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Entre el cielo y la tierra: Cofradías iberoamericanas durante la Colonia
Entre el cielo y la tierra: Cofradías iberoamericanas durante la Colonia
Entre el cielo y la tierra: Cofradías iberoamericanas durante la Colonia
Libro electrónico425 páginas6 horas

Entre el cielo y la tierra: Cofradías iberoamericanas durante la Colonia

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Los artículos escritos por connotados etnohistoriadores e historiadores abordan la corporación cofraderil en sus aspectos socioeconómico, político, pero, también, respecto de la religiosidad popular, la multietnicidad y el género en la abigarrada sociedad colonial. Así, se hace inteligible la acción e interacción de las castas: indios, negros, mest
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2023
ISBN9786075397498
Entre el cielo y la tierra: Cofradías iberoamericanas durante la Colonia

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    Entre el cielo y la tierra - Alicia Bazarte Martínez

    Presentación

    ———•———

    Alicia Bazarte Martínez

    José Antonio Cruz Rangel

    La cofradía, en su devenir histórico, se erigió en modelo de institución funcional y adaptable a diversos sistemas sociales, verdadera estructura perdurable y susceptible de estudio en la larga duración, tanto en la sincronía como en la diacronía, y de ser analizada con los conceptos emanados de las ciencias sociales en los aspectos sociorreligioso, político y económico. Así, la Historia, la Etnohistoria y la Antropología,¹ desde su ámbito particular, han ido estableciendo un diálogo cada vez más estrecho y productivo, tendiente a analizarla tanto en el pasado como en el presente, a nivel comunal, regional e interregional, conceptualizándola como una institución corporativa socialmente estructurante y dialéctica.²

    Durante los siglos xvi, xvii y la mitad del xviii, el sistema colonial de los imperios español y portugués tuvo como eje rector al sistema de corporaciones que hacía funcionar la estructura social en sus colonias: la Iglesia, la Universidad, el Consulado, los gremios, las repúblicas de indios, las cofradías y otras, que poseían privilegios especiales, incluso fueros, propiedad comunal perpetua y un gobierno interno con cierta autonomía; así, cada individuo estaba adscrito a uno o más de estos organismos que le conferían estatus, identidad, seguridad social, riqueza y poder.³ En este contexto, las cofradías o las hermandades de laicos con fines de promoción y praxis individual y colectiva de la devoción y caridad cristiana eran una institución añeja en Europa y, por ende, en Portugal y España, donde, para el siglo xvi, se habían consolidado y comenzado un proceso de proliferación y diversificación de tipos y modalidades, su cifra rebasaría las 20 000 en el siglo xviii.⁴

    Las cofradías, tanto rurales como urbanas, adoptaron una praxis ceremonial y ritual característica de la religiosidad popular, es decir, aquella practicada por los seglares (el pueblo), que se aparta, en mayor o menor medida, de la ortodoxia prescrita por la intelectualidad de la Iglesia católica jerarquizada, con la cual a menudo entra en contradicción, pues sus postulados, cánones, doctrinas y prácticas ceremoniales y rituales son reinterpretados por los distintos grupos y clases sociales en contextos históricos determinados, en este caso, con grandes resabios medievales y un imaginario cada vez más barroco, minado, en cierto grado, en el siglo xviii por las ideas ilustradas.⁵ Rayando en verdaderos dramas rituales, en espectáculos públicos connotados de cargas ideológicas y simbólicas polisémicas, que implicaban, al tiempo, la aceptación del statu quo y algunos sesgos de reclamo social, tendientes a demandar reconocimiento como corporación con relativa autonomía en el manejo de sus bienes, membresía, reglas de funcionamiento, elección de funcionarios y manifestaciones lúdico-festivas.⁶

    Al consolidarse el proceso colonizador y hacerse compleja la estructura social y, por ende, la división del trabajo, aparecerían en las ciudades y los pueblos más importantes las cofradías gremiales y las étnicas; en este sentido, los negros esclavos o libertos provenientes de las distintas naciones africanas podían reunirse en estas instituciones que les permitían agruparse para reconformar su identidad nacional o étnica, a pesar de las prohibiciones y restricciones impuestas por las autoridades coloniales siempre temerosas de las rebeliones. Por su lado, los españoles vascos y riojanos establecieron las propias con carácter de exclusividad, mientras que, particularmente en los suburbios citadinos, los indígenas artesanos o trabajadores asalariados no campesinos conformaban cofradías barriales que podrían aceptar a miembros de otras castas dedicados también al trabajo asalariado.

