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La diosa búho
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La diosa búho
Libro electrónico358 páginas4 horas

La diosa búho

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Una novela basada en la hipótesis de los antiguos astronautas de Von Däniken, según la cual los dioses eran seres venidos del espacio.

Ambientada en la era prehistórica del Mesolítico, con la diosa Atenea como joven adolescente y Prometeo, un joven morador de las cavernas, como protagonistas.

El joven observó la estrella fugaz. Caía muy despacio, y no era una luz sino muchas que giraban perezosamente en el cielo nocturno. Entonces, un enorme pez de plata cruzó el firmamento y otras luces misteriosas aparecieron en la montaña. Finalmente, un gran rayo golpeó el océano. El sonido fue plano y hueco, e increíblemente fuerte, como si un gigante hubiese pisado la tierra. Y la señal de la Diosa apareció en los cielos. La señal del hongo sagrado. Estos son los sucesos que marcan la llegada de la Atlántida, la nave maldita, que trae nuevos dioses que cambiarán la vida del chico y de su pueblo para siempre.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 dic 2019
ISBN9781071518229
La diosa búho

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    La diosa búho - Jenny Twist

    Jenny Twist, Copyright © 2016

    TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

    ––––––––

    Por la presente, la autora afirma ser la única propietaria de los derechos de autor. La autora puede hacer cumplir los derechos de autor con todas sus consecuencias.

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    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas vivas o fallecidas es pura coincidencia.

    Créditos

    Editora: Emily Eva Editing

    http://emilyevaediting.weebly.com/

    Arte de cubierta: Novel Prevue

    http://www.novelprevue.com/cover-art.html

    Retrato de Atenea: Caroline Ritson

    http://carolineritson.co.uk/

    Imagen del conjunto de Mandelbrot: Wikipedia https://en.wikipedia.org/wiki/Mandelbrot_set#/media/File:Mandelbrot_set_image.png

    Dedicatoria:

    A Kevin Ryall

    ––––––––

    Pero hubo violentos terremotos e inundaciones; y en un solo día y noche de desgracia todos sus guerreros como un cuerpo se hundieron en la tierra, y la isla de Atlántida de modo semejante desapareció en las profundidades del mar.

    Platón (428/427 o 424/423- 348/347 a.C)

    Prólogo

    La sacerdotisa contemplaba el fuego sagrado, sentada en las profundidades humeantes de la cueva. Las ayudantes esperaban en las sombras.

    El fuego escupía y crujía, proyectaba una luz parpadeante en las paredes, haciendo que los hombres y animales pintados allí se movieran con vida espuria. A pesar del calor en la cueva, se estremeció.

    Una de sus ayudantes se adelantó y arrojó un puñado de hongos secos sobre las llamas. La sacerdotisa cerró los ojos y respiró profundamente los vapores. La llama se encendió brevemente, haciendo de su rostro una proyección cadavérica, y lanzó un gemido largo y estremecedor. Las ayudantes aguardaron, conteniendo la respiración, esperando a que hablara.

    Cuando lo hizo, fue con la voz de la Gran Madre, profunda y poderosa, resonando alrededor de la cueva:

    —Algo se acerca.

    Capítulo Uno

    Hubo un clic seco... y entonces... completo silencio.

    Atenea estaba sentada de repente en la oscuridad, su corazón latía fuerte. ¿Qué ha sido eso? Se esforzó en escuchar, pero no había nada. Sintió que la atravesaba una fría corriente de miedo.

    ¿Papá?. Dirigió sus pensamientos hacia él. Pero no hubo respuesta. Su mente recorrió la nave, pero no le detectó.

    —¡Luz! —ordenó.

    No pasó nada.

    —¡Luz! —repitió, el labio inferior comenzándole a temblar.

    Nada.

    Debería haber un interruptor manual, pero nunca antes lo había necesitado. Buscó a tientas por la pared y encontró un botón. Con un pequeño suspiro de alivio, lo apretó. Nada.

    Y entonces, con una sacudida de terror, se dio cuenta de que estaba equivocada. ¡Era eso! ¡No había nada! No había absolutamente nada, ningún sonido, ni siquiera el sonido del aire que salía de las paredes, o el goteo del agua, o el zumbido de fondo de los motores. Ninguno de los innumerables sonidos que se daban todo el tiempo en la nave. Nada.

    ¿Papá?.

    Creyó captar un pensamiento suyo, muy breve y preciso. Era: ¡Oh, mierda!.

