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El ángel de Domingo
El ángel de Domingo
El ángel de Domingo
Libro electrónico273 páginas3 horas

El ángel de Domingo

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Información de este libro electrónico

Angela llega a un pueblo lejano en medio de las montañas españolas y es tan alta, delgada y pálida que los lugareños creen que es un fantasma, un hada o un mantequero aterrador que, por las noches, les chupará toda la grasa de los huesos.

No obstante, Domingo no lo cree así. «Soy Angela», le dijo cuando se conocieron, pero él creyó haber escuchado «Soy un ángel». Más tarde, se da cuenta de que, en realidad, ella solo le había dicho su nombre, pero para entonces todos ya la conocían como el ángel de Domingo.

Esta es su historia de amor, pero no se reduce solo a ello, también es la historia de los lugareños del pueblo: la indomable doña Rosalba, la dueña de la tienda, la médica, la partera y la sabia del pueblo, quien siempre está enterada de todo lo que sucede; Guillermo, el alcalde, cuyos delirios de grandeza provienen de una infancia pobre; y Salva Panadero, quien arriesgó su vida y libertad por darle pan a los niños que se morían de hambre.

Los acontecimientos de esta historia están basados en las vivencias reales de los lugareños de Los Pueblos Blancos del sur de España. Retratan la lucha constante que atravesaron en un intento por mantener viva a su comunidad a través de los años de guerra y opresión bajo el régimen de Franco.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento10 sept 2021
ISBN9781667411811
El ángel de Domingo

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    El ángel de Domingo - Jenny Twist

    El ángel de Domingo

    Jenny Twist

    ––––––––

    Traducido por Isabella Leyton Bolados 

    El ángel de Domingo

    Escrito por Jenny Twist

    Copyright © 2021 Jenny Twist

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Isabella Leyton Bolados

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    El ángel de Domingo

    Por Jenny Twist

    Traducción del inglés de Isabella Leyton Bolados

    Contenido

    Dedicatoria

    Capítulo uno

    Capítulo dos

    Capítulo tres

    Capítulo cuatro

    Capítulo cinco

    Capítulo seis

    Capítulo siete

    Capítulo ocho

    Capítulo nueve

    Capítulo diez

    Capítulo once

    Capítulo doce

    Capítulo trece

    Capítulo catorce

    Capítulo quince

    Capítulo dieciséis

    Capítulo diecisiete

    Capítulo dieciocho

    Capítulo diecinueve

    Capítulo veinte

    Capítulo veintiuno

    Capítulo veintidós

    Capítulo veintitrés

    Capítulo veinticuatro

    Capítulo veinticinco

    Capítulo veintiséis

    Capítulo veintisiete

    Capítulo veintiocho

    Nota de la autora

    Agradecimientos

    Sobre la autora

    Dedicatoria

    En memoria de Mike Friend.

    «Había aquí una familia tan pobre, tan pobre que no tenía tierras, comida, nada. Alguien los acusó de robar comida del campo, por lo que los soldados regresaron con dos camiones, uno vacío y el otro con un pelotón de fusilamiento a bordo. Se llevaron a toda la familia, hombres, mujeres y niños. La esposa estaba embarazada. Les dispararon y los enterraron en un lugar cerca de aquí, porque el camión circuló vacío un poco más tarde».

    Manuel Muñoz Benavides ~ abril 2014, al referirse a su experiencia de niño, cuando las tropas nacionalistas llegaron a su pueblo durante la Guerra Civil Española.

    El ángel de Domingo

    Capítulo uno

    Cuando Domingo llegó a la plaza, todo el mundo ya estaba allí. Todas las sillas y las mesas de la taberna de la plaza estaban ocupadas y las personas que vivían alrededor de esta habían sacado las propias. Aun así, había gente sentada en los escalones de la iglesia y en el borde de las pilas del lavadero público.

    — ¿Qué pasó? — preguntó Domingo, sin embargo, nadie lo notó, por lo que entró a la taberna.

    — ¿Qué pasó? — volvió a preguntar.

