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Por las sendas del temor: Una antología para viajar por los infoernos novohispanos
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Libro electrónico736 páginas12 horas

Por las sendas del temor: Una antología para viajar por los infoernos novohispanos

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Relatos de clérigos y diferentes congregaciones sobre el Infierno
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
Por las sendas del temor: Una antología para viajar por los infoernos novohispanos
Autor

errjson

Lingüista, especialista en semántica, lingüística románica y lingüística general. Dirige el proyecto de elaboración del Diccionario del español de México en El Colegio de México desde 1973. Es autor de libros como Teoría del diccionario monolingüe, Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos, Lengua histórica y normatividad e Historia mínima de la lengua española, así como de más de un centenar de artículos publicados en revistas especializadas. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el Bologna Ragazzi Award (2013). Es miembro de El Colegio Nacional desde el 5 de marzo de 2007.

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    Por las sendas del temor - errjson

    BIBLIOGRAFÍA

    AGRADECIMIENTOS

    Dedicar un libro sobre el infierno a alguien en especial me pareció de muy mal gusto y por ese motivo sólo deseo manifestar mi profundo agradecimiento a todas aquellas personas que de alguna manera contribuyeron a llevar a feliz término esta antología, especialmente a la doctora Inés Herrera Canales, quien desempeñara el cargo de directora de la Dirección de Estudios Históricos del INAH vaya para ella mi agradecimiento por su apoyo, confianza y comprensión.

    Agradezco de igual forma la ayuda que me brindaron los compañeros y amigos de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia y principalmente al señor Genaro Díaz, quien gracias al conocimiento que tiene de los acervos de la biblioteca, agilizó la localización y el préstamo de los materiales.

    A la señora Maricela Jarvio y a Efraín Hipólito, responsables del departamento de cómputo de la Dirección de Estudios Históricos, por su valiosa y paciente ayuda en el manejo de la computadora, ese aparato infernal que no he podido domesticar.

    A la doctora Nuria Salazar y al señor Hugo Vargas por su detallada lectura y sobre todo por sus valiosos comentarios que contribuyeron a mejorar enormemente el texto.

    Un agradecimiento especial a la señora Dolores Dalhaus, excelente fotógrafa, quien amablemente me obsequió la imagen que ilustra la portada del libro.

    A mis adoradas hijas, nietos y a mis amigos y compañeros. A todos gracias por su apoyo y cariño.

    beneficiobeneficio

    INTRODUCCIÓN

    Antes de emprender el recorrido por las sendas del temor se hace necesario informar al lector que uno de los objetivos de esta antología consistió en confirmar la existencia no de una, sino de diferentes visiones en torno al Infierno que formaron parte de la mentalidad y del imaginario novohispanos desde la época de la Conquista y durante el periodo virreinal. Para tal efecto se seleccionaron diversos relatos contenidos en fuentes que redactaran autores religiosos en épocas diferentes y persiguiendo fines de diversa índole y en los cuales, no obstante esta diversidad, el humano temor a lo desconocido hace las veces de hilo conductor que permite unificar a las fuentes.

    Una de estas visiones es la que quedó registrada en los relatos que realizaron los cronistas con miras a informar a las autoridades civiles y religiosas, tanto hispanas como novohispanas, acerca de todo lo concerniente al desarrollo de la evangelización. Se puede decir que su importancia no sólo radica en que a partir de esas descripciones se fue configurando la visión de las culturas prehispánicas, sino también dichas descripciones contribuyeron a justificar la labor evangélica, amén de servir de apoyo para exaltar el triunfo del cristianismo sobre la idolatría.

    Además de las crónicas se consideraron otras visiones infernales que los religiosos europeos, pertenecientes a diferentes órdenes y congregaciones religiosas, así como otros miembros del clero secular, incluyeran en obras tales como las compilaciones de ejemplos o exempla y en los libros de meditación, fuentes que, en aras de la secularización de las costumbres fue necesario rescatar de los añejos y olvidados fondos conventuales con el fin de ponerlas al alcance del lector interesado no especializado.

    La misión de esas descripciones, al igual que la de numerosos textos de carácter doctrinal que llegaron a la Nueva España procedentes de la metrópoli, consistió en consolidar la hegemonía eclesiástica fracturada tiempo atrás por la Reforma luterana, promoviendo y difundiendo por medio de la predicación, un conjunto de creencias, prácticas religiosas, ascéticas y normas morales que por haber sido severamente criticadas por los protestantes, fueron defendidas y avaladas entre 1545 y 1563 por la Iglesia contrarreformista en el Concilio de Trento.

