Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los hermanos Leccio
Los hermanos Leccio
Los hermanos Leccio
Libro electrónico303 páginas4 horas

Los hermanos Leccio

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«Una farola parpadeaba. Si la miraba, quedaría atrapado en su código de señales».

Bernardo y Marcos son hermanos. Distintos, aunque, en cierta forma, complementarios. Sus vidas no se parecen. Ambos viven, cada uno a su manera, tratando de mantener un complicado equilibrio entre la realidad, que les resulta poco acogedora, y pequeños fragmentos de una fantasía modulada. Bernardo la crea y se sirve de ella. Marcos la padece y reniega de sus efectos. El azar pone en el camino de los hermanos a Ana, que publica libros en los que cataloga la iconografía de lo simbólico, y a Sofía, su hija de once años, una niña especial, dotada de una intuitiva imaginación que parece alterar su percepción de las cosas, dotándolas de una dimensión mágica.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2021
ISBN9788418787850
Los hermanos Leccio
Autor

Antonio J. Téllez

Antonio J. Téllez es Licenciado en Ciencias de la Imagen Visual y Auditiva, y en Publicidad y Relaciones Públicas, por la Universidad Complutense de Madrid. En 1983, participa como coguionista en la serie de documentales Escuelas de aprendizaje, para el Centro de Programas Institucionales, dependiente de TVE. Y es el realizador de uno de ellos, concretamente, el relativo al Instituto de Radiodifusión y Televisión. En 2009 publica el libro de relatos De lo mágico. Y en 2016 publica la novela El hombre sin memoria. Actualmente integra, como uno de los socios colaboradores, la empresa Producciones Tubal, S.L., dedicada a la realización de proyectos de creación artística audiovisual (ficción y animación).

Relacionado con Los hermanos Leccio

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los hermanos Leccio

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los hermanos Leccio - Antonio J. Téllez

    Los-hermanos-Lecciocubiertav1.pdf_1400.jpg

    Los hermanos Leccio

    Antonio J. Téllez

    Los hermanos Leccio

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418787386

    ISBN eBook: 9788418787850

    © del texto:

    Antonio J. Téllez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Isabel y para Miguel,

    porque son el único sentido de esta historia.

    Capítulo I

    —A ver, escúchame, capullo, nunca te tomas en serio lo que te digo.

    Marcos observaba la figura impasible de su hermano, Bernardo, que no parecía escucharlo. Marcos se hallaba sobre el asiento del copiloto del amplio sedán que conducía su hermano. Estaba semigirado, con la rodilla izquierda sobre el propio asiento, muy cerca de la palanca de cambios.

    —Imagina que acabas en una isla desierta —continuó Marcos—. Y allí solo estás con Marta, esa novia tuya más sosa que un puto koala, y con Nuria Moreno. ¿Te acuerdas de Nuria Moreno? Sí, claro que te acuerdas. ¡Qué cuerpo tenía la hija de puta! ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en dejarte de recelos morales y en follarte a la Moreno?

    —Nuria Moreno carecía por completo de interés —dijo Bernardo sin dejar de mirar la carretera.

    —Joder, hermanito, eres incapaz de fantasear un poco.

    —Es un ejercicio estéril.

    Ambos hermanos se dirigían hacia el hospital donde, como una hora antes, le comunicaron a Bernardo que habían tenido que ingresar a su madre.

    Bernardo, como siempre, tardó en localizar a su hermano. Al final lo consiguió cuando iba ya de camino, con el manos libres.

    —Marcos, llevo llamándote un buen rato. A mamá la han ingresado en San Francisco. Al parecer por una insuficiencia respiratoria. Nita me ha llamado cuando ya estaba en la ambulancia.

    —Estaba sopa, tío.

    —Entonces, ¿estás en casa?

    —Sí.

    —Es una novedad. Te recojo en diez minutos.

    Bernardo colgó sin dar opción a su hermano para hacer ningún comentario.

    Cuando giró y se introdujo en la calle donde vivía Marcos, este ya lo esperaba sentado sobre un bolardo junto al portal.

    —No he podido ni ducharme —dijo Marcos cuando entró en el coche.

    —Es cierto —dijo Bernardo—, hueles a tugurio.

    —«Tugurio», esa es la palabra. Eres infalible para dar con el término más rancio que describe las cosas. Pero lo clavas, hermano.