    Si bien las cofradías adoptaron una estructura administrativa jerarquizada, tendían a propiciar cierta equidad entre los individuos que adquirían una membresía y como grupos corporados manifestaban su relativo poder, estatus y riqueza, respecto de otros que participaban en acciones sociorreligiosas públicas (v. gr., primacía en procesiones, dotación de huérfanas, exclusividad étnica o de nobleza), asimismo, eran capaces de apropiarse de espacios públicos que convertían en sacros y lúdico-festivos, fuera para desarrollar el ceremonial o merecer el descanso eterno y para fomentar la convivencia social, la ingesta proteínica, particularmente animal, el solaz y esparcimiento normalmente vedado y el fortalecimiento de la cohesión grupal, esto dentro de una sociedad rígidamente estamental, racista y clasista al tiempo.⁷ En este contexto, las cofradías en su funcionamiento interno se erigieron en sistemas redistributivos, más o menos equitativos de bienes y servicios, en instituciones en las que se atisban rasgos democráticos, pues solía votarse en elección libre entre los hermanos a quienes ocuparían temporalmente cargos de autoridad y administrativos, aunque solía haber candados que permitían cierta elitización en el interior de las hermandades.

    Estas confraternidades también se establecían como medio para obtener dones de los entes numinosos patronos, e indulgencias papales de que gozaba la institución y que se prodigaban entre los hermanos, que podían pertenecer a la misma etnia, gremio, o que provenían de diversos sectores y clases sociales. De igual manera, se propiciaba la convivencia entre individuos de distinto sexo y edad, aunque casi siempre separados y diferenciados en su acción y función dentro de las hermandades por tabúes y prescripciones de las autoridades civiles y eclesiásticas que buscaban guardar el decoro y la moral cristiana, aunque, en la práctica, la convivencia y unión de esfuerzos entre hombres y mujeres, que también participaron activamente en las labores cofraderiles, era un hecho.

    Por otro lado, se aceptaba casi con exclusividad a hermanos adultos, sanos y en su etapa productiva, lo que garantizaría su actividad física y económica en pro de la hermandad, entonces, los infantes y los seniles serían excluidos por la gran probabilidad de que murieran pronto, propiciando el consiguiente desembolso de la cofradía que no estaba dispuesta a perder eficacia administrativa y su viabilidad de funcionamiento en el futuro, y a entrar en déficit, mismo que los mayordomos tendrían que resarcir de alguna manera, provocando, inclusive, su ruina; así, en algunos lugares se decidió que pudieran inscribirse, pero sin retribución por parte de la hermandad. Por ende, gracias a su inserción en alguna(s) hermandad(es), buena parte de la abigarrada población iberoamericana tuvo la oportunidad, amén de trabajar por la salvación del alma, de diversificar su campo de acción social e identitario.

    Siendo de sumo interés saber qué fue lo que provocó la bonanza y la proliferación de las cofradías entre los diversos grupos sociales y a qué intereses de etnia, clase, de la Iglesia o del Estado correspondieron tan puntualmente que se permitió su consolidación entre la segunda mitad del siglo xvii y la primera del xviii, para debilitarse en su funcionamiento y organización tradicional conforme penetraban las ideas del despotismo ilustrado y, del liberalismo capitalista utilitarista, que condenaba el gasto conspicuo y económicamente improductivo de las cofradías, por irracional, y a sus prácticas religiosas, por supersticiosas y grotescas. No obstante los embates en su contra, incluyendo el saqueo de sus arcas por parte de la Corona, que las obligó a otorgarle préstamos forzosos que jamás reintegró, y la erradicación de las insolventes o no autorizadas por el Estado, más las cruentas luchas libertarias, las confraternidades sobrevivieron al fin del sistema colonial, aunque trastocadas en los aspectos administrativo, organizativo y social.

