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Snehild - La vidente de Midgard
Snehild - La vidente de Midgard
Snehild - La vidente de Midgard
Libro electrónico410 páginas5 horas

Snehild - La vidente de Midgard

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Información de este libro electrónico

Snehild viene al mundo en medio de una sangrienta guerra. Su madre huye atravesando los bosques y llega a la ciudad de Himlinge, donde se cría Snehild. Cuando la poderosa sacerdotisa suprema de la ciudad tiene la sospecha de que Snehild tiene poderes superiores a los suyos, decide deshacerse de ella. Esta saga está inspirada en la mitología nórdica y se desarrolla en Dinamarca durante la Edad del Hierro. Un arrebatador relato sobre mujeres fuertes, venganza, destino y la gracia de los dioses en una época donde la pasión y el honor decidían el desenlace de las batallas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento24 mar 2023
ISBN9788726922516

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    Snehild - La vidente de Midgard - Anne-Marie Vedsø Olesen

    Snehild - La vidente de Midgard

    Translated by Daniel Sancosmed Masiá

    Original title: Snehild

    Original language: Danish

    Copyright © 0, 2023 Anne-Marie Vedsø Olesen and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726922516

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Gigantes recuerdo

    en remotos tiempos

    de ellos un día

    yo misma nací;

    los anchos mundos,

    los nueve recuerdo,

    bajo tierra tapado

    el árbol glorioso.

    Völuspá. La profecía de la vidente.

    Edda Mayor.

    Prólogo

    Asdis nota de nuevo cómo el bebé da patadas y, después, una pesadez, una presión contra el suelo, como si la succionasen las raíces del Yggdrasil. El fruto de su vientre lleva muchos meses incontrolable y fuerte como un lobezno.

    Ahora quiere salir. Ella lo nota. También es que ya es el momento.

    Afuera está nevando. Las ráfagas han empezado a soplar y hacen que la puerta de madera cruja, pero el viento no entra, ella lleva todo el otoño aislando la cabaña con esmero.

    Entonces lo oye. Primero como una agitación en el aire; un remolino de elfos, alcanza a pensar antes de que el ruido se vuelva lo bastante real como para comprender la amenaza.

    No hay tiempo que perder, ella nunca ha dudado y ahora tampoco lo hace: agarra el manto de piel y el cuchillo, se echa a la oscuridad de la noche y comienza a correr.

    Resuenan los gritos y las voces.

    Asdis corre entre cabañas, serpentea entre hombres armados; tiene que salir de la aldea, ir hacia el bosque. Siente fuego tras de sí, el crepitar y el fulgor, y oye gritos de guerra y cuchillos afilándose.

    Una flecha le pasa susurrando al lado de la cabeza, pero ella no grita ni mira atrás. Para sobrevivir hay que actuar de forma metódica, sin dudas ni emociones, eso siempre lo ha sabido. En momentos de peligro no hay hueco para los sueños de elfos.

    La nieve ha arreciado, es compacta, un soplo frío, como el aliento que viene de Niflheim, pero aquello es beneficioso: los copos que se arremolinan cobijan frente a miradas enemigas.

    Y ella da las gracias a la nieve que cae cuando por fin puede correr entre los abetos.

    Los gritos que suenan tras ella son más débiles, han cambiado; hay menos alboroto masculino y más gritos de mujeres.

    Tiene que adentrarse en el bosque, correr hasta que no pueda oír la batalla.

    Le atraviesa un dolor, es como hielo y fuego, como el agua creadora del abismo Ginnungagap que ahora corre por sus piernas, y se retuerce y cae de rodillas.

    La nieve es profunda, las manos se entierran en ella y todo se enfría, pero ella aún no puede levantarse. Jadea de dolor, el cuerpo está rígido como el arco del enemigo y ella sigue oyéndolo a lo lejos y sabe que tiene que ponerse de pie y continuar. No puede dar a luz a la criatura aquí. Ambas morirían.

    Pero tiene contracciones y ya ha roto aguas. No tiene mucho tiempo para encontrar un sitio adecuado.

    Cuando disminuye el dolor, Asdis se levanta a duras penas. Se sopla las manos para calentarlas y se estrecha una piel contra el cuerpo. Está confeccionada de crías de zorro y le viene de maravilla.

