El hombre del láudano
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El hombre del láudano - Claudio Hernández
El hombre del láudano
Copyright © 2019, 2022 Claudio Hernández and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728331088
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Este libro se lo dedico una vez más, a mi esposa Mary: quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Es un honor para mí dedicárselo a mis fieles lectoras: Sheila, Vanessa y Dulce, quienes me aguantan más todavía. Esta vez me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y especialmente a mi padre: Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno... Pero en esta edición existe una persona muy importante para mí y ella es Sheila, quien ha leído todas mis obras; y en esta ocasión -como en muchas- se ha encargado de corregir todo el manuscrito.
1
El pequeño Edgar correteaba entre las tumbas bajo un cielo encapotado. Las primeras gotas de la frenética lluvia empalagaron su anillado cabello oscuro, pero él seguía con su dedo índice dibujando las fechas de defunción de las susodichas lápidas; y lo encontraba divertido. El muy descosido se reía mientras trataba de memorizar todas aquellas fechas de defunción y, al hacerlo con tanta fuerza, la vejiga le jugaba una mala pasada: humedeciéndole la entrepierna. El enterrador (un anciano de aspecto tétrico llamado Anders) acababa de esconderse —arrastrando sus huesudos pies— en lo que parecía un Santuario plantado en el centro del cementerio, donde ahora alguien montaba un jolgorio sobre el silencio de los muertos.
Corría el año 1814 en Boston y la lluvia era igual que cien años antes, cuando su bisabuelo paterno, John Poe, emigró de Irlanda a Estados Unidos en pleno siglo XVIII. Ese hombre conoció a una bella mujer inglesa, se enamoró, la quiso y se casó con ella para formar una familia numerosa. Él creía y deseaba ser parte de una familia de ascendencia noble: ¡Qué bien sonaba eso! Pero con sus diez hijos, lo que consiguió fue ser granjero.
Edgar desconocía —mientras memorizaba aquellos números tallados en piedra— qué le depararía el destino, y en cuántos riachuelos debía nadar hasta llegar a su final trágico. Pero el miedo no iba con él y, aunque ya sabía lo que era la muerte, solo quería imaginar que formaba parte de una vida en donde dicen: "que los románticos han muerto y los poetas desaparecen".
El cielo rugió: como si algo oculto y colosal —como un Dios imaginario de su mente enfermiza— hubiera estornudado justo encima de las nubes, cuyas caras se contrajeron ante una brillante luz que superaría la del sol. Después de esto, parecía como si dos titanes chocaran sus espadas y saltaran unas largas chispas que alcanzaban el suelo como dedos torpes, pero certeros.
Un árbol —no muy lejos del cementerio— cayó al suelo tras la elevación de un humo grisáceo. Entonces, los ojos de Edgar se habían dilatado; y, evidentemente, creía que los románticos morían. Imaginó que allí habría algún corazón tallado con algún nombre. Era la magia del amor y el fin de los poetas, cuyos corazones habrían dejado de latir.
Solo quería imaginar y olvidar sus pesadillas. Apoyado con una mano de dedos frágiles sobre una lápida, sentía el tacto áspero de los números y, casi sin esfuerzo, podía adivinar de qué números se trataban.
—Once —susurró tras el estruendo, y rompiendo el silencio absurdo que queda tras un rayo— Fecha de defunción: El once del....
Y el cielo lloró de nuevo.
Sus cinco años (dos años menor que su hermano William Henry Leonard) le daban la cordura para comprender: que aquello que había bajo el musgo, la tierra y el agua no le iba a coger del tobillo con una mano helada y grisácea. Ellos y ellas habían estado vivos, y ahora habían ido al lugar donde papá había desaparecido. Y su corazón se encogió dentro de su pequeño pecho cuando recordó lo pálida que estaba su madre antes de mirarle a los ojos; y, después, a la muerte. Eso fue en 1811, víctima de la tuberculosis. Palabra que, aunque no deletreaba muy bien, comprendía de qué se trataba.
—Mamá..., ¿a dónde vas? ¿Qué ves? —le había interrogado cuando ella exhalaba su último aliento.
—Veo a tu padre —balbuceaba ella; y con la mano extendida, tocando un rayo de luz invisible para los demás (que la bordeaban en la cama), añadía—: Veo mucha luz.
—Pero ¿esa luz es de verdad? ¿Ves a Dios?
Y ella apoyó fuertemente la cabeza sobre la almohada de paja, con una grotesca mueca dibujada en sus labios; mientras, sus ojos se habían quedado abiertos, como los de un cuervo: vidriosos.
