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Diario de máscaras
Diario de máscaras
Diario de máscaras
Libro electrónico298 páginas9 horas

Diario de máscaras

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De Nuevo México a Nueva Guinea, de la Amazonia a Corea y de Cerdeña a Mali, estos relatos de Luisa Valenzuela están marcados por la presencia de las máscaras. Buscadas expresamente o halladas de las maneras más azarosas, las máscaras remiten a tradiciones que se pierden en el tiempo, al duelo o la celebración, y necesariamente a un más allá cuyas criaturas se empeñan en intervenir en la vida presente de los enmascarados y su entorno cercano.
Siempre atenta a un posible encuentro con estos enigmáticos artefactos, la autora se sobrepone a los accidentes del terreno, a las distancias y al cansancio con tal de no perderse la ceremonia que ha venido a buscar o de la que acaba de enterarse. Y una vez en el lugar es de todo menos una observadora distante: respetuosa al extremo, desde los espacios que puede ocupar –que le permiten ocupar− anota lo que ve y trata de entender −luego buscará información para atar los cabos sueltos−, pero nunca deja de intentar el diálogo –con gestos, si no hay palabras que sirvan de puente−, el juego, el baile.
Este libro puede leerse como un libro de viajes donde los paisajes y las situaciones están resueltos con pinceladas rápidas, inteligentes, bien elegidas. Y en el momento en que el lector curioso pide más, justo allí, Valenzuela ya lo está subiendo a otro avión y contándole que esta vez la historia se sitúa en el extremo opuesto del planeta. El interés –y muchas veces la sorpresa− de cada capítulo invita a la búsqueda de información adicional, de modo que el libro puede desplegarse en lecturas infinitas. Los lectores que resistan esa tentación, pueden dar con él una gozosa vuelta al mundo en un fin de semana.
 
 
 
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2017
ISBN9789876145480
Diario de máscaras

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    Diario de máscaras - Luisa Valenzuela

    Intentions.

    El tiempo de la máscara

    ¿Qué son en verdad las máscaras? ¿Objetos de uso, esculturas, obras de arte, piezas coleccionables? Nada de eso, nada de lo otro. Como en los pases de prestidigitación, nada por acá, nada por allá y de golpe: todo.

    La máscara es un puente entre los mundos, el palpable y el imaginario.

    Un vehículo que nos transporta al no-tiempo sagrado.

    Una oración hecha materia.

    Es un intermediario para hablar con los dioses, un escudo ante lo desconocido.

    Es en sí misma un rito de exorcismo, de limpieza, de curación, de alegría desenfadada. O del más puro maleficio.

    Es un texto en código.

    Es la alegría de poder ser simultáneamente uno mismo y el otro.

    Y mucho más.

    Cualquier definición resulta incompleta; las máscaras, al igual que el lenguaje, abarcan lo múltiple cuando permitimos que se abran a la compleja ambigüedad. Cuando intentamos precisar, definir, la cosa se complica.

    Decimos que el ser humano, el Homo sapiens, es un bípedo implume que pertenece a la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates, dotado de razón y de lenguaje articulado. Faltaría agregar –y lo recomiendo– creador de máscaras. Porque les son inherentes y nos diferencian de los animales a la vez que nos asemejan y aúnan a ellos.

    Las máscaras son la dualidad hecha materia.

    La máscara mezcla hombre y bestia, dioses y objetos inanimados. La máscara yuxtapone hombre y seres y objetos separados por las diferencias. Las máscaras están más allá de las diferencias; no solo las desafían o las borran, las incorporan y las arreglan de manera original. En una palabra son otro aspecto del doble monstruoso, escribe René Girard en su libro La violencia y lo sagrado.

    Por su parte, Roger Caillois en Méduse & Cie alega que la máscara es universal al hombre, mucho más que la rueda o cualquier otro artefacto, pero solo se accede a la civilización abandonando la máscara. Se cree acceder, porque desde las más remotas épocas prehistóricas las máscaras son un reflejo del espíritu humano y de su lento avance civilizatorio. Algo de eso entendió Girard cuando escribió Transformación de lo real en irreal, [la máscara] es parte del proceso por el cual el hombre se oculta a sí mismo el origen humano de su propia violencia, atribuyéndola a los dioses.