    La nieve se acumula en las ramas de los pinos, la nevada apenas se oye dentro del bosque; el viento susurra entre las copas de los árboles, pero no llega a las raíces, y ella da pasos pesados que hacen crujir a la profunda nieve. Gélidos copos aterrizan en sus pestañas y se derriten en sus mejillas.

    Hay un cobertizo junto al arroyo, el que usan los pescadores, y a la luz del día no tendría problemas para encontrarlo. Pero la oscuridad está llena de copos centelleantes y el cielo nocturno no muestra ni la luna ni estrellas que puedan guiar su camino.

    Tiene que intentar encontrar ese cobertizo. Es su única esperanza.

    El bebé vuelve a hacer presión, ella jadea, mientras la nieve sigue azotando; es el gigante Forniot, ha convocado a toda su estirpe, Frosti, Sne y Vind-Kåre; el mundo se reduce a abetos cubiertos de nieve y a dolor genital y frío en las manos y en los pies.

    Le caen lágrimas por las mejillas, le gustaría tanto tener al bebé entre sus brazos. Pero no es una gigante, no puede vencer a la estirpe de Forniot, el viento, el hielo, la nieve; no tiene las fuerzas de una diosa. Y por primera vez piensa que esta quizá sea la noche de su muerte. No se puede luchar contra el destino.

    Vuelven los dolores del parto y ella cae de nuevo a cuatro patas, como si fuera un animal.

    Podía ser una perra o una zorra o una loba; podía ser una gatita al calor de la hoguera, piensa, y se enfada consigo misma por esos sueños de elfo, que solo traen muerte.

    Preferiría ser una loba, estaba llena de dolor, era hielo y fuego; el sufrimiento es insoportable, tiene náuseas y sudor frío, los dedos azules, y su mirada navega hacia la muerte mientras miles de cuchillos le atraviesan el útero.

    La niebla y la nieve la arropan, los ojos le hacen chiribitas, se llenan de manchas oscuras. Y ella ve a la muerte venir montada en un lobo enorme.

    Le da la bienvenida.

    —Dulce muerte —le dice jadeando a la enorme mujer cuando llega la siguiente contracción.

    La gigante se baja del lobo; suelta la rienda, que parece una serpiente, una rienda de víbora resbaladiza, escamosa, que se retuerce por el cuello del lobo.

    Asdis nota la fatiga mortal, va flotando hacia Helheim, la tierra gris de los muertos, y se siente bien, porque ya no puede más.

    Estira el brazo hacia la mujer.

    Unos brazos fuertes la levantan.

    Y se queda flotando en los copos de nieve, en la noche, en la nada.

    —Tranquila —dice la gigante.

    Asdis está tumbada sobre unas ramas de abeto secas. El cobertizo tiene tres lados y ella tiene una buena visión nocturna. Junto a la entrada hay una pequeña hoguera encendida. No se ve al lobo con las víboras, solo la nevisca, cuya fuerza parece ir en aumento. El viento sigue soplando, pero ella está en el refugio. Quizá lo del lobo fue una visión.

    —¿No eres la muerte? —pregunta Asdis, y levanta la vista hacia un rostro curtido rodeado de un cabello greñudo entre castaño y gris.

    —Pues no —dice la mujer entre risas—. Soy Hyrrokin, de la estirpe de los gigantes. No te asustes, ya he hecho esto antes. Estoy notando la cabeza del bebé. Dentro de poco tendrás que empujar con todas tus fuerzas.

    La gigante Hyrrokin le ha abierto las piernas y ha metido los dedos.

    El aullido del viento arrecia y, cuando llega la siguiente contracción, Asdis piensa que el viento se convierte en palabras que ella comprende.

    —Las nornas —dice Hyrrokin asombrada y mira hacia fuera. Luego mira a Asdis y le ordena que empuje.

    —¡Allí, allí, son tres! —grita Asdis mientras aprieta y hace que la desesperación y el dolor se vayan.

    Las tres vagas sombras se inclinan allá fuera en los remolinos de nieve bajo los fresnos y ella las conoce y las oye; aprieta sin parar, las voces de las nornas son el mismísimo viento, sus palabras son copos de nieve entre la tormenta, y el bebé sale.

    Las nornas gritan a los cielos de la batalla de nieve.

    Urd dice:

    Tu padre era tuerto,

    tú bebiste del mismo pozo.