    Pepe Cojo alzó la mirada hacia Domingo y le sonrió con deleite. Abandonó a los clientes que se encontraban en el otro extremo del bar, se acercó y le dijo: —La forastera vino al pueblo hoy. La extranjera que le compró la casita más pequeña a Guillermo Alcalde por doscientas mil pesetas. Es tan alta como una casa, su piel es tan blanca que parece muerta, su cabello es del color de las naranjas, y...— pausó para generar un efecto dramático, ignorando felizmente a los clientes que había abandonado, quienes se estaban inquietando, —¡no sabe hablar como un ser humano, si no que ladra como un perro!

    Domingo solo parpadeó sin hacer comentarios.

    —Entró a la tienda de doña Rosalba y le ladró. Doña Rosalba no sabía qué hacer.

    Por un momento, Domingo se esforzó por imaginar a doña Rosalba sin saber qué hacer, pero desestimó el pensamiento y lo dejó para más tarde.

    —Después, a que no adivinas que hizo después—. No le dio oportunidad a Domingo de adivinar y continuó. —Sacó un libro de hechizos y comenzó a embrujar a doña Rosalba, ¡quien se asustó tanto que se sacó el delantal por la cabeza y salió corriendo a la calle!

    Se echó para atrás y cruzó los brazos sobre el pecho con una sonrisa satisfecha.

    — ¿Qué te parece?

    Domingo no sabía qué pensar. —Dame un vaso de vino del terreno—, dijo.

    Afuera, en la plaza, doña Rosalba a todas luces contaba su historia por enésima vez. Con una expresión de terror absoluto, imitaba como se había sacado el delantal por sobre la cabeza. Estaba rodeada por lugareños absortos cuyos rostros reflejaban una expresión similar a la suya. En la mesa de al lado, estaban Pepe Agua, Salva Panadero y Rafa Pescado.

    —Te digo que tiene que estar muerta—, dijo Rafa. —Ninguna persona viva tiene una piel tan blanca. Es un fantasma, un cadáver o un mantequero que vendrá de noche y nos chupará toda la grasa del cuerpo.

    —Tal vez sea un hada—, comentó Salva. —No pueden hablar los idiomas de los mortales. Si está muerta, entonces, ¿por qué no puede hablar como cristiana?

    Rafa le lanzó una mirada fulminante. —No sé de dónde sacas toda esta porquería. ¿Quién te dijo que las hadas no pueden hablar?

    Salva se apaciguó mientras trataba desesperadamente de recordar dónde lo había escuchado.

    —Lo más probable es que sea una bruja—, dijo Pepe Agua. —Si no, ¿de dónde sacaría el libro de hechizos?

    Domingo, sentado sobre una orilla del abrevadero para los caballos, apenas les prestaba atención.  Pensaba en las doscientas mil pesetas. Él mismo era dueño de tres casitas excelentes, cada una más grande y más hermosa que la casita más pequeña de Guillermo Alcalde. Pensaba en lo que podría comprar con doscientas mil pesetas.

    * * * *

    Al día siguiente, llevó las cabras hasta la cima de la loma cerca del desfiladero y miró hacia la casita más pequeña de Guillermo Alcalde. Había una mula atada en las afueras y entre dos almendros colgaba un cordel con ropa. Por lo demás, nada daba señales de vida. A la mitad de la pendiente había un algarrobo, bajo el cual decidió almorzar, ya que le pareció un lugar ideal.

    Se sentó y vigiló la casita mientras comía su pan, queso y aceitunas; y bebía su vino, sin embargo, nadie salió ni nada sucedió. Solo la mula se movía alrededor de la casa para mantenerse en la sombra mientras el sol se desplazaba por el cielo, por lo que se durmió.

    Al despertar, alguien lo llamaba. — ¡Hola, cabrero!

    Entornó los ojos por el resplandor del sol y allí, de pie enfrente de él, había un ángel. Era muy alta y delgada y un halo incandescente le coronaba la cabeza. —Hola— dijo. —I'm Angela. I am delighted to meet you![1] ¿Quién eres?

    ¿Acaso dijo que era un ángel? Preso del pánico, Domingo se sentó de un salto y se arrastró en cuclillas hasta que su espalda se topó con el algarrobo. Su cabeza se golpeó con el tronco duro con un crujido estrepitoso y se desplomó, sintiéndose un poco aturdido.

    El ángel se adentró a la sombra del algarrobo y él se dio cuenta de que el halo, en realidad, era cabello bastante largo, que le caía en ondas por debajo de los hombros hasta casi la cintura. Era exactamente del color de las naranjas que se secan en los árboles. Su piel era tan blanca que casi parecía azul y sus ojos eran tan pálidos que no tenían color en absoluto. ¿Cómo podían pensar que estaba muerta?, pensó confundido. Obviamente, es un ángel.