    Así, esta obra se propone dilucidar algunas cuestiones fundamentales en torno a las cofradías erigidas en las colonias trasatlánticas de los imperios español y portugués, promotores y defensores a ultranza del cristianismo católico, amén de presentar las similitudes y las particularidades en los campos de acción de estas corporaciones, en algunas regiones de la Iberoamérica colonial. En este sentido, los siete artículos originales aquí reunidos versan sobre diversos tipos de confraternidades, de los cuales cuatro se refieren a la Nueva España y uno respectivamente a Brasil, Argentina y Perú, cuya periodicidad abarca del siglo xvii al xix. Este esfuerzo evidencia que la comprensión de tal fenómeno social en contextos tan diversos implica una complejidad de análisis que se esboza en el estudio introductorio que precede a los artículos, el cual brinda un panorama general sobre esta institución de carácter religioso, practicada por los seglares de toda calidad, clase, casta y género, tanto en España como en Portugal y en sus dominios americanos, amén de abordar las cofradías prístinas tanto en la península ibérica como en las Indias Occidentales, con el fin de comprender su función social estructurante, así como el impacto que tuvieron las políticas de la Corona y las de la Iglesia, tanto en la metrópoli como en sus colonias, donde se iba conformando un complejo sistema social caracterizado por su división en castas y en cuyo proceso de desarrollo tuvo parte importante la erección y funcionamiento de las cofradías.

    Cada uno de estos artículos es producto de una investigación profunda de connotados especialistas en la materia, algunos de los cuales, han dedicado más de tres décadas al estudio de las cofradías y la religión en la Colonia y cuentan con una vasta historiografía publicada de carácter internacional. Así, dos de estos esfuerzos se expresan fundamentalmente sobre los indios en la Nueva España y otro par se centra en los negros del propio virreinato novohispano y en la colonia portuguesa de Brasil; dichas poblaciones en las regiones estudiadas, muy temprana la Colonia, eran mayoritarias, los indios lo serían donde no se acabaron o sobrevivieron residualmente, pero los negros lo fueron por la catástrofe demográfica indígena y el cuantioso tráfico de esclavos, que, proveniente de África y en menor medida de Europa, se dio con América, tal es el caso de las Antillas y el Darién panameño y colombiano, pero, también, su número fue significativo en los virreinatos de Nueva España, Perú y Río de la Plata, y, por supuesto, en Brasil, espacios donde fundaron profusamente cofradías exclusivas a su calidad, nación o etnia, que, en el transcurrir del siglo xvii, y particularmente en el xviii, terminaron abriéndose a otras castas o se incorporaron minoritariamente a hermandades mixtas, ya que la tendencia fue su exclusión en las hermandades erigidas por blancos o indios. Por supuesto, faltan por hacer más estudios de caso y otros de alcance regional y multirregional que permitan acercarnos a una síntesis que explique las constantes, así como las variantes o casos particulares en cada área y en el sistema colonial en su conjunto.

    Los artículos aquí incluidos evidencian que los negros pudieron manifestar en sus hermandades las identidades que los caracterizaban en el sistema social colonial: de etnia o nación, de clase, estatus y jurídica de negro esclavo o liberto, pues había negros horros que desempeñaban trabajo asalariado, particularmente en la artesanía o la arriería, y los mulatos, hasta en el ejército, lo cual se manifestaba en la adopción de santos patrones que poseyeran características fenotípicas comunes a los hermanos, como san Benito o santa Ifigenia o los Reyes Magos, o libertadoras, como la Virgen de la Merced. En sus cofradías, los hermanos de color expresaron parte de sus tradiciones y cultura como miembros de las diversas naciones de las que fueron arrancados por los propios rivales africanos y/o por los esclavistas europeos; además, incorporaron en su proceso aculturativo en América instituciones y rasgos culturales tradicionales europeos y aborígenes, tanto en el ámbito civil como en el religioso, lo que dio a la cultura negra colonial un carácter distintivo, en última instancia, criollo. Es notoria la participación conspicua de las mujeres en las cofradías de negros, que en su carácter de reinas, podían tener prestigio y hasta cierto ascendiente sobre sus hermanos de color y cofradía, pues, junto con el rey y otros funcionarios de las corporaciones, controlaban recursos económicos, así como el aspecto simbólico y los emblemas religiosos caros al grupo. Asimismo, las cofradías de negros fueron un factor de temor para los blancos dominantes por considerarlas un foco de rebeldía, aunque esto varió de región en región en las colonias iberoamericanas.

