido el edificio más alto de Barcelona, pero solo ha sido necesario llegar a los doscientos veinte metros de altura.

    Con doscientos veinte metros de altura, el nuevo rascacielos es mucho más alto que la torre Agbar, las torres del Puerto Olímpico e incluso más alto que la Sagrada Familia. Y con esta altura conseguimos superar también a la montaña de Montjuic. Con lo que el Grand Hotel Attraction, se mire por donde se mire, es el nuevo mirador de la ciudad.

    Señores, tienen una amplia muestra de fotografías en el lápiz de memoria que incluye el dossier, al igual que información adicional que el señor Matamala ha decidido hacer pública sobre el rascacielos y su proceso de construcción.

    ¿Los apartamentos están terminados y a la venta? El móvil de una periodista sonó. Tenía una de esas melodías que suenan tan mal que resultan inidentificables. Era de una mujer petulante que vestía pretenciosamente ropa minimalista, una de esas féminas que cae fatal a mujeres como Marí. Era Berta Lara, una sabionda con aspecto de intelectual que siempre metía la púa y que se creía más barcelonesa y más de todo que los demás.

    No, todavía no. Quedan definir los interiores… Matamala no se explayó, la periodista habló por el teléfono con un amigo como si estuviera sola y sin prestar atención a la respuesta. Algunos de sus

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