Y el pequeño Edgar se quedó con el retrato de su madre apretado contra su afligido pecho. Su hermano mayor estaba sencillamente sentado en un lado de la habitación, sobre un taburete destartalado. A su hermana Rosalie, un año menor que él (lo estaba recordando todo sentado al lado de la lápida), le correspondió un joyero vacío, donde, según Edgar: «El alma de mamá estaba dentro».
Poco tiempo después, sus papás ya no eran ni David Poe (quien les abandonó un año antes) ni Elizabeth Arnold Hopkins. Desamparados, los hermanos fueron recogidos en distintas familias: William con su abuelo (con quien ya vivía anteriormente); Rosalie con la familia Mackenzie y Edgar en Richmond, con la familia Allan. Sí, ambas familias caritativas les conocían muy bien, porque eran vecinos, pero Edgar no encontró el mismo calor que necesitaba, marcándole para siempre Aunque su padrastro compartía las lápidas (él como un negocio); el pequeño, como una curiosidad morbosa.
—Solo tenía veinticuatro años —murmuraba Allan, y Edgar se contenía en sus sentimientos: dando impulsos severos durante las noches en forma de pesadillas crueles.
—¡Pequeño! ¡Te vas a resfriar! —le despertó el grito de Anders tras salir de su guarida con una extraña vestimenta.
Edgar reaccionó como si hubiera sido impulsado por un muelle y sus dedos dejaron de sentir los bordes de aquellos números. El de su mamá no estaba allí.
Y el cielo imploró una vez más: un estruendoso trueno que hizo vibrar el suelo. La caótica lluvia —casi empalagosa y mohosa en el olor— llenaba todos los poros del pequeño, hasta que su ropa se convertía en una esponja hinchada.
Le pareció ver a un enorme cuervo entre la pantalla de agua, que se acercaba con el pico abierto y oteándolo con unos ojos oscuros, enormes y profundos.
—Señor, no estoy haciendo nada —acució Edgar con los ojos entornados y el cabello fuera de sí, casi deslavazado, como miles de extensiones que se aplastaban en un cráneo excesivamente abultado en las sienes, como si de allí pugnara por salir unas jodidas ratas en silencio.
El hombre, que parecía furibundo por su aspecto, movió su pie derecho sobre las olas del riachuelo que navegaba bajo su bota. Su cara, con prominente mandíbula y labios anchos, casi le atraían al pequeño Edgar: porque nada era más perfecto que aquel rostro para dejar caer los ataúdes en las fosas mientras escupía sobre ellas.
—Chico. Estás empapado —vociferó aquel hombre larguirucho. Se podía escuchar el chapoteo de sus botas sobre el prominente ruido de las gotas de la lluvia. El cielo se iluminó, y las lápidas mostraron su cara oculta como la luna—. Además, ¿qué narices haces aquí? —Su voz grave respondió en aquellas piedras.
—Na... nada señor —exclamó tartajeando el pequeño Edgar. Ahora estaba sentado o casi flotando sobre una balsa de agua e hierba que se asemejaba a las algas del mar, como largos dedos atrapándole para hundirlo en las profundidades.
—Pequeño, entra en casa o te morirás de frío —ladró aquel hombre que ya le había alcanzado. Era flaco, pero lo que le envolvía —un chubasquero de pescador tan negro como el culo de una marmota— le hacía parecer algo obeso. Sus ojos eran oscuros y estaban vacíos de felicidad. Su nariz era larga y puntiaguda. Las cejas se enarcaron en el momento que se agachó—. ¿Desde cuándo estás aquí? No te he visto nunca.
Edgar movió la mano como si le hubiera picado una avispa.
—Casi todos los días, señor Anders.
El hombre mostró un rictus casi babeante.
—Ahhh, de modo que sabes mi nombre, ¿eh?
Sus dedos se acercaron al delgado brazo de Edgar y lo rodeó con sus largos dedos.
—Sí. Pues claro. —Aquella vocecilla sonó por encima de la lluvia y un cuervo le miró con la cabeza ladeada desde lo alto de una cruz de roca verduzca.
—Cógeme la mano —dictó el hombre que estaba en cuclillas.
Edgar extendió la suya.
—¿De verdad es una casa eso que tiene aquí dentro del cementerio? ¿No hay muertos dentro?
El hombre plasmó una leve sonrisa en su rostro convertido en una catarata. Tenía una especia de capucha asomando por la parte superior de la cabeza.
—Los muertos no están dentro de casa, sino que están debajo de estas malditas