    Los seres humanos conocen las máscaras desde tiempos remotos. Lo atestiguan las pictografías de la cueva de Trois Frères, en Ariège, Francia, y también las de las cavernas a orillas del río Urubamba, en Perú, como tantos otros petroglifos, donde aparecen hechiceros que se investían con cabezas de ciervo o de huemul para atraer a las presas. Es decir, que utilizaban ya los subterfugios del simulacro y también entendían eso que hubo de llamarse magia simpática, tanto imitativa como contagiosa, la creencia de que lo similar convoca a lo similar, o bien que las cosas que han estado en contacto siguen ejerciendo influencia mutua una vez separadas.

    Dicen los especialistas que las máscaras de Corea, utilizadas hasta hoy en representaciones de teatro danzado, chamánico o no, pueden ser rastreadas hasta unos cinco mil años antes de Cristo. Y en Egipto, gracias a antiguos frescos, sabemos que la mayoría de los sacerdotes portaban máscara. Los oficiantes de Anubis, guardián de los cementerios, llevaban –lo hemos visto mil veces reproducido– cabeza de chacal negro, porque el negro no representaba la muerte sino la fertilidad. Y a la entrada de las tumbas los sacerdotes de Anubis realizaban la ceremonia de apertura de la boca y de los ojos para devolverle al difunto la capacidad de ver, hablar y comer en la otra vida: ojos y boca abiertos, como una máscara. En cambio Thot, dios del poder alado, maestro de sabiduría, de las artes y las ciencias, padre de la doctrina hermética y de las palabras sagradas de la escritura jeroglífica, se identificaba con el ibis y por lo tanto sus sacerdotes usaban esbelta máscara de ave.

    Desde su más temprana edad, la de piedra, el ser humano intentó derivar un sentido de este magma que es el universo y buscó personificar sus fuerzas gracias al uso de máscaras en rituales y celebraciones, haciendo así visible lo invisible. Ya sea para despertar a la tierra después de un largo invierno, para asegurarse buena caza y buenas cosechas e incentivar la fertilidad en todos sus aspectos, o para aplacar y homenajear a los dioses, para celebrar a los muertos y a los vivos, la máscara siempre tuvo y tiene un rol preponderante. También para divertirse en los carnavales tan diversos.

    Sabido es que la palabra persona, en su acepción más profunda, significa máscara. Del latín persōna, es un término que según ciertos filólogos fue tomado por los griegos del etrusco phersu para acuñar prósôpon (delante del rostro), nombre que se le daba a la máscara en las tragedias. De allí derivó per sonare, como dicen algunos que decían los romanos refiriéndose precisamente a las enormes máscaras con bocina que se usaban en el teatro griego para proyectar la voz.

    Las máscaras son umbrales: entidades liminales entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el desenfreno. El desenfado también. Son una de las primeras manifestaciones del arte allí donde nunca existió la palabra arte; ni la palabra máscara, si vamos al caso. Están vivas a la par de quien las porta, han servido para personificar las fuerzas de la naturaleza y para ahuyentar o asimilar los miedos, son instrumentos de enseñanza social y de contención, son el todo en cada pieza individual.

    Cuando la máscara no está en uso se dice que duerme. Cuando un oficiante, sacerdote, bailarín o actor se la cala, la máscara despierta. Y despierta a su usuario, transportándolo a otros mundos.

    En muchas culturas se entiende que las máscaras son de inspiración divina. Los dogón de Mali opinan, señala Michel Lieris, que "cuando un artista está inspirado ya no es más un simple ser humano. Se dice que no está más solo, que está habitado por un kungo-fe, una cosa de la cabeza, y ya no tiene por qué responder a las reglas sagradas de las interdicciones. Los principios cotidianos se invierten, la creación se impregna de una fuerza sexual, y el artista y su creación se ven insertados en un dominio, el Bamanaya, en realidad una fuerza que reagrupa las formas para entrar en contacto con el secreto, con el más allá".