    A pesar de que la clínica a la que se dirigían se hallaba en una zona residencial, habitualmente tranquila, las calles de los barrios próximos estaban atascadas. Bernardo se mantenía en apariencia sosegado, pero Marcos sabía, porque observaba la rigidez de su mano izquierda sobre el volante y el tamborileo espasmódico de los dedos de la mano derecha en la empuñadura de la palanca de cambios, que su hermano a duras penas controlaba la tensión que aquel retraso le producía.

    —Está bien, olvídate de Nuria Moreno —dijo Marcos—. Supongamos que en la isla estás con Marta y con Silvia, aquella novia tuya que te dejó porque seguramente eras un muermo. Al principio te harías el duro, incluso creo que te tomarías cierta venganza, pero luego te pegarías a Silvia como una jodida garrapata.

    Bernardo frenó despacio hasta detener el coche tras el vehículo que los precedía, hasta el límite en el que habían dejado de ver las luces rojas de los faros de frenada, y miró a su hermano sin pronunciar palabra. Marcos, acostumbrado ya a aquellas expresiones indefinibles, sonrió con cierta sorna.

    —De acuerdo, ya me callo —dijo—. No te ofendas, pero prefiero no tener que compartir ninguna isla desierta contigo.

    Cuando al fin llegaron a las proximidades de la clínica, Bernardo optó por acercar el coche a la entrada principal.

    Marcos, al intuir la maniobra, le indicó a su hermano con un movimiento impulsor de su brazo que continuara la marcha.

    —Tira, tira. Prefiero que aparques y entrar contigo.

    Sin hacer ningún comentario, Bernardo abandonó la media luna habilitada para el acceso de los pacientes y acompañantes, y se dirigió al parking del edificio.

    Unos minutos más tarde se introducían en uno de los ascensores.

    —Si ya está en planta es que la cosa no es muy seria —dijo Marcos, que observaba cómo iba cambiando la numeración de las plantas en el display del ascensor.

    El pasillo se hallaba extrañamente vacío, y solo se cruzaron con un anciano ataviado con un largo camisón deslucido, que tiraba de un trípode portasuero. La botella se bamboleaba a cada paso, pero ignorando el ritmo que marcaban las zapatillas al arrastrarse por un suelo tan pulido que de los pies del anciano surgía su imagen especular como en la figura de un naipe.

    Llegaron hasta la habitación 305, que permanecía cerrada, y algo pareció detenerlos un instante, como si antes de dar el siguiente paso, quisieran cerciorarse de que no llegaban ruidos alarmantes desde el interior.

    A pesar del silencio, Bernardo golpeó levemente en la puerta con los nudillos y, sin esperar respuesta, abrió despacio y se introdujo en la habitación.

    Marcos aún tardó unos segundos en seguir a su hermano. Pareció dudar mientras escuchaba su voz, aunque ya no lo veía, pues había desaparecido en el interior del cuarto.

    —Hola, mamá, ¿cómo estás? —le escuchó decir.

    Si su madre emitió alguna respuesta, esta fue inaudible, lo que hizo que Marcos avanzase al fin. Giró y solo pudo ver parcialmente el cuerpo de su madre porque Bernardo se había situado junto a ella. Este se volvió hacia él y, con un gesto de cabeza, le indicó a Marcos que se había dejado la puerta abierta.

    Marcos, obediente, volvió sobre sus pasos y cerró la puerta con cuidado. No había soltado el picaporte cuando escuchó la voz de su madre:

    —Marcos, hijo, acércate.

    Al girarse, Marcos recompuso el gesto y forzó una sonrisa que quedó congelada de golpe cuando se enfrentó al rostro de su madre.

    —Aquí estoy, mamá —dijo acercándose a la cama.

    Se le habían afilado los rasgos, y los ojos, de un gris oscuro, lo miraban desde algún lugar que parecía haberse alejado.

    —¿Cómo te encuentras?

    —Ya estás mejor —se apresuró a contestar Bernardo, que había cogido una de las manos de su madre.

    —¿Qué pasó, mamá, te ahogabas?

    —Ha sido solo un susto —dijo Bernardo.

    —¿Vas a dejar que ella me conteste?