    Las luces volvieron muy tenuemente por un momento. Parpadeaban, pero había luz. Aprovechó para llegar al ropero y colocarse el traje. Su  padre siempre decía que lo primero que debía hacer en una emergencia era ponerse el traje. Tenía su propia luz y ventilación. Las luces se fueron de nuevo, justo cuando se estaba cerrando la cremallera, junto a un nuevo pensamiento de su padre: ¡Maldita sea! ¿Es que no puedes hacer nada? Maldición...

    El pensamiento se desvaneció, pero ella sabía de dónde venía. Estaba en el puente. Bueno, claro que estaba. Si algo iba mal en la nave, desde luego que allí era donde estaría.

    La luz volvió de nuevo, y esta vez con el pitido de la megafonía, y la voz de su padre, su voz de verdad, no solo sus pensamientos, se hizo presente:

    —¡Atención, todos! ¡Atención! Toda el personal póngase el uniforme y diríjase a la plataforma de embarque. Cojan lo indispensable para un simulacro de evacuación de la nave. ¡Atención! Atención...

    Atenea dejó que la voz real se apagase y escuchó los pensamientos de su padre. Para su horror, descubrió que estaba asustado.

    Por un momento, su mente quedó en blanco. Nunca había visto a su padre asustado por nada. Era su trabajo no tener miedo. Era el capitán. Estaba al mando. Si tenía miedo, ¿qué pasaría con el resto de ellos?

    Y entonces pensó: Es mi trabajo apoyarle y ser valiente.

    Rebuscó en el camarote y trató de decidir qué era lo más básico y con cuánto podía cargar.

    Cuando llegó a la plataforma de transporte, casi todos los demás estaban allí, pálidos y aferrados a diferentes maletas y paquetes. Al final, ella solo cargaba con sus ropas, su cuaderno electrónico y el olivo. Era lo único que había recogido en sus expediciones que consideraba de verdad interesante y extraordinario.

    —Es solo una clase de aceituna —había dicho Deméter—. Crecen en Casa.

    Pero Atenea nunca había estado en Casa. Había nacido en la Atlántida. Nunca había visto una aceituna y le encantaba el fruto brillante que brotaba verde y se volvía de un negro púrpura. Era muy amargo, pero Deméter decía que era uno de los frutos más útiles de todos porque podías absorber el amargor y comerlo o podías hacer aceite para cocinar o encender lámparas. A Atenea le gustaba la idea de un árbol que daba alimento y luz. Así que lo cogió de todas formas, y Deméter la ayudó a preparar el cultivo para conservar los genes y plantó un retoño para tenerlo en su camarote. Lo llevaba ahora, seguro en su mochila en una bolsa sellada, las valiosas semillas en el bolsillo.

    —¿Atenea?

    Ares pasaba lista de pie en el puente de mando.

    —Aquí —dijo Atenea de manera automática.

    Aquello no parecía real. Era exactamente igual a todos los simulacros en que había participado en su vida. Se giró y siguió obediente a Artemisa al interior de la lanzadera.

    Minutos después, cayeron a una negra noche en dirección a un  planeta celeste.

    —Es idéntico a Casa —murmuró Deméter.

    ****

    Prometeo observaba la estrella que caía del cielo. Caía muy despacio, mucho más despacio que cualquier otra estrella fugaz que hubiera visto antes. Según se aproximaba, pudo ver que no era una luz, sino un enjambre de luces que giraban despacio al acercarse. ¡Increíble!.

    La contempló hasta que cayó tras una montaña y no pudo ver más. Sopesó caminar hasta la cima de la siguiente cresta para ver qué había ocurrido, pero estaba lejos y para cuando llegara ya se habría hundido de todas formas.  Así que regresó por donde había llegado. No advirtió la estrella mucho más pequeña que flotaba hacia la alta montaña.

    ****

    Atenea despertó a un mundo nacarado. Parecía estar flotando dentro de un huevo. Con los ojos como platos, miró a su alrededor como una loca. Paredes blancas, techo blanco, suelo blanco con sacos de dormir. ¡Una tienda de campaña! Por supuesto.

    Había estado tan cansada la noche anterior que apenas recordaba aterrizar sobre el planeta azul y montar el campamento. No recordaba para nada haberse metido en su cama dentro la tienda.

    No había nadie más allí. Debían estar fuera haciendo cosas, y ella se lo estaba perdiendo. Se arrastró fuera de la cama, dolorida e incómoda en su traje. ¿Su traje?. Si, exacto. Deméter le había dicho que se lo dejara puesto. ¿Y para qué? ¿No había desplegado la lanzadera un escudo?