    Por su lado, el indio, término homogeneizador –al igual que el de negro–, impuesto por los hispanos a los pobladores originales del continente americano, con el que se vela la filiación étnica-nacional propia de cada grupo social indígena, que se distinguía más allá del aspecto racial, genético y fenotípico, por una cultura secular propia y característica, fraguada en un largo proceso histórico desde la época prehispánica. Justamente, la comprensión de lo étnico se dificulta en los estudios sobre cofradías, dada la escasez de documentos que hablen de sus especificidades o se expresen en las lenguas nativas, en una sociedad caracterizada por una pluralidad lingüística constantemente velada.

    También se demuestra que los nativos adoptaron de inmediato las cofradías, compelidos por el clero regular que los adoctrinaba y por el ordinario, que veían en las hermandades exclusivas de indios o mixtas (al igual que lo pretendían con las de negros) un vehículo para su inserción positiva al sistema colonial español y a la religión cristiana católica. Entonces, se promovió la participación social de la comunidad y/o de los funcionarios de la república de indios en la organización, el patrocinio y el funcionamiento de las cofradías, correspondiendo a la élite caciquil y de principales que ocupó los cargos de gobierno, en un primer momento, encargarse de su erección y de rendir cuentas a las autoridades coloniales, lo que implicaba, con frecuencia, la administración de los bienes corporativos destinados al culto, así como a atraer la participación del común de naturales de ambos sexos, como socios y hermanos, amén de involucrarlos en las labores de carácter devocional, asistencial, festivo y lúdico implícitos. Todo bajo la dirección del clero y del corregidor o alcalde mayor hispano, que extraían de los indígenas no sólo el fruto espiritual, sino también el material o surplus que se erogaba en la economía de la salvación; no obstante, los indígenas imprimieron su impronta en la realidad objetiva de su práctica religiosa.

    En esta obra no se deja de hablar de la participación de españoles, pues éstos fundaron copiosamente sus cofradías a inspiración de las peninsulares, algunas con carácter cerrado basadas en la adscripción étnica, otras, que anteponían la categoría racial, jurídica y cultural de español, blanco y hasta de limpieza de sangre o cristiano viejo, aunque unas se abrían a los indios y hasta a los negros, normalmente sus esclavos o sirvientes, sobre cuyo adoctrinamiento tenían responsabilidad. Con frecuencia los españoles se insertaban –con el aval del doctrinero y el alcalde mayor– en las cofradías de otras castas, dándose el fenómeno de jerarquización y elitización en el interior de la hermandad, donde la burguesía local compuesta por blancos y algunos mestizos se hizo del control de la hermandad, fenómeno que los indios y negros trataron de evitar, no siempre con éxito, en toda Iberoamérica.

    Otro de los temas que resaltan en esta obra es el de la participación activa de las mujeres dentro de la corporación cofraderil, aportando datos y análisis valiosos que, en su momento, contribuirán para hacer un estudio de género, pues demuestra la sobresaliente actividad femenina en las cofradías de indígenas, negros y españoles, desde el propio siglo xvi, labor ponderada por el clero por ser asidua y, en algunos casos, relevante, más de lo que tradicionalmente se cree, incluso señalándolas como pilar de su organización y funcionamiento. Así, las tenemos actuando públicamente, a pesar de las restricciones socioculturales, religiosas, morales y legales de la época, fundando cofradías exclusivas para ellas o actuando en otras donde podían ser mayoría, o equiparables en número a los varones y ocupando cargos como madres y mayordomas, así como penitentes en las procesiones de sangre, cargando las andas de los iconos sacros femeninos, en la elaboración de la comida, en los bailes, y hasta de reinas, particularmente, como ya expresamos en las cofradías de negros, a pesar de la segregación que les imponía la Iglesia y el Estado y de las restricciones en acceder a cargos de relevancia y ejecutar acciones que implicaran el contacto con los varones.