    Marcos miraba contrariado a su hermano, pero este evitó contestarle.

    —No discutáis —dijo la madre. Con un lento movimiento de su mano libre le indicó a Marcos que bordeara la cama y se situara junto a ella, al otro lado de donde se hallaba Bernardo—. Tiene que darme un ataque para poder ver a mis dos hijos juntos.

    —Bueno, mamá, no te pongas trágica —dijo Bernardo—. Hace poco tiempo cominos los tres en aquel restaurante que parecía una cueva. Y no has tenido ningún ataque, ha sido un pequeño encharcamiento, seguro que por algún esfuerzo que has hecho. Lo que tienes que hacer es estar tranquila y no preocuparte ni fatigarte por nada.

    —Voy a cogerme un refresco en la máquina del pasillo —dijo Marcos con cierta expresión de fastidio—. ¿Quieres tú algo, mamá?

    Sin esperar respuesta, bordeó de nuevo la cama y salió de la habitación. Durante unos segundos Bernardo y su madre permanecieron en silencio. Ella había dirigido la mirada hacia el embozo de la sábana, doblada sobre la desgastada colcha que la cubría. Entre arrugas podía distinguirse la imagen de una serpiente negra, enroscada en una copa del mismo color, sobre una cruz verde. La madre se fijó en que su mano descansaba muy próxima a la serpiente. De forma instintiva, y aquello no le pasó desapercibido a Bernardo, la retiró del embozo muy despacio, observando con recelo cómo, al mover la mano, los pliegues de la sábana se desplazaban ligeramente, provocando la impresión de que la serpiente también se movía. Por un instante mantuvo la mano sobre el borde del cuello del camisón, pero luego decidió deslizarla bajo la propia sábana, como si así tratara de protegerla. Bernardo le soltó entonces la otra mano, pensando tal vez que su madre querría también ocultarla, y optó por acercarse al ventanal de la habitación, que se hallaba parcialmente cubierto por un visillo grisáceo.

    —Tienes que tener paciencia con tu hermano —dijo la madre, que, como Bernardo había supuesto, ocultó su mano junto a la otra—. Sabes que siempre ha tenido dificultades para mostrarse como es realmente.

    —Mamá, dices eso con frecuencia, pero dudo mucho que Marcos haya tenido nunca ningún problema para ser quien es. Ni más ni menos que el tipo que acaba de salir por esa puerta.

    —Es una seguridad fingida. Lo conozco muy bien.

    Bernardo, con un leve impulso, se encaramó al alféizar de la ventana y, con un giro, quedó sentado sobre él.

    —Estuvo agarrado a tus piernas hasta que tuvo unos doce años —dijo con una sonrisa irónica—. Cercanía no os faltó.

    —Si lo dices por…

    —No lo digo por nada, mamá. No sé qué hacemos ahora hablando de esto. Tienes que estar tranquila y no preocuparte.

    —No tengo muchas oportunidades para hablar con vosotros. Cada vez os veo menos y Nita trata de hacerme creer que me escucha, pero sé que se aísla, mueve la cabeza como si asintiera y me mira, pero está pensando en sus cosas. Supongo que a veces hablo y hablo sin parar. A Nita debe parecerle una absurda verborrea de vieja.

    —Mamá, ¿por qué te empeñas en castigarte? Sabes la de veces que en plena reunión de trabajo, tratando de explicarles a un grupo de tipos a los que miras y ves en sus caras que no tienen el menor interés en lo que les estás contando, me quedo con la sensación de estar hablándole al vacío.

    Súbitamente, sin que ningún sonido hubiese delatado su presencia, surgió la figura de Marcos, que parecía haber estado apostado en silencio junto a la puerta.

    —Me cuesta creer que hayas podido superar semejante humillación —dijo Marcos con evidente sarcasmo tras irrumpir en la habitación—. Tu hijo mayor tiene problemas menos serios —continuó, dirigiéndose a su madre.

    —¿Cuándo vas a dejar de ser ese personaje inmaduro? —lo increpó Bernardo.

    —Ya estáis discutiendo otra vez…

    —Desde niño tiene la puñetera costumbre de hacer este tipo de cosas. Se escondía detrás de las puertas para espiar lo que hacíais o decíais papá y tú. O simulaba marcharse del salón o de las habitaciones y se quedaba quieto y en silencio, pegado a la pared del pasillo, husmeando.

