Supremo deseo
Por Corín Tellado
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Keith, que creía conocerla, sabía que en aquel momento, como en tantos otros, se estaba haciendo desear. Su aspecto sexy denotaba a la mujer siempre dispuesta a complacerse a sí misma y al marido.
Keith se preguntaba si Muriel le habría sido infiel en alguna ocasión. Creía que no.
Cuando se casó con ella, Muriel era virgen. La cortejó poco tiempo y no tuvo ocasión de desvirgarla antes de casarse. Y no por falta de ganas, sino porque Muriel tenía su modo de pensar y no estaba dispuesta a entregarse antes del matrimonio, lo cual le obligó a adelantar la boda."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Supremo deseo - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Keith Joplin se hallaba en el lecho, sobre la colcha, estaba descalzo, el tórax desnudo y el pantalón del pijama medio caído hacia la cadera. Era un tipo fornido, de negro vello, ojos marrones, el mentón cuadrado, la mirada brillante como algo agazapada bajo el peso de los párpados, una boca relajada, de labios húmedos guardadores de unos dientes casi perfectos de una blancura provocadora, junto con el moreno de su piel.
En aquel instante se hallaba en el lecho como desmadejado, pero sus brillantes ojos no dejaban de seguir la esbelta silueta de su mujer.
La alcoba era ancha y lujosa. Grandes ventanales iluminaban su enorme amplitud, dejando asomar un día gris, mortecino e invernal. Pero allí, en la alcoba, hacía calor. La calefacción funcionaba por lo menos a veintitantos grados.
Keith contemplaba arrobado la esbelta silueta femenina perdida en un salto de cama de encaje, descubriendo bajo él su preciosa desnudez. Muriel poseía una esbeltez estremada, unas piernas largas y unas caderas redondas y un sexo velludo de rizoso rubio, como su pelo espigoso y su juvenil figura. Además poseía unos senos erguidos, túrguidos, de erectos pezones. Keith la deseaba como un bárbaro y se daba perfecta cuenta de que Muriel lo sabía. Sobre los altos tacones de las chinelas descalzas por atrás, iba por el cuarto sin dejar de hablar.
Tenía una voz cálida, sinuosa, y para Keith inefable. Decía cosas, pero Keith maldito si sabía siquiera lo que decía. No importaba gran cosa. El caso era cómo lo decía.
Había estado con ella en el lecho momentos antes y la había poseído con todas sus fuerzas. Y Muriel se había retorcido de placer en su cuerpo, dando suspiros y ayes tenues, se había convulsionado bajo su cuerpo y sus caricias, y había devuelto la pasión con intensidad.
Era una preciosidad de muchacha. Joven, exhuberante, mórbida de carnes, la piel fresca y tersa y una boca deleitosa, así como unos ojos divinos.
Keith, que creía conocerla, sabía que en aquel momento, como en tantos otros, se estaba haciendo desear. Su aspecto sexy denotaba a la mujer siempre dispuesta a complacerse a sí misma y al marido.
Keith se preguntaba si Muriel le habría sido infiel en alguna ocasión. Creía que no.
Cuando se casó con ella, Muriel era virgen. La cortejó poco tiempo y no tuvo ocasión de desvirgarla antes de casarse. Y no por falta de ganas, sino porque Muriel tenía su modo de pensar y no estaba dispuesta a entregarse antes del matrimonio, lo cual le obligó a adelantar la boda.
Entornando los párpados perezoso, seguía su ir y venir por la alcoba. Apreciaba su cuerpo totalmente desnudo bajo el salto de cama de encaje transparente y observaba como se movía cadenciosa las caderas y como los senos se movían a su vez con donaire, haciéndose desear una y mil veces.
Se habían casado un año antes y él nunca dejó de soñar con dejar su consulta y correr a casa para verla, tocarla y poseerla.
Se conocieron en una fiesta social y en principio pensó que deseaba a Lydia, pero en cuanto aquélla le presentó a su hermana Muriel, sintió una sacudida y supo que iba a casarse con ella.
En cierto modo Lydia se conformó y si no ocurrió así, hizo ver que se conformaba. Desde el momento que Lydia le presentó a su hermana Muriel, no vivió más que para encontrarse con ella. Por eso apresuró la boda. Nada más conocer a Muriel se dio cuenta de que no tenía nada que hacer en cuanto a poseerla. O se casaba o ella se esfumaba de su vida.
Muriel fue lista.
El sabía que de haberla poseído antes de casarse, jamás hubiera apresurado el matrimonio. En cambio sí había poseído a la fotógrafo de prensa y con ella andaba liado cuando a Lydia se le ocurrió presentarle a su hermana.
—Es hora, Keith —dijo Muriel dejando de hacer lo que realmente hacía y volviéndose cuan bella era hacia su marido—. Levántate, perezoso. Cuando llegues a tu consulta la tendrás llena.
Keith abrió un poco las piernas y mostró su abultamiento.
—Andas por ahí corno si fueras un escaparate. Me tientas y luego me instas para que salte del lecho. ¿Quieres quitarte esos encajes y venir un rato a mi lado?
Ella hizo un mohín de sabia coquetería.
—Pero, querido, si hace un momento…
—Pues estoy de nuevo que reviento. ¿Quieres venir?
Ella parecía dudarlo.
Keith pensó que no había en Carson City, ni en toda Nevada, una mujer como la suya. Y la deseó con todas sus fuerzas una vez más. Estiró la mano y asió el borde de la bata de encaje.
Que me la vas a romper —susurró melosa Muriel.
—Te compro otra —dijo Keith con ansiedad.
Y ya tenía el montón de encajes en sus brazos con el cuerpo mórbido de la mujer dentro. Le quitó la bata con precipitación y la metió desnuda bajo su cuerpo. La miró a los ojos. Muriel alzó las dos manos y le acarició la cara rasurada, retirándole el cabello de la frente. Después, apretando el mentón masculino, felina y suave abrió los labios y los metió en la boca de su marido, escurriendo la lengua por entre ellos.
Keith le apretó las nalgas y la penetró con suavidad. Se convulsionaron los dos y rodaron por la cama, de tal modo que ambos parecían haber perdido un poco el juicio. Aquella posesión, como lo eran todas las suyas, fue delirante.
Muriel quedó lasa y deleitada y Keith sudoroso y jadeante, pero con los ojos brillantes fijos en la mirada azul de su mujer.
—Eres divina —susurró él.
—Sí, de acuerdo, pero ahora piensa en la hora.
—Es verdad. Vendré a comer, ¿sabes? Espero que estés tan hermosa como siempre.
Janell dejó su cuarto, lanzando una mirada en torno con más indiferencia que interés.
Era un apartamento limpio, pero reducido y casi humilde. Una sola pieza, en la cual había una diminuta cocina, una sala de estar y un mueble que hacía de lecho por la noche. Janell lo había recogido antes de prepararse para salir.
Ya todo en su sitio, alcanzó la puerta levantando el cuello del poncho. Era alta y esbelta, de pelo negro y ojos oscuros, tez blanca y boca bien dibujada. Resultaba bella y, sobre todo, sumamente atractiva y muy femenina.
Vestía en aquel instante pantalones negros, camisa a rayas y un suéter también negro de cuello redondo amén del poncho de colores vivos predominando el verde.
Cerró la puerta con un golpe seco y se deslizó por las escaleras hacia