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Ahora sí
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Libro electrónico96 páginas1 hora

Ahora sí

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Información de este libro electrónico

Elsa Osorio: “Con humor y frescura los cuentos de Yolanda Prieto Pardo nos meten en escenarios de la vida cotidiana. La vida de una familia- un matrimonio, hermanas, hijas, tías- se ve perturbada por un hecho que los arranca de sus hábitos, nada cambiará en sus vidas pero ese hecho habrá puesto en jaque las certezas, las seguridades. Nada era tan c
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jul 2019
Ahora sí
Autor

Yolanda Prieto Pardo

Yolanda Prieto Pardo (Madrid, 1968) es licenciada en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense. Los altos vuelos de Josefina, su primer proyecto de novela, ganó el premio “Ficción sin fricción“ de CONTEC, Ink-it & Beemgee, y será publicada proximamente. En 2018 ha obtenido una residencia de escritura en la Villa Sarkia en Finlandia. En 2010 publicó su libro de entrevistas Dos continentes, una vida: artistas e intelectuales argentinos en Europa. Ha vivido en Bolonia y Nueva York y actualmente reside en Frankfurt am Main, donde dirige el club de lectura del Instituto Cervantes y modera presentaciones de libros en español y alemán.

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    Ahora sí - Yolanda Prieto Pardo

    autor.

    El collar

    —Esther…

    —Pablo, no me asustes.

    Ese no era el timbre de voz habitual de mi hermano. La forma en que había pronunciado mi nombre me llevó a temer que algo le hubiese pasado a mis padres y Pablo se dio cuenta.

    —No es eso…, se acaba de morir Alba, en su casa. Estoy de camino en un taxi. Mariana está en estado de shock. Solo quiero que lo sepas.

    ¿Qué hacer? ¿Tomar el primer avión de Fráncfort a Madrid? ¿Reencontrarme con la familia en un velatorio en pocas horas? Esperé antes de llamar a Joaquín.

    Entonces, otra vez Pablo:

    —Estoy ya aquí con los médicos y los vecinos. Mariana sigue en estado de shock. ¿Quieres hablar con ella?

    Algo se me removió por dentro. Mariana era mi madrina. Ella y su hermana Alba no se habían casado, no habían tenido hijos. Mariana me trataba como si fuese su hija. Le dije que sí. ¡Ay, Esther!, mi hermana, la oí decir entre sollozos.

    —Me ha pasado el teléfono. No está en condiciones de hablar. ¿Qué vas a hacer?

    —Volaré en el primer avión. Le pediré a Joaquín que se encargue de las niñas.

    —De acuerdo. Ahora te dejo. Van a empezar a vestir a Alba.

    Joaquín me sacó el billete. En el colegio, avisé que no iría a la reunión de padres, alguien tendría que sustituirme.

    Desde la sala de embarque, escribí a Pablo: Llego a las once de la noche. ¿Dónde tengo que ir? Y al instante: Tanatorio de la M-30.

    A punto de subirme en un taxi en Madrid-Barajas, el corazón me dio un vuelco. Veinte años en Fráncfort y por primera vez tendría que pronunciar esa palabra.

    —¿Le puedo preguntar si se le ha muerto algún familiar cercano? —quiso saber el taxista.

    Insoportable soliloquio del taxista sobre las diferentes alturas de las carreteras de la periferia de Madrid. ¿Qué quería? ¿Distraerme?

    Al rato, el móvil.

    —Estoy pagando, Pablo. Ya estoy en la puerta.

    —Salgo a buscarte.

    Me bajé del taxi, nos abrazamos. Enero y ni pizca de frío. Varios primos en la calle, fumando. ¿Cuántos tenía? ¿Cincuenta? Imposible que hubiesen venido todos. Me besaron, sensación agradable, como entrar en una piscina de agua caliente.

    Voces, un cristal, un féretro detrás, evité mirar, Mariana en una silla de ruedas. Me abrí paso entre los familiares y amigos. Mis padres corrieron a abrazarme, a mí también me hubiera gustado quedarme con ellos, pero yo estaba ahí por Mariana, ella me necesitaba. Envolví con mi brazo su espalda, una especie de peña o roca amorfa, el espejo de una vida trabajando como peinadora, yendo a las casas de sus clientas para arreglarlas en sus cuartos de baño o salas de estar, de niña huérfana de madre en la posguerra.