    Para tal efecto, en los relatos contenidos en las compilaciones de ejemplos o exempla se advierte a los fieles de los peligros del pecado y de la muerte repentina o muerte sin sacramentos y fuera del amparo de la Iglesia, peligro que según la doctrina, se podría conjurar gracias al sacramento de la confesión cuya importancia radica en que tiene la facultad de perdonar los pecados cometidos después del bautismo. En tanto que en los libros de meditación, inspirados en los temas y métodos propuestos por san Ignacio de Loyola en los ejercicios espirituales, se incluyeron detalladas descripciones por demás barrocas y espeluznantes que giran en torno a los tormentos que aguardan a los pecadores en el Infierno.

    En virtud de los orígenes y fines diversos de las fuentes, iniciaremos nuestro recorrido con las crónicas religiosas de la conquista espiritual para continuar y finalizar con los ejemplos o exempla contenidos en las compilaciones y con las reflexiones de los libros de meditación. Cabe mencionar que la importancia de estos dos últimos textos radica también en que sirvieron de fuente de inspiración para los autores novohispanos.

    LAS CRÓNICAS RELIGIOSAS DE LA CONQUISTA ESPIRITUAL¹

    En el transcurso de los siglos XVI al XVIII fueron llegando al territorio novohispano varios grupos de religiosos de las distintas congregaciones para evangelizar a la población aborigen que habitaba a lo largo y ancho del territorio. Con estos grupos llegaron los cronistas de cada orden, cuya misión consistiría, como hemos mencionado, en informar a las autoridades civiles y religiosas, tanto de la metrópoli como de la Nueva España, de todo lo relacionado con el desarrollo de la evangelización.

    En virtud del carácter informativo de las crónicas, las múltiples y variadas escenas infernales que los autores religiosos incluyeron en sus escritos no respondieron a fines doctrinales, sino a la necesidad de justificar la labor evangélica y la violencia de las guerras de conquista, al tiempo de exaltar el triunfo del cristianismo.

    Como herederos del saber medieval, los cronistas concibieron la conquista militar y, de manera especial, la conquista espiritual como una lucha tenaz y cotidiana entre el bien, representado por los religiosos, portadores de la luz de la palabra divina y el mal o Demonio, quien, mediante engaños, mentiras, falacias y otras artimañas había mantenido a los aborígenes sumergidos por largo tiempo en las tinieblas de la idolatría y alejados de los caminos de Dios.

    El triunfo del bien en esa lucha, además de permitir a la Corona española aumentar el número de sus vasallos, haría posible arrancar de las garras de Satanás a un buen número de almas para engrosar las filas de creyentes, fieles a la Iglesia, y de esta forma consolidar la unidad en la que por siglos se había cimentado el poder eclesiástico.

    Fue a través de las escenas infernales y de la presencia del Demonio en la Nueva España como los cronistas se explicaron la existencia de ese mundo tan distinto al occidental, el origen de sus habitantes y de sus prácticas idolátricas, amén de utilizarlas como una forma de culpar al Demonio de todos los tropiezos y calamidades que obstaculizaban la labor evangélica, y como una forma de destacar los triunfos obtenidos por sus respectivas órdenes gracias al trabajo y a la lealtad de sus miembros.

    EL MUNDO PREHISPÁNICO. UN INFIERNO EN LA TIERRA

    Para justificar la conquista espiritual y al mismo tiempo explicarse el origen de los moradores del mundo prehispánico y de sus prácticas idolátricas, los cronistas partieron de la Biblia, texto en el que se asegura que la idolatría y el paganismo, por alejar a los hombres de Dios y de su doctrina, se consideraban prácticas pecaminosas inspiradas por el Demonio.² Como parte de esas prácticas resultaba preciso también erradicar la magia, la hechicería, la superstición y otras falsas creencias, puesto que en los tiempos bíblicos habían sido causantes de la división del pueblo elegido.³