    —Ya te encargabas tú de delatar mi presencia en cuanto tenías la menor oportunidad.

    La conversación se vio interrumpida de golpe al escucharse unos decididos golpes en la puerta. Tras ellos, y sin esperar respuesta, apareció una enfermera con instrumental sanitario, que avanzó hasta situarse en un lateral de la cama.

    —¿Qué tal te encuentras, Teresa? —dijo con un tono de ensayada amabilidad e ignorando a ambos hermanos—. Voy a colocarte esto en la vía para que te haga efecto enseguida.

    Marcos miró a su madre y contempló cómo trataba de forzar una sonrisa.

    Media hora más tarde únicamente Bernardo permanecía en la habitación. Se habían llevado a su madre para realizarle unas pruebas y Marcos se había marchado. Sabía que sería así, que en cuanto tuviese una vía de escape, buscaría cualquier excusa para salir huyendo. Sintió su incomodidad al plantear una disculpa, pero también sabía que, en cuanto atravesara la puerta de la habitación, podría con él un alivio liberador que, no obstante, aún no sería completo. Marcos aún tendría que abandonar aquellos pasillos, que percibía impregnados de miseria, miedo y descomposición.

    Bernardo había ocupado el único sillón de la habitación. Sus pensamientos se movían anárquicamente mientras con un dedo escarbaba en un desgarrón que había encontrado en la superficie de escay. Ahuecó ligeramente los bordes, dejando al descubierto unas hebras blanquecinas del relleno sintético, y se entretuvo imaginando que el pequeño cuerpo segmentado de un insecto emergía de aquel orificio.

    En realidad, era consciente de que trataba de eludir pensar en el enorme vacío que había dejado en la habitación la ausencia de la cama. Se dijo que podía haber esperado en el pasillo, pero algo lo retenía allí. Tenía la ridícula sensación de que debía custodiar ese espacio. Las baldosas color hueso moteadas de ocre, entre las que resbalaba una pelusa de pelo y partículas de polvo que habían escapado a la última limpieza, y la consola de pared, de un blanco sucio y de la que surgían unos cables como tentáculos, no podían evitar transformarse en su mente en una especie de sepulcro premonitorio.

    Un súbito golpeteo en el cristal de la ventana llamó su atención. Comenzaba a llover. Unas gotas gordas e intermitentes. Se incorporó y apartó ligeramente el visillo. Vio una azotea solitaria, en la que se observaban varias chimeneas entre un laberinto de conductos de ventilación y aparatos de aire acondicionado. La lluvia chocaba contra los elementos y luego parecía brincar. Era un curioso espectáculo. Tal vez fuera él el único que estuviera observándolo. Aquello también le pareció premonitorio.

    Capítulo II

    En el rellano del segundo, frente a la puerta del piso de su hermano, Marcos permaneció un instante atento al sonido que llegaba desde el interior. Era música de cualquier radiofórmula, que Bernardo jamás escucharía, lo que le hizo intuir que África, Nita la llamaba todo el mundo, la mujer que desde hacía años se encargaba de las tareas domésticas de toda la familia, se hallaba en la casa realizando su trabajo.

    Marcos llevaba en la mano las llaves del piso de su hermano, pero prefirió llamar y presionó el timbre un par de veces cortas.

    —Voy —escuchó la voz grave, rasposa, de la mujer.

    A los pocos segundos la puerta se abrió y apareció en el umbral. Era una mujer de unos setenta años, morena, aunque ya canosa y rotunda, de grandes ojos y labios firmes, y de manos enormes.

    —Ah, eres tú —dijo—. Tu hermano no está.

    —Bueno, hoy no necesito ver su fea cara —dijo entrando en la vivienda—. He venido a buscar unos papeles.

    —Sírvete tú mismo —dijo Nita y se dispuso a continuar con su tarea—. Hacía mucho que no te veía —continuó ya desde la cocina—, antes ibas más por casa de tu madre.

    Marcos accedió al salón, amplio y moderno.

    La terraza estaba abierta de par en par, lo que provocaba una anárquica corriente de aire en el interior del piso, que levantaba algunos papeles situados sobre la mesa de centro.