    La serie de artículos incluidos en este volumen se abocan a dilucidar éstas y otras cuestiones que emergerán en su discurrir, tales como las concernientes a la cofradía como corporación, sus espacios de acción públicos y sacros, su función social como instancia redistribuidora de bienes y servicios, la religiosidad popular implícita en su acción ritual, el aspecto lúdico de la fiesta, la diversificación del campo social e identitario al que contribuyó o propiciaba, la democratización o jerarquización inherente en las hermandades, o las mentalidades, entre otras, temas que se abordan desde diferentes ángulos y contextos históricos, cuyos resultados, en buena medida, son determinados por la cantidad y la calidad de las fuentes documentales primarias disponibles en cada caso, generadas por la propia institución cofraderil, por el clero o la burocracia real, así como por la cada vez más abundante historiografía producida en cada país en el último medio siglo. En este sentido, cada uno de los estudios presenta una visión complementaria sobre el fenómeno cofraderil y la interacción social de los hermanos, que, indudablemente, en su conjunto, contribuirán a dar luz sobre estas corporaciones y el propio sistema colonial iberoamericano, que, en última instancia, expresa la acción política pretendidamente homogenizadora de la Corona y la Iglesia en sus colonias, donde impusieron, formalmente, las instituciones emanadas desde las metrópolis, como la cofradía, que prendieron en un proceso de larga duración, matizadas o reconfiguradas con las respectivas reinterpretaciones simbólicas y variantes locales de los heterogéneos grupos sociales que componían el sistema.

    Así, José Antonio Cruz Rangel hace un recuento de las primeras cofradías instituidas en el siglo xvi y los albores del xvii, en el vasto obispado de Tlaxcala-Puebla, el primero erigido en la Nueva España, para lo cual presenta un análisis riguroso de una serie de documentos tempranos (incluyendo algunos en náhuatl), concernientes particularmente a ordenanzas o constituciones de cofradías, por cuya información sabemos que las hermandades se erigen y multiplican a lo largo de los siglos xvi y xvii, en que serían confirmadas por el diocesano. El autor apunta que las primeras hermandades fundadas por españoles, indios o mixtas se erigieron, en su mayoría, con carácter solidario, asistencial y penitencial a la vez, asociadas con espectaculares y conmovedores pasos procesionales cruentos, con un claro sentido de sacrificio expiatorio; se demuestra que, en este obispado, las cofradías eran fundamentalmente cristocéntricas, asociadas con el ciclo de Semana Santa, por ende, de penitencia y sangre, cuyas multitudinarias procesiones –donde participaban hombres, mujeres y niños–, quedarían plasmadas en los muros conventuales (Huejotzingo y Huaquechula), en lienzos y, los flagelantes, figuras centrales de esos dramas rituales, profusamente reproducidos en pequeños iconos de barro, cuyo significado sacrificial sería reinterpretado simbólicamente por los naturales, que vivían severos reajustes sociales producto de las profundas consecuencias de la colonización y el sistema de dominio hispano, así como de las epidemias aniquilantes que los azolaban, lo que los impelió a una práctica religiosa penitencial y propiciatoria cada vez más acendrada, tanto aquella de matriz mesoamericana, como la impuesta por los europeos que se convirtió en la única opción de culto público para los indígenas.