    Verdande dice:

    Que en las tormentas de Frosti

    encuentres tu ser y tu nombre, Snehild.

    Skuld dice:

    Reinos y reyes te adeudarán sangre,

    piensa bien tus palabras, llevas hierro en tu corazón.

    Las nornas gritan con triple alegría:

    no visto para la estirpe de Ask y Embla,

    pero no para Snehild:

    el hacha asesina,

    la promesa rota,

    la tierra partida,

    el aliento del lobo y el engaño de los dioses.

    Sigue tu camino, hija de la visión,

    abraza tu gloria para no desaparecer,

    con el sol crepuscular en las fauces del lobo.

    PRIMERA PARTE

    VERDANDE

    Capítulo 1

    Describió una línea recta en lo que parecía la punta de una nariz. Los dedos de Snehild se deslizaron por los dibujos. El siguiente trazo parecía una casa que se derrumbaba.

    Mamá Asdis le había tomado prestada la vara a Brynjulf. Estaba hecha de madera de haya y llena de signos tallados. Brynjulf Ravneblik era especial, sabía leer las runas y era el consejero más importante del rey. Todo el mundo lo temía un poco, excepto Asdis, que solía hablar con él largo rato y siempre acababa contenta tras las charlas.

    Snehild comprendió lo que significaba eso. Cuando era pequeña se solía imaginar cómo sería tener padre. Ahora comenzaba a pensar si Brynjulf sería bueno para ella. Tenía talento y era poderoso, pero parecía no importarle mucho la adolescente Snehild. No la miraba ni le hablaba cuando iba a visitar a su madre.

    Asdis decía que las runas contenían las fuerzas de los dioses. Y también que Snehild algún día podría interpretarlas. Ahora su madre aprendería antes que ella.

    —¡Snehild, ven! —dijo Asdis con una voz inequívoca.

    Snehild se puso de pie a regañadientes y fue hacia la puerta. Se iban a recoger verduras.

    El veranillo de San Miguel la deslumbró cuando salió de la oscura cabaña, la luz del sol era penetrante, el cielo, blanco, y, a pesar de los primeros fulgores amarillentos del otoño, la mayoría de las copas de los árboles permanecían en verde oscuro, los prados florecían como un mar de plantas de varios colores, los arbustos rebosaban de frutos y en el horizonte se veían los campos dorados de los grandes granjeros.

    Ellas vivían en la parte externa de la aldea. Himlinge era un pueblo rico situado en el extremo oriental del reino de Sialand, y el palacio del rey Tormod y de la reina Grid era conocido más allá de Himlinge. Los comerciantes se dirigían a la plaza con sus carros, había campesinos con frutas y cazadores con pieles, y un vendedor de hidromiel se había tumbado delante del curtidor y gritaba exaltado.

    Siguieron el llano camino de tierra que salía de Himlinge. Asdis comenzó a hacerle un examen a Snehild sobre qué alimentos sanadores se podían encontrar en esa época del año.

    —Ortigas muertas —respondió tras dudar—, bolsas de pastor, bardanas.

    —¡Asdis, espera!

    El grito vino desde atrás; Snehild se giró y vio a Ragnfrid, la pelirroja sacerdotisa suprema, acercándose con rapidez. Se detuvieron y la esperaron.

    Snehild se echó un poco hacia atrás. Era como si el aire que había entre las dos mujeres estuviera teñido de sangre de batalla.

    —Que la paz de Freya te acompañe —saludó Ragnfrid—. ¿Es verdad que estás aprendiendo el lenguaje las runas? Ásgar vio que Brynjulf te daba una vara.

    —Lo que pase entre Brynjulf y yo solo les concierne a los dioses —contestó Asdis—. ¿Estás celosa? He visto cómo lo miras con esos ojos de cordero degollado.

    —Soy la lengua de los dioses en Midgard —dijo Ragnfrid, que parecía estar luchando por contener un ataque de furia—. Sabes perfectamente que la magia rúnica solo pertenece a los elegidos: a los sacerdotes o a Brynjulf, que es el consejero y el mensajero del rey. Asdis, tú no eres nada de eso.

    Asdis no respondió, su rostro se quedó inmóvil cuando se giró para llamar a Snehild.

    —Snehild, ven, le he prometido a la reina Grid que llevaría más corteza de sauce.