    Con base en dichas afirmaciones aseguraban que los aborígenes ejercitaban esas prácticas puesto que se les consideraba descendientes de aquellos grupos idolátricos que después de la construcción de la Torre de Babel y de la confusión de lenguas, se habían dispersado por el mundo en busca de tierras fértiles para su sustento.⁴ Algunos cronistas, como el padre Las Casas, afirmaban que los nativos de las tierras recién conquistadas —a semejanza de la humanidad entera—, como descendientes de Adán, eran herederos del pecado original, de ahí que a juicio de algunos religiosos los indígenas fueran doblemente pecadores y almas seguras para el Averno; sin embargo, para el padre Las Casas, defensor de los aborígenes, también eran merecedores de los méritos de la redención de Cristo.⁵

    En virtud de tan pecaminosas herencias inspiradas por el mismísimo Demonio, a los ojos de los evangelizadores el mundo prehispánico se presentó como uno sumergido en las tinieblas, pleno de engaños y mentiras, una especie de sucursal del Infierno en la Tierra en donde Satanás, como amo y señor, junto con sus secuaces, los diablos, habían sentado sus reales desde tiempos inmemorables.

    Según la doctrina, las falacias con las que el Demonio había engañado no sólo a los aborígenes, sino que las seguía utilizando para engañar a la humanidad entera, representaban el medio a través del cual se vengaba de la divinidad por haberlo lanzado a las profundidades del Averno, en castigo de su soberbia cuando quiso ser semejante a Dios. Para satisfacer esa sed de venganza, desde el momento mismo de su caída, la misión de demonios y diablos consistiría en deambular por el mundo de los vivos para engañar a los hombres y alejarlos de los caminos del Señor, con el fin de privarlos de los beneficios de la redención de Cristo y, de esta forma, hacerlos partícipes de aquel castigo eterno.

    En las crónicas, los testimonios de la presencia de Satanás y su corte son múltiples y todos ellos identifican su poder y su culto con la idolatría de los naturales. Hay largas y elocuentes descripciones de ídolos de aspecto por demás monstruoso con que los aborígenes representaban a sus dioses, otras más en torno a las construcciones monumentales, templos o casas de sus dioses, así como la de los sangrientos sacrificios humanos y otras prácticas rituales propias de los aborígenes que, según los religiosos, Satanás demandaba como muestra de adoración y de lealtad; a juicio de los escritores, todo ello testimonio más que suficiente para confirmar la presencia del culto diabólico, en especial el que los naturales rendían a Lucifer bajo la advocación de Huitzilopochtli.

    Algunos cronistas aseguraban que las representaciones de los dioses prehispánicos se asemejaban a la fauna que la Iglesia medieval había satanizado y dentro de la cual se contaban aquellos animales que en la Biblia se consideraban impuros, al lado de los cuales estaban aquellos que las culturas paganas, como egipcios y sumerios habían utilizado para representar a sus dioses. Se contaban asimismo insectos, reptiles y aves que brujos, magos y hechiceros habían empleado en la Edad Media para llevar a cabo sus artes maléficas, y todo un enjambre de seres imaginarios de aspecto fantástico y por demás monstruoso salido especialmente de las páginas de bestiarios y enciclopedias medievales inspiradas no sólo en los textos de la antigüedad clásica, sino también en los libros de viaje de la época como el de Marco Polo, conocido también como Libro de las maravillas.

    Leones, tigres, gatos, perros, águilas, búhos, arañas, tarántulas, alacranes, sapos, lagartijas, culebras, dragones, basiliscos, gorgonas y múltiples seres más a los que la Iglesia medieval había otorgado una función cualitativa y moral, vinculada con las tinieblas del mal, fueron utilizados para simbolizar la fealdad del pecado y conformar el tenebroso Averno como ministros de Satanás, donde tenían que cumplir una misión: atormentar a los condenados por toda la eternidad.

    De acuerdo con los cronistas en ese Infierno en la Tierra, Satanás, como amo y señor pedía el culto a sus ministros, es decir, a los dioses prehispánicos mediante sacrificios humanos, ajenos a la voluntad de Dios, y como muestra de adoración y lealtad demandaba también la construcción de enormes e imponentes templos que lo acercaran a las alturas del cielo de donde había sido lanzado a causa de su soberbia, pecado que, de acuerdo con la doctrina, había dado origen al Infierno y a sus verdugos.¹⁰

    LA EVANGELIZACION. UNA LUCHA ENTRE EL BIEN Y EL MAL

    A su llegada a la Nueva España religiosos y cronistas, como herederos del saber y de la mentalidad medieval, concibieron las tierras recién conquistadas como un lugar sin fronteras, fluctuante entre lo real y lo imaginario, entre lo terreno y lo divino y como un sitio habitado por santos y demonios en donde se entablaría una lucha tenaz y cotidiana entre el bien y el mal, semejante a la que el creyente debía entablar en su conciencia entre la virtud y el pecado.