    Un kungo-fe, una cosa de la cabeza, eso también es la máscara que pone fuera lo que sentimos por dentro.

    Alrededor de la manzana

    A menudo me preguntan cuándo nació mi pasión por las máscaras y por los carnavales. No tengo respuesta. Debe de haber nacido conmigo, con el impulso que me llevó a ser una viajera impenitente. ¿De dónde me saldrá también esta necesidad de ir siempre un poco más allá? La compulsión despuntó en mi primera infancia y escapé de casa a los cinco años; no fui muy lejos, me escondí en un jardín vecino. Allí quizá empezó la aventura, las ansias de aventura, la busca de horizontes ajenos y lejanos que la máscara representa en todo su esplendor.

    Al principio debí inventarme los horizontes lejanos porque ni siquiera me dejaban cruzar la calle. Pero la casa de mi infancia tenía una terraza rodeada por los techos de las casas vecinas, todas bajas. Y allá al fondo, en el mismo corazón de la manzana, una casa algo más alta lucía en lo más alto un ángel de mampostería. Un querubín que parecía convocarme. Y como todos me creían a salvo en esa terraza de altos muros, yo me escabullía por los techos en pos de esa figura mágica, pisando suave sobre las chapas de zinc y haciendo equilibrio por las cornisas como un gato. Pero nunca pude alcanzar mi meta; un patio profundo, oscuro y despiadado me impedía llegar. Solo me quedaba el consuelo de buscar nuevos desafíos. Entonces –precoz lectora de Salgari, de Jack London, de Stevenson– me inventaba viajes alrededor de la manzana urbana y cargaba la canastita de mi vieja bici con vituallas para enfilar hacia un terreno baldío de la vuelta que según el caso se convertía en isla del tesoro o en selva de la Malasia. La manzana era doble, suerte para mí, porque en el arbolado y añejo barrio de Belgrano la calle Aguilar corta justo en la calle 11 de Septiembre, donde vivíamos. Y yo zarpaba en busca de tesoros que variaban invariablemente según mis aficiones o colecciones del momento: figuritas con relieve, monedas extranjeras, estampillas, postales. Todos elementos alusivos al secreto del viaje, a los mundos distantes y desconocidos. Todos valiosos para mí. No máscaras en aquel entonces, aunque cada uno de estos elementos las prefiguraban.

    Los viajes empezaron siendo un sueño, se convirtieron en pasión, acabaron en vicio. Por momentos se vuelven pesadilla nocturna: tengo que zarpar o alcanzar un vuelo inesperado y no logro juntar todas mis cosas y armar las valijas. También de la vigilia en los engorros de los aeropuertos; pero toda pesadilla, cansancio, hartazgo, se borran en el momento sublime cuando el avión despega y me siento libre de peso, feliz. Entonces tomo la revista de la aerolínea y ya empiezo a solazarme con la posibilidad de un próximo viaje. Siempre más allá, a tierras desconocidas.

    Los viajes colmados de aventura que me inventaba de chica fueron tomando cuerpo a partir de mis veinte años. Gracias al periodismo y más tarde a la literatura pude desplazarme por trabajo y llegar a los países más remotos. Cumplo con mis obligaciones, generalmente fascinantes, y aprovecho para avanzar más allá en busca de ritos, de festivales, y de máscaras. Porque si somos verdaderos viajeros, y no simples turistas, todo viaje resulta una forma de exploración. Y de exploración interior. Al viajar nos abrimos al otro y en el otro a alguna zona desconocida de nuestra propia alma.

    Pero nunca tanto como con el anuncio que me llegó días atrás por mail.

    Cheap Flights to Valenzuela

    Así, en cuerpo catástrofe. Lo entendí como un truco publicitario, me pareció divertido, hice clic para volar a mi fuero interno desde la comodidad de mi escritorio, y ¡oh sorpresa! encontré que Valenzuela es una ciudad en la Gran Filipina. Tendré que volar a visitarla. A visitarme, como sucede en todo viaje, pero esta vez con etiqueta personalizada. Y para mejor, barata.