    Caminaron y dejaron tras de sí a la furiosa Ragnfrid. Snehild comprendió que su madre había nombrado a la reina Grid a propósito porque Ragnfrid había intentado humillarla. Conocer a la reina daba poder.

    Cuando estuvieron fuera de la ciudad, Snehild preguntó por qué su madre y Ragnfrid no se caían bien.

    —A veces, a los adultos les pasan estas cosas.

    —Madre, tengo doce años. Entiendo lo de Brynjulf.

    Asdis la miró. Un mirlo cantaba y las margaritas crecían. A Snehild le pareció que tras ese día veraniego soleado se ocultaba algo desagradable, algo que se había puesto en marcha tras el encontronazo entre Ragnfrid y su madre.

    —Petasites rojas —dijo Asdis, se agachó y cogió una—. Se las reconoce por el olor, intenta partir el tallo. La raíz cura heridas.

    Snehild notó cómo aumentaba su enfado. Su madre se respondía a sí misma y eso le hacía sentir indefensa.

    —Ahí —prosiguió Asdis y señaló a un grupo de flores violetas que le llegaban a Snehild por la tibia—. Dime qué flores son esas.

    —Son lengua de buey —contestó Snehild con sequedad—. Se emplea para la tos y el dolor.

    Asdis supo ver el enfado subyacente de Snehild.

    —Eres buena —dijo con dulzura y la examinaba minuciosamente—. Un día te pedirán consejo a ti. Te has ganado venirte conmigo a la fiesta. De todos modos, pronto serás adulta.

    Capítulo 2

    Ragnfrid estaba entrando en la ciudad. Tenía que usar un puñal nuevo y había que tallarle unas runas en la empuñadura. Debía de tener un poder especial cuando hiciera el sacrificio y estaba segura de que estaría listo para el inminente ritual de otoño.

    La casa de Ragnfrid estaba junto al bosque de Himlinge. Se la había concedido la anterior sacerdotisa suprema y estaba convenientemente situada cerca de la arboleda sagrada; cada mañana, al amanecer, Ragnfrid saludaba a los dioses antes de entrar en el palacio real para atender preguntas y dar consejos.

    Caminaba veloz, como de costumbre; no soportaba el trote cochinero sin rumbo y apreciaba ver a los campesinos que cosechaban en los campos del oeste. Todas las manos libres ayudaban. Amenazaba tormenta. Delante de ella había carros entrando a la ciudad y vio un pequeño grupo de lanceros del rey Tormod haciendo guardia junto a la empalizada.

    Los pensamientos de Ragnfrid giraban en torno al encuentro del día anterior con Asdis, que estaba aprendiendo las runas y quería tomar cartas en el asunto. El dominio de las runas no era para todo el mundo. No podía permitir que se diluyera el poder de los sacerdotes.

    Ragnfrid llevaba soñando con ser sacerdotisa desde que era una mocosa con pecas y largas trenzas pelirrojas. Soñaba con ser la única que entendiera la voluntad de los dioses y poder pedirles ayuda. De niña había seguido con atención los sacrificios de todo tipo, había escuchado las voces del bosque y del río y había sentido la presencia de los dioses al tocar las piedras y los troncos de árboles. Había practicado el trance, había cazado animales pequeños como culebras y ratones y los había sacrificado con piedras que había afilado ella misma. Había estado colgada de las faldas de verdaderas sacerdotisas y les estuvo dando la lata hasta que le mostraron los cuencos sagrados y los miembros embalsamados de caballos. Tomaron nota de su perseverancia y al final la admitieron como aprendiz.

    Ragnfrid pasó al lado de los esclavos que estaban levantando la muralla que protegería Himlinge bajo la supervisión de Eik, el arquitecto. Dentro de poco estaría junto al herrero y cerca del palacio donde Brynjulf aconsejaba al rey. Le entraba calor por el cuerpo solo de pensarlo. Tenía que inventarse un recado que hacer dentro de palacio.

    Las runas no eran la única razón por la que no aguantaba a Asdis. Odiaba que le hubiera quitado a Brynjulf.

    Este le había provocado inquietud en su vida. Tres veces se habían acostado y las tres se sintió como si estuviera viajando más allá de Midgard. Había experimentado un éxtasis con el que siempre había soñado pero que siempre había creído que obtendría al encuentro de los dioses y no en un coito con un mortal.