    En esa lucha, el bien estaba representado por los evangelizadores, quienes unirían sus esfuerzos con aquellos santos que los auxiliaban para erradicar las viejas costumbres idolátricas propias de los naturales, llevando a ese mundo, antaño en tinieblas, la luz del evangelio y de esta forma arrancar de las garras de Satanás a un buen número de almas para conducirlas al reino de los cielos. Por otra parte estaba el mal que los cronistas no sólo identificarían con los cultos idolátricos, sino también con el Diablo individual que los religiosos habían transportado a la Nueva España. La imagen de ese Diablo correspondía a la de un macho cabrío o también a la de un animal de aspecto felino dotado de cuernos, largas uñas y cola bifurcada en forma de tridente, representación que se utilizó en la Edad Media para simbolizar el mal moral, amén de los múltiples disfraces a los que, según algunos relatos, Satanás recurría no sólo para desvirtuar u obstaculizar la labor evangélica, sino también para engañar a los mortales y alejarlos de los caminos del bien.¹¹

    Según cuentan los cronistas, el Diablo, disfrazado de ángel de luz, santo, miembro de la corte celestial e incluso del mismo Jesucristo, o bien, de autoridades terrenas como el indio principal o cacique, pretendía, en primer lugar, impedir la propagación del bautismo, por ser el sacramento mediante el cual los aborígenes se comprometían a abandonar sus añejas y pecaminosas costumbres idolátricas inspiradas por Satanás e ingresaban a la Iglesia, como miembros de la milicia de Cristo, y a la cultura occidental, como fieles vasallos de la Corona española. Otro blanco de esos seres infernales no menos importante, lo constituyó la confesión, sacramento en el que, afirma la doctrina, se encierran las llaves de la inmortalidad y de la gloria, puesto que tiene, hasta la fecha, la facultad de perdonar todos los pecados cometidos después el bautismo y restablecer no sólo la gracia o amistad con Dios, sino también los lazos que vinculaban al hombre con la divinidad, fracturados a causa del pecado. Sin embargo, tras esta promesa de salvación, inmortalidad y gloria se encerraba un instrumento de vigilancia y control que le permitió a la Iglesia incursionar en las vidas privadas y conciencias, normar conductas y comportamientos, con el fin de consolidar su hegemonía.

    Múltiples y variadas son las referencias en las crónicas en torno a las artimañas a las que recurrió el Demonio para desvirtuar el valor de esos sacramentos y para obstaculizar la propagación de la palabra divina en las tierras recién conquistadas. Ataviado de alguno de sus diversos disfraces solía aparecerse a caciques y a indios principales, ambos dirigentes de pueblos y comunidades, o bien, a otros personajes como sacerdotes, hechiceros, curanderos y magos quienes, en virtud de sus poderes, tenía la facultad de manejar, de alguna manera, la vida y la muerte de los naturales. A todos ellos los amenazaba con enfermedades, epidemias, hambrunas y con la presencia de catástrofes como temblores o inundaciones, con el fin de que convencieran a su gente a volver a la idolatría, mientras que en otras ocasiones les prometía la conservación de sus poderes mágicos y sobrenaturales y junto con estos, la juventud eterna.¹²

    Mientras que hacia la segunda mitad del siglo XVI y primera del XVII la evangelización se consideraba como un hecho consumado en algunas partes del Altiplano Central del reino novohispano, en los pueblos norteños de la llamada Gran Chichimeca, habitados por grupos nómadas a los que se les consideraba salvajes sin gobierno y sin ley, se descubrían ricos yacimientos de oro y de plata, motivo que a juicio de la Corona española, resultaba más que suficiente para emprender y justificar la Conquista. En virtud de las características de los pobladores de aquellas lejanas e inhóspitas tierras las artimañas y engaños del Demonio para obstaculizar la labor evangélica fueron un tanto distintas.