    Un simple vistazo había bastado para comprobar que los documentos que Marcos buscaba no estaban entre esos papeles que se movían al capricho de un viento intermitente. Imaginó que podrían estar en el despacho de Bernardo, por lo que nada le impedía aprovechar para curiosear un rato. Era verdad que llevaba muchos meses sin aparecer por la casa de su madre, pero por allí tampoco. Y siempre le había fascinado aquella especie de privado santuario. África tenía terminantemente prohibido limpiar en esa estancia. Estaba eximida de trabajar en esas cuatro paredes porque el propio Bernardo se hacía cargo de ello. Aunque no parecía que, a simple vista, pusiese en ello mucha dedicación. No era por ocultamiento o porque tuviese una enfermiza obsesión por la confidencialidad sobre lo que allí albergaba. Lo cierto era que siempre dejaba la puerta abierta y el trabajo a medio hacer encima de la mesa, a veces desperdigado sobre estantes o sobre alguna silla, pero invariablemente tal y como había quedado en el instante mismo en que había decidido interrumpir lo que estaba haciendo.

    Aquella mañana la puerta volvía a estar abierta al fondo del pasillo. Marcos lo atravesó despreocupadamente hasta que se detuvo a contemplar desde el umbral ese peculiar microcosmos. Era un cuarto de reducidas dimensiones, unos seis metros cuadrados.

    Salvo el paño donde se localizaba la ventana, las paredes se hallaban atestadas de libros y carpetas. Nada parecía guardar un orden concreto. Las formas y colores se mezclaban aleatoriamente, incluso volúmenes de una misma colección se encontraban desperdigados en estantes distintos. Lo que no había allí eran ni fotografías ni objetos decorativos, no había nada que no fuera susceptible de poder ser usado como material de trabajo.

    Una mesa de madera, gruesa y apenas pulida amparaba un despliegue de papeles, láminas y diverso material de dibujo, cuya disposición retrataba un momento exacto, congelado, del particular trabajo de su hermano. Una impresora de alta gama y la pantalla de un Mac se hallaban situadas en los extremos al fondo del tablero. Entre los objetos allí dispuestos destacaba, por su colorido y singularidad, un tratado, abierto en dos de sus páginas y apoyado sobre algún tipo de atril: Los insectos en la naturaleza. La página de la izquierda mostraba un extraño bicho semienterrado al fondo de un agujero arenoso con forma de embudo, que parecía enteramente una rudimentaria trampa natural. Con la mitad del cuerpo oculta y protegida en la tierra, alzaba unas amenazadoras pinzas serradas que no elevaban ninguna plegaria, sino que esperaban pacientemente la caída de una presa. La página de la derecha contenía la imagen del mismo insecto fuera del agujero. Se observaba su cuerpo completo que, en realidad, era como dos cuerpos en uno. La zona trasera semejaba una cápsula que anticipaba lo que, sin duda, se convertiría después en la división estructural lógica de tórax y abdomen. Luego estaba la cabeza, casi plana y rectangular, de la que emergían las enormes pinzas. Marcos se aproximó a la hoja: «Larva de hormiga león».

    Bernardo era ilustrador, de los buenos, y desde hacía unos tres años trabajaba en un proyecto que utilizaba como material gráfico de referencia los tipos más extraños de insectos que existían en la naturaleza. A partir de un insecto concreto, Bernardo creaba, mediante nuevos apéndices, ojos suplementarios o colores adheridos, un animal nuevo, producto de una excepcional imaginación, que parecía habitar entre las cuatro paredes de aquel cuarto.

    —¿Has encontrado lo que buscas? —escuchó decir a Nita desde el otro extremo del piso. Había un tono ligeramente sarcástico en su voz. Nita los conocía desde niños y Marcos suponía que a ella no se le escapaba que debía estar curioseando entre los papeles de su hermano.

    —Aún no —contestó sonriendo.

    Su mirada se detuvo en la lámina en la que estaba trabajando Bernardo. En ella podían apreciarse los primeros trazos de un boceto a lápiz, que pretendía reproducir el esquema de la paciente larva del libro. No había llegado aún a la fase en la que se producía la fantástica metamorfosis del insecto.