    Pensaba mucho en ese éxtasis. El cuerpo le cosquilleaba cuando pensaba en Brynjulf, pero, al mismo tiempo, le hacía dudar de sus capacidades como sacerdotisa. ¿Eran sus ritos una ilusión? ¿Viajaba durante el trance por el arcoíris Bífrost hasta Asgard, el hogar de los dioses? Ya no estaba segura.

    Siguió atravesando la ciudad hasta llegar al herrero. Podía ser muy vago y ella había preparado unas duras palabras que le harían aplicarse y acabar su trabajo con el puñal. El sacrificio de otoño era fundamental y ella era la persona más importante de ese ritual. Todos los ojos estarían fijándose en la sacerdotisa suprema. Tanto los del rey y la reina como los de Brynjulf.

    Apareció la imagen de una chica rubia. Era la hija de Asdis. Snehild la observaba de una forma muy extraña, casi como si pudiera mirar dentro de ella. Parecía una cría de elfo.

    Ragnfrid se quedó inquieta. Esa chica tenía algo especial y esa sensación no le gustaba. Deseaba poder expulsar de Himlinge tanto a la madre como a la hija.

    Capítulo 3

    Snehild se echó la mano al cabello una vez más y lo palpó intentando averiguar si se notaba que se había cortado un mechón del lado izquierdo. Era una suerte que su pelo fuera espeso. Se había arrepentido de su colérica reacción.

    Tenían que irse al sacrificio y Asdis le había peinado el cabello enredado, aunque Snehild había insistido en hacerlo ella. Ya no era una niña, y cuando Asdis se dio la vuelta, Snehild, irritada, cogió las tijeras.

    Por fortuna se le había pasado el enfado. Ahora solo estaba ansiosa. Después del sacrificio en la arboleda sagrada iría a la fiesta de palacio.

    —Pero solo un rato —recalcó Asdis—. Los invitados beberán como Tor del barril de Égir y te tienes que ir a casa antes de que el hidromiel los vuelva locos.

    Su madre estaba radiante. El rojo era un color raro y caro y la túnica de la reina Grid le hacía parecer una noble. Incluso Snehild parecía una chica normal de pueblo con su recia túnica marrón. Pero estaba limpia y pensaba que su cabello peinado le daba un buen aspecto a pesar de todo.

    Había más gente saliendo de la ciudad para ir a la arboleda. El sol otoñal brillaba entre las ligeras nubes, era un día cálido y se oían voces alegres por doquier. Los campos segados de Sialand tenían rastrojos dorados de cebada y trigo, se extendían hacia el norte en el horizonte hasta donde alcanzaba la vista y delante de ellos, hacia el sur, estaba el bosque de hayas, del que se decía que llegaba hasta el río Tryggveld y quizá más allá, hasta la tierra de los elfos.

    Asdis habló de aquella vez que estuvo en un sacrificio humano. Se acababa de mudar a Himlinge, Snehild era muy pequeña y se quedó a cargo de una vecina, y Asdis había asistido a los sacerdotes en el sacrificio como experta en hierbas con una poción sedante. Era un hombre joven y ella le había dado una mezcla potente de valeriana, beleño y cápsulas de amapola que le hizo ir con tranquilidad al encuentro de la muerte. Se tumbó en el ara y le abrieron la yugular para que la sangre bajase hasta el barril sagrado de Odín.

    —Espero que los sacerdotes no vuelvan a necesitar mi ayuda —dijo Asdis—. Fue un día duro. Llovía con fuerza y la gente estaba asustada. Pero Tormod ganó la guerra. Los dioses recibieron la ofrenda.

    Snehild pensó en cómo sería entregarse a ese destino. Se afirmaba que era un honor. Ella no cedería sin oponer resistencia. Si la obligaban, tampoco querría plantas sedantes. Iría con dignidad y todos los sentidos intactos, aunque fuera hacia la muerte.

    Pero aquel día era alegre, la cosecha anual había sido enorme y solo se sacrificarían animales como agradecimiento.

    Un poco más adelante iba el pequeño Krimbjørn de la mano de su madre, Birla. Snehild le saludó. Parecía perplejo cuando se acercaron a los túmulos, que estaban en una zona pantanosa justo antes de la linde.