    —Madrina. Cuánto te quiero. —le dije a Mariana al oído.

    Me senté a su lado, le tomé las manos. Mariana, a punto de cumplir ochenta años, toda una vida con Alba, el mismo techo, el mismo dormitorio de dos camas.

    Todavía consolaba a Mariana, cuando Pablo se nos acercó. Nos dijo que teníamos que marcharnos, Mariana tenía que descansar, le esperaba un día largo, la mañana en el velatorio y luego, el entierro. Mi hermano me miró a los ojos. Ah, Esther, tú dormirás esta noche con Mariana en la cama de Alba.

    Asentí con la cabeza. ¿Ocupar ese lugar? El mejor regalo que le podía hacer a mi madrina. ¿Qué me pasaba ante la perspectiva de tenderme dónde horas antes yacía una muerta? ¿Asco, miedo? Qué va. Pensé en Joaquín, que rápidamente me compró el billete.

    Me levanté, quería ver a Alba. No pude evitar escuchar esta conversación entre las dos monjas que contemplaban el cadáver:

    —No está nada maquillada.

    —Le podían haber puesto un poco de colorete. Está muy amarilla.

    Vaya, tenían razón.

    A Alba le gustaba mucho arreglarse: en los párpados sombra azul, los labios, en vez de rojos, anaranjados, el maquillaje de un tono más oscuro que el de la piel y la indefectible marca en el cuello. Collares, pendientes y pulseras tintineaban cuando caminaba, se ahuecaba la melena o se reía. Alba, la guapa, reservada y muy crítica.

    Mariana, la que hablaba con todo el mundo.

    En el reparto de las tareas domésticas, a Alba la plancha y fregar los cacharros, a Mariana la compra y cocinar.

    Alrededor de las doce y media, la iglesia de San Andrés iluminada, la cúpula con sus doce apóstoles. Mariana y yo cruzamos la plaza de los Carros camino del portal. Mi madrina me entregó las llaves de Alba.

    —Mariana, huele como siempre, a limpio.

    Mi madrina me miró. ¿Sonreía? Una frase dicha sin pensar, para halagarla, pero esa noche sonaba distinta.

    Miré por el pasillo en dirección al dormitorio. Suspendida en el aire la voz de Alba. La escuchaba aunque no estuviese. Costaba imaginar lo que había ocurrido esa tarde entre esas paredes.

    ¿Y las sábanas? ¿Dónde dices que están? Las de las flores azul claro. Las extendí sobre la cama de Alba. Qué desgastadas, como papel de fumar. Cuando de pequeña me quedaba a dormir protegían el colchón con un cobertor de plástico. El plástico crujía bajo la sábana al revolverme en la cama.

    Me fijé en un gancho en la pared, de él colgaban veinte o más collares. Todos largos, de bolas gruesas, con los engarces que se usaban en los setenta.

    Sábanas requetelavadas, collares, varias novelas de Corín Tellado en la estantería. El tiempo, detenido en la habitación y los roles, intercambiados.

    Ayudé a Mariana a desvestirse, la senté en la cama, le levanté las piernas, se las coloqué sobre la sábana. La tapé con la manta, luego, la colcha.

    —Tú tienes a tus hijas, a tu marido, Esther, pero yo solo la tenía a ella —La voz se le entrecortaba por los sollozos.

    Volví a mirar los collares. Parecían una planta trepadora. Las manos se me fueron hacia uno: piedras rectangulares rosa salmón, ¿semipreciosas? ¿unas resinas? El engarce dorado, poco visto. Me gustaba mucho. Lo desenredé de los otros.

    Mariana dejó de llorar y se sonó la nariz:

    —Era de Alba—dijo.

    Me lo puse encima del pijama y me acerqué a la cama de mi madrina.

    —¿Te quieres meter? —preguntó Mariana.

    Pensé en mis hijas, por las noches les leía cuentos o les hacía cosquillas.

    —No, solo quiero estar aquí cerca.

    Toqué el collar, no pesaba mucho, pero tampoco era ligero. Como si fuese un perfume, hundí la nariz entre las cuentas. Aburridas comidas familiares, mis padres, Mariana y Alba relamiéndose con los callos a la madrileña de Alba (el único plato que preparaba), en el tocadiscos las insistentes canciones de Concha Piquer. Ese collar era mi

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