    Cruz Rangel demuestra que algunas de las primeras confraternidades en esa jurisdicción eclesiástica fueron hospitalarias y de asistencia social, bajo el patrocinio de alguna advocación mariana, y otras, como la del Santísimo Sacramento, siguiendo los lineamientos del Concilio de Trento, fueron erigidas universalmente con un afán más espiritual y doctrinario. El autor destaca que el gobierno de la república de indios organizaba y se hacía cargo de una o más de las cofradías en cada unidad geopolítica estudiada, incluso integrando en su organigrama a los funcionarios de las confraternidades que asimismo designaba. El artículo muestra, también, las conflictivas relaciones interétnicas que propiciaban que los indígenas prefirieran erigir sus cofradías por separado, respecto de las de españoles y otras castas, que en el transcurso del periodo estudiado (1590-1640) se habían asentado en el obispado y expandido sus actividades socioeconómicas, políticas y religiosas hasta chocar con las de los indígenas que, a través de las cofradías, pretendían mantener autonomía y control de recursos caros a ellos, así como una práctica religiosa cristiana católica que estaban en proceso de asimilar, de sincretizar con la religión autóctona o de embozar las creencias nativas.

    En su origen las cofradías novohispanas estuvieron ligadas tanto al proceso evangelizador como al servicio hospitalario, de tal manera que el conquistador Hernán Cortés fundó el de la Purísima Concepción hacia 1524 en México Tenochtitlan. Prolífico en este sentido fue el clero regular, en particular la orden franciscana, que de inmediato se dio a la tarea de establecer nosocomios en las ciudades y en las principales poblaciones rurales, labor apoyada fundamentalmente por cofradías donde los laicos de ambos sexos y de todas las castas se mostraron muy afectos y activos, principalmente los indígenas, dada la serie de epidemias que diezmaron en proporciones alarmantes a esa población.

    También, la Corona española se interesó en esta tarea que afectaba no sólo su proyecto religioso, sino el ingreso a sus arcas del tributo indígena y del trabajo productivo de éstos en la nueva estructura socioeconómica impuesta por los europeos; por tales motivos, la Corona patrocinó una media docena de hospitales, tal fue el caso del Hospital Real de Naturales, en la Ciudad de México, cuya cofradía de la Caridad erigida en la capilla del camposanto es el objeto del esclarecedor análisis de José Fierros Millán, estudio basado en las Ordenanzas de Hospitales de Indios, redactadas por el ínclito nahuatlato fray Alonso de Molina, en las constituciones y demás documentos producidos por la administración del nosocomio.

    La principal tesis de Fierros consiste en aseverar que a pesar de los intentos de la burocracia real que administraba el hospital, del virrey y de la Audiencia que lo inspeccionaban y de la orden franciscana que lo auspiciaba, por coptar la organización y la administración de la cofradía y sus bienes, los naturales, inmersos en un proceso aculturativo asimétrico, donde, no obstante ser ellos los débiles y los neófitos, implementaron estrategias para argumentar jurídicamente y con éxito, para garantizar cierta autonomía en la toma de decisiones, en los niveles de autoridad que les eran propios en el interior de la cofradía y aun del espacio ritual, que en la cosmovisión mesoamericana y en el catolicismo popular implicaba la morada de los ancestros; por eso, los nativos presionaron a las autoridades virreinales con el fin de continuar con la tradición de visitar el camposanto, particularmente en el mes de noviembre, donde los vivos convivían con sus muertos. Además, la cofradía se empeñó en que el capellán prodigara misas de sufragios, impartiera los sacramentos a los agonizantes, preparándolos para una buena muerte, acompañara a la familia del hermano en el velorio y el entierro.

