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Portadores de Arantha: Libro 1 - Peones
Portadores de Arantha: Libro 1 - Peones
Portadores de Arantha: Libro 1 - Peones
Libro electrónico508 páginas7 horas

Portadores de Arantha: Libro 1 - Peones

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Información de este libro electrónico

700 años en el futuro, una poderosa raza alienígena llamada jegg invade la Tierra y extermina a la mitad de la Confederación Terrana.

En una base escondida bajo el desierto del Sáhara, une quipo de científicos trabaja para enfrentarse a los invasores. Deciden construir una nave espacial equipada con tecnología jegg que les permitirá viajar al otro lago de la galaxia para encontrar una misteriosa fuente de energía que les ayudará a luchar contra los jegg.

Tan solo dos de los tripulantes de la nave sobreviven y consiguen llegar a su destino: Maeve, la mujer del líder del equipo; y su hijo adolescente Davin. Lo que encuentran en ese planeta tan distante cambiará para siempre el futuro de su familia y de la Tierra al meterse de lleno de una carrera contrarreloj y contra el destino.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781071514733
Portadores de Arantha: Libro 1 - Peones

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    Vista previa del libro

    Portadores de Arantha - Patrick Hodges

    ÍNDICE

    AGRADECIMIENTOS

    PRÓLOGO

    CAPÍTULO UNO

    CAPÍTULO DOS

    CAPÍTULO TRES

    CAPÍTULO CUATRO

    CAPÍTULO CINCO

    CAPÍTULO SEIS

    CAPÍTULO SIETE

    CAPÍTULO OCHO

    CAPÍTULO NUEVE

    CAPÍTULO DIEZ

    CAPÍTULO ONCE

    CAPÍTULO DOCE

    CAPÍTULO TRECE

    CAPÍTULO CATORCE

    CAPÍTULO QUINCE

    CAPÍTULO DIECISÉIS

    CAPÍTULO DIECISIETE

    CAPÍTULO DIECIOCHO

    CAPÍTULO DIECINUEVE

    CAPÍTULO VEINTE

    CAPÍTULO VEINTIUNO

    CAPÍTULO VEINTIDÓS

    CAPÍTULO VEINTITRÉS

    CAPÍTULO VEINTICUATRO

    CAPÍTULO VEINTICINCO

    CAPÍTULO VEINTISÉIS

    CAPÍTULO VEINTISIETE

    CAPÍTULO VEINTIOCHO

    CAPÍTULO VEINTINUEVE

    CAPÍTULO TREINTA

    CAPÍTULO TREINTA Y UNO

    CAPÍTULO TREINTA Y DOS

    CAPÍTULO TREINTA Y TRES

    CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

    CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

    CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

    CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

    CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

    CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

    CAPÍTULO CUARENTA

    CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

    CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

    CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

    CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

    CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

    CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

    NOTA DEL AUTOR

    ––––––––

    AGRADECIMIENTOS

    El primer libro de la saga Portadores de Arantha es mi cuarta novela, y parece que la lista de gente a la que tengo que agradecer se hace cada vez más larga con cada libro. Pero no pasa nada, puesto que realmente me encanta darle las gracias a la gente.

    Primero, a mi extraordinaria familia, que ha apoyado cada uno de mis proyectos literarios. Muchas gracias por vuestra fuente inagotable de apoyo. Sin vosotros, no estaría cumpliendo mi sueño de ser escritor y, por ello, os estoy eternamente agradecido.

    A mi ejército de lectores beta, muchos de los cuales son colegas míos del Young Adult Author Rendezvous, la mejor colección de autores de libros para jóvenes adultos del mundo. Es gracias a vosotros que este libro es tan bueno. El valor de vuestras críticas no se puede medir, han sido invaluables. Doy gracias cada día por tener un recurso tan increíble que explotar siempre que necesite contribuciones creativas.

    Y no puedo olvidarme de mi séquito del Central Phoenix Writers Group, que una vez a la semana cogían un fragmento de mi historia para decirme qué diablos estaba mal (en un principio, muchas cosas), y sin vuestra miríada de opiniones, talento y destreza verbal, Portadores sería ahora mismo un producto mucho menos atractivo. Os nombraría a todos, pero sois demasiados, y los más especiales de vosotros ya sabéis quiénes sois.

    Finalmente, quiero darte las gracias a ti, lector. Aunque mis primeros libros trataban sobre los peligros de la infancia y la juventud, mi primer amor siempre han sido la ciencia ficción y la fantasía, y poder meter los pies en las aguas de estos géneros es un sueño hecho realidad. Espero que mis esfuerzos sean dignos de tus alabanzas. Prometo que habrá más de una sorpresa antes de que acabes.

    PRÓLOGO

    La anciana yacía en la cama, inmóvil, mirando fijamente al techo del único hogar que conocía. Había nacido en esa habitación y moriría en ella también.

    El día anterior había puesto las arrugadas manos por última vez en la Piedra y había sentido una oleada de calidez, una energía familiar que discurría a través de su frágil cuerpo. Su mente contempló una serie de imágenes familiares: el pasado, el presente y el futuro de su gente, una historia que ella misma había contribuido a moldear. Mientras la sensación de unidad con Arantha disminuía, se sintió bañada por una tremenda sensación de paz interior. Con su trabajo acabado, pronto sería recibida en los brazos expectantes de Arantha.