    Cuando salió de la tienda, pudo comprobar por qué. En lugar de estar posada en el centro del campamento dando protección, la lanzadera flotaba por encima, a punto de despegar.

    El sol brillaba tanto que tuvo que protegerse los ojos para ver qué ocurría. Distraidamente, presionó el botón solar de su traje. El resplandor se redujo al instante. Permaneció un momento de pie haciendo balance.

    Estaban acampados en un una meseta en la ladera de una gran montaña. A un largo trecho hacia abajo, a un muy largo trecho, estaba el mar, una extensión enorme de azul resplandeciente. No pudo ver la nave. ¿Se habría hundido? Tuvo un momento de pánico al pensar en su padre.  Amplió su mente tan lejos como era posible, pero no encontró ningún eco suyo. Pero había algo más. Por encima del mar, acercándose a gran velocidad, estaba la otra lanzadera. La primera lanzadera se giró y se deslizó sobre el mar para cruzarse con la segunda y acelerar según se dirigía hacia aguas abiertas.

    Mientras esperaba a que la nueva lanzadera aterrizara, inspeccionó el campamento. La meseta se extendía tan lejos como podía ver en todas direcciones. El centro había quedado despejado. Para las lanzaderas, pensó. En el lado en que ella estaba, se había dispuesto media docena de tiendas de campaña en una línea pulcra. Próxima a ellas estaba la cocina del campamento, con Hestia afanada en mover y agitar sartenes. En el lado opuesto se apilaban cajas y equipamiento, y la gente iba de un lado a otro entre ellos, al parecer ordenándolos.

    Están descargando la nave, pensó Atenea, y están usando ambas lanzaderas, así que no creen que les quede mucho tiempo. Pero la primera lanzadera esperó hasta que la segunda estuviera a la vista antes de despegar. ¿Qué significaba eso?

    Se dirigió hacia los otros, con cuidado de rodear el centro donde aterrizaría la lanzadera.

    —¿Y dónde te crees que vas?

    Era Hestia, que agitaba una espátula en ligera señal de amenaza.

    —Yo solo... —empezó a decir Atenea, sabedora de que era inútil antes incluso de comenzar.

    —Ven aquí. Tengo tu desayuno listo. Son solo raciones de campo, me temo. Aún no han desempacado mis provisiones.

    Atenea miró a Hestia con una mezcla de afecto y frustración. Era lo más próximo a una madre que jamás había tenido, y la quería con locura pero, como cualquier madre de verdad, se entrometía constantemente y le impedía hacer cosas.

    Con un leve encogimiento de hombros, se rindió y se sentó a la mesada frente a Hestia.

    —Entonces creen que la nave se va a hundir —dijo.

    No era una pregunta.

    —¿Qué te hace pensar eso, hija? —dijo Hestia, pero se la veía incómoda y sus ojos cambiaban la mirada hacia el otro lado del campamento como si buscara ayuda.

    —Están usando las dos lanzaderas —dijo Atenea con sencillez—. No han dejado una para hacer un escudo. Y —continuó, agitando el tenedor hacia la lanzadera que se aproximaba— no tienen claro que estemos seguros aquí.

    Hestia la miró con los ojos entrecerrados.

    —¿Qué quieres decir?

    —La lanzadera espera hasta que puede ver a la otra antes de partir... —se calló bruscamente y masticó pensativa unos instantes.

    — A no ser... —miró a Hestia a la cara— a no ser que crean que la nave va a explotar y no quieren arriesgarse a tener ambas lanzaderas cerca cuando eso ocurra.

    Hestia hizo una mueca de dolor.

    Atenea dejó de masticar y soltó el tenedor. De repente había perdido el apetito. Su padre estaba en peligro. Se había quedado en la nave para organizar la evacuación de la carga. Atenea observó de nuevo a la gente en el campamento. La mayoría del personal imprescindible estaba aquí. Él se había asegurado de que estuvieran a salvo y ahora se estaba asegurando de que tenían tanto como fuese posible de lo que la nave podía proveer. Permanecería hasta que todo lo que pudiese acarrearse hubiese sido transportado. O hasta que la nave explotara.

    Hestia comenzó a hacer ruido con las sartenes como si estuviese muy ocupada, vuelta de espaldas.

