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Migraciones
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Libro electrónico308 páginas4 horas

Migraciones

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Información de este libro electrónico

La acción del ser humano ha provocado que el clima cambie tanto que resulte imposible vivir siempre en el mismo lugar. La humanidad ha vuelto a un comportamiento tribal y las pocas personas que quedan migran cuando varía la temperatura. Alce decide retrasar su migración para cuidar del ave guía, que tiene un ala rota. La joven conocerá a otra tribu que habita en tierras frías y vivirá una historia de amor que entrará como un rayo de sol en sus helados huesos. Migraciones es una historia de amor a la naturaleza y a la belleza sorpresiva del mundo, pero también es un llamamiento para que situaciones como la migración a causa del cambio climático no sucedan. Tú puedes ayudar a evitarla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2023
ISBN9780190548728
Migraciones

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    Migraciones - Patricia García-Rojo

    MIGRACIONES

    Patricia García-Rojo

    INDICE

    INDICE

    MIENTRAS LEES

    EL PUEBLO DEL VERANO

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    LA NADA BLANCA

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    LOS DIOSES DEL INVIERNO

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Para Nacho, porque juntos aprendemos a escuchar.

    Y para mi abuelo Andrés, porque inspiró a los animales de este libro.

    MIENTRAS LEES

    Una canción de Fabián reza «Ya han empezado a volar todas las aves del sur, sienten que el frío les cala en los huesos, buscan un rayo de luz», y mi marido, al escucharla, imaginó el mundo que habitan los personajes de este libro. Un mundo en el que las subidas de temperatura de la Tierra han aumentado tanto que ya es imposible vivir en las zonas cálidas; un mundo en el que el frío es tan atroz en las zonas frías que casi nadie puede soportarlo. Y por eso los humanos, los pocos humanos que quedan, migran.

    Su historia me recordó a La Tierra de Ana, de Jostein Gaarder, y me asustó un poco, porque siempre da miedo mirar al futuro, a las posibles consecuencias que tendrán nuestros actos. Por eso decidí robarle ese mundo a Nacho, mi marido, y convertirlo en una historia de amor a la naturaleza.

    Quise resucitar en esta novela todas las emociones profundas que siento cuando el silencio lleno de vida de la naturaleza me rodea, lejos de la ciudad. Suceden millones de milagros en el mundo natural, y se nos ha olvidado contemplarlos. Los protagonistas de Migraciones están en sintonía con ellos, no han perdido aún su curiosidad por la belleza sorpresiva del mundo.

    Tengo cuatro años. El sol deja escapar una línea roja entre las montañas. Mi madre está trenzándome el pelo lentamente. Canta. Es una canción que nunca antes había escuchado. Pronuncia una palabra que me resulta nueva.

    —¿Qué es invierno? —le pregunto mientras trasteo con los cordones sueltos de mi vestido.

    Mi madre sigue cantando durante un rato; quiere terminar la melodía.

    —¿Qué es invierno? —insisto, girándome para estorbar sus manos.

    Recibo un buen tirón de pelo y mi madre para de cantar.

    —Es un enorme espíritu blanco que se posa sobre la tierra como un manto, ocultándolo todo.

    EL PUEBLO DEL VERANO

    Capítulo 1

    No es fácil conseguir que los frutos aguanten durante el verano. Se agostan enseguida. Esos corazones palpitantes, que parecen desear que los bajes del árbol, se convierten en manchas marrones bajo la sombra de las ramas, si no los recoges a tiempo. La abuela Zorro me enseñó a conservar la fruta. A cocinar las manzanas y las moras, a desecar las bayas con paciencia bajo una manta negra, girándolas durante días y espantando a los bichos que se las comen.

    Las fresas son mi fruta favorita. Cuando llegamos a Lago Alto, mi primer paseo consiste siempre en localizar las matas escondidas en el bosque que visité el año anterior. Los frutos rojos parecen brillar llamándome entre las raíces de los árboles. No ha empezado el Verano Verde hasta que no me tumbo bajo el sol con la falda llena de fresas y me doy un banquete egoísta.

    Después, llega la recolección, la carrera por llenar mi cesto más que el de mis hermanos y la prisa por que la fruta no se corrompa. Cuando las aves empiezan a ponerse nerviosas, al final del Verano Verde, solo quedan los trocitos desecados que con tanto trabajo preparamos las primeras semanas tras nuestra llegada.

    —Alce, aparta tus manos de la fruta de los dioses. —Mi madre está terminando de bordar una manta con la lana que teñimos la semana pasada, pero tiene ojos en la nuca.