    Para su gente sería difícil el camino que les aguardaba. Su aislado estilo de vida, el camino en el que les puso Arantha siglos atrás, llegaría a su fin. La cadena de acontecimientos que se pondría en marcha con la última orden de la anciana se encargaría de ello, y en los hombros de su hija y sucesora Kelia recaería la responsabilidad de descubrir un nuevo camino para su pueblo. Aparecerían nuevos enemigos, pero también nuevos aliados. Los había visto a todos una y otra vez en la mente: los gemelos malvados, el mago del norte, la mujer pintada del Firmamento.

    Una última y persistente duda penetró en la mente de la anciana. Había preparado a Kelia para ser protectora durante toda su vida, y aunque no era tan previsora como su madre, sus habilidades elementales eran inigualables. Era una líder fuerte, admirada y muy sabia para su edad. Pero ¿sería suficiente?

    «Tiene que serlo», pensó con un suspiro apesadumbrado. «Su fracaso significaría el olvido para mi gente y para todo Elystra».

    Su visión se ensombreció, una cortina de oscuridad que le robaba la vista poco a poco. Su respiración se volvió irregular y sintió que el corazón le latía por última vez.

    Mientras su espíritu abandonaba el cuerpo, su último pensamiento fue una oración silenciosa.

    «Arantha, protégelas».

    CAPÍTULO UNO

    «Richard está muerto».

    Maeve reprimió las lágrimas mientras la Garra se abría paso a través de la atmósfera de la Tierra. Habían evadido las armas terrestres de los jegg, pero estas no eran más que la primera línea de defensa.

    En cuanto llegasen al espacio, sus problemas aumentarían exponencialmente. No hacía falta observar los sensores para confirmar que las naves jegg les estaban siguiendo. La Garra era la primera nave terrestre en cinco años que había alzado el vuelo. Aunque el casco de la nave era negro y plateado, casi parecía que tuviese dibujada una enorme diana en un fondo rosa y amarillo.

    Habían planeado aquella misión durante dieciocho meses. Con la ayuda de sus contactos de la Resistencia, Richard no solo restauró una nave estropeada del Cuerpo Espacial, sino que, de alguna forma, combinó un motor cuantigráfico jegg de fisura con un motor terrano supralumínico. Se trataba de dos tecnologías completamente diferentes, y Richard logró milagrosamente que hablasen el mismo idioma. Aquel brillante ingeniero, el hombre del que Maeve se había enamorado y con el que había tenido un hijo, había sido un factor clave en el desesperado intento de la Resistencia por encontrar una forma de escapar de los conquistadores alienígenas que habían subyugado a la raza humana.

    La noche pasada, los diez lo habían celebrado: Maeve; Richard; su hijo Davin de catorce años; Gaspar, el pupilo de Richard; y todo el equipo que había trabajado en secreto para hacer despegar la nave. Todos estaban de buen humor, puesto que parecía que su misión por fin iba a comenzar.

    «¡Una misión, decían!», resopló Maeve mientras la nave atravesaba la estratosfera y llegaba al espacio. «Nos hemos lanzado a la desesperada. Estamos basando nuestra esperanza en la palabra de un alienígena que brilla y encima rezamos por que haya una olla de oro al final del arcoíris».

    Apartándose mechones de un cabello púrpura y que le llegaba a los hombros, Maeve lanzó una mirada a la silla del copiloto. Al ver que estaba vacía, le cayó una lágrima de los ojos violetas.

    «Richard está muerto.

    »Mi esposo está muerto.

    »Igual que Manny, Kacy, Calvin, Ji-Yan, Suri y Mahesh.

    Se reprendió a sí misma. No era el momento de tener esos pensamientos. No hacían más que detener su subidón de adrenalina e interrumpir la concentración que tanto necesitaba. Todavía había tres vidas que salvar, incluida la suya. Intentando reprimir sus emociones, Maeve recurrió a las habilidades de pilotaje que había perfeccionado en los quince años que había pasado en el Cuerpo Espacial.

    Los cazas jegg eran casi imposibles de detectar a menos que se tuviesen enfrente. Esta era una de las razones por las que las Fuerzas Terranas de Defensa estaban tan indefensas al enfrentarse a ellos. Gaspar había aumentado la capacidad de los sensores lo suficiente para detectar que unos cazas les perseguían. A juzgar por el número de explosiones que detonaban cerca de la nave y provocaban que esta se balancease de un lado a otro como un kayak en unos rápidos de aguas bravas, debía haber por lo menos tres.

    Maeve volvió a concentrarse, ladeó bruscamente la nave hacia la derecha y activó los propulsores sublumínicos, poniendo rumbo al cinturón de asteroides. Una vez lo atravesasen y dejasen atrás el campo de interferencia de los jegg, que dejaba inoperable la tecnología supralumínica, podrían activar su QRD provisional y salir del sistema terrano en un abrir y cerrar de ojos.