    * * * *

    Durante la tarde fue a la tienda de doña Rosalba.

    —Conocí a la forastera—, anunció. —No está muerta ni es una bruja. No ladra como perro, sino que intenta hablar como un ser humano. Si he de decir la verdad, ella es un ángel.

    Detrás del mostrador, doña Rosalba lo fulminó con la mirada. —Eres un muchacho bastante estúpido—, dijo —y no tienes idea de lo que estás diciendo.

    Sin embargo, durante ese domingo después de misa, vieron a doña Rosalba escudriñar muy de cerca la estatua del ángel que se encontraba al lado derecho del altar. Era muy alto y delgado, y tenía el cabello largo y ondulado, el cual le caía sobre la espalda. Además, llevaba consigo un libro abierto.

    —Mmm—, murmuró doña Rosalba, sin dejarse impresionar, o eso fingió. Salió de la iglesia y al pasar junto a Domingo preguntó: —Si es un ángel, entonces, ¿por qué no viene a misa como una verdadera cristiana? —. Se aseguró de que todo el mundo la hubiese escuchado.

    Domingo bajó la cabeza avergonzado y confundido, ya que él se había estado preguntando lo mismo.

    * * * *

    Durante toda la semana, pensó en el ángel. Se preguntaba si acaso era uno de esos ángeles que se habían ido en contra de Dios y habían sido expulsados del cielo. Deseaba que ese no fuera el caso. Sentía que ella era su propio ángel especial y no quería relacionar nada desagradable a su persona. No dejaba de pensar en su cabello naranja, en su piel blanca, ni en sus extraños ojos incoloros. A decir verdad, no podía pensar en otra cosa.

    Llegó el domingo y otra vez no fue a misa, por lo que tuvo que aguantar la mirada triunfal de doña Rosalba. Se prometió ir a buscar a su ángel y pedirle que viniera.

    * * * *

    Al bajar la loma, la vio detrás de la casita cavando con un azadón. Al parecer, no había avanzado mucho, ya que era julio y el suelo estaba duro como piedra.

    Nervioso, carraspeó antes de hablar. — ¡Hola, Ángel! — gritó.

    El ángel levantó la mirada y lo saludó, mientras que él continuó cuesta abajo hasta llegar a la casita.

    —Le traje un poco de vino—, dijo mientras sacaba una bota de vino llena de su zurrón.

    —Que amable—, dijo el ángel. —Me gustaría darte gracias, pero no sé tu nombre. Tú sabes el mío. La última vez que nos conocimos no te presentaste.

    Domingo se miró los pies mientras se ruborizaba. —Lo siento—, dijo. —Pero, ahora le traje vino y podremos tomárnoslo juntos, ¿no? — Le entregó la bota mientras ella reía. —I would love to[2], pero ven al frente y beberemos de vasos.

    La siguió dócilmente por el costado de la casa con la bota de vino en mano. Cuando se reía, no sonaba como el ladrido de un perro, sino como el tañido de una campanita de plata. Sus dientes eran diminutos y muy blancos, como perlas, y sus ojos, advirtió, no eran incoloros en absoluto, sino del color del mar ondulándose a la luz del sol: azul, verde y gris, moteado con rayitos de sol en la superficie.

    Trajo los vasos y se sentaron. Una vez que Domingo sirvió el vino, volvió a reír y levantó el vaso mientras decía: —Buena salud, forastero.

    Miró a su alrededor, en busca de la persona a la que se refería, y luego, se dio cuenta de que era él mismo.

    —Pero, usted es la forastera—, comenzó, hasta que se percató de lo que ella en realidad quería decir y empezó a reír.

    —Mi nombre es Domingo García Guerrero—, dijo —pero, me dicen Domingo Cabrero porque hay otros tres hombres que se llaman Domingo en el pueblo.

    — ¿Realidad? — Estaba fascinada. — ¿Y cómo llaman otros tres?

    —Domingo Arriero, Domingo Dos Dedos y Domingo Valle—, dijo.

    Volvió a reír. —Eso es wonderful[3], Domingo Cabrero—, dijo. —Encantada de conocerte. ¿Te gustaría quedar y almorzar?