    Será para otro momento. Por ahora, solo consignar un incidente que quizá abrió la puerta del secreto:

    Casi en las antípodas de la manzana en la que estaba nuestra casa de esquina, existía una vieja casona abandonada, siempre en venta. Se decía que había sido refugio de nazis durante la guerra; al respecto se hacían muchas conjeturas, alentadoras para la imaginación de una niña. Allí arrastraba yo a mis amiguitas, y el viejo guardián nos permitía pasar para explorar las habitaciones. Hasta que una buena mañana nos recibió con el pantalón desabrochado y todas esas cosas, entonces extrañas para nosotras, colgándole a la intemperie. Intuimos un abismo y con mi amiguita de turno escapamos corriendo. Nunca más volví a esa casa, pero muchísimos años más tarde me puse a pensar si no habría sido aquel el tesoro tan buscado: la máscara de Tengu, el rojo diablejo de nariz fálica que trae buena suerte, infaltable en las casas japonesas. Volveremos a Tengu cuando le llegue el turno.

    Ahora que lo pienso, ahora que me pongo a escribir sobre el probable nacimiento de una seducción… por las máscaras, aclaro, quizá la raíz haya sido más íntima y muy anterior. Me veo ante una tristísima ventana que da al patio de aire y luz de un departamento interno. Tengo dos añitos apenas y la cabeza vendada como una pelota (¿habrá sido esa mi primera máscara?) porque me habían operado de mastoiditis. Entonces contemplaba por horas la ventana ciega de la pared de enfrente hasta que se producía el milagro. De golpe la ventana se abría y la vecina del departamento A (Florida 930, quinto piso) se descolgaba por esa ventana y haciendo equilibrio por una amplia cornisa llegaba hasta mí trayéndome los dones. Ella era Lina Wille Bille, la austera pero ágil y generosa mujer del dueño de Gong, una boîte de moda en aquel entonces, y traía hasta mi ventana la magia del cotillón: matracas, cornetas, globos, antifaces. Quizá aquellos antifaces decorados con lentejuelas y purpurina fueron los detonadores de algo que hasta el día de hoy me arranca del sufrimiento y la tristeza, me deslumbra y me despierta un incondicional fervor.

    Porque, ¿cuándo nace una pasión?

    Es probable que crezca de a poco; en mi caso la puedo rastrear en mi fascinación por todo lo lejano, en las lecturas, sobre todo, y en las distintas colecciones que fui juntando de chica, hasta banderines y etiquetas de hoteles de esas muy antiguas que se pegaban en las valijas y en los arcaicos baúles ropero. Oh, los baúles ropero del llamado cuarto de plancha, en la terraza de casa, un verdadero desván. Cerrados con llaves inhallables, tan llenos de inaccesibles secretos. Una manera de estar en todo el mundo sin moverme de casa, eso era el desván. Lo mismo vengo armando ahora en mi estudio, pero aquellos baúles-ropero representaban la inversa: una manera de llevarse la casa por el mundo.

    Palabras portmanteau llamaba Joyce a esas que combinan significados. Baulropero. Así las máscaras. Y así las pasiones, porque nada es tan unívoco como parece.

    No son solo las máscaras. Son también los libros que las mentan, las muestran, las reconocen. Los busco y atesoro; en las ciudades que visito entro en las librerías y dejo que el olfato me guíe hasta algún hallazgo. Al igual que mi antropóloga en La travesía:

    Hay algo en una librería cualquiera que ella busca denodadamente sin preguntar a vendedor alguno. Libros sobre máscaras, ya se sabe, pero nada de los secos tratados de su especialidad, no, quiere libros con muchas fotos, en colores si posible, de máscaras en uso, de esos instantes cuando el ser humano se hace dios y diablo, y baila. Máscaras como escudo ante lo desconocido, arma mágica para enfrentar fantasmas volviéndose un fantasma.