    Los cazas jegg que les perseguían aumentaron la velocidad. Se estaban acercando.

    —¡Gaspar! —gritó Maeve, pulsando un interruptor en el panel de control—. ¡No creo que nos vayan a dejar escapar sin un combate!

    —¿Eso crees? —respondió una voz exhausta desde el otro lado del intercomunicador.

    —¿Alguna idea? —preguntó Maeve. Movió un poco hacia adelante la columna de dirección y la Garra aumentó la velocidad. Las vibraciones se intensificaron, como si la nave fuese a partirse por la mitad.

    —Espera un segundo —dijo Gaspar, haciendo una breve pausa—. Tengo cuatro bombonas de D34Z listas para lanzarlas por la borda. Avísame cuando quieras detonarlas. A lo mejor nos llevamos a unos cuantos por delante.

    Maeve miró los sensores, que mostraban a cinco cazas jegg persiguiéndoles.

    —¡Prepárate!

    El cinturón de asteroides se cernía frente a ellos, millones de rocas que llevaban eones flotando en el espacio entre Marte y Júpiter. Unos cuantos segundos más y podrían perderse entre ellas. O morir en una gran explosión.

    Davin irrumpió por la puerta de la cabina de mando, se lanzó hacia el asiento de copiloto y se abrochó el cinturón de seguridad.

    —Tómate tu tiempo para sacarnos de aquí, mamá... —Sudor y mugre le cubrían el pecoso rostro y el rizado cabello pelirrojo, pero los ojos le brillaban con mucha determinación.

    Maeve volvió la mirada a la ventana de visualización del panel de control, moviendo los controles con más fuerza.

    —No empieces, hijo, que estamos hasta arriba de mierda. ¿Dónde estabas?

    —Ayudando a Gaspar a cargar las bombonas en la cámara de descompresión. Ahuequemos el ala y marchémonos, ¿vale?

    —Entendido —dijo Maeve mientras una explosión sacudía la nave. Se acercó al intercomunicador y gritó—: ¡G! Suelta las tres primeras bombonas... ¡Ya!

    El sonido de apertura de una escotilla de metal resonó por toda la nave, seguido por un silbido de aire comprimido producido cuando tres bombonas grandes y amarillas salieron disparadas de la cámara de descompresión. Maeve siguió su trayectoria en el escáner mientras tres cazas jegg estaban cada vez más cerca.

    —¡Detónalas a mi señal!

    Pasaban los segundos a medida que las naves enemigas se acercaban.

    —¡Ahora!

    Una enorme explosión volvió a sacudir violentamente la Garra. Un panel de control situado detrás de Davin empezó a soltar chispas y humo. El niño se quitó el cinturón, se levantó de la silla con un salto, cogió un extintor y lo usó en el panel.

    Maeve volvió a comprobar el escáner. Donde antes había cinco puntos que les seguían, ahora solo quedaban tres, y uno de ellos se había quedado rezagado debido a los daños sufridos.

    —¡Tres menos! ¡Bien hecho, G! —exclamó con una sonrisa.

    —¿Comandante? —respondió la voz de Gaspar, con un atisbo de desesperación—. ¡Tenemos un gran problema!

    —¿Qué pasa ahora?

    —¡El motor cuantigráfico de fisura se ha apagado! ¡La última explosión ha destrozado el campo de contención!

    «Mierda. Esto no pinta bien».

    —¿Puedes restaurarlo?

    —Si el estabilizador múltiple no está frito, sí.

    Maeve tragó saliva.

    —Ten cuidado, G.

    —Déjamelo a mí. Dame dos minutos.

    —No te prometo nada. —Maeve realizó una barrena, evadiendo la tormenta de rocas que parecían llenar cada milímetro de la ventana. Los dos cazas jegg restantes todavía les seguían y les lanzaban una lluvia de disparos.

    Pero en ese momento se le ocurrió una idea muy loca.

    —Dav, ¿está la cuarta bombona lista?

    Davin, que había vuelto a la silla, miró el panel que tenía enfrente.

    —Está sujeta y cargada.

    —¡Perfecto! —Maeve movió los controles hacia ella, ladeando la nave hacia arriba y esquivando por poco un enorme y puntiagudo asteroide. Era imposible, pero Maeve juraría que había sentido el viento producido por la maniobra.

    Uno de los cazas que les seguían no tuvo tanta suerte. Intentó virar la nave en el último segundo, pero ya era demasiado tarde. El asteroide destrozó el motor de estribor y el caza perdió el control hasta estrellarse con una gran explosión en otra roca enorme.

    —¡Otro menos! —gritó Davin.

    El caza restante se les echó encima, disparando salva tras salva. La Garra sufrió otra sacudida y otro panel de control empezó a soltar chispas.

    Maeve volvió a activar el intercomunicador.

    —¡G, tenemos que irnos! ¿Vuelve a estar activo el campo de contención?

    —¡Sí! —respondió Gaspar—. ¡Treinta segundos para el salto!

    —Vale, esto es lo que va a pasar —explicó Maeve, girando bruscamente a la izquierda—. Soltamos la última bombona y la detonamos a quemarropa mientras hacemos el salto.