    Para llevar a cabo la Conquista se recurrió a diferentes medios como el establecimiento de misiones en las que se congregaría a la población aborigen para ser evangelizada. No menos importante resultaba la fundación de presidios y reales de minas que se destinarían a proteger y a explotar aquellos ricos yacimientos. En aras de tales descubrimientos en el lejano territorio norteño, la guerra justa se tradujo como la esclavización de los cautivos, quienes, una vez sometidos, serían vendidos para trabajar en aquellos reales.¹³ Sin embargo, por el carácter nómada de la población aborigen del norte, misiones, presidios y reales de minas eran abandonados y destruidos constantemente a causa de las frecuentes rebeliones y levantamientos de aquellos grupos que se negaban rotundamente a someterse a la esclavitud. Según relatos de algunos cronistas, detrás de estas manifestaciones de rebeldía estaba invariablemente la presencia del Demonio, personaje que también era el responsable de la violencia y de las atrocidades que los conquistadores habían cometido en esas tierras norteñas y que darían origen a la rebelión tepehuana.¹⁴

    Los cronistas del norte, jesuitas en su mayoría, además de registrar en sus escritos tales disturbios con los que a su juicio Satanás obstaculizaba la evangelización, nos relatan también otras artimañas de las que se valía el Demonio para impedir la propagación del evangelio. Según cuentan las crónicas ante la imposibilidad de engañar a una población nómada carente de gobierno y ley, los religiosos fueron el blanco preferido por el Demonio a quienes con frecuencia se les aparecía ataviado con alguno de sus múltiples disfraces para convencerlos de abandonar su labor, ya fuera insitándolos a regresar a sus lugares de origen o bien a que se establecieran en sitios menos inhóspitos en donde la conquista espiritual y militar se consideraba como un hecho consumado. Con tales apariciones se esforzaba, asimismo, mediante una y mil artimañas, en distraer a los religiosos con el fin de que se alejaran de la oración, de la meditación y de las prácticas ascéticas, como ayunos, flagelos, cilicios, vigilias, entre otros sacrificios que acostumbraban ejercitar para templar el cuerpo y fortalecer el espíritu y de esta manera salir triunfantes en su lucha contra el mal.

    Estos relatos se inspiraban en los ejemplos o exempla medievales en los que las tentaciones tenían un carácter individual, político y social, pero ante todo religioso y por ese motivo las víctimas del Demonio eran casi siempre las grandes figuras del cristianismo, como lo fueron los fundadores de órdenes religiosas, los reformadores y los defensores del dogma.¹⁵

    Al final de cuentas, en todas las crónicas de la conquista espiritual, en esa batalla entre el bien y el mal, la lucha del Demonio era vana y venía a simbolizar el esfuerzo tenaz de las culturas indígenas por mantener vivas sus tradiciones, sus costumbres y su propia identidad, mientras que la derrota y humillación de Satanás significaba el triunfo del evangelio y de los religiosos encargados de difundirlo, quienes, según el carácter informativo de las crónicas, lograron vencer al mal gracias a su fortaleza espiritual, pero ante todo, gracias a su lealtad incondicional a la Iglesia y a la Corona española, amén de contar con el auxilio de santos, vírgenes, arcángeles y otros miembros de la corte celestial y del uso de prácticas y símbolos cristianos como la señal de la cruz, y las candelas, el agua y el pan benditos, que la Iglesia había puesto a la disposición de los religiosos para que ahuyentaran a los demonios y salieran triunfantes del combate.

    ORÍGENES MEDIEVALES DE LOS EXEMPLA. ALGUNAS FUENTES PARA CONSTRUIR UN INFIERNO

    Desde los tiempos bíblicos, y a lo largo de la historia de la Iglesia católica, el Infierno se ha concebido como una forma de existencia en desgracia eterna que, según los testimonios de la revelación y de la tradición, amenaza a todos aquellos hombres que mueren alejados de Dios.¹⁶

    A partir del siglo XIII dicha creencia se difundió en el occidente europeo a través de los exempla, palabra que la Iglesia medieval heredó de la antigüedad clásica y que se traduce como ejemplos (exemplum, en singular), términos que habían sido utilizados por los romanos para designar a un conjunto de relatos de corta extensión, anónimos en su mayoría, que se transmitían mediante la palabra oral con el fin de exaltar un modelo de virtud que se proponía como un ejemplo a seguir.¹⁷