    —Desde luego tienes una imaginación impresionante, niña —dijo enojada. Y una sabiduría muy superior a tu edad, pensó. Eres la hija de tu padre.

    ****

    Prometeo se sentó en la ladera de la montaña y contempló los grandes peces plateados que cruzaban el cielo. Cosas extrañas estaban ocurriendo en los cielos. Primero, la estrella fugaz y ahora los peces. Había dioses allí arriba que tramaban algo. La tribu tenía que saberlo.

    Pero le habían proscrito y se habían marchado sin él. Se levantó y se echó el saco a la espalda. Entonces descendió hacia donde se les había visto por última vez.

    ****

    Durante cinco días, las lanzaderas fueron de un lado a otro, y la gente se apresuraba hacia ellas en cada aterrizaje, preparada para descargar las valiosas mercancías. La pila de cajas creció en altura y anchura hasta el punto de que parecía imposible que todo aquello pudiera haber sido almacenado en la nave. Pero nadie hizo nada por construir algo más permanente. Acampaban y descargaban y ordenaban y entonces regresaban a una cierta apatía.

    Atenea se paraba en el extremo de las conversaciones e intentaba averiguar lo que podía sobre la situación y, más en concreto, qué pasaba con su padre. Había visto las lanzaderas ir y venir y pensaba que había resuelto el programa inmediato, al menos. Su padre no apareció. Debía estar a bordo de la nave. A menos que esté muerto, pensó con tristeza. Pero en realidad no creía que estuviese muerto. Aún cuando estaba demasiado lejos para captar sus pensamientos, estaba segura de que sabría si había muerto.

    Artemisa, Afrodita y Hermes se turnaban para pilotar las lanzaderas. No había señales de Hades o Poseidón, así que debían haberse quedado a bordo para ayudar a cargar.

    Al menos Apolo no hacía nada peligroso. Como doctor de la nave, Apolo era demasiado valioso para ser expuesto al riesgo. Era el hombre más guapo que había nacido nunca y ella había decidido casarse con él cuando tuviese la edad suficiente.

    Desafortunadamente, él no parecía notar su presencia y ella apenas tenía oportunidad de hablar con él, ya que nunca estaba enferma. Se llevaba bien con su hermana, Artemisa, pero eso no era de gran ayuda, porque él no parecía pasar mucho tiempo con ella. Estaba aún intentando decidir cómo tratar este problema cuando, ¡maravilla de maravillas!, la segunda lanzadera llegó cuando la primera estaba todavía en el suelo.

    Se abrió la puerta y su padre se apeó, con Hades y Poseidón justo detrás de él. Parecía cansado y envejecido. El resto de la gente vitoreó y un grito se elevó entre la multitud:

    —¡Zeus! ¡Zeus! ¡Zeus!

    Él sonrió agotado y movió la mano con gesto somero. Sus ojos buscaban en la muchedumbre.

    —¡Atenea! —gritó.

    Atenea corrió hacia él llena de júbilo y se arrojó en sus brazos.

    —¡Papá! —gritó, las manos apretadas alrededor de su cintura y la cabeza hundida contra su pecho.

    Ella no se había percatado de cuán asustada había estado hasta que le vio sano y salvo. Zeus la sostuvo contra él y lanzó un fuerte suspiro.  Por un momento estuvo demasiado abrumado para hablar y luego se volvió a la multitud entusiasmada.

    Su voz retumbó más fuerte que nunca:

    —Hemos descargado la nave de todo lo que creemos que podemos usar y hemos enviado un mensaje a casa. Os daré un informe completo en unas pocas horas, cuando hayamos descansado.

    Se giró para hablar con Afrodita:

    —Por el amor de Dios, despliega el escudo para que nos podamos quitar estos malditos trajes.

    Y, abriéndose el cuello del traje según se iba, se giró hacia las tiendas de campaña. Un destello de luz abrasadora encendió los cielos sobre el mar, seguido casi al mismo tiempo por un crujido grave. Zeus se volvió con el rostro blanquecino. Todos permanecieron en silencio y contemplaron la lenta nube que se retorcía desde el mar y se expandía en la siniestra forma de un hongo. Zeus giró la cabeza bruscamente hacia atrás, hacia Afrodita:

    —¿Está el escudo...?

    —Escudo desplegado —dijo Afrodita —Aire en reciclaje.

    Zeus dejó escapar un largo y lento soplo de alivio y la muchedumbre que observaba le imitó con un suspiro colectivo.