    —¿Estás loca? —Gaspar parecía desesperado—. ¡El casco está en las últimas! ¡Si detonas la bombona tan cerca, nos hará pedazos!

    Maeve suspiró.

    —Los escáneres de larga distancia de los jegg indicarán que la explosión nos habrá destruido. Es nuestra única esperanza.

    —Comandante...

    —¡No hay tiempo, G! ¡Prepárate! ¡Veinte segundos para saltar, a mi señal! ¡Poneos a salvo!

    —Ya voy —dijo Gaspar, y el intercomunicador se apagó.

    Maeve y Davin se aguantaron la respiración.

    La Garra esquivó con unos giros otro asteroide. Habían salido del cinturón.

    —¡Suelta la bombona!

    Se produjo otro sonido metálico seguido de otro silbido.

    Maeve acercó el pulgar a un botón que indicaba QRD – Activar.

    —¡Detónala! —gritó.

    La pantalla que mostraba el sensor trasero de la nave parpadeó con luces naranjas y rojas.

    Medio segundo después, Maeve pulsó el botón.

    —¡Ya! ¡Agárrate, Dav!

    Un zumbido de energía acumulada resonó en la nave al activarse el motor cuantigráfico de fisura. El panel de control que había a la izquierda de Maeve estalló en una lluvia de chispas y empezó a sentir que se le quemaba el brazo.

    Abrió la boca en un grito silencioso mientras un campo de energía engullía a la Garra.

    CAPÍTULO DOS

    El sol del mediodía brillaba en el cerúleo cielo elystrano, creando unas vistas magníficas. Kelia se quitó el bolso de piel de kova del hombro y le dio un largo trago al odre de agua. El trayecto de una hora que había andado desde su aldea le había producido mucha sed. Había llegado a un prominente afloramiento rocoso que dominaba el vasto Desierto Praskiano, que se extendía entre la Meseta Ixtrayana y las distantes Montañas Kaberianas. En sus treinta y seis años de vida, había visitado aquel lugar muchas veces, pero nunca había sentido tanta determinación como ese día.

    El afloramiento marcaba el límite occidental del territorio de las ixtrayu, que se extendía desde el lago Barix, situado en la cordillera meridional de las Montañas Kaberianas, hasta el extenso bosque septentrional de la meseta a la que las ixtrayu llamaban hogar. No por primera vez, Kelia sonrió ante la ironía de que esa parte de Elystra perteneciese a una tribu de mujeres de la que ninguno de los reinos distantes, gobernados durante milenios por hombres, tenía noticia alguna.

    «Arantha ha sido buena con nosotras», pensó. «Nos ha mantenido a salvo y ocultas durante ocho siglos».

    Kelia respiró profundamente el cálido y seco aire y se sentó a la sombra de un alto árbol huxa que crecía a unos cuantos metros del borde del afloramiento. Tenía el tronco ancho y la corteza se había endurecido para soportar el clima desértico, pero el árbol parecía agradecer su presencia como si fuese una vieja amiga. Kelia se puso de forma ausente un mechón del largo y castaño cabello encima del hombro izquierdo, cubriéndose el pecho. Dedicó unos momentos a admirar la intricada trenza que su tía Liana le había entrelazado y lo mucho que le favorecía a su holgada túnica de color marrón rojizo.

    Movió la mano hacia el abultado y lustroso metal marrón que colgaba de la holgada cadena de cuero que tenía alrededor del cuello. Su hija Nyla había fabricado el collar cuando tan solo tenía seis años. Consistía en seis cuentas de madera encordadas, tres a cada lado del diminuto trozo de metal colgante. Cuando Kelia tocaba la lisa superficie del metal, le asaltaban los recuerdos de su madre, pues aquel había sido el último regalo que le había dado Onara antes de morir.

    Aunque sus poderes de adivinación palidecían en comparación con los de Onara, Kelia todavía podía discernir muchas cosas de las imágenes que se le habían proyectado en la mente en su consulta más reciente. Tras asumir el manto de protectora, había albergado la esperanza de que cada consulta le revelase el motivo por el que Onara había decretado que se detuviesen los Viajes. Pero en cada ocasión, Arantha decidía ocultar el motivo. Desde la muerte de su madre, no se había realizado ningún Viaje y, por tanto, no había habido nuevos nacimientos entre las ixtrayu. La gente de Kelia le suplicaba, le pedía respuestas que no podía ofrecer. 

    Durante los últimos trece años, sus visiones no habían mostrado nada especial, y eso le frustraba. Sin embargo, aquella mañana Arantha finalmente le había enseñado algo nuevo.

    Kelia había visto en la mente, de forma tan clara como las aguas del río Ix, una imagen de aquel lugar exacto. Había sentido que la imagen tiraba de ella, como si su misma esencia le estuviese arrastrando hacia ese lugar. Kelia sabía que había algo de vital importancia que Arantha quería mostrarle. Liana había preparado un bolso con provisiones para Kelia, que había abandonado su aldea dos horas después de haber recibido la visión. El Consejo había sugerido que no viajase sola, pero Kelia insistió en que así debía ser. Lo que Arantha quería mostrarle solo podía ser visto por ella.