    * * * *

    Había pan, queso y aceitunas y de la casa, el ángel sacó salchichas, tomate y cebolla. Comían y conversaban a la vez. Domingo le habló de la gente del pueblo, de doña Rosalba, que era la dueña de la tienda y quien se hacía cargo del pueblo, a pesar de lo que creyese el alcalde. De Pepe Cojo, quien quedó cojo de la pierna izquierda porque su mujer lo pilló en la cama con la esposa del herrero y los golpeó con el mango de una horquilla. La esposa del herrero huyó gritando y nadie del pueblo la volvió a ver.

    Hubo un momento en el que el ángel entró a la casa y trajo consigo un libro. Domingo retrocedió aterrorizado y ella preocupada extendió una mano para sujetarlo.

    — ¿Qué te pasa, Domingo? ¿Por qué tienes miedo?

    Domingo se tapó los ojos con ambas manos y gritó — ¡Por favor Ángel, no me embrujes!

    El ángel lo miró incrédula y luego repitió lo que él había dicho muy lentamente — ¿Embrujes?

    Abrió el libro y murmuró en voz baja: —It doesn't begin with an H, it must be with a E. Ah yes, here it is. Bewitch![4] ¡Embrujar! Domingo, ¿crees que esto es un libro para embrujar?

    Mudo, Domingo solo asintió.

    —Este libro tiene todas las palabras en English[5] y español—, explicó el ángel. —Cuando no conozco palabra en español, miro el libro y me la dice. ¿Ves?

    Le sostuvo el libro y él, nervioso, le echó un vistazo rápido. Dentro del libro había hojas blancas con diminutos dibujos negros que parecían insectos. No pareciera que pudiera hablar en absoluto.

    —Sí—, dijo, —ya veo.

    * * * *

    Finalmente, cuando ambos estaban somnolientos por el vino y la comida, se animó a preguntarle.

    —Ángel—, dijo — ¿eres del tipo de ángel que cayó del cielo y vino a convivir con los mortales?

    Se volvió hacia él, un suave rubor apareció por su cuello y se extendió por sus mejillas.

    — ¿Por qué? Domingo, ¡qué agradable!

    Estaba tan confundido por su respuesta peculiar que se quedó mudo otra vez. Se dio cuenta de que, al mirarla a los ojos, extraños y acuáticos, de colores verde, azul y gris arremolinados; se ahogaba en ellos. Se inclinó hacia él y pudo oler su cabello. Olía a azahares. Naranjas, huele a naranjas, pensó. Sin embargo, no habló y después no podía recordar si ella había sido la que había tomado la iniciativa, o si había sido él. Solo recordaba haber creído que ella quizás era un hada o una bruja, pero estaba seguro de que definitivamente no estaba muerta y, por último, dudó si en realidad era un ángel.

    Capítulo dos

    Pepe Cojo entró a la tienda de doña Rosalba. — ¿Supo que Domingo Cabrero se mudó a la casita más pequeña de Guillermo Alcalde? —, preguntó.

    —Por supuesto que supe—, espetó doña Rosalba. Estaba furiosa, porque en realidad él había sido el primero en decirle. —Sé todo lo que sucede aquí.

    Pepe prosiguió como si ella no hubiese hablado. —En el cerro detrás de la casa, está construyendo un corral enorme para las cabras. La sigue a todas partes como un perro. Está completamente embrujado.

    —No digas tonterías, José Fernández Negrete. No sabes nada de esas cosas. ¡Qué vergüenza! ¡Agradécele a la Santísima Virgen que su madre no está viva para ver esta ignominia! —, dijo y se persignó devota.

    —Pienso que su madre hubiese estado encantada de tener un poco de ayuda en la casa—, dijo Pepe Cojo.

    Doña Rosalba se volvió furiosa. —José Fernández Negrete, ¿acaso crees que una mujer respetable como Dolores García Negrete hubiese permitido que una mujer como esa, una forastera, viviera en su casa? Como quiera, todo el mundo sabe que las extranjeras no saben cocinar ni limpiar como se debe. Mira lo que le pasó a Salva Domínguez García. Se casó con una de Sanisido del Monte. No alimentaron bien a ninguno de los niños y, ¡ahora siempre andan enfermos y en harapos!

    —No sé—, dijo Pepe Cojo. —Mi madre era de Canillas de Daimonos.

