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Los estudios histórico-arqueológicos de Enrique Juan Palacios
Los estudios histórico-arqueológicos de Enrique Juan Palacios
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Libro electrónico268 páginas4 horas

Los estudios histórico-arqueológicos de Enrique Juan Palacios

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Enrique Juan Palacios, fue uno de los arqueólogos que dieron forma a la institucionalización y profesionalización de la arqueología en México. Su trayectoria y legado, han quedado en la penumbra del olvido de nuestra memoria, pese a la importancia de sus trabajo que permiten vislumbrar los problemas y preguntas que inquietaron a la generación que g
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
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    Los estudios histórico-arqueológicos de Enrique Juan Palacios - Haydeé López Hernández 

    Flaubert

    AGRADECIMIENTOS

    A Leonardo

    Al igual que todas las letras escritas, éstas se encuentran en deuda con numerosas personas. Una primera versión del estudio introductorio que acompaña esta edición fue presentada hace ya varios años como tesis de maestría en el Posgrado de Filosofía de la Ciencia de la UNAM, por lo que me encuentro en deuda con las atentas lecturas y comentarios de aquel entonces de Carlos López Beltrán, Laura Cházaro García y Rafael Guevara Fefer, quienes además siempre me apoyaron en la idea de rescatar del olvido a una figura como Enrique Juan Palacios. En este camino, mención especial merece la generosa ayuda de Rafael Ángeles Hernández, quien, desde la biblioteca del ahora Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, me facilitó y proporcionó numerosas publicaciones de Palacios. Sin su ayuda hubiese sido mucho más difícil el trayecto para acercarme a la vida académica de esta figura tan olvidada por la historiografía. En este mismo sentido, el apoyo del personal del entonces Archivo Histórico de la SEP y del Archivo Histórico de la UNAM, fue sumamente valioso en la pesquisa documental, así como la ayuda de César Moheno y Ruth Arboleyda para salvar los tropiezos burocráticos en la consulta del expediente laboral de Palacios en el Archivo General de Expedientes del Personal de la Comisión Nacional de Recursos Humanos-INAH. De igual modo, desde el Archivo Técnico del INAH, la convicción de José Ramírez Ramírez sobre la importancia del maestro Palacios, muchas veces logró rescatarme del desesperante mutismo de la documentación en el archivo. En este mismo lugar, además, Luz del Alba Muñoz Juárez y Ana María Muñoz Torre Blanca fueron sumamente gentiles y me ayudaron en la reproducción final de las fotografías que acompañan este escrito. Y para repensar lo ya escrito y reescribirlo, y mirar con nuevos ojos la vida y obra de este personaje, las lecturas y recomendaciones de los dictaminadores que revisaron el trabajo para su actual publicación, fueron sumamente refrescantes. A todos ellos gracias.

    PREÁMBULO

    Los estudios histórico-arqueológicos de México. Su desarrollo a través de cuatro siglos se presentan por vez primera de manera conjunta, luego de que vieran la luz en diversas entregas entre 1929 y 1930 en el Boletín de la Secretaría de Educación Pública.¹

    Escritos por el arqueólogo Enrique Juan Palacios Mendoza (1881-1953) Los estudios…constituyen una historia de la arqueología de México que ha pasado desapercibida hasta ahora. Su autor describió con ello, con sumo detalle y erudición, cada una de las crónicas, tratados e investigaciones versadas sobre el pasado prehispánico, ya fuesen escritas por indígenas o españoles, por nacionales o extranjeros, desde el lejano siglo XVI, hasta el siglo XIX.

    Sin duda es la obra de un bibliófilo. Palacios no sólo da cuenta de cuáles son estos trabajos y sus autores, sino que brinda un análisis de las ediciones, traducciones si es el caso, así como de las casas editoriales y editores que los dieron a la prensa. Añade también una breve síntesis de los temas que trata cada trabajo, no sin antes destacar cuáles son las discusiones de relevancia en las que tal obra se inserta y las novedades que aporta para el conocimiento del momento o las imprecisiones en las que incurre. Su pleno conocimiento sobre los trabajos que describe le permite brindar un breve pero sustancioso análisis de cada obra, así como emitir juicios contundentes para destacar los aciertos y los yerros de cada autor.

    Su escritura no repara en instituciones, contextos sociales ni mucho menos en las comunidades que detentaron tales conocimientos, debido a su plena confianza en la razón, a la que este autor considera el único motor de la ciencia y la historia.