    Abrió el bolso y ojeó su contenido: varias rodajas de fruta del río, unos trozos de carne seca de kova, una rebanada de pan y dos odres más de agua. Liana había metido incluso varias bolsitas de té de jingal y una pequeña tetera de metal con la que hacerse una infusión. Al ser una Portadora Elemental, Kelia no necesitaba fuego para hervir el agua. No solo podía manipular el estado físico del agua, sino también su temperatura. Sabía que necesitaría el té para ayudarle a mantenerse despierta y atenta, dado que no tenía ni idea de cuánto tiempo le haría esperar Arantha.

    Kelia se acurrucó contra el tronco del árbol. Con los ojos marrón oscuro examinó el árido desierto que se extendía delante de ella, buscando algo fuera de lo normal. Sintió un ligero cosquilleo de entusiasmo al intentar determinar qué querría Arantha que viese.

    CAPÍTULO TRES

    Elzor vio acercarse a los jinetes a todo galope: eran cinco hombres con exquisitas armaduras. Los merychs en los que cabalgaban eran de buena raza y tenían crines largas y sueltas. En definitiva, eran unas monturas perfectas para los líderes del ejército agrusiano.

    Echó un vistazo rápido a su derecha. Como siempre, Elzaria se encontraba a su lado. Al igual que él, su hermana melliza era alta, con un cabello negro y unos ojos oscuros que resplandecían con la misma determinación que Elzor. Pero, a diferencia de él o los seiscientos soldados que le seguían, ella no llevaba armadura. Elzaria vestía una estrecha túnica de color verde esmeralda, ceñida en la cintura con un grueso cinturón de cuero que realzaba su delgada figura. Nunca había tenido reparos a la hora de mostrar escote, dado que hacía que aquellos que en otras circunstancias le hubiesen subestimado se fijasen en ella.

    Elzor oyó que un chasquido de energía atravesaba el cuerpo de su hermana al manifestar su poder, provocándole picores en el rostro que había debajo de una corta barba negra y trazándole una sonrisa en los labios. Elzaria había dejado atrás a esa chica sumisa y desgraciada.

    Si fuese uno de los muchos ingenuos idiotas que adoraban a Arantha, quizá pensase que encontrar la Piedra era su destino. Sin ella, Elzor y su hermana no habrían sido más que dos huérfanos trabajando en las minas de Barju hasta caer muertos.

    En ocasiones, Elzor maldecía el destino por haberle otorgado tanto poder a su hermana en lugar de a él. La caprichosa personalidad de Elzaria y su arraigada rabia hacían de sus poderes un secreto difícil de guardar. Había pasado años aprendiendo a concentrar la mente hasta que Elzor pudiese reunir seguidores suficientes para que ambos lograsen mucho poder.

    Elzor había sido muy paciente, astuto y diligente. Su plan maestro estaba a punto de dar sus frutos. El Poder que Elzaria canalizaba la convertía en el arma más poderosa de Elystra.

    Era la hora de emplear esa arma.

    Mientras los jinetes se acercaban, Elzor miró a su alrededor. El camino por el que cabalgaban, la carretera principal entre Agrus y Barju, su antigua patria, era ancha, plana y se acomodaba bien a su ejército, al cual había llamado Elzorath. Seiscientos hombres se alzaban con silencio impasible mientras se acercaban los jinetes. Cada hombre tenía la mano en la empuñadura de la espada.

    Ese tramo particular del camino hacía un giro y atravesaba un frondoso bosque de árboles nipa caducifolios. La mayoría de los edificios de Agrus estaban construidos con la resistente madera de estos árboles, con la excepción del Castillo Tynal. El centenario castillo era la sede de los gobernantes de Agrus y, al acabar el día, sería suyo.

    Con un coro de relinchos y galopes de merychs, los jinetes se detuvieron. Elzor esperó a que desmontasen, pero no lo hicieron.

    Miró fijamente a su líder, cuya exquisita armadura de maquinita llevaba el emblema agrusiano, formado por dos espadas cruzadas. El largo y rubio cabello del comandante le caía por la cara, la mandíbula angular y los hombros robustos. Elzor aguardó a que el hombre hablase, pero solo recibió una mirada despectiva. 

    «Otra táctica inútil. Uno pensaría que hacer marchar a un ejército invasor a plena luz del día hasta la frontera de su país le convencería de que soy inmune a la intimidación. Menudo idiota arrogante».

    —¿Puedo matarlos? —susurró Elzaria.

    —Todavía no, querida hermana. Paciencia.

    Ella no objetó. Simplemente hizo crujir los nudillos, expectante.

    Finalmente, el comandante habló con una voz profunda y estruendosa:

    —Cuando mis exploradores me informaron esta mañana de que un ejército sin estandartes se acercaba a nuestras fronteras, estaba seguro de que era un error. Ahora que soy testigo de esta grave violación de nuestras fronteras, veo que tenían razón. Esta chusma pagana no tiene derecho a llamarse ejército.

    Los labios de Elzaria se prepararon para lanzar un gruñido, soltando un silencioso bufido por la boca. Elzor le puso una mano tranquilizadora en el brazo mientras volvía la mirada hacia el comandante agrusiano. 

    —Atrevidas palabras, desde luego —dijo—, para un hombre cuya muerte depende de un gesto de la mano. —Elzor levantó la mano y los soldados de primera línea sacaron un poco las espadas de las empuñaduras.

    La cara del comandante se endureció ante la amenaza.

    —Soy Nebri, comandante supremo del ejército agrusiano. Me he enfrentado y he derrotado a rivales más dignos que tú, Elzor de Barju.

    El rostro de Elzor dibujó una sonrisa apática.

    —Veo que mi reputación me precede.

    Nebri le respondió con una risita desdeñosa.

    —Y menuda reputación: un desertor, un cobarde, un capitán que asesinó a sus comandantes y huyó de Barju como un tigla fustigado...

    A sus espaldas, Elzor oyó el sonido de una espada desempuñándose. Se giró y vio a un hombre calvo, barbudo y fornido fulminando con la mirada a Nabri mientras daba varios pasos hacia adelante. Elzor levantó una mano, deteniendo el avance del hombre.

    —Detente, Langon —dijo con firmeza.

    Langon se detuvo con la orden y se quedó a un lado de Elzor.

    —Sí, mi señor.

    Las palabras del hombre fornido provocaron una carcajada por parte del comandante.

    —¿Mi señor? Gran Arantha, eres un idiota arrogante, ¿lo sabías?

    Elzor frunció el ceño.

    —Si te burlas de mí, lo haces por tu cuenta y riesgo, agrusiano —replicó.

    —Eres un imbécil, Elzor. No hay descripción más adecuada para el disparate que supone tu presencia.

    —¿Por qué dices que es un disparate?

    Nebri señaló en la dirección en la que había venido.

    —Al final del camino está reunido todo el ejército agrusiano. Estamos mejor entrenados, mejor armados y superamos en número a tu sucia banda de herejes. —Nebri se dirigió a los elzorath y levantó la voz—. ¡Soldados! Si os marcháis, el rey Morix promete que no seréis perseguidos. Pero si os atrevéis a enfrentaros a nosotros en combate, os puedo asegurar que no tendremos piedad. Moriréis en desgracia y perderéis vuestras vidas por el capricho de un imbécil.  

    Unos cuantos soldados se lanzaron miradas entre ellos y otros movieron las piernas en señal de indecisión, pero ninguno habló ni hizo ademán de marcharse.

    —Como puedes ver —dijo Elzor con una sonrisa arrogante—, mis hombres son leales. Ninguno va a pedir clemencia.

    Nebri se mofó.

    —Entonces son tan idiotas como tú. ¿Qué soldado que se precie seguiría a un líder que lleva a una mujer a la batalla? —El comandante volvió la mirada hacia Elzaria—. ¿Quién es ella, Elzor? ¿Tu puta personal?

    La oleada de Poder que resonaba en el interior de Elzaria aumentó cuando su furiosa y silenciosa rabia se transformó en odio desmedido. Una aureola azul de energía le envolvió el cuerpo, crepitando y chisporroteando a medida que el poder de la Piedra discurría en su interior.

    Los agrusianos también vieron la aureola. Se quedaron parados, en silencio, con la mandíbula desencajada durante unos segundos antes de coger las riendas de sus merychs relinchantes.

    Antes de que los jinetes pudieran huir, Elzor y Elzaria se miraron fijamente. Elzor respondió a la mirada suplicante de su hermana con un susurro:

    —Deja a dos con vida.

    Elzaria afirmó con la cabeza y sonrió, marchándose con aire altivo. Levantó los brazos, extendió las palmas de las manos hacia afuera y, dirigiéndose a Nebri, le espetó:

    —¡Soy Elzaria, y seré vuestra muerte!

    Lanzó una intensa oleada de energía azul con las manos. La energía se dividió en varios fragmentos con forma de rayo que alcanzaron a Nebri y a otros dos jinetes en el pecho. Sus cuerpos se quedaron inmóviles, retorciéndose y estremeciéndose mientras les hervía la sangre. Los tres hombres lanzaron a la vez un grito desgarrador que Elzor esperó que pudiese oír el resto del ejército agrusiano. Las armaduras de cuero de los jinetes soltaron volutas de humo al carbonizarse la piel que había debajo.

    Los otros dos jinetes, incapaces de ayudar a sus compañeros, giraron sus merychs y los espolearon para volver por donde habían venido, cabalgando como el viento.

    Tras una última explosión de energía, Elzaria volvió las manos hacia atrás y se miró las palmas. Vio cómo la luz azul que había en ellas desaparecía sin dejar ni una marca ni quemadura en la piel. Con su trabajo hecho, Elzaria dio unos pasos hacia atrás y volvió con su hermano.

    Al unísono, los tres jinetes cayeron de sus monturas y se estrellaron contra el suelo. Los merychs, aunque aterrados, no habían sufrido ningún daño y probablemente habrían huido si no fuese por que tres elzorath les habían cogido las riendas.

    —Los arqueros que habíais pedido que desplegase detrás de los árboles están en posición, mi señor —dijo Langon—. ¿Doy órdenes de que disparen?

    Elzor negó con la cabeza.

    —No, Langon. Déjalos marchar.

    El hombretón parecía incrédulo, pero Elzor le ignoró. Dios unos pasos hacia adelante y cogió las riendas de uno de sus soldados antes de poner un pie en los estribos del merych y subirse a la montura. Elzaria y Langon se subieron a los otros dos.

    Elzor se giró hacia su hermana.

    —Tengo una tarea para ti. ¿Podrás hacerlo?

    —Por supuesto.

    —Entonces cabalga a toda velocidad por el camino paralelo al río Sable. Cuando esos dos idiotas informen de lo ocurrido, Morix enviará mensajeros a sus aliados del este solicitándoles ayuda. Debes interceptarlos antes de que lleguen al bosque del norte.

    —Consideradlo hecho, mi señor —dijo Elzaria.

    —Cuando hayas finalizado la tarea, reúnete con nosotros al noreste de Talcris. Mata a todo aquel que se ponga en tu camino.

    Elzaria inclinó la cabeza e inmediatamente espoleó a su merych. La legión de soldados dejó espacio para que pasase entre sus filas.

    Elzor la vio marchar. A unos kilómetros de distancia, el camino se bifurcaba en otro que se dirigía al oeste. Elzaria seguiría después la línea de árboles hasta llegar al río Sable. No tenía duda de que tendría éxito en su misión, y dudaba aún menos de que el ejército agrusiano supiese lo que les deparaba el destino.

    A su lado, Langon soltó una profunda y gutural risita mientras movía la enorme mole que era su cuerpo encima de su igualmente musculosa montura.

    —Siempre he querido cabalgar en un merych.

    Elzor también se rio entre dientes.

    —Pues hoy es el día, amigo mío.

    Langon alzó un musculoso brazo y se hizo el silencio entre los soldados mientras esperaban órdenes. Una leve sonrisa se le dibujó en los labios mientras gritaba:

    —¡Elzorath, en marcha!

    Como si fuera uno, el ejército de Elzor comenzó su inexorable marcha por la frontera agrusiana, siguiendo a unos líderes que ordenaban a su merychs que se moviesen a medio galope.

    Elzor volvió a sonreír. Sus hombres eran hábiles luchadores y estaban más que preparados para la batalla.

    La victoria estaría al alcance de sus manos... después de que Elzaria se hubiese divertido un poco.

    Aquel día nacerían dos leyendas.

    CAPÍTULO CUATRO

    —¡Mierda! —Maeve pasó el soldador por el panel de control. Después de cinco horas, la Garra se seguía negando a moverse. Observando la pantalla de visualización, fijó la mirada en un orbe verde azulado que estaba cada vez más cerca, a solo siete minutos luz de distancia: Castelan VI.

    «No podemos fallar ahora. No cuando estamos tan cerca».

    Respiró profundamente y se limpió el sudor de la frente. Iba a volver a intentarlo cuando oyó una voz a sus espaldas.

    —¿Mamá?

    Maeve se giró y vio a Davin sacar la cabeza por la escotilla, el pelo rizado de color bermellón enmarañado y despeinado

    —¿Qué pasa, Dav? —le preguntó, dejando su frustración a un lado por el momento.

    Davin cruzó el umbral, sujetando un pequeño recipiente en las manos.

    —Te he traído algo de sopa. Llevas ocho horas sin probar bocado.

    Maeve se apartó un mechón de pelo, se lo puso detrás de la oreja y, con un suspiro, soltó el soldador antes de coger el recipiente de su hijo.

    —¿Qué tipo de sopa?

    Una sonrisita confusa se dibujó en el rostro de su hijo mientras se llevaba la cuchara a la boca.

    —La etiqueta decía que era «preparado para sopa», pero creo que es de tomate. Y ten cuidado...

    Maeve le dio un sorbo al líquido acuoso y sintió arcadas. En un intento de mantener la sopa dentro del estómago, echó la cabeza hacia atrás y gritó:

    —¡Dios mío!

    —...que sabe a mierda —terminó Davin.

    —¿De dónde la has sacado, del depósito de recuperación de aguas?

    —No, de ahí procede el desayuno —respondió Davin con una sonrisa.

    Maeve hizo una mueca, soltó la cuchara y le dio un sustancioso trago a la sopa.

    —Puaj, está asquerosa.

    Davin se sacó una petaca del cinturón y se la dio.

    —Toma, para que te entre mejor la sopa.

    —¿Whiskey? —dijo Maeve con una sonrisa.

    Davin alzó los ojos al cielo, exasperado.

    —Agua.

    —Paso. Todavía no hemos arreglado los purificadores. El agua sabrá peor que esta sopa.

    —Ya no, los he arreglado yo. —Davin sacudió la petaca, arqueando las cejas.

    Maeve miró a su hijo con orgullo, cogió la petaca y abrió el tapón.

    —¿Cómo has encontrado las piezas de recambio?

    —Eh... —Una mirada culpable atravesó el rostro de su hijo, como si le hubieran pillado entrando en casa más tarde de lo normal.

    —¿Sabes qué? Olvídalo. No sé si quiero saberlo. —Maeve le dio un sorbo a la petaca, un trago de agua sorprendentemente fresca saciándole la seca garganta—. Ah. Es el agua más limpia que he bebido en meses. Buen trabajo, Dav.

    —Gracias. —El niño cogió el recipiente vacío y lo puso en el asiento del copiloto—. ¿Cómo tienes el brazo?

    Maeve miró las vendas que le cubrían la parte superior del brazo izquierdo. Davin se las había puesto pocos minutos después de confirmar que habían logrado escapar con éxito del sistema terrano. No les habían seguido, así que dedujo que los jegg pensarían que la explosión los había destruido. Con el motor cuantigráfico de fisura inactivo, eran completamente vulnerables.

    —Lo tengo bien. Son solo quemaduras leves. Ya noto los efectos de la pomada. De hecho, tengo más picores que dolores. —Se rascó la superficie vendada—. Espero que mi tatuaje siga intacto.

    —Yo no me preocuparía —dijo Davin con una sonrisita—. Ese viejo halcón peregrino es tan duro como tú.

    —¡Oye! —exclamó Maeve con el ceño fruncido—. Estás hablando del orgullo de mis tatuajes. Fue el primero que me hice, justo después de unirme al Cuerpo Espacial. Significa mucho para mí. Y dudo mucho que en este planeta haya un tatuador que pueda arreglarlo.

    —Claro, claro —dijo su hijo mientras miraba el planeta cercano en la ventana de visualización—. He... cubierto a Gaspar —masculló, sin poder evitar que le temblase la voz.

    Maeve maldijo en voz baja. Su peligroso plan para escapar de los jegg había sido un éxito y habían huido por los pelos hacia los confines de la Vía Láctea.  La explosión final no había destrozado el casco de la nave, pero la Garra se había balanceado de forma tan violenta que Gaspar había perdido el equilibrio y se había abierto la cabeza contra el mamparo. Cuando lo encontraron, no había nada que pudiesen hacer.

    «Otro amigo que se va», pensó. «Otra vida que no he podido salvar».

    Luchando por contener una oleada de emociones, se esforzó por mantener la voz lo más reconfortante posible.

    —Lo enterraremos en cuanto aterricemos. Te lo prometo.

    —Vale —dijo Davin mientras seguía mirando fijamente la ventana de visualización.

    Maeve miró a su hijo, maldiciendo a los poderes superiores que habían forzado esta situación.

    «No debería estar aquí. Debería estar en casa, empezando la universidad, buscando novia y bebiendo su primera cerveza. No aquí.

    »Malditos jegg».

    —¿Nos dirigimos allí? —preguntó Davin, señalando el planeta.

    Maeve dio otro trago de agua.

    —Sí. Castelan VI.

    Davin se sentó en el asiento del piloto, estiró los brazos y cruzó los dedos detrás de la cabeza.

    —Se parece a la Tierra.

    —Así es.

    —Bueno, solo hay un continente, pero aparte de eso...

    Maeve se levantó y se sentó en el asiento del copiloto.

    —Castelan VI —dijo, recitando un informe que había memorizado hace años—. Es ligeramente más pequeño que la Tierra y tiene una atmósfera y rotación comparables. El planeta rota en su eje cada 22,5 horas y tarda 389 días terrestres en dar una vuelta a su sol.  La población total es de aproximadamente 263 000 humanoides, de los cuales un 99% habitan en la región costera de la mitad norte del continente principal. Hay zonas subdesarrolladas en el interior del continente que son aptas para sustentar la vida, pero la mayoría de la masa terrestre central está formada por terrenos inhabitables como desiertos, montañas, etcétera. También hay unas cuantas islas pequeñas pero están lejos del continente principal y parecen desiertas.

    Davin asintió con la cabeza.

    —De todos los planetas sugeridos por Banikar, ¿por qué eligió papá justo este planeta?

    —Por varias razones. Buscábamos un planeta con una atmósfera respirable y que estuviese tan alejado de la Confederación Terrana que los jegg pudiesen ignorarlo. Lo ideal hubiera sido elegir un planeta sin vida humanoide, pero... Bueno, digamos que nuestras opciones eran limitadas. Irónicamente, las dos últimas elecciones eran este planeta y Denebius IV. Y créeme, no tenía ninguna prisa por volver allí.

    —Ya me lo imagino. ¿Estás segura de que la información es fiable?

    —Me he hecho muchas veces esa pregunta —respondió Maeve con una sonrisa lúgubre—. La verdad es que no tengo ni idea. Por desgracia, todo se reduce a que no tenemos elección. Cuando un ser transdimensional te dice que la mejor opción de derrotar a los jegg es encontrar una fuente misteriosa de energía, te toca callar y escuchar.

    —Si los eth son tan condenadamente poderosos, ¿por qué no acaban con los jegg? —se mofó Davin.

    Maeve se giró y le miró.

    —Puede que sea difícil de creer, Dav, pero nunca responden a esa pregunta.

    —Fantástico. ¿Cómo nos

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