Vivir peligrosamente
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Vivir peligrosamente - Gemma Pasqual Escrivà
BUNGA BUNGA
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que
puedas imponer a la libertad de mi mente.
VIRGINA WOOLF
Virginia decidió que ella misma se cortaría el pelo.
¡Menuda fiesta! ¡Menuda aventura! Abrió de par en par el balcón del número 14 de la calle Fitzroy de Bloomsbury y salió al aire libre. En Londres hacía un día de febrero nublado y algo húmedo. Una calma tan silenciosa… Como el beso de una ola, fresco y penetrante, a sus veintiocho años, solemne, plantada junto a las puertas del balcón, una extraña sensación se apoderaba de ella, algo terrible pero muy divertido estaba a punto de suceder. Pensó en las palabras que tendría que pronunciar cuando no supiera de qué hablar. De sus labios salió: «Bunga bunga».
Se encendió un cigarrillo y su vista se fijó en la habitación a través del humo del tabaco. Le gustaba la mesita de mimbre, el cofre donde guardaba cartas atadas con cintas y ramitas de lavanda, la estufa, los tres crisantemos en el redondeado jarrón de cristal encima de la repisa de la chimenea, la tela que había pintado su hermana Vanessa, en la que podía admirar un barco en medio del oleaje, navegando, imponente, hacia un faro.
Se sentó ante el espejo del tocador, se pintó la cara de negro, se puso bigote y barba postizos, se ciñó un turbante al pelo y se colgó unas gruesas cadenas de oro del cuello del caftán verde, su color preferido. Al verse disfrazada de hombre pensó que al romperse el espejo la imagen desaparecía. Apartó tal pensamiento, guiñándose el ojo a sí misma, repitió las palabras mágicas: «Bunga, bunga», y aplastó el cigarrillo en un cenicero en forma de concha.
Su hermana Vanessa, que había ido a visitarla, sentada en el canto de la silla, apoyaba la frente en la palma de la mano e iba negando con la cabeza, contrariada. No le había hecho ninguna gracia aquel juego, le parecía peligroso. Su hermano Adrian se reía divertido. Con la ayuda de su amante, Duncan Grant, escogía un sombrero para disfrazarse.
—¡Adrian! —dijo Vanessa a su hermano—. ¡Pon cordura! —Hablaba con nerviosismo, con la cabeza para atrás en una extraña postura, mirándolo de arriba abajo.
Tenía el plan de fingir ser el sultán de Abisinia con su comitiva, para que la Royal Navy les mostrara su barco insignia, el HMS Dreadnought. El autor intelectual de aquella ocurrencia era Horace de Vere Cole, que había asumido el papel de acompañante del grupo en representación del Foreign Office. Cole era conocido ya por sus bromas, como la de imitar al primer ministro, a quien se parecía bastante. Adrian admiraba a Cole; como la mayoría de los de su condición, quedaba francamente fascinado por cualquier signo de excentricidad, especialmente en las personas de posición holgada.
Adrian iba a ser el intérprete. Al no haber encontrado un diccionario de abisinio, se inventaron una lengua mezcla de suahili con citas griegas y latinas de Homero y Virgilio. Duncan Grant llevaba una túnica como la de Virginia y sus amigos de estudio, Anthony Buxton y Guy Ridley. Se sentía incómodo y se quejaba, pues decía que le venía grande.
Vanessa tomó una fotografía de todo el grupo disfrazado reunido en el salón. Los sofás llenaban los miradores de las tres ventanas alargadas debidamente vestidas con discretas cortinas de satén. Un aparador de caoba bien surtido de brandis, wiskis y otros licores ocupaba un discreto espacio. Se marcharon rápidamente. Vanessa los despedía con la mano, de pie junto a la puerta, mientras veía alejarse el taxi que iba a llevarlos a la estación de Paddington. Inquieta, iba moviendo la cabeza a uno y otro lado hasta que, como una peonza agotada de tanto dar vueltas, calmó el gesto.