    —Solo estaba poniendo bien un trocito que se caía —miento, mientras me llevo al bolsillo un puñado de fresas que pienso comerme en cuanto salga de la tienda de tributos.

    Mi madre ni siquiera me responde. Sabe que miento, pero, desde que heredé la Escucha del abuelo Espiga, ya no puede regañarme como antes. Ahora todos me tratan con respeto, como si lo que digo fuese más importante ahora que hace un verano. Puedo contar exactamente las mismas tonterías que siempre, palabra por palabra, pero ya nadie me lleva la contraria. Tengo la Escucha: la vida y la felicidad de nuestros animales dependen de mí. Y del abuelo Espiga. Soy una persona importante, todavía me estoy acostumbrando.

    Por si mi madre se está acostumbrando también, la dejo sola con todas las ofrendas y salgo de la tienda, permitiendo que la luz me ciegue durante unos segundos. Los rayos del sol ya no calientan como al principio del Verano Verde, cuando molestan y tenemos que buscar las sombras del bosque para descansar. Ahora son débiles al principio del día, y las noches se van acercando a las tardes casi con urgencia. Es como un goteo que se acelera. Eso hace que la tribu del verano parezca una colmena atacada por el humo de una hoguera.

    Me pone nerviosa tanto movimiento. Pronto comenzaremos el camino hacia el sur, donde el Verano Amarillo se extiende hasta el mar o hasta los desiertos sin hombres, donde los días son siempre templados con la llegada de las aves, y frutos distintos comienzan a madurar para que los recolectemos. Por eso hay que recoger el campamento, levantar las tiendas, preparar los rebaños, sacar los botes del lago, retirar las redes del río, deshacer las trampas del bosque, terminar las ofrendas a los dioses del invierno… Y todo eso con los niños corriendo de un lado a otro, contando mentiras sobre el mar que casi no recuerdan y sobre el día en que las aves guías comenzarán la migración.

    El abuelo Espiga no para de barruntar. El Árbol del Nido está cada vez más lleno de pájaros, pero el guía de la bandada tiene un ala rota. Las señales parecen contradictorias.

    —Este año el invierno se retrasará —dice el abuelo Espiga acariciando las plumas largas de su collar.

    Yo me callo, pero no creo que el invierno cambie sus costumbres porque un ave guía se haya roto el ala al meterse en la boca de un cachorro inconsciente. El invierno llegará como siempre y las aves migratorias elegirán un guía sano en cuanto sientan el aliento helado de los vientos del norte. Las demás señales también son claras. Es imposible dormir al raso sin abrigarse, hemos tenido que sacar los chalecos y las mantas ligeras para pasear por la noche y, a primera hora de la mañana, el rocío es más abundante sobre las plantas. He apostado con Miel que, antes de cinco días, los pájaros levantarán el vuelo. Ella cree que exagero y que la Escucha se me ha subido a la cabeza. Es la única que sigue tratándome como siempre.

    —Te digo que cinco días. Seguirán al macho de la mancha azul en el pecho, y Ciruelo tardará tres días más en acompañarlos. Para entonces tendrá el ala curada —le he asegurado esta mañana.

    —Solo a ti se te ocurre un nombre tan ridículo como Ciruelo para el ave guía —me ha respondido metiendo los pies en el lago, comprobando una de las redes.

    —Si acierto, me regalarás tu peineta de abedul.

    —Si te equivocas, me regalarás tu lobo de hueso.

    Casi me echo atrás en ese momento. Miel guarda como su mayor tesoro su peineta de abedul. Se la regaló un chico del pueblo del este en la última migración al sur. Está segura de que se casarán en cuanto vuelvan a encontrarse en las tierras del verano. Sé que le he pedido algo casi imposible de regalar. Pero ella tampoco ha tenido tacto. Mi lobo de hueso es sagrado. Lo encontré junto a una mata de fresas al llegar a Lago Alto. La abuela Zorro dice que es uno de los tótems de los dioses del invierno. Justo después de dar con él, recibí la Escucha. No voy a dárselo aunque pierda la apuesta.

    —Trato hecho —digo, porque sé que ella tampoco me dará la peineta.

    Llamo a Roble, que debe estar rondando a la perra de Mimbre. Cuando Roble era un cachorro, jamás me planteé la posibilidad de que se convirtiese en un perro seductor y conquistador con más de veinte hijos no reconocidos. Era una bolita blanda y gordita con manchas marrones que se acurrucaba en mi regazo cuando nos sentábamos junto al fuego. Ahora es un chucho espigado de pelo corto que hace conmigo lo que quiere.