    Krimbjørn era, a pesar de la diferencia de edad, uno de los pocos amigos que tenía Snehild. Ella tenía algo que mantenía a casi todo el mundo a distancia. Quizá era su apariencia pálida y extraña. Era como un elfo luminoso y translúcido, le dijo Krimbjørn un día, y le tocó con devoción la cabellera blanca y encrespada tan sedosa como la semilla de un diente de león.

    En total había siete túmulos y se decía que los primeros reyes y reinas de Himlinge de los tiempos pasados estaban enterrados allí, que sus huesos daban fuerza a la tierra y que, en caso de necesidad, los podían llamar desde Valhala para proteger la ciudad frente a enemigos. Parecía apropiado que la arboleda sagrada estuviera cerca.

    Siguieron el camino que había entre los túmulos, la gente comenzó a bajar la voz y sobre ella se posó un sentimiento de devoción.

    No se sabe si era por pensar en los huesos o por la víctima, pero de pronto, Snehild oyó que la hierba amarillenta de los túmulos susurraba al viento:

    «Fuerza nacida de la nieve, pisas el arcoíris Bífrost con hierro en el corazón y sangre en la mirada. Tu lengua flamígera habla el idioma de las nornas, tu ojo lo encontraste en el pozo».

    El fresno que crecía en lo alto del túmulo más grande elevaba sus ramas al cielo, donde apareció un espléndido arcoíris de arcos morados, verdes, rojos y amarillos se alzaron como caminos celestiales hacia el Asgard de los dioses. Los juncos y las eneas se cimbreaban mientras ella los acompañaba, las hojas del fresno se caían como estrellas fugaces a la luz del día mientras ella cayó del cielo a la tierra, de Asgard a Midgard.

    Asdis la agarró.

    —¡Deja esos sueños de elfo, no te hacen ningún bien!

    El arcoíris se esfumó. El fresno no llegó a ninguna parte.

    —Pero he visto el arcoíris —murmuró exasperada. Ver el Bífrost no podía ser una mala señal.

    Fueron con los demás, pasaron entre los esbeltos pinos y llegaron por fin a la arboleda de hayas.

    Ragnfrid estaba al lado de la piedra sagrada. Llevaba la cara pintada con círculos rojos alrededor de los ojos y rayas blancas en la frente, las mejillas y la barbilla. Detrás de ella había dos sacerdotes y dos sacerdotisas, todos pintados de la misma manera. Cada uno vigilaba a un animal atado: una oveja, una cabra, un cerdo y un perro. El perro gimoteaba y el cerdo se echaba hacia atrás con mucha brusquedad. Solo la oveja y la cabra estaban tranquilas.

    Se agruparon en círculos bajo los árboles. El suelo estaba lleno de hojas caídas; tras ellas se elevaban las copas de las hayas con los primeros esplendores otoñales, y las sombras de las hojas se extendían por la arboleda como una cúpula centelleante salpicada de manchas de la luz solar.

    Todas las charlas cesaron cuando el rey Tormod y la reina Grid llegaron en último lugar junto a Aslak y a Roald. La gente se echó a un lado a su paso para que pudieran estar enfrente de Ragnfrid y sus sacerdotes.

    Snehild miró con curiosidad a los niños. La última vez que los vio fue hacía un año, habían dado el estirón y ahora parecían dos hombres jóvenes. Aslak emanaba una especie de luz. Era tan guapo que podía ser hijo de Báldir, del que se decía que era el más hermoso de todos los dioses. La gente alabó la belleza de Aslak. Su hermano Roald era totalmente distinto; se parecía más a un oso, era bruto y fanfarrón, y era imposible suponer que eran gemelos. Aún no se había decidido cuál de los dos heredaría el título de rey y la sucesión seguía siendo objeto de especulaciones en Himlinge.

    Ragnfrid hizo que pusieran a la cabra sobre la piedra para ser el primer animal sacrificado. Invocó a los dioses enumerando, uno tras otro, Odín y Frig, Tor y Sif, Tyr y Niord, Báldir y Freya y, por último, Frey. Luego bebió de una gran copa de bronce, alzó el cuchillo y le habló a Frey sobre el animal que le enviaban como agradecimiento por la cosecha.

    El cuchillo se hundió en la garganta del animal, la sangre salió a borbotones y la sacerdotisa que estaba al lado recogió en una tinaja toda la sangre que pudo.

    Tormod avanzó hacia el ara y Ragnfrid le pintó con la sangre una raya en la frente. Por último, colgaron a la cabra de un árbol bocabajo para que se desangrase.