    Uno de los cultos más penetrantes en la sociedad novohispana fue el de Nuestra Señora del Rosario, cuya cofradía se tornó prototípica de la orden dominica, y su devoción resultaría fundamental en el proceso evangelizador en la Nueva España. Erigida por los predicadores temprano el siglo xvi en su convento de la Ciudad de México, se desarrolló hasta convertirse en una de las archicofradías más acaudaladas del virreinato, cuya sociedad practicó, cada vez más conspicua y cotidianamente, la oración del rosario, comunicada, según la tradición, por la propia Virgen María a santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden. Poco conocida es la expansión de esta devoción fuera de la Ciudad de México; en este sentido, José Antonio González Gómez analiza el culto a esta advocación mariana a través de la cofradía homónima y espiritualmente subsidiaria, fundada en el convento dominico de la ciudad indígena de Azcapotzalco, extramuros de la de México. El objetivo declarado por el autor no es el de estudiar las cofradías de república o mayordomías barriales indígenas en el otrora altepetl tepaneca –que también contaba con barrios de mexicanos–, sino que su aporte principal consiste en demostrar la importancia que adquirió el culto a Nuestra Señora del Rosario, que trascendió hasta esplender sobre el prodigado por los naturales a sus santos barriales, inclusive a los epónimos del altepetl San Felipe y Santiago, lo que reflejó las nuevas relaciones de poder en la jurisdicción, que había pasado de la nobleza y la república de indios a manos de los hispanos vecinos y/o con intereses empresariales en la región.

    El autor demuestra, con base en un cúmulo de fuentes documentales primarias, que si bien esta cofradía pudo ser fundada en el siglo xvi, se consolidó durante el xvii y vivió su apogeo institucional en el siglo xviii y parte del xix, cuando la población no indígena había crecido de tal manera que la cofradía fue conformada y administrada, primordialmente, por hermanos pertenecientes a la élite regional compuesta por españoles peninsulares y criollos e integrada por religiosos, hacendados, rancheros y funcionarios públicos que en su actuar como cofrades establecían relaciones rituales, de parentesco y, por ende, políticas y económicas tendientes a reproducir el statu quo. Sin embargo, no fue una cofradía cerrada, ya que también pudo incorporar a la nobleza indígena mestizada, a los funcionarios de república, al pueblo indígena en general y aun a las castas, hasta contarse más de mil hermanos de ambos sexos en el siglo xvii, es decir, que la cofradía fue factor que coadyuvó al desarrollo de una compleja trama de relaciones sociales interétnicas y clasistas, que acompañó la integración cada vez mayor de Azcapotzalco al sistema colonial de explotación agrícola capitalista.

    En la diversidad de los actores sociales involucrados en las cofradías radica, en buena medida, la riqueza de este volumen, no obstante, es la organización cofraderil de los negros la menos conocida, y si bien los artículos aquí incluidos (a excepción del de Lara Mancuso) se interesan y muestran fundamentalmente el aspecto católico de las mismas, sabemos que al igual que los indios en el ámbito rural, los de color, incluso en el espacio urbano, seguían practicando su religión autóctona o étnica (según la región de origen), que en el devenir del proceso colonial en Iberoamérica se fue sincretizando con la cristiana católica, religión monoteísta y universalista pretendidamente excluyente de cualquier otra opción.

    En este contexto, el artículo de Rafael Castañeda García nos ilustra acerca de la función social de una cofradía de sangre, erigida por negros hacia la mitad del siglo xvii, bajo la advocación del santo franciscano Benito de Palermo, cuyo origen africano, piel oscura y estatus jurídico de liberto fue aprovechado estratégicamente por los descalzos que adoctrinaban la villa de San Miguel El Grande y por los amos de los esclavos para aglutinar, cohesionar y canalizar en torno al culto católico las energías de la gente de color libre y esclava que vivía en esa jurisdicción, sobre todo porque se le pensaba como potencialmente peligrosa por su carácter subversivo.

    Señala el autor que, si bien la cofradía de San Benito se abrió a la recepción de hermanos de otro color de piel y estatus jurídico, durante más de un siglo los negros mantuvieron el control de la hermandad, en este sentido el autor realiza un análisis profundo del juego de identidades manifiesto en la organización y el funcionamiento de la cofradía, enfatizando la procedencia y el oficio de los cofrades que vivían en la villa de San Miguel, población cada vez más pujante y religiosa, sobre todo después que fuera entregada a los hispanos por la Corona tras arrebatarle el gobierno a los otomíes, que habían sustraído esa región del dominio chichimeca hacia la mitad del siglo xvi. A partir de entonces, se estableció una preeminencia política y económica de los hispanos peninsulares y criollos, dueños de obrajes, ranchos y haciendas, empresas donde laboraban los hermanos de color, por lo que participaban de una interacción constante entre los espacios rural y urbano y de relaciones interétnicas permanentes, que los dotó de una cultura sui generis y de diversas identidades: étnica, de estatus y de clase, entre otras.

