1692 Motín de Indios
Por Raúl Arístides
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Raúl Arístides
Tengo orígenes mexicanos por un abuelo cozumeleño, beliceños por tres de ellos y europeospor un bisabuelo de apellido Tolosa. Esas sangres me han hecho ver el mundo como si todoempezara al darle nombre a las cosas y fenómenos, pero, sobre todo, la encarnación de laspalabras de mis padres abonó a mi imaginación el deseo de volar, no para llegar a un lugar,sino para crear mundos nuevos. Y eso fue lo que hice cuando a los catorce años escribí miprimera novela sobre una monja que deja el convento para aventurarse en una vida llena deconflictos carnales y cuyas páginas guardo como piezas de museo. Escribo y leo todos los díasmientras escucho música y veo cómo el sol tropical entra a mi terraza a bañar mis piernas,aspiro el aroma de la selva y el mar que me rodean, disfruto los colores pulidos de las plumasde las aves y de las goletas caribeñas que se arremolinan en mi pecho para darme sueños yconducirme a esos mundos ensoñados.
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©Raúl Arístides, 2021
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418570087
ISBN eBook: 9788418571039
1
«¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!». «¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!», repicaba de nuevo con fuerza bestial en la cabeza de Hortensia mientras caminaba sobre el callejón del Espíritu Santo bajo la sombra de las casas grandes como la del marqués del Prado, gran impulsor de las técnicas de orfebrería tlatequiliztli¹ y tlapitzaliztli,² con su fachada de petatillo de tezontle de Santa Marta y acabados de piedra de chiluca³ almohadillada en puertas y ventanas, su portada con relieve fino y elementos vegetales; en el segundo cuerpo, roleos y varios balcones con pilastras tableradas y ángeles, y en el tercero una cornisa móvil con roleos moldurados en forma de concha que remataban en el escudo heráldico.
Y seguía avanzando a un costado del angosto canal bajo las sombras de las amplias vecindades con fachadas de cantera y aplanadas, muros de tabique de Tetepilco y entrepisos de vigueta y ladrillo, algunas con balcones pequeños y herrados en las dos plantas y el entrepiso, y edificios con accesorias de tepetate y xámitl⁴ llenas de cacomites,⁵ guayabas, mezquites,⁶ mameyes, tunas,⁷ jilotes,⁸ frijoles, pulque⁹ y tepache¹⁰ dispuestos en grandes ollas de barro.
Y volvía a ver las llamas con sus lenguas hambrientas y crestas engalladas bien asidas a las jambas y a las volutas talladas en las puertas de madera gruesa del Real Palacio. «Eso es valentía», le repitió una voz interior a la que siguió el grito; «¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!», avivando su pecho y sus pupilas, engrandeciendo sus esperanzas de que el Marro, Samuel, Lorenzo y los demás jefes de los calpulli¹¹ y guerreros llegaran a concluir bien todo el plan amasado desde meses atrás.
Era lunes. Había poca gente a esa hora. Atravesó el callejón completamente y alcanzó la calle de San Francisco que lucía aún las flores, los estandartes en las ventanas y los restos de espadañas, sin cruzarse con nadie, solo vio dos zaguanes abiertos de vecindades con gente en los patios, tres jacales en solares baldíos con indios cocinando al aire libre y una accesoria en donde había algo de movimiento. Las gruesas paredes del convento de San Francisco y las de las casas junto a la angosta acequia del callejón sudaban xoquializtli.¹² La ciudad entera rezumaba tensión, y en las paredes ayer adornadas con aromas y listones para la fiesta del Corpus, pendía una ansiedad y vigilia que destilaba desesperación en algunos rostros y contagiaba a otros como lepra o tifus.
Eran las dos de la tarde, y el verano seguía arribando con chubascos y vientos tibios desde Texcoco, con aires salados y lluvias arenosas que resbalaban por la piedra y el adobe de paredes, pretiles, puentes, cantos y torres, reptaban por calles empedradas y toscas, y se zambullían en las acequias malolientes reventadas de podredumbre y miasmas sin forma ni color que se metían por los poros de la ciudad, copando desde los múltiples y amplios terrenos eriazos y comedores decorados hasta las alcobas perfumadas y envueltas en gasas.
Hortensia había visitado varias veces aquellas casas ricas en donde se comía bien, nacían niños robustos de piel blanca y ojos azules, y las cocinas tenían la anchura de los brazos de la imagen de la Virgen que reposaba en el templo del Sagrario y que anunciaba la presencia del Sagrado Sacramento, que solo el sacerdote encargado o el virrey podían portar en Corpus u otra festividad cristiana.
Casas cuyas estancias olían a lavanda y miel en el día, a jabón y sándalo por las noches y donde se podía descansar en mullidos cojines y ver las cortinas revolotear en las ventanas que daban a los patios interiores, donde los árboles se arrullaban con el murmullo tenaz del agua del estanque igual que las tortugas e hicoteas que llegaban de Acapulco y Veracruz, importadas por el Consulado de Mercaderes desde Manila y del Caribe.
El día había sido fuerte y duro y le había dado golpes desde todos los ángulos, el remate fue volver a ver el cadáver de Salomé, su exmarido, lleno de sangre seca y todavía con el fulgor de la valentía en el rostro moreno y macizo, de mandíbulas duras y músculos con agilidad de serpiente y onda.
—Nopilton,¹³ ¿qué os pasó? —le había dicho amorosa de nuevo—, todavía no era tu hora decían libro de tonalpouhque¹⁴ veo que otra vez se equivocaron como hace años cuando dijeron que staba otztli¹⁵ de tu hijo.
Lloraba sin ruido, como cae el granizo sobre los corrales más pobres de los indios infelices, y sus ojos no podían ver más que su corazón acelerado y envuelto en velos de nostalgia.
—Siempre juisteis quauhyotl,¹⁶ por eso os mataron esos putos gachupines, tu muerte no será en vano porque los vamos a destruir como ellos destruyeron nuestros templos y nuestros dioses más grandes que los de ellos. —Lloraba y se tragaba las lágrimas como rosarios de atole y sal—. Os vi crecer a mi lado y haceros de unos buenos pantalones donde os parabas con la juerza del jaguar y la firmeza del coyote. Yo, envuelta en mi rebozo, os veía cómo animabais mi día, y con tu voz y tus movimientos poníais felicidá a mi vida. Jueron otros tiempos, Salomé, pero hora vendrán otros mejor. Ya os contaré.
Tropezó con unos rostros blancos que, desde los balcones, la veían con celo y coraje, pero ella, fuerte, no bajaba la mirada, la dejaba fija en quien la oteaba y desafiante sonreía mientras «¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!», continuaba convidando a sus neuronas agrestes y cabalgaba hacia una nueva secuencia de recuerdos llenos de gritos, fuego y horror. De pronto, se espantó de sus propios pensamientos y creyó haber gritado. Apenas había dormido dos horas después de haber visto cómo ardía el Real Palacio y refugiarse, igual que sus amigos, en los petates puestos en la Plaza Mayor luego de platicarles a unos lo de la mujer muerta que entre todos habían llevado a ese mismo palacio para que viera el virrey lo que había causado la escasez de maíz.
Dio vuelta sobre la calle de Empedradillo para dirigirse hacia el convento de Santo Domingo y se halló, de repente, con Moisés, quien, sonriendo, la saludó.
—No vais a moriros —le aseguró.—En ti staba pensando, es más, iba tu casa a veros.
—Pues acá stoy, vos decidme pa qué soy bueno.
—Quiero que lo escribáis una carta, quiero contale a mi tata lo que pasó ayer y lo que pasará pronto —aclaró.
—Bueno —respondió el hombre—, solo dejadme comprar allá en frente y vamos.
—Os acompaño.
Ya en la panadería, Moisés pasó la mirada sobre los ojos de buey, cocoles, chilindrinas, besos, panes de pulque, puerquitos, ladrillos y orejas hasta que localizó lo que andaba buscando.
—¿Queréis capirotada?¹⁷ ¿Andáis sola? —preguntó inquieto.
—No, bueno. Sí, ¿por qué?
—Dicen que stán agarrando a indios sospechosos.
—Sí, ya supe, pero no es cierto. Todos los gachupines ni salir quieren de sus casas por lo de ayer. No os preocupéis por mí, hombre, yo me sé cuidar sola. Y si me agarran ya sabré yo cómo me las arreglo, no necesito pilmamas,¹⁸ ¿os acordáis de cuando decían tus tatas?: «Ya el niño se cuida solo, que se vaya la pilmama, ¿no?».
—No, pss, sí.
Ya en el cuarto de su amigo, a unos pasos de la Plaza de Santo Domingo, Hortensia se secó el sudor de la frente con el rebozo y se sentó en un banco pequeño mientras el anfitrión buscaba la pluma en una cómoda vieja y el tintero para escribir la carta.
—¿Pa quién es la carta, dijisteis? —interrogó envuelto en el chimixtlán¹⁹ que comía y asentando la fecha en el papel.
—Pa mi tata, tiene más de noventa años con un ánimo y con una salú que lo vieras —dijo orgullosa. —¿Queréis que os haga un atolito?, traigo masa, veo que os táis atorando con el pan.
Se puso de pie y fue al anafre que lucía tibio, echó más carbón y puso el agua en una comitl.²⁰
—Vamos, en lo que ta el agua os escribo tu carta. Empieza.
—No —apuntó ella—, mejor esperamos que os haga tu atole.
—Como queráis.
—¿Supisteis que murió Salomé? —anunció como espantando la tragedia.
—No, ¿cuándo?
—Ayer, en el alboroto de la plaza.
—Supe del alboroto —asentó Moisés—, hasta aquí se veía el fuego, dicen que quemaron la casa del virrey y del arzobispo, no he ido pa allá.
—Ni vayáis. El fuego allá sigue.
Moisés se sentó frente a ella y puso los papeles sobre la mesita en la que comía, cocinaba, escribía y reparaba muebles, relojes y zapatos. Miró a Hortensia desde el fondo