    Atenea contempló con los demás, y se sintió completamente desolada. La nave había desaparecido. El único hogar que ella había conocido, la Atlántida, perdida para siempre bajo las olas de aquella reluciente extensión de mar.

    Miró a su padre, que observaba el mar con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa.

    —¿Velocidad y dirección del viento? —dijo.

    —Veinticinco, norte noroeste —llegó la voz de Afrodita.

    —Bueno, esa es la primera pizca de suerte que hemos tenido —dijo Zeus con sombrío beneplácito.

    —¿La primera pizca de suerte? —irrumpió Deméter—. ¿Qué hay del hecho de que la nave se averió en el rango orbital de un planeta habitable? ¿Qué hay del hecho de que recuperamos todo antes de que estallara? ¿Qué hay de que tengamos un capitán que vio el peligro y actuó deprisa? Yo digo que ya hemos tenido más que nuestra ración de suerte.

    Un murmullo de aprobación llegó de la multitud.

    Zeus bajó la cabeza con total agotamiento. Pensaba que quizás podría haberlo hecho mejor, que podría haber pronosticado la avería de la nave antes y haberla prevenido desde el primer momento.

    Atenea captó el pensamiento y apretó su mano.

    —No podías haberlo hecho mejor, papá —dijo—. Nos has salvado a todos. Eres un héroe.

    ****

    Prometeo seguía las huellas de la tribu por la costa. No estaban lejos ya, quizás medio día.

    De golpe, el cielo entero se iluminó con un destello de fuego y casi al mismo tiempo el bramido grave de un trueno salió del mar. Tenía un extraño sonido monótono y se apagó de repente, como si un pie enorme lo hubiese aplastado. No era como ningún relámpago que hubiese visto antes. Algo inexplicable estaba ocurriendo en el mar donde había caído la estrella.

    Atenazado por el pánico, corrió a una cueva. Algún animal había estado allí antes. Podía oler el almizcle de su pelaje. Algo peligroso, oso o lobo. Su pelo se erizó por un miedo atávico, pero él estaba más asustado de las cosas terribles que estaban ocurriendo fuera, así que se adentró en la cueva hasta topar con una sólida pared de roca. Allí se sentó entre los huesos de pequeños animales y tembló en la oscuridad.

    Capítulo Dos

    Zeus durmió un día y una noche. Entonces se levantó, se tomó un desayuno enorme y regresó a su tienda, donde llamó uno por uno a varios miembros de su tripulación para recibir sus informes. Atenea pasó la mañana deambulando lastimosamente. A veces escuchaba los pensamientos de su padre, pero eran tan aburridos que los desechaba enseguida.

    —¡Atenea, ahí estás!

    Era Deméter, que llevaba una bolsa grande y se apresuraba en cruzar el recinto.

    —¿Quieres ayudarme con la siembra? Podemos plantar tu olivo si quieres. Es una pena dejarlo en un tiesto ahora que tenemos el terreno adecuado.

    Atenea examinó la roca escarpada del suelo del recinto, entonces se giró a Deméter:

    —Pero no hay ningún terreno.

    —Aún no. Voy a levantar un lecho y a recoger tierra de más abajo de la montaña. Cultivaremos plantas de Casa aquí donde hace frío y luego buscaremos plantas de clima templado en las zonas más bajas.

    Dejó el bolso y permaneció un momento con las manos en las caderas, inspeccionando el recinto y las pendientes de la montaña.

    —Esa es la belleza de la montaña —dijo satisfecha—. Hay tantos climas diferentes.

    Atenea trabajó con Deméter toda la mañana. Le gustaba estar con Deméter. Casi todo lo que hacía era interesante. No como trabajar con Hestia, lo cual consistía casi siempre en limpiar mesas, fregar y pelar verduras. Hestia no confíaba en los robots para hacer un buen trabajo y tenía la desagradable costumbre de presionar a la gente para trabajar en la cocina, la mayoría de las veces a Atenea. Estaba contenta de trabajar con Deméter lejos de la mirada de Hestia.

    Juntas, bajaron la montaña en una cápsula hasta la línea de árboles. Allí se apearon. Deméter le pasó a Atenea una pala para recoger el compost de hojas muertas y nueces, y juntas llenaron la bolsa.

    —Con esto valdrá —dijo Deméter.

    —¿Pero vamos a quedarnos el tiempo suficiente para que merezca la pena?

    Deméter se giró hacia Atenea con una expresión seria.