El tráfico era terriblemente denso. La comitiva llegó a la estación y la cruzó sin chistar, observados por centenares de ojos curiosos. Caminaron despacio cerca del andén hasta que se detuvieron. Virginia se quedó un momento contemplando los trenes. Tenía la sensación perpetua de encontrarse fuera, muy lejos. La imagen de Cole, que vestía con gran elegancia, sombrero de copa incluido, y hablaba confidencialmente con el jefe de estación, la apartó de sus pensamientos. Se presentó a sí mismo como Herbert Cholmondesly del Ministerio de Asuntos Exteriores y pidió un tren especial dispuesto a llevar a un grupo de príncipes abisinios a Weymouth.
Antecedidos por un telegrama enviado por un cómplice, que firmaba como Tudor Castle, en el acorazado todo se puso en marcha para dar la bienvenida al sultán con una ceremonia proporcional a su rango. En el último momento se dieron cuenta de que no disponían de las partituras musicales del himno de Abisinia. El vicealmirante lo resolvió sustituyéndolo por el himno de Zanzíbar; al fin y al cabo, era la colonia más cercana a Abisinia. En el barco, todos funcionaban como hormigas: sacaban brillo a los cañones, enceraban los pasillos y colocaron la alfombra roja y larga que se utilizaba para recibir a la realeza. En menos de dos horas todo estuvo a punto.
Esperaban a la comitiva abisinia en el puerto para transportarlos al barco de guerra. El navío era más pequeño y más feo de lo que habían imaginado. Cuando llegaron al acorazado, la Marina recibió a los príncipes con todos los honores propios de una visita de Estado, con pompa y solemnidad, por parte de la tripulación, a cargo del vicealmirante May y su segundo, el primo de Stephens, William Fisher; por fortuna no los reconoció.
Las notas del himno nacional de Zanzíbar inundaban las estancias del Dreadnought, las trompetas sonaban con metálico clamor. Solemnes y estoicos, Virginia y sus amigos se cruzaban miradas y escuchaban con devoción, desconocedores de que no era el de Abisinia. Lo agradecían en su lenguaje salpicado de latín y griego. Todo lo que decían resultaba, en sí mismo, falto de sentido. Un marinero dijo a otro que los príncipes africanos hablaban una lengua bárbara. La mayor parte del tiempo permanecieron en silencio, miraban, asentían con la cabeza y manifestaban de esta forma su aprobación.
—Bienvenidos. Dispararemos veinte salvas en honor del sultán —les dijo el almirante, que lucía sombrero de plumas, cuadrándose ante la comitiva.
—Bunga bunga —dijo Virginia con voz impostada, engolada, sujetándose el bigote. Seguidamente apretó los labios, levantó la barbilla y se tocó el cuello. Se le había acelerado el pulso.
—Lo siento, pero no podemos aceptarlo —dijo Adrian,e hizo una pausa, sonrió, echó la cabeza hacia atrás y prosiguió—: nuestra religión no lo permite.
Pasaron revista a las tropas. Virginia avanzaba, más que como un príncipe, como una reina; los observaba desde arriba. Adrian miraba al frente sin mover un músculo. Cole caminaba de una forma curiosamente irregular, lanzando el brazo hacia delante con gesto violento y con la cabeza para atrás con ademán abrupto. Provocó en sus compañeros más de una sonrisa burlona disimulada.
La brisa suave se transformó en viento y empezó a caer una fina lluvia. Virginia miraba inquieta las nubes negras que cubrían el cielo, todo su plan podía irse al traste si el agua les empapaba la cara y les descomponía el maquillaje negro. Adrian se fijó en que el bigote postizo de Duncan Grant empezaba a desprenderse.
—Bunga bunga —exclamó Virginia.
—Bunga bunga —dijeron sus amigos haciendo un bisbís.