    Al segundo silbido aparece detrás de una de las tiendas, andando sin prisa y mirándome como si no entendiese por qué reclamo su compañía cuando tiene cosas mejores que hacer.

    —No pongas esa cara, vamos al Árbol del Nido —le digo acariciándole las orejas para que tenga la deferencia de mover un poco el rabo.

    Es listo y huele las fresas secas que acabo de robar, así que comienza a hacerme fiestas con mucha más energía. No tenemos remedio.

    El paseo hasta el Árbol del Nido es a través del llano que bordea el lago rumbo al sur. Al principio de la estación suele haber muchos conejos, y Roble hace sus intentos como cazador. Aunque últimamente no hemos topado con ninguno, confío en que consiga alguna presa para compensar el mosqueo que debe tener mi madre. Es la última del poblado en bordar la manta de los dioses del invierno y sabe que sus hermanas ya están hablando de ella a su espalda. Quizá debería recordarles que tiene una hija que ha heredado la Escucha, además de cinco hijos que se comportan como una camada de cachorros indomables. El conejo seguro que la alegrará.

    El abuelo Espiga ha delegado en mí las visitas al Árbol del Nido. Él se acerca solo una vez al día, porque le duelen los huesos por mucho que los ponga al sol. A mí me toca vigilar las aves el resto de veces. Quizá por eso me he dado cuenta de que hay otro macho que empieza a recibir más atenciones que Ciruelo. Es un ave común, a primera vista no hay nada en él que llame la atención, pero tiene un pequeño lunar azul, casi imperceptible, en el centro del pecho. Hace tres días que realiza vuelos altos, como si comprobase las corrientes. Al principio subía solo, pero, desde antes de ayer, comienzan a sumarse otros pájaros a sus vuelos y están formando una pequeña bandada. Ciruelo los mira con consternación desde una de las ramas bajas, con el vendaje que le hice la semana pasada como señal evidente de su pérdida de poder. Creo que sabe, como yo, que van a dejarlo solo.

    Roble corretea, olfateando el llano entre la hierba verde, siguiendo rastros imposibles. El sol reluce sobre el agua y los árboles de la otra orilla se reflejan como espíritus dobles, alargándose en la superficie cristalina, mientras nubes blancas cruzan el cielo a toda prisa.

    —¿Has visto, Roble? —le digo al perro, señalando al cielo—. Eso solo puede significar aire helado.

    Me responde con un ladrido alegre y comienza a rodar entre matas de romero. Yo dejo de prestarle atención, no soy la única que se ha dado cuenta de la velocidad del viento. Veo el Árbol del Nido al fondo, recortado como un manojo de ramas con cestas redondas y enormes pendiendo aquí y allá. Casi se pueden distinguir los bultos delgados de los pájaros, y uno de ellos ha alzado el vuelo. Directo, hacia arriba, sin dar dos vueltas alrededor del árbol por si alguien lo sigue. Parece que sabe que no le hace falta convencer a los demás. Rápidamente, cinco aves más se lanzan tras él hacia las nubes. Pobre Ciruelo.

    —Tenía que haber apostado con Miel que empezaría la migración en menos de tres días —le digo a Roble, comenzando a correr hacia el Árbol del Nido.

    Las carreras le encantan. Otras veces me lanzo sobre él e intento derribarlo para ganarle terreno, entonces me mordisquea en venganza y acabamos enredados en el suelo. Pero hoy estoy concentrada en otra cosa. Dos pájaros más se han sumado al vuelo vertical. Como sigan subiendo, tendré que dar la voz de alarma en el poblado. Y todavía tenemos todas las tiendas por desmontar. Canto y Fresno se han creído las teorías del abuelo Espiga y aún no han movilizado al pueblo.

    Llego con el pecho acelerado bajo el Árbol del Nido. Todos los pájaros miran hacia arriba, a los ocho valientes que tantean el viento, intentando luchar contra él. Todos menos Ciruelo. Él me mira a mí, con las plumas de la cabeza un poco erizadas.

    —No te pongas así —le digo antes de clavar mis ojos en el pájaro que vuela más alto—. Pronto estarás curado y recuperarás tu liderazgo.

    No creo que sea tan grave mentirle a un pájaro como mentirle a una madre. Así que no me siento culpable, aunque Roble me arree un pequeño topetazo acusador con el morro.