    Investí de antropóloga a la protagonista de La travesía, esa novela que defino como una autobiografía apócrifa, quizá porque mi vocación errada haya sido precisamente esa, la antropología. Desde mi preadolescencia leía libros sobre los mundos desconocidos, los pueblos que ahora llamamos originarios, las civilizaciones perdidas, las variadas religiones. Recuerdo haber leído a Joseph Campbell, quien dijo que la metáfora es la máscara de dios. Quizá invertí los términos y entendí que también puede decirse que la máscara es la metáfora de dios, y quedé capturada para siempre en su hechizo.

    Bruce Chatwin, en su recopilación de textos sobre el nomadismo, cita a Verlaine cuando dice que Rimbaud tenía suelas de viento. Temo que, haciendo medio honor a mi apellido, ese también es mi caso. Tras las máscaras y sus rituales sagrados y sus carnavales profanos (sagrados a su modo) he recorrido miles de kilómetros y con esfuerzo he acopiado especímenes, no necesariamente valiosos pero siempre de uso y por lo tanto significativos. Me he metido en algunos de los más insólitos andurriales del mundo y he armado una muy nutrida biblioteca sobre el tema.

    En este libro me propongo revivir retazos de esa travesía.

    Las cuatro direcciones

    ¿Por dónde empiezo para mentar las máscaras?

    Me rodean, aun estáticas están vivas. Yo también estoy viva y así andamos, comunicándonos. En mi estudio saludo a las cuatro direcciones como corresponde al ritual y me asombra la distribución que el azar ordenó atendiendo a la disponibilidad de espacio. El estudio es en realidad un gran galpón; mi casa supo ser una pequeña fábrica de ductos para aire acondicionado, abandonada y astrosa cuando la conocí. Amé a primera vista el galpón de chapas, atiborrado de escombros. Los demás no importaba; horrible como era sabía que tenía potencial sin excesivo gasto. No en vano viví en Nueva York y asistí a las transformaciones de los espacios industriales en el Soho. No podía aspirar a tanto, claro que no, pero este galpón...

    Hoy las paredes están semicubiertas por bibliotecas; hay cuatro ventanas que llegan hasta el piso, dos puertas de vidrio. A lo largo de los años las máscaras fueron encontrando sus variados lugares y acabaron colonizando el territorio. Reinan por sobre libros, ventanas, piano y muebles varios. En lo alto. El azar ha ido colocándolas atendiendo a los puntos cardinales –grosso modo, porque hay mezclas y ellas siempre están dispuestas al cambio–. Hoy los diablos están al sur, la mayoría de las máscaras mexicanas al norte, al este las de África y las de Oriente al Occidente. El mundo dado vuelta.

    Es así como ofician las máscaras.

    Cada una de mis máscaras es para mí como un libro. Me cuenta muchas cosas, algunas más interesantes, fascinantes, novedosas que otras. Hay coleccionistas de libros que buscan incunables, primeras ediciones, libros de artistas. Yo busco historias en las máscaras, y no me importa si lo que consigo es algo así como una edición de tapa blanda.

    Por menos valiosas que sean las máscaras de mi colección, nunca me las he endosado ni siquiera para probármelas. Como suele decirse hablando de otro tema, les tengo tanto respeto que no las toco.

    Una amiga en Nueva York tiene una máscara Cara falsa de los indios iroqueses. Dice la leyenda que esos seres anduvieron recorriendo nuestras tierras hasta que se toparon con la pared del fin del mundo, por eso siempre tienen la gran boca y la nariz torcidas. El certificado de autenticidad que acompaña a la máscara, curiosamente enternecedora, dice lo siguiente:

    FALSE FACE, máscara de danza ceremonial usada para curar a la humanidad de ciertas aflicciones, para prevenir futuras enfermedades y, ubicada al aire libre, para desviar los vientos destructores. A pesar de que este Ayudante no ha sido ungido, sería groseramente inadecuado darle un uso espurio en una danza simulada o de cualquier otra forma. Ha adquirido usted un objeto de gran significación para el pueblo iroquoi. No lo denigre.

    ¿Sagradas aunque profanas? ¿Qué son las máscaras?

    Entre tantas otras posibilidades, son un viaje.