    Su trabajo es, sin duda, una genealogía de las ideas en términos actuales, y como tal, es una historia progresiva, lineal y acumulativa. No podía ser de otra manera. Palacios no se encuentra exento de las tendencias académicas de su época, por el contrario, explota este género para sustentar, justificar y dar a conocer su propia herencia. En este sentido, fue el primero en escribir una historia formal del conocimiento arqueológico y en defender la existencia de una tradición nacional en este campo del conocimiento: los estudios histórico-arqueológicos de México.

    Plenamente confiado en la universalidad del conocimiento científico, Palacios, a la vez, enfatiza las particularidades mexicanas no como un pionero de las discusiones sobre la universalidad versus localidad, sino respondiendo a sus propios intereses y principios nacionalistas. También como aquel que bien sabe que además de la práctica arqueológica, hay que historiar ese quehacer para volverlo una realidad perdurable y comunitaria con los blasones necesarios para competir en el mundo.

    Como heredero de la tradición de aquellos sabios del Museo Nacional —como él les llamaba—, Palacios está plenamente convencido de que lo aprendido de sus mentores es el mejor camino para guiar un saber que está en proceso de profesionalización e institucionalización. Dice al respecto:

    La ciencia dispone hoy de elementos que el religioso no pudo explorar; mas quienes emprendan la reconstrucción histórico-arqueológica, a la vez que el estudio estratigráfico de las localidades, al del tipo y elementos derivados del carácter artístico de objetos y de monumentos, al examen de los códices y a otros materiales de este género, acudirán indispensablemente al contingente de las obras de Sahagún: ¡tan grande es el valor de sus noticias!

    Quizás —sin mencionarlo— quería dejar testimonio de esta tradición porque se daba perfecta cuenta de que era uno de los últimos detentadores de la misma. Quizás también vislumbraba que la arqueología se perfilaba cada vez más hacia un campo lejano e independiente de la historia y que pronto dejarían de existir los estudios histórico-arqueológicos. Quizás, por ello, no integra al siglo XX en su narrativa, porque ya no reconoce su tradición entre sus coetáneos. Por eso sólo rescata las obras de aquellos que hoy se vinculan con la historia de la arqueología como mero antecedente: aquellos estudiosos previos al siglo XX. De ellos aprendió el oficio de hurgar en la historia precolombina de la mano de las fuentes y los glifos. De ellos, y de los integrantes de la Sociedad Alzate y los profesores del Museo Nacional.

    Estos primeros espacios y relaciones intelectuales fueron una plataforma para la carrera de Palacios en el campo histórico, y facilitaron su inserción en la actividad histórico-arqueológica institucional. Aquí tuvo oportunidad de especializarse en las culturas prehispánicas, siendo copartícipe de las preocupaciones sobre el origen de la cultura civilizatoria y su difusión tempo-espacial. Para abordar estos problemas, partió de una plena confianza en la lectura e interpretación de las grafías, en piedra o papel, así como en la posibilidad de conocer la cosmogonía de los pueblos. Sus presupuestos no eran ingenuos ni gratuitos. La historia, como pasado y realidad, constituía presente y destino. Entendida como narrativa, la historia era testimonio —del que ve y siente— y la arqueología, historia. En este sentido, compartió las preocupaciones de sus mentores del Museo Nacional: Fernando Ramírez, Galindo y Villa, Del Paso y Troncoso, Mendizábal, Genaro García y Ramón Mena, entre otros.

    Para Palacios, la cosmogonía condensaba los ideales y el sentir de los pueblos, era, en cierto sentido, el reflejo de su espíritu y su historia. Y la historia tenía un estrecho vínculo con el paisaje —quizás derivado de sus aficiones literarias. Compartía así uno de los intereses de la americanística alemana. Es en este sentido que Enrique Palacios consideraba que los glifos, como registro de la cosmogonía, eran factibles de lectura y, de hecho, constituían el mejor camino para acceder a la historia de los pueblos pasados, y que los códices indígenas eran la fuente legítima e insustituible en la investigación sobre los aborígenes.

    Algunos de sus contemporáneos, como Miguel Othón de Mendizábal y Roque Ceballo Novelo, también compartieron estos supuestos. Otros, en cambio, generaron las propuestas que tendrían mayor éxito en las décadas siguientes, basadas en el análisis de tipologías cerámicas y arquitectónicas. No obstante, esta diferencia de criterios no le impidió mantener un diálogo constante con sus coetáneos, porque si bien las estrategias de análisis eran diferentes, compartían las preguntas sobre el problema del origen y la difusión de la civilización.