    Todo el mundo estaba contentísimo. Habían realizado la primera ofrenda.

    El siguiente animal fue el cerdo, que había comenzado a gritar cuando mataron a la cabra y ahora chillaba de una manera desgarradora. Era resbaladizo y acudieron cuatro hombres para ayudar a los sacerdotes a inmovilizarlo.

    Ragnfrid no se dejó influir. Con la voz firme, le pidió sabiduría a Odín mientras clavaba el cuchillo en la garganta del cerdo, que pataleó y soltó un par de gritos estridentes que hicieron que mucha gente se tapase los oídos. Después, llegó la calma.

    Grid avanzó y le pintaron una raya con la sangre.

    La sesión se repitió con la oveja y el perro, y ahora les tocaba a los gemelos recibir la sangre en la frente. La mirada de Roald estaba iluminada y en tensión, mientras que Aslak parecía indiferente. Con la oveja, Ragnhild le pidió victorias a Tor y con el perro, comercio enriquecedor a Niord.

    Snehild pensó en Kræ, su perro muerto, cuando pusieron al can encima de la piedra. Habían querido mucho a Kræ y lo habían mimado tanto que hasta le habían hecho una trampilla en la cabaña para que pudiera entrar y salir cuando quisiera. Este perro gimoteaba y meneaba la cola al mismo tiempo y ella se compadeció y le dieron ganas de consolarlo.

    «Hierro en el corazón, sangre en la mirada». No quería ser de sangre. El futuro solo le pertenecía a quien era fuerte tanto de cuerpo como de mente, pensó y se obligó a observar cada detalle del sacrificio.

    De camino de vuelta al palacio, el ánimo estaba por las nubes. Toda la ciudad iba a festejar hasta altas horas de la noche.

    —La túnica te sienta bien —dijo Birla, la tejedora, que se la había entregado como regalo a Asdis una luna antes y que ahora iba acompañando a Snehild y su madre.

    Era una lujosa túnica roja que los reyes le habían regalado a Asdis por el tratamiento mensual que le dio a la reina Grid para sus dolores inguinales. Y con ella venía una invitación a la celebración del sacrificio del otoño en el mismísimo palacio real.

    —Sí, algunos debemos contentarnos con festejar en la plaza —prosiguió Birla—. Ahora eres una persona de categoría. También te lo mereces. Llevas años trabajando mucho en beneficio de toda la gente de Himlinge. ¿Qué le das a Grid? ¿Corteza de sauce? Por fin la gente ha dejado de echarte la culpa por ser la única que se escapó aquella vez que los sin ley atacaron tu ciudad. Piensa que ahora también han tomado Vallev. No entiendo que el rey Tormod no haga algo con Gisle y sus ladrones de Egedal.

    —Todavía hay algunos que me miran de reojo y creen que miento o que estoy loca —dijo Asdis.

    —Eso no quiere decir nada. Es simple envidia. Pero tu historia también era especial. Yo creía que todos la habían olvidado, en los últimos años no has hablado de ello. A mí no me importa. Cada uno puede acostarse con quien quiera y está bien que los seres mágicos aparezcan de vez en cuando y se entretengan un poco entre los mortales.

    Llegaron a la plaza, donde habían puesto unas tinajas de hidromiel y hogueras para asar cerdos. Los primeros que llegaron se pusieron a llenar cuernos y bandejas.

    Asdis se detuvo ante Brynjulf en cuanto cruzaron la plaza.

    —En principio, me llevo a Snehild, ¿estás de acuerdo?

    Brynjulf escudriñó rápidamente a Snehild.

    —¿Cuántos años tiene?

    —Doce. Pero es madura para su edad. Quiere aprender a cómo comportarse.

    —Madura. —La miró con un poco más de detenimiento—. ¿También es inteligente?

    —Sí —dijo Snehild antes de que su madre dijera nada. Por fin tenía una oportunidad para hacerse notar—. Ya conozco las hierbas, tengo que aprender las runas y conoceré los nueve mundos de Yggdrasil. Y después aprenderé a luchar con armas.

    Brynjulf la miró perplejo y estalló en carcajadas.

    —Yo a eso no lo llamaría madura. Si crees que puedes levantar una espada con ese cuerpecito de niña... Pero al menos no te falta valentía. —Se le calmó risa—. Bien, eres un año menor que los

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