Habría que entrar en el barco, el frío y la lluvia no son habituales en Abisinia y el sultán y su corte pueden ponerse enfermos —propuso el vicealmirante Adrian. Bordaba el papel de intérprete, se hacía pasar por un alemán llamado Herr Kauffmann.
Les habían preparado una gran comida. Una mesa de longitud infinita, cristal, cubiertos de plata, servilletas, cuencos con frutos del bosque y platos que dibujaban círculos blancos sobre el mantel bordado con mínimos motivos de color amarillo. No aceptaron los manjares que les ofrecían por miedo a que algún bigote pudiera caer en una de las fuentes.
Durante más de cuarenta minutos deambularon por el barco sin que nadie notara nada. Ni siquiera cuando Anthony Euxton estornudó y le desapareció la mitad del bigote; consiguió colocárselo de nuevo sin que nadie se percatara de ello y sonrió a sus compañeros con expresión de disculpa.
—Bunga bunga —exclamó Virginia, ya algo cansada de la broma; abrumada por el tedio, tenía ganas de marcharse. Levantaba la vista y miraba hacia delante mientras sus compañeros hablaban. Fijó la vista en el suelo, hizo una larga pausa, abrió de nuevo los labios, pero no soltó una palabra más.
***
Cuando acabó la visita, los despidieron con todos los honores, la banda interpretó el God Save the Queen.
Cole y Adrian se quitaron con gesto solemne el sombrero y se llevaron la mano al corazón; el resto de la comitiva no movió un solo músculo. Una escolta los acompañó en el viaje de vuelta.
Al llegar a casa de Virginia, pasaron al salón y les dio un ataque de risa. Vanessa les había preparado té, pero estaban demasiado exaltados para tomar una infusión: todos prefirieron brandi.
Adrian hablaba muy deprisa rememorando lo que acababa de ocurrir, casi no terminaba las frases, paseando arriba y abajo para ocultar su agitación.
—¡Valiente insensatez! ¡Valiente y estúpida insensatez! —exclamó Vanessa, haciendo señas a Adrian, golpeando con energía el cojín del sofá. Él se sentó a su lado.
Cole, plantado en medio del salón, observaba a sus amigos: su larga nariz parecía decir, por medio del curioso temblor de las aletas, que aún no estaba satisfecho; alzó las manos. Se hizo el silencio.
—Todavía no ha terminado —dijo juntando las palmas de las manos ante la mirada atónita de sus compañeros.
—¡¿No?! —preguntaron todos.
—No —dijo con rudeza, como si les tirara de las orejas.
Rectificó la posición de la perla que llevaba en la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, cogió los guantes amarillos y el bastón y desapareció.
Cole se dirigió al Daily Mirror para explicarles la historia. Posteriormente mandó a los del salón de Virginia una foto del príncipe y de su séquito, que corroboraba los hechos. Unos días más tarde, todos los periódicos de Inglaterra se burlaban del almirantazgo de la Marina británica.
La cuestión llegó al Parlamento de Gran Bretaña, que pidió explicaciones. La Royal Navy pedía prisión para Cole y sus secuaces, pero ellos no habían vulnerado ley alguna, salvo en el envío del telegrama con una firma falsa. Y puesto que no se supo quién la había falsificado, no pudo hacerse nada. Los intentos de castigarlos o de exigir disculpas cayeron en saco roto.
A raíz de aquella trastada se revisaron y endurecieron los estándares de seguridad en la Armada británica. Cuando, pasados los años, alguien recordaba a Virginia aquella loca audacia, ella siempre respondía irónicamente:
—Me alegra pensar que fui útil a mi país.
LA CARTA RASGADA
Y, sobre todo, necesito escribir; nada me da
tanto placer desde que vine al mundo como un libro
mío recién editado y con olor a tinta fresca.
MERCÈ RODOREDA
Escribía con la ventana abierta de par en par y encima de la mesa tenía un enorme ramo de lilas que, de tan perfumadas, mareaban. Desde pequeña llenaba la casa de flores si era el tiempo y de