    Una de sus obsesiones en este sentido, sin duda, la constituyó la figura de Quetzalcóatl. Desde sus primeros escritos se dedicó a demostrar la existencia histórica del gemelo hermoso como el centro de la cosmogonía de las culturas prehispánicas. Parte de sus contemporáneos se abocaron a este problema y, en gran medida, las polémicas de la década de los treinta del siglo XX sobre la identificación geográfica de la Tollanbuscaban solucionar esta interrogante. También se involucró de forma intensa en la controversia sobre el significado del Calendario Azteca y en las discusiones sobre la relación de la zona maya con el altiplano central. De tal suerte, como heredero de los profesores decimonónicos, Palacios escribió Los estudios histórico-arqueológicos de México. Su desarrollo a través de cuatro siglos, para dar cuenta de su tradición. Su propuesta de trabajo no pervivió en la memoria del gremio, en buena medida, porque no tuvo discípulos cercanos y porque las polémicas en las que participó fallaron en sentido contrario a su sentir. A la postre, nuevas historias se construyeron para dar sustento a la genealogía de la disciplina; mientras el origen de la civilización fue identificado en la zona olmeca —y no en la Huaxteca—; la mítica Tollanse identificaría con Tula, Hidalgo —y no con Teotihuacán—; y la lectura de fuentes coloniales y de interpretación iconográfica dejaron de ser parte del núcleo de la disciplina para convertirse en campos especializados más ligados a la historia que a la arqueología. De esta forma, la obra que aquí se presenta constituye una oportunidad para observar la práctica de la lectura de fuentes y de glifos como parte de la arqueología de la primera mitad del siglo XX; para preguntarnos por el distanciamiento entre el saber histórico y arqueológico; para cuestionar los presupuestos de nuestra disciplina y adentrarnos en una arista más del complejo proceso de su formación.

    Se presenta además, al lector interesado, un estudio introductorio con un breve análisis sobre las razones que motivaron que Enrique Juan Palacios y su obra hayan sido olvidados en la historia de nuestra disciplina, así como una semblanza biográfica de su carrera. Ambos apartados pretenden rescatar del olvido a este personaje y, a través de su trayectoria de vida, revalorar la tradición que defiende en Los estudios histórico-arqueológicos de México.


    ¹ Enrique Juan Palacios, Los estudios históricos arqueológicos de México. Su desarrollo a través de cuatro siglos, en Boletín de la Secretaría de Educación Pública, México, t. VIII, núm. 2, febrero, 1929, pp. 53-57; t. VIII, núm. 3, marzo, 1929, pp. 71-78; t. VIII, núm. 4, abril, 1929, pp. 11-15; t. VIII, núm. 5, mayo, 1929, pp. 6-17; t. VIII, núm. 6, junio, 1929, pp. 22-27; t. VIII, núm. 7, julio, 1929, pp. 62-68; t. VIII, núm. 8, septiembre, 1929, pp. 115-127; t. VIII, núm. 9, 10, 11, octubre-noviembre-diciembre, 1929, pp. 158-173; t. IX, núm. 1, 2, 3, enero-febrero marzo, 1930, pp. 125-128; t. IX, núm. 9-10, septiembre-octubre, 1930, pp. 165-172; t. IX, núm. 6, junio, 1930, pp. 99-104.

    EL ESPÍRITU DE LOS PUEBLOS.

    LAS INVESTIGACIONES DE ENRIQUE JUAN PALACIOS

    ESTUDIO INTRODUCTORIO

    Haydeé López Hernández

    OLVIDO E HISTORIA

    ¿Qué sería de la historia o de las memorias colectivas sin la complicidad del olvido?, se pregunta Tenorio Trillo en El urbanista. Sin el olvido —responde— contaríamos sin duda con más evidencias, más datos y nombres, pero no tendríamos historias colectivas. Seríamos entes, naciones, regiones, mundos cargados de memoria sin pasado.¹