    Castañeda establece que este juego identitario, producto de las relaciones sociales novohispanas, en la cotidianidad diferenciaba y hasta separaba jerárquicamente a la población negra, de tal manera que a la minoría de negros que pudo inscribirse en la cofradía que gozaba de cierta autonomía respecto del poder hegemónico de los blancos le significó gozar de la cohesión y de la identidad que el autor llama corporativa; así, los cofrades negros, tanto hombres como mujeres, pudieron monopolizar el control de recursos y obtener poder en el interior de la cofradía, hasta que, en el transcurso del siglo xviii, la hermandad se fue abriendo al ingreso de población hispana y de otras castas, sufriendo un blanqueamiento y cayendo bajo el control de los españoles en detrimento de los hermanos negros, mismo proceso que se dio entre los indios que veían en el acceso de los blancos al control de sus cofradías y de los cargos directivos y administrativos, un peligro y hasta un agravio. Respecto del género femenino, se demuestra su participación e importancia en el interior de la cofradía, pues llegaron a conformar 60% de los cofrades totales, algunas de las cuales ostentaban el cargo de madres, con funciones de recaudadoras de limosnas y abastecedoras de mano de obra útil en el interior de la cofradía, una minoría incidentalmente llegó a ser mayordoma.

    La idea de conjuntar trabajos relativos a la Nueva España con aquellos referentes a otros virreinatos de la Corona española, como el del Perú y el del Río de la Plata, más uno en el Brasil en cuanto colonia lusitana, es justamente la de ofrecer puntos de comparación de la función social y la organización de las cofradías que, sin duda, reflejarán, en buena medida, la estructura social en una y otra parte del continente americano. Con esta idea se incluye el artículo de Lara Mancuso, cuyo análisis sobre las devociones y las cofradías de negros en el Brasil muestra que, en aquella colonia, se erigieron hermandades con carácter étnico que manifestaban la procedencia de las naciones africanas de sus miembros, otras las conformaban negros criollos o nacidos en América, esclavos o libertos; todas solían aceptar hermanos mulatos, aunque la tendencia era a la exclusividad negra. Al igual que en la Nueva España, en Brasil las cofradías se introdujeron en el siglo xvi para llegar a su auge en el xviii, aunque, a diferencia del caso novohispano, en Brasil, 80% de la población negra pertenecía a alguna cofradía.

    Mancuso destaca los factores identitarios, cohesionantes y el surgimiento de líderes como una de las funciones más relevantes de estas cofradías, aunque a la autora le interesa, fundamentalmente, determinar las principales devociones asociadas a santos negros, como San Benito de Palermo, santa Ifigenia y otros, incluyendo el culto a la Virgen de la Merced como promotora de la redención de cautivos y esclavos y, sobre todo, a la Virgen del Rosario, culto que en Portugal habían promovido los dominicos entre la población en general, mientras que, en Brasil serían los jesuitas los grandes difusores, advocación cuyo patrocinio se arrogaron los negros, arguyendo cierto acontecimiento milagroso y legendario en el cual la matrona tomó partido por los morenos, grandes bailarines y músicos, estableciéndose una relación recíproca entre el numen y los fieles de color.

    En este sentido, Lara Mancuso avizora las fiestas y la elección de reyes y reinas negros que participaban en eventos religiosos y civiles como un campo semántico con profundos significados sociales, tanto prototípicos del sistema colonial, en el cual los negros ocupaban el escalón más bajo, como de la propia patria africana; para esto, la autora se basa, en buena medida, en grabados de artistas no ibéricos que ilustran la parte festiva más espectacular de las cofradías de esclavos y horros (libertos) en el Brasil decimonónico, en éstos descubre la suntuosidad del ceremonial, donde los cofrades erogaban buena parte de los ingresos de la hermandad, además de los atuendos espectaculares, la lucha a veces encarnizada por la preeminencia

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