    En aquel siglo, la adopción y adaptación de esas anécdotas obedeció a la necesidad que tenía la Iglesia medieval de cimentar el poder eclesiástico, en peligro durante esa época a causa de diversos movimientos considerados heréticos, como el de los valdenses y albigenses, quienes negaban la utilidad de los sacramentos como medios de salvación. En aras de la defensa de esos rituales, en el siglo XIII se llevarían a cabo los concilios IV de Letrán, en 1215, y el II de Lyon, en 1245, en cuyas sesiones se defendería también la posición de la Iglesia sobre la eternidad de las penas del Infierno y de la condenación con la que se castigaría no sólo a paganos, herejes y cismáticos sino también a todos aquellas personas que murieran sin sacramentos.¹⁸

    Con el fin de combatir los peligros de aquellos movimientos heréticos, los miembros de las órdenes mendicantes, encargadas en ese tiempo de llevar a cabo la labor en los púlpitos, se dieron a la tarea de renovar la predicación introduciendo en sus sermones anécdotas ejemplares o exempla a través de las cuales se difundiría la doctrina del Infierno avalada en los concilios antes mencionados. Dichas anécdotas terminaban invariablemente con una moraleja destinada a despertar el temor del los fieles al castigo eterno, y de esta manera motivarlos a frecuentar los sacramentos, especialmente el de la confesión, cuya facultad, según la doctrina, radicaba en perdonar los pecados cometidos después del bautismo para que el creyente pudiera limpiar su alma y merecer la salvación eterna.

    Desde esa época y durante varios siglos más, la misión de los exempla consistió no sólo en alejar a los fieles de los caminos del mal, sino también en consolidar la hegemonía eclesiástica, al tiempo de reforzar la ortodoxia cristiana, amén de representar por su contenido, un instrumento de vigilancia y control. En aras de tales fines se recurrió al temor, ya fuera con fundamentos reales o ficticios.¹⁹ Por ese motivo las anécdotas ejemplares se saturaron de detalladas, sangrientas, macabras e incluso morbosas escenas que describían con lujo de detalle las penas con las que los verdugos infernales, de apariencia fantástica y monstruosa, atormentarían a los condenados por toda la eternidad.

    En apoyo a la predicación, las órdenes mendicantes y especialmente los dominicos, principales defensores del dogma y, en el mismo siglo, representantes del Santo Oficio, se dieron a la tarea de reunir un sinnúmero de ejemplos escritos en latín, el idioma culto de la época. En aras de la catequización de los fieles en tales compilaciones no sólo se incluían ejemplos sobre el Infierno, sino también en torno al Cielo y al Purgatorio. Cabe mencionar entre dichas obras la que realizara Tomás de Cantimprato hacia 1201­1262, la Leyenda dorada de Jacobo Lavoragine (1225-1298) y otra compilación anónima de un franciscano titulada Tabula exemplorum que data de 1277.²⁰

    Se puede decir que el Infierno descrito en los ejemplos medievales reunidos en tales compilaciones se fue construyendo a partir de la Escolástica,²¹mediante una síntesis y una selección minuciosa de aquellas escenas infernales contenidas en fuentes y tradiciones culturales paganas y cristianas, mismas que estarán también presentes en los ejemplos y meditaciones de la Iglesia moderna. Entre dicha selección cabe mencionar la concepción judeo-cristiana contenida en los Salmos del Antiguo Testamento en los que se alude a la existencia del Seol, sitio que de acuerdo con el texto bíblico era un lugar subterráneo y oscuro en forma de pozo en donde los gusanos, que recuerdan la putrefacción del cadáver, serían el lecho que aguardaría a los impíos para ser castigados por una eternidad.²²

    En el Nuevo Testamento el Gehnna sería el lugar de castigo que amenazaba a todos aquellos que no estuvieron dispuestos a la conversión y que rechazaron la salvación que Dios les brindaba; mientras que en los evangelios según san Mateo y según san Marcos, el Infierno se describe como un lugar tenebroso en donde los condenados serían atormentados por el fuego inextinguible, por constantes llantos y lamentos y por el crujir de dientes, así como por el gusano que no muere, símbolo del remordimiento inútil.²³

    San Juan en su Apocalipsis dotaría al Infierno de lo que podríamos llamar un paisaje cruel y macabro, al concebirlo como un lago de fuego y azufre eternamente encendido. Con el paso del tiempo, los escritores de exempla enriquecieron ese paisaje con una imaginería y una geografía por demás fantástica, inspirada en tradiciones egipcias y griegas principalmente.