    —Exactamente—, dijo doña Rosalba con una satisfacción enorme, y Pepe, quien sabía reconocer una derrota, se fue de la tienda.

    Doña Rosalba comenzó a fregar el piso con vigor innecesario, ya que tenía la inquietante sensación de que el control se le escapaba de las manos.

    * * * *

    Esa misma tarde, le anunció a la familia: —Ya es hora de que visitemos nuestra casita que está cerca del desfiladero. Hace tiempo que no nos hacemos cargo de la viña.

    —Pero Abuelita —. La madre de Antoñito lo pateó con fuerza por debajo de la mesa y se calló. Siempre lo pateaban por debajo de la mesa cuando le quería decir algo a Abuelita. Era imposible saber en qué se equivocaba. Solo quería decirle que no había que hacerle nada a las vides. Las habían podado y tratado con azufre hacía mil años y faltaba por lo menos un mes para la cosecha. Tenía ocho años ya, era casi un hombre, por lo que ya sabía sobre este tipo de cosas. Miró a su madre, quien lo miraba muy fijamente. Tenía el entrecejo fruncido y sabía lo que ese gesto significaba, de modo que pensó que lo mejor era callar.

    * * * *

    Domingo y Angela estaban parados en la terraza mirando un gran gato rubio. —Acaba de aparecer—, dijo Angela, —Cuando estabas en el cerro con cabras. ¡Saltó aquí y dijo pprrrrppp! —. Hizo un ruido extraño que parecía el cruce entre el maullido de un gato y el trino de un pájaro. —y me sonrió.

    Domingo enarcó las cejas. — ¿Sonrió?

    Like this[6]—, dijo mientras cerraba los ojos y sonreía con las comisuras de la boca. En ese mismo instante, el gato lo volvió a hacer, como para echarle una mano. Su pelaje era exactamente del mismo color que el cabello de Angela. Abrieron los ojos al mismo tiempo y Domingo se fijó en que el gato también tenía el mismo color de ojos que ella. Se sintió un poco perturbado. Luego, el gato inclinó la cabeza un poquito y maulló con suavidad. Sonaba sospechosamente como el sonido que hacen las personas cuando concuerdan con algo dicho.

    —Casi habla, ¿no? —, dijo Angela. — ¿Puede quedarse? Siempre quise un gato, pero my mother[7] no dejaba.

    —Por supuesto—, dijo Domingo. —Es necesario tener un gato en casa para mantener alejados a los ratones.

    El gato maulló conforme y se fue.

    —Me pregunto si volverá—, dijo Angela.

    A la mañana siguiente había una hilera ordenada de roedores sin cabeza sobre la terraza.

    * * * *

    El sábado, durante las últimas horas de la tarde, Angela vio a doña Rosalba caminar por el sendero en dirección a la casa. — ¡Domingo! —, gritó al borde del pánico. Este, levantó la vista por sobre la pared del corral a medio construir, se secó las manos en la parte trasera de sus pantalones y sonrió. Allí, bajando por el sendero, venía doña Rosalba acompañada de su hijo, Antonio, y sus nietos, Antoñito y Dolorita. La madre de los niños, Dolores, se había quedado a cargo de la tienda. Antonio llevaba consigo un garrafón de vino y Antoñito llevaba una canasta. Doña Rosalba iba adelante, con las manos vacías, pero encabezaba la procesión.

    Domingo trotó cerro abajo para alcanzar a estar junto a Angela antes de que llegaran.

    —Buenas tardes, Domingo García Guerrero—, dijo doña Rosalba. —Me sorprende encontrarte aquí, en la casita más pequeña de Guillermo García Fernández. Hemos venido a darle la bienvenida a nuestra nueva vecina—. Le dio a Domingo una mirada cargada de significado y él retrocedió con apuro.

    Angela se adelantó con una sonrisa. —Buenas tardes, Rosalba—, dijo. —He escuchado mucho de ti.

    Doña Rosalba asintió satisfecha sin sonreír. Cortésmente, todos se abstuvieron de mencionar el desafortunado encuentro que había tenido lugar en la tienda.

    — ¡Antonio! — doña Rosalba gesticuló imperiosa con la mano y su hijo dio un paso al frente y les ofreció el vino.

    —Voy a buscar vasos—, dijo Angela y le sonrió maliciosamente

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