    Sobre una banqueta, junto a un lateral de la mesa, observó una carpetilla de tapa dura sobre la que Bernardo había colocado una nota adhesiva: «Marcos». Al cogerla, comprobó que bajo ella se hallaban amontonados varios ejemplares de los libros que su hermano había editado recientemente pertenecientes a aquel proyecto.

    No parecía aquel un lugar muy apropiado, pero Bernardo era así, cuando daba algo por terminado, su cerebro cerraba las compuertas y se internaba en una estancia diferente.

    Apoyó la carpeta sobre la mesa y tomó uno de los ejemplares. En aquellos dibujos, de trazo meticuloso y colores intensos, quedaba patente la imaginación desbordante de Bernardo. Era una cualidad suya que le desconcertaba, porque era algo que no encajaba en una personalidad que Marcos siempre había considerado fría, pragmática, desoladoramente aburrida.

    —A mí esas cosas que tu hermano dibuja me dan repelús.

    Nita lo observaba desde el umbral de la habitación. Sus manos regordetas sostenían una bayeta humedecida y hábilmente retorcida.

    —¿Te acuerdas cuando teníais prohibido entrar en el despacho de vuestro padre? Os metíais en él a la menor oportunidad —dijo Nita.

    Marcos sonrió al recordar aquellos momentos.

    —Y tú nos echabas la bronca desde la cocina, porque sabías que nos habíamos metido allí.

    —Sí, ese lugar parecía fascinaros.

    —Lo hacía. Cuando pasó el tiempo, me convencí de que mi padre nos prohibía entrar porque, en el fondo, quería que lo hiciéramos. Jugaba con el hecho de que nos sentiríamos atraídos por aquel espacio que era solo suyo.

    —Alguna vez os observé desde el fondo del pasillo. Bernardo, muy serio y solemne, solía sentarse en el sillón de vuestro padre y curioseaba en la mesa, como imitándolo.

    —¿Y yo qué hacía?

    —Tú te movías nervioso por todo el despacho. Rebuscabas entre los estantes. Cogías algún libro, pero luego tenías siempre la precaución de volver a dejarlo en su sitio. De vez en cuando, al pasar junto a la espalda de tu hermano, lo fastidiabas tocándole en la cabeza.

    —Es cierto. Tenía que bajarlo de la nube.

    Marcos volvió a colocar el libro de su hermano sobre el montón y recuperó la carpeta que había venido a buscar. Con ella salió de la habitación. Al pasar junto a Nita, tiró ligeramente de una de sus mangas, en un remedo de gesto que pretendía ser cariñoso. Avanzó por el pasillo, pero algo lo detuvo y se giró.

    —La primera vez que Bernardo y yo vimos Rebeca, la película de Hitchcock…, ¿la conoces?

    —Claro —contestó Nita.

    —Pues aquella primera vez recuerdo que nos hizo gracia pensar que la habitación que había pertenecido a la primera señora de Winter, y que tan celosamente custodiaba el ama de llaves, la señora Danvers, era como el despacho de nuestro padre, un lugar prohibido y con algo de misterio. Y Bernardo decía que tú eras como la señora Danvers.

    —¿Crees que no sé que serías tú el autor de la ocurrencia? A tu hermano no se le ocurren esas cosas.

    Marcos sonreía.

    —En realidad, mirándote bien, sí que existe un cierto parecido —dijo con sorna.

    Nita se dirigió hacia él, blandiendo la bayeta.

    —¡Anda, lárgate de una vez! —dijo divertida.

    Marcos atravesó el salón y se dirigió hacia la salida. Nita lo siguió a corta distancia. Parecía dudar sobre algo que quería decirle. Ya junto a la puerta rozó el brazo de Marcos para reclamar su atención.

    —Deberías acercarte a ver a tu madre. Desde que le dieron el alta, no has aparecido por allí.

    —Seguro que no me echa de menos.

    —No digas tonterías. Sabes que tu madre siempre ha tenido debilidad por ti.

    Marcos abrió la puerta. Se giró y besó a Nita en la mejilla.

    —Bernardo se pasa todas las semanas —le dijo ella entonces, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.

    En el rostro de Marcos, con despaciosa desgana, fue surgiendo una sonrisa triste. El gesto debió ir transformándose conforme se fue alejando por el descansillo porque cuando se giró al llegar al tramo de escaleras, se había convertido en un rictus mordaz que, si bien pretendía ser indiferente,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1