    Para encarar estas narraciones sentí que se imponía hacer una ofrenda. Urbana y simple, pero necesaria. Al fin y al cabo, escribir sobre máscaras es una forma de calárselas y salir a bailar con ellas, devolviéndolas a la vida, porque la palabra confiere un nuevo aliento. ¿Y quién puede pretender entender las máscaras, abarcarlas en toda su miríada de significados?

    Caleidoscópica la máscara, transformativa; performativa al igual que los verbos jurar o prometer, que con el simple enunciado ya realizan la acción. Las máscaras son así, prometen mucho y cumplen por demás, inesperadamente. Como las del teatro Noh −hay tres sobre la segunda ventana: un Okina, el viejo; una Onna-men usada por el onnagata, ese hombre que personifica a una mujer; un Otoko-men, el joven−. Son hieráticas solo en apariencia porque cambian de expresión con el más leve movimiento de la cabeza del actor. Si el actor mira ligeramente hacia arriba la máscara parece feliz, y triste cuando inclina la cabeza. Todo es cuestión de sombras. Casi siempre es cuestión de sombras con las máscaras.

    Entonces, sin proponérmelo, encontré una forma simple de pedirles permiso y congraciarme con ellas para poder seguir escribiéndolas. Porque al pasar frente a una tienda de artículos autóctonos la vi, desatendida, desmerecida frente a unas primas putativas radiantes y nuevas, hechas para el turismo. Se trataba de una máscara chané, usada quizá en algún lejano pin-pin del chaco salteño y no destruida como exige el ritual. Estropeadita, la pobre; había perdido casi todas las plumas que le rodean el rostro, coronándolo. La compré a precio excesivo sin saber bien por qué, y medio arrepentida, ya en casa, entendí la razón, y con suma paciencia y cuidado fui reponiendo una a una las pequeñas plumas en los orificios preexistentes, y lo hice de forma metódica pero algo ecléctica, porque no usé plumones de ave como corresponde, sino breves y leves plumas de un verde vibrante que el azar había puesto en mi camino. Las plumitas esmeralda pertenecen a un pequeño plumero que encontré tirado en las calles de Nueva York tiempo atrás; me atrajo por el color; en principio lo adosé como penacho a otra máscara pero no le correspondía. Ahora sí, ahora corresponde perfectamente. Le robé muchas plumitas pero él es ubérrimo y no se nota. En cambio ella, la máscara, por fin reemplumado su contorno, cambió de expresión. La devolví a su lugar en una ventana y le nació una sonrisa interior, imprevista, y sus ojos que no están, que son dos simples ranuras, le brillan que es un gusto.

    La sobriedad del palo borracho

    Las máscaras chané están talladas en la blanda madera del palo borracho, árbol cuyo tronco espinoso luce forma de botella de vino Chianti. El palo borracho, como las mil caras que puede tener una máscara, tiene mil nombres: yuchán, samohú, samuhú, copadalick, mandiyú-rá, mandiyú, algodonero, palo botella, palo barrigudo, paineira de Corrientes, árbol botella, árbol de lana, toborochi rosado, paina de seda, paineira fêmea, árvore de paina, barriga d’agua, bomba d’agua, paineira branca, paineira de espinho, árbol de la seda, ceiba de Brasil, samoé. Los chané del Chaco salteño y el Chaco paraguayo lo llaman yuchán y lo veneran porque lo consideran el Señor de las Máscaras.

    Hacia finales del carnaval fuimos a Tuyunti, pobre caserío de barro y paja en el árido Chaco salteño más allá de Tartagal. Teníamos la intención de asistir a un pin-pin o arete, el baile ceremonial chané, pero llegamos tarde: se había acabado la chicha y por lo tanto también los días ceremoniales. Solo quedaban en el descampado unos chicos que brincaban al son de una flauta de carrizo. Tenían máscaras de cartón y pedazos de tela armadas por ellos mismos imitando a los mayores, porque a los chicos no les está permitido usar las verdaderas máscaras que representan, o mejor dicho son, el alma o chea de los antepasados.

    Los chanés no mueren, me contaron

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