    Para los egipcios el lugar de castigo quedó descrito en el Libro de los muertos como un sitio oscuro y con un hedor insoportable donde el amontonamiento, los llantos, los gemidos y la decapitación eran los tormentos, también había cuerpos atados a potros de tortura, encerrados en jaulas y quemados por feroces serpientes que escupían enormes llamas, devorados por un hipopótamo o el monstruoso Amit, animal con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león.²⁴

    No menos maloliente resultaba para los griegos el tenebroso Hades por donde, según la tradición, corrían alternadamente ríos de fuego y de agua helada como parte del castigo. En los ejemplos también es frecuente la alusión a la existencia de una caverna que llevaba al Infierno, semejante a la que se menciona en el viaje de Eneas y Virgilio en cuyo interior dichos personajes habían sido asaltados por monstruos alados, centauros, hidras, gorgonas y otros seres imaginarios propios de la mitología griega.²⁵

    Además de la Biblia y de estas fuentes y tradiciones, los escritores de ejemplos tomaron en cuenta otros textos propios de la cristiandad, algunos de ellos apócrifos como el Libro de Henoch, escrito en el siglo I a. C., que se refiere al viaje del patriarca a un lugar oscuro y tenebroso en el que se alternaban el frío y el calor y en cuyo interior pululaban los escorpiones que, según la Biblia, habían sido creados por Dios para aniquilar a los malvados, mientras que según las tradiciones de Oriente, simbolizaban los poderes oscuros e incluso la muerte.²⁶

    Entre otros textos de carácter apócrifo que inspiraron el Infierno medieval se cuentan La revelación de san Pedro, redactado entre los años 125 y 150 a. C., y el Apocalipsis de san Pablo, escrito entre el 240 y el 250 a. C.²⁷

    Durante los primeros cuatro siglos de la cristiandad la Revelación de san Pedro se consideró como un texto canónico que se leía anualmente a los fieles en las iglesias de Palestina con el fin de prepararlos para recibir dignamente el sacramento de la comunión. Su originalidad radicaba en esbozar una clasificación de las penas del Infierno que se relacionaba con la gravedad del pecado y por ese motivo se le consideró como un modelo a seguir para exponer los tormentos que sufrirían los condenados. En esta clasificación se aseguraba que los blasfemos serían colgados de la lengua y las mujeres adúlteras, de los cabellos, en tanto que los difamadores serían atormentados picándoles labios y ojos con un hierro incandescente.²⁸

    De gran popularidad gozaría también en la Edad Media el Apocalipsis de san Pablo, época durante la cual se hicieron múltiples resúmenes de dicho texto, ya que, además de ofrecer una clasificación de las penas y su relación con la gravedad de los pecados, se vislumbraba una distinción de las categorías sociales y por esta razón, las descripciones del Infierno desde la Alta Edad Media no sólo se utilizaron como una arma religiosa, sino también política y social. Las referencias que Dante hiciera en su Divina comedia de este texto son frecuentes, ya que el autor las manejó como un medio para mandar al Infierno a todos sus adversarios.²⁹

    En la Ciudad de Dios, san Agustín, entre otros escritos de los padres y doctores de la Iglesia latina, además de otorgar un carácter eterno a las penas del Infierno realizó una descripción del Demonio referida, más que a su apariencia física, a sus defectos morales y por ese motivo fue quien llamó perro al diablo pues, a juicio del santo, ese ser infernal poseía las mismas cualidades del animal, como son el buen olfato, símbolo de la animalidad, amén de permitirle rastrear a los pecadores y, como perro, podía encargarse de destrozar con sus afilados dientes los cuerpos de los condenados.³⁰

    Como hemos mencionado, en la Alta Edad Media las descripciones sobre el Infierno se utilizaron como un arma política y social. Dicha arma sería empleada en el siglo VI d. C. por el pontífice Gregorio Magno en sus Diálogos para mandar al Infierno a todos sus adversarios, entre los que se contaban los avaros e incómodos recaudadores de impuestos. Con el paso del tiempo esta obra cobró gran importancia y se convirtió en la base para la elaboración de la doctrina oficial del Infierno y en una referencia obligada en la literatura escatológica.³¹