    —Sea lo que sea que ocurra, Atenea, vamos a estar aquí por un buen tiempo  —dijo—. Incluso si nuestro mensaje llega a casa de inmediato, les llevará meses equipar una nave y años dar con nosotros. Creo que debemos resignarnos a una larga espera.

    Atenea captó el pensamiento tácito. Normalmente, solo podía escuchar con claridad los pensamientos de su padre pero, de vez en cuando, si estaba lo suficientemente cerca y muy concentrada, podía pillar los de otras personas.

    —¿Y si no lo reciben?

    Deméter frunció el ceño. A veces, encontraba desconcertante la propensión de Atenea por comprender más de lo que debía.

    —Entonces, o nos resignamos a quedarnos aquí para siempre o construimos otra nave.

    —¿Podemos hacer eso? —Atenea se quedó pasmada.

    Deméter apretó los labios con fuerza.

    —Oh sí, creo que sí. Pero llevará mucho, mucho tiempo.

    Un pitido corto sonó en estéreo y ambas alzaron la vista y se miraron a un tiempo.

    —Mi padre —dijo Atenea.

    —Zeus —dijo Deméter—. Será mejor regresar, pues. Parece que la reunión está a punto de comenzar.

    Arrojó la bolsa de tierra dentro de la cápsula, montaron y el pequeño vehículo ascendió hacia la meseta.

    ****

    Prometeo escuchaba agachado en la oscuridad. No podía oír nada y al principio se preguntó si la horrible explosión le había dejado sordo, pero cuando escarbó con sus dedos entre los huesos pudo escuchar claramente los pequeños ruidos de los rascamientos.  No sordo entonces. Solo silencio.

    Se preguntó cuánto se habría internado en la montaña. ¿Lo suficiente para no escuchar ruidos del exterior? No lo creía, pero quizás era así. Se sentó y tuvo escalofríos, tratando de imaginar qué terribles criaturas se movían con libertad en el mundo exterior.

    ****

    La multitud se había congregado en el claro frente a las lanzaderas y Zeus estaba de pie sobre una roca plana como si fuera un podio. Sostenía sus notas frente a sí y las consultaba de vez en cuando mientras hablaba.

    —Saludos —comenzó a decir—. He convocado este encuentro para informaros de nuestra situación. Estoy seguro de que todos estáis al tanto de lo que ocurrió cuando la nave cayó. Estábamos orbitando este planeta cuando falló la energía principal. Pudimos mantenerla en funcionamiento lo suficiente para que despegaran las lanzaderas y aterrizara la nave, pero no confiábamos en restablecer la energía para continuar nuestro viaje. Estábamos, de hecho, muy preocupados por que todo estallase.

    Su voz tembló levemente y miró de nuevo sus notas.

    —Así que decidimos encontrar un lugar seguro donde acampar y descargar de la nave todo aquello que pudiera sernos útil, y trabajar en la fuente de energía después. Por desgracia, como sabéis, explotó justo después de completar esa fase.

    Alzó la vista y examinó las caras del grupo que tenía enfrente.

    —Así que esta es nuestra situación. Estamos varados en un planeta a unos veinte años de casa.

    Un suspiro escapó de los congregados.

    —Pero hemos sido increíblemente afortunados. Este planeta es casi idéntico a Casa. La atmósfera es ligeramente más densa, pero respirable, y la temperatura es un poco más alta. Estamos ahora en la estación más calurosa para esta zona, así que lejos de empeorar, mejorará. Para minimizar la diferencia, elegimos acampar en una montaña donde el aire es un poco menos espeso y la temperatura es más fría. Es posible, no obstante, respirar y vivir con cierta comodidad al nivel del mar y probablemente nos adaptaremos muy rápido.

    De nuevo lanzó un breve vistazo a sus notas.

    —Deméter me dice que hay muchas variedades de plantas comestibles que podemos cultivar y Artemisa que hay fauna abundante. No sabes aún si alguna es comestible, pero parece probable, dadas las similitudes de este planeta con el nuestro.

    —Sorprendentemente... —aquí Zeus se permitió una pequeña sonrisa—, incluso el calendario funciona casi igual. Este planeta tiene días de veinticuatro horas en lugar de veinticinco, y trescientos sesenta y cinco días al año, frente a nuestros trescientos sesenta y nueve. Me han informado de que las posibilidades de semejante similitud son de una entre millones. Afrodita me dice que no deberíamos tener problema en aclimatarnos al nuevo sistema y...

    Un fuerte grito

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