    Es cierto que, en un primer acercamiento, el olvido se concibe como un defecto de fiabilidad de la memoria, un espacio vacío, incompleto o defectuoso. La memoria aquí se concibe como la contraparte del olvido, como la única vía posible y fiable para rescatar la huella del pasado en el presente, en un enfrentamiento eterno en contra del olvido. Pero esta es una oposición engañosa porque tampoco confiamos en la memoria absoluta, completa. Ésta, ineludiblemente, necesita de la colaboración del olvido. Al igual que Funes el Memorioso, sin el olvido, no seríamos capaces de tener un solo conocimiento pese a recordarlo todo. Como afirma Paul Ricoeur:

    […] nuestro conocido deber de memoria se enuncia como exhortación a no olvidar. Pero, al mismo tiempo, y con el mismo impulso espontáneo, desechamos el espectro de una memoria que no olvide nada; incluso la consideramos mostruosa. [...] ¿Habría pues, una medida en el uso de la memoria humana, un nada en exceso según la fórmula de la sabiduría antigua? ¿No sería, pues el olvido, en todos los aspectos, el enemigo de la memoria? ¿Y no su equilibrio con él?²

    El olvido es una frontera difusa que evade el recuerdo, una paradoja que al construir espacios vacíos, permite hilar los recuerdos de la memoria y, con ello, recrear la historia.³ Desde la memoria personal hasta la colectiva, sea escrita u oral, profesional o personal, la construcción de las historias requiere y usa el olvido. Esta mezcla inevitable y necesaria manifiesta el acto selectivo del proceso de rememoración desde el presente. La historia —como ese pasado recordado desde un presente cualquiera— es necesariamente selectiva. Es en este sentido que los olvidos, lejos de ser espacios sin significado ni intencionalidad, subyacen a las historias narradas revelando las elecciones conscientes o inconscientes del narrador, su presente y miradas.

    El binomio olvido-memoria es el que limita la emergencia de una narrativa absoluta abriendo a la vez, la posibilidad de la creación de una multiplicidad de historias. Esto permite colocarse en una posición externa a la de una narrativa cualquiera y observar la perspectiva, el tiempo y el espacio del narrador, así como los claroscuros de elecciones que no pudo o quiso observar. Desde esta nueva posición espacial, cronológica e incluso personal, surge la posibilidad de construir una historia diferente que no estará exenta de una serie de nuevas elecciones y exclusiones trazadas desde nuestro propio horizonte.

    Pero, ¿qué sentido tendría centrar la mirada en un lugar diferente al de otro narrador si no es posible escapar de la amenaza del olvido? Este desplazamiento abriría la posibilidad de creación de narrativas alternas que, al igual que las que sirvieron de base para mirar hacia el pasado, iluminarían puntos antes oscuros e inevitablemente colocarían otros —antes iluminados— en la penumbra, bajo la luz de la subjetividad del nuevo observador. La ventaja de esta nueva mirada radicaría en la pretensión de aportar una pieza más en el cuadro del pasado que, lejos de desenmascararlo, devele un poco más su complejidad.

    HISTORIA OFICIAL

    El rodeo que he dado por los olvidos y la memoria pretende enmarcar un problema particular en la historia de la arqueología en México, así como mi intención por brindar aquí una historia alternativa. Para sustentar históricamente su nacimiento como disciplina científica se han escrito narrativas generales —hoy canónicas— con base en diferentes olvidos, aparentemente inocuos e imparciales. No obstante, las elecciones que apuntalan estas reconstrucciones están cargadas de múltiples significados que ocultan tanto a actores como a historias alternativas.

    En un primer acercamiento historiográfico parecería que la arqueología, a diferencia de otras disciplinas, estuvo rezagada en la construcción de su propia historia, ya que inauguró este ejercicio en 1979 con el trabajo de Ignacio Bernal, La historia de la arqueología en México.⁴ No obstante, los primeros arqueólogos que se reconocieron como tales a principios del siglo xx escribieron la historia de una disciplina que estaba en construcción, antecediendo dicho trabajo. Como preámbulo a sus investigaciones o como recuentos históricos explícitos, las narrativas escritas por estos personajes se preguntan por los métodos más adecuados para recuperar el pasado, sobre cómo preservar su materialidad y para qué, y acerca de las metodologías que debían regir su escritura. De esta forma, Enrique Juan Palacios narró el surgimiento y desarrollo de la arqueología en México en Los estudios… que se presentan aquí; mientras que Ramón Mena Issassi (1874-1957), Lepoldo Batres Huerta (1852-1926) e Ignacio Marquina Barredo (1888-1981), hicieron recuentos similares con la intención de posicionar sus trabajos arqueológicos frente a los de sus contemporáneos.⁵