    Desde los tiempos bíblicos, hablar del Infierno equivalía también a referirse al pecado, origen de todos los males de la humanidad ya que, según la doctrina, ocasiona la ruptura de los lazos que vinculan al hombre con la divinidad. Con base en tales afirmaciones, en el mismo siglo VI d. C. el pontífice Gregorio Magno realizaría una clasificación de aquellos pecados merecedores de las penas del Infierno en un código moral titulado Moralia, obra que obedeció a la necesidad de ayudar al florecimiento de la Iglesia medieval, dividida desde el siglo V a causa de las diferencias teológicas que terminarían por separar a sus miembros. El código se manejó asimismo como una forma de depurar la moral cristiana, dañada en ese entonces por las múltiples y nocivas costumbres introducidas por los germanos, francos, celtas, lombardos, entre otros grupos bárbaros que invadieron el occidente europeo tras la caída del Imperio Romano.³² La ley del más fuerte era el valor que prevalecía entre ellos. como parte de esa vida dominada por el instinto, la embriaguez, las grandes comilonas, el ejercicio de la justicia por mano propia, eran, entre otros, comportamientos frecuentes; sin embargo, por su importancia como medios de conservación y supervivencia, llegaban a tener un carácter ritual entre esos grupos.

    Para evitar que tales excesos proliferaran entre la cristiandad Gregorio Magno implementó una lista de pecados que era preciso perseguir y castigar, encabezada por las faltas que actualmente se conocen como pecados capitales a los que en ese entonces se les denominó vicios, y que no eran más que las viejas costumbres de la barbarie.³³

    En el transcurso de los siglos IV al X los monasterios constituyeron los centros de cultura, y fue en esos sitios en donde se escribieron numerosos relatos sobre el Infierno. Entre ellos, siempre fluctuantes entre lo maravilloso y lo supersticioso, se cuenta la Historia de Inglaterra, escrita entre 635 y 735 d. C. por Beda el Venerable, monje benedictino de origen sajón. Su obra, redactada con una intención pedagógica, gira en torno a cuatro visiones infernales mediante las cuales se advierte a los pecadores de los tormentos que les aguardarían si no cambiaban su conducta. En otras narraciones de la época se introdujeron al Demonio y a sus secuaces, los diablos como verdugos de las almas, así como escenas en torno a tentaciones y apariciones en las que diablos y demonios, tomando formas diversas, no siempre monstruosas, deambulaban por el mundo de los vivos para alejarlos de los caminos del bien. En tales apariciones el Diablo contaba con el permiso de Dios, pues a través de ellas no sólo se advertía a los fieles de los peligros del pecado al tiempo que les mostraba los caminos para vencer la tentación, sino que también se ponía a prueba la fidelidad que debían guardar a Dios y a su Iglesia.

    Según los relatos de la época, el blanco de esos seres infernales eran los eremitas que se retiraban al desierto para orar y meditar, mientras que en la segunda mitad de la Edad Media, cuando la política y la sociedad giraban alrededor de la religión y de la teología, las víctimas de Satanás eran, casi siempre, las grandes figuras del cristianismo, como fundadores de órdenes religiosas, reformadores y grandes defensores del dogma.³⁴

    Durante esos siglos proliferaron asimismo las historias de resucitados que informaban a los deudos del estado de las almas de sus difuntos y los relatos de viajes al Infierno protagonizados por monjes benedictinos y cistercienses de la abadía de Cluny. A través de esas narraciones se recomendaba a los predicadores ser severos en el púlpito y ante todo difundir el miedo al Infierno, pues más valía descender a éste en vida y no después de la muerte cuando ya no hubiera remedio. Una de estas descripciones se inspiraba en los Viajes de san Barandan, relato celta que se refiere al descenso al Infierno de un grupo de monjes interesados en que Judas, el apóstol traidor, les contara todo acerca de sus sufrimientos; en ese Infierno, a cada día de la semana correspondía un castigo distinto y el domingo, día en que Dios había descansado después de la creación del mundo, se suspendían los castigos.

    El relato dice a la letra:

    En la montaña que veis […] allí están el diablo Leviatán y sus servidores […] El lunes me clavan a una rueda y giro como el viento. El martes me extienden sobre un rastro y me cargan de piedras encima: ved cómo está mi cuerpo de agujereado. El miércoles estoy sumergido en pez