    Las aves vuelan contra el viento, siguiendo al guía, formando una pequeña flecha desigual. Parece que están clavadas en el sitio, como si fuesen barcas flotando tranquilas en el centro del lago. Pero sé que ahí arriba las corrientes son fortísimas y que, seguramente, la ráfaga de viento que los detiene esté helada.

    De pronto, el pájaro situado en la punta de la flecha se deja caer durante unos segundos y cambia la dirección para volar a favor del viento. Todos lo siguen como si hubiesen ensayado mil veces el movimiento.

    Roble aúlla a mi lado.

    —Sí, yo también creo que tendría que haber apostado por dos días —asiento acariciándole la cabeza y evitando la mirada consternada de Ciruelo desde el árbol—. O un día.

    Los pájaros vuelan en formación, descienden hacia nosotros con elegancia y precisión. Tengo que avisar al abuelo Espiga cuanto antes.

    Capítulo 2

    El abuelo Espiga me escucha con atención mientras le explico lo que he observado estos días en el Árbol del Nido y le expongo mis conclusiones. Estoy sentada en su tienda, con Roble a un lado y una oveja con un emplasto en el costado al otro. Mientras hablo, Vaina, un lirón pardo y delgado, increíblemente bueno triturando hierbas con sus manitas, trepa a la cabeza del abuelo Espiga y me mira como si me comprendiese.

    —Por eso tienes que hablar con Fresno y Canto —insisto para concluir mi discurso mientras Roble bosteza—. La migración va a comenzar en cualquier momento; las tiendas tienen que estar recogidas cuanto antes. Pasado mañana, como muy tarde, empezaremos la marcha hacia el Verano Amarillo.

    Nos quedamos en silencio dentro de la tienda. Uno de los leños cruje en el fuego, y el abuelo Espiga se rasca la barbilla concentrado en la cantidad de hojas, frutos y raíces que hemos recolectado durante el verano. No sé cómo vamos a llevarnos todo esto. Comienzo a agobiarme.

    —Muy bien, muy bien, muy bien —murmura levantándose con dificultad de la manta en la que está sentado—. Muy bien —concluye, y, sin preguntarme nada más, sale de la tienda dejándome plantada.

    Un rayo de luz entra en la oscuridad de la vivienda durante unos segundos, es como un cuchillo de oro o una de esas espadas que usa el pueblo del este. Roble se mordisquea una de las patas y yo miro a la oveja.

    —¿Tú sabes dónde ha ido? —le pregunto por comenzar una conversación.

    No se molesta en balar, no debe tener ni idea de dónde ha ido el abuelo Espiga.

    Estoy a punto de salir de la tienda cuando el viejo aparece con Canto de la mano. La luz vuelve a entrar y salir de la oscuridad fresca que me rodea.

    —Alce —me saluda Canto con solemnidad.

    Hace un verano, Canto me agarró de la trenza, me levantó en volandas y me tiró al río porque me reí de él cuando lo nombraron defensor. No me lo podía creer. Se supone que el defensor es el miembro que representa a su familia en el Círculo de las Opciones, donde se decide todo lo que afecta al pueblo del verano. En mi familia, mi madre es la defensora. Canto solo tiene tres años más que yo, y me parecía demasiado joven —y demasiado inexperto— para ser defensor. Lo hice notar y acabé empapada.

    Ahora no se le ocurriría cogerme de la trenza. El abuelo Espiga me eligió. Tener la Escucha es más importante que ser defensor. Si quisiera, podría ordenarle que se tirara al río, y tendría que hacerme caso. Pero perdería credibilidad entre el pueblo del verano.

    Saludo a Canto y lo invito a sentarse en una de las mantas. Enseguida llega Fresno, que es la defensora de la familia más grande del pueblo del verano. Debe de ser un poco mayor que mi madre, y tiene fama de preparar el mejor licor de raíz.

    Fresno y Canto son los defensores encargados de la recogida de las tiendas antes de cada migración. De ellos depende que nos sincronicemos y acabemos el trabajo a tiempo. Ahora el abuelo Espiga les repetirá todo lo que le he contado y podremos comenzar a trabajar.

    —Alce, adelante —me sorprende el viejo, alentándome con las manos.

    De pronto, me doy cuenta de que tengo que ser yo quien lo cuente. Me da miedo sonar ridícula. Miro a Fresno, decidida a no encontrar en Canto el menor signo de burla. El pueblo del verano está convencido de que el invierno se retrasará por culpa de una fractura en el ala de un pájaro. Tengo que persuadirlos de lo contrario.

    Para alentarme, Roble apoya su hocico en mi pierna, y la oveja se hace la dormida. Comienzo a hablar. Al principio dudo un poco, pero cuando veo lo en serio que me está tomando Fresno, me envalentono y lo suelto todo de golpe. Me escuchan con mucha atención mientras repito lo del nuevo pájaro guía y lo de los vientos fríos que están llegando. Detallo todo lo que puedo mi última visita al Árbol del Nido.

    —Hay que recoger las tiendas cuanto antes —concluyo.

    Fresno mira al abuelo Espiga, que asiente, y yo me doy cuenta de que Canto me está mirando a mí, casi con admiración. Creo que comienzo a enrojecer.

    —Iré a avisar al resto de defensores —dice, por fin, Fresno, levantándose con gesto serio—. Gracias, Alce.

    Canto se levanta también, pero, antes de irse, acaricia la cabeza de Roble.

    —¿En qué grupo estás? —me pregunta.

    —En el de la boca del desfiladero —respondo, sintiéndome nerviosa por tenerlo tan cerca. Huele a abedul—. Pero primero el abuelo Espiga y yo recogeremos todo esto.

    —Yo estaré en la tienda de tributos, nos veremos seguro —asiente, dedicándome una sonrisa.

    No sé qué decirle, así que yo también sonrío un poco. Cuando Canto abandona la tienda, el abuelo Espiga me mira como si intentase adivinar cuántos huesos forman mi esqueleto. Roble también me mira, sentado firme. Solo Vaina y la oveja siguen sin hacerme caso.

    —¿Empezamos o no? —le pregunto al abuelo para recordarle en qué debemos concentrarnos.

    Él se ríe por lo bajo, pero comienza a trabajar. Este año vamos a empaquetar todas las hierbas medicinales en dos bultos. Solo un cuidador con la Escucha puede llevar la carga de ungüentos, hojas y raíces. Es un honor y una responsabilidad dentro del pueblo del verano. En manos que no estuviesen preparadas, los ingredientes podrían echarse a perder, contaminados por la inexperiencia de los que no saben escuchar a los animales.

    El abuelo Espiga quiere que repartamos proporcionalmente todos los materiales y aprovecha para poner a prueba lo que me ha enseñado este verano. Va levantando ramilletes de hierbas secas o tronquitos pelados y me va preguntando. A veces huelo lo que me tiende para salir de dudas, pero la mayor parte del tiempo sé a primera vista lo que me muestra.

    —Melisa —digo, y entonces él hace dos montoncitos con las hierbas para que las empaquetemos por separado.

    Miro concentrada las manos del abuelo Espiga. Cada uno de sus movimientos es lento y cuidadoso. Intento imitarlo a la perfección. Solo me traiciona el regaliz, que rueda por la manta cuando intento amontonarlo.

    —Será el primer año que no recorra a pie el camino hacia el Verano Amarillo —suspira el abuelo Espiga cuando hemos conseguido recoger la mayoría de las hojas amontonadas en la tienda.

    —Adornaré con flores el buey que te cargue —le prometo dándole un abrazo para contentarlo—. Le pondré tal corona de rosas silvestres que parecerás un dios del verano.

    El abuelo Espiga se ríe palmeándome la espalda.

    —Ya no existen dioses del verano, dejamos de saber de ellos hace mucho tiempo —me recuerda negando con la cabeza—. Pero aceptaré tus flores si guías mi camino.

    —Nosotros somos los dioses del verano —me envalentono sonriendo.

    Da igual que haya intentado hacer un chiste —que mi padre habría tomado por blasfemia, porque su abuelo fue uno de los últimos hombres en conocer a los dioses del verano antes de que desapareciesen en el desierto sin hombres—, el abuelo Espiga se ha dado cuenta de que una idea ronda mi cabeza.

    —Dime, Roble —le dice a mi perro—, ¿por qué una cuidadora como Alce le guardaría un secreto a su maestro después de haber recibido la Escucha?

    —No te guardo ningún secreto —me defiendo cruzándome de brazos.

    Por lo menos, no le guardo ningún secreto conscientemente. Puede que una idea haya estado creciendo como una enredadera dentro de mí, pero eso no puede llamarse un secreto. Es solamente una imagen que aún no tiene forma definida.

    —¿Qué crees, Roble? —insiste el abuelo Espiga, y su tono burlón hace que Vaina salga de uno de sus múltiples bolsillos y lo mire con interés—. ¿Tú también te has dado cuenta, lirón? ¡Hasta esta oveja sabe ya

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