    Situaciones similares ocurrieron en el campo antropológico. Estas historias fueron sustituidas por la memoria de la siguiente generación, la de los alumnos de aquellos primeros investigadores. Por ejemplo, el trabajo de Ignacio Bernal y García Pimentel ya referidos, La trayectoria de la antropología social aplicada en México(1964) de Juan Comas Camp, y La antropología en México: Panorama de su desarrollo en lo que va del siglo. En estos, los autores de principios de la centuria se convirtieron en los actores de las nuevas narrativas y sus polémicas se transfiguraron, ocultaron o resaltaron, ante los intereses personales y académicos de sus discípulos ya colocados en la segunda mitad del siglo xx. Algunos de aquellos primeros estudiosos se salvaron de la ráfaga del olvido y, de entre ellos, unos pocos fueron convertidos en padres fundadores, como por ejemplo Manuel Gamio Martínez (1883-1960) y Alfonso Caso Andrade (1896-1970). Hubo otros, en cambio, que no alcanzaron un lugar en el pedestal de la memoria que construyó aquella generación, como Enrique Juan Palacios.

    Son estas narrativas las que me interesa resaltar aquí, pues son las que actualmente fundamentan la memoria colectiva del gremio, quizás porque son las que se escribieron tras la fundación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y una vez que se consolidó el proyecto de profesionalización de la disciplina. En este ejercicio participaron varios autores, como Eusebio Dávalos Hurtado quien escribiera para conmemorar los 25 años de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, o Juan Comas y José Lameiras quienes destacaron el papel de la tradición antropológica en el país. No obstante, el libro de Ignacio Bernal se enfocó de manera exclusiva en la arqueología y en este sentido inauguró las reflexiones sobre la historia de la arqueología en el país en la segunda mitad del siglo xx. El uso de esta obra en las aulas como literatura básica para la formación de las nuevas generaciones hasta la actualidad, además, lo ha convertido en un trabajo canónico de gran impacto en la memoria colectiva del gremio en general.

    La escritura del trabajo de Bernal se ubica en el contexto de las polémicas en torno a la verdad científica desatadas a raíz de las críticas del neopositivismo y del historicismo, sobre todo en los países anglosajones.⁶ El cuestionamiento sobre nociones tales como objetividad-subjetividad, relativismo, verdad, ciencia, etc., resonaron en el ambiente de las humanidades, las cuales comenzaron a discutir y revalorizar su propia cientificidad a partir de los valores nacidos en el seno de las ciencias naturales. Si bien desde el siglo XIX se había planteado el problema de la cientificidad de la arqueología y en los años veinte del siglo pasado existieron fuertes críticas a la objetividad de los métodos arqueológicos, fue a partir de los años sesenta cuando se volvieron insoslayables las preguntas sobre la neutralidad de las observaciones y la objetividad de los informes y datos arqueológicos, como parte de las inquietudes y reflexiones en torno a la ciencia en general.⁷

    Estas críticas tomaron al menos dos rumbos que, en parte, se entrecruzaron. Por un lado, tales posturas se convirtieron en estandartes para la creación de nuevas corrientes teóricas. Es el caso de la llamada new archaeology, del estructuralismo y de la arqueología simbólica, entre otras. Partiendo de la premisa de que el pasado es cognoscible, la discusión se centró en cómo y para qué debe conocerse. En este escenario se hicieron presentes las polémicas en torno a la existencia de las regularidades en la historia y sobre la posibilidad de establecer leyes sociales equiparables a las del mundo natural con rigor lógico y metodológico. En casi todos estos casos se insistió en la necesidad de la objetividad científica y del establecimiento del conocimiento universal.

    La construcción de la historia de la arqueología se vinculó también al problema de la objetividad y la cientificidad disciplinar. Brindar la fecha de nacimiento de la arqueología como ciencia y crear su genealogía debía fundamentar históricamente los principios metodológicos y teóricos de la disciplina. Con ello se establecía un límite cronológico entre lo científico y lo no científico y se imponía el camino válido para su desarrollo futuro.

    La caracterización de las historias fundacionales de Pierre Bourdieu, como construcciones del imaginario colectivo de la comunidad científica y fundamento de la doxa en la disputa del juego de intereses de la ciencia, resulta pertinente para el caso de la arqueología.

    La lucha en la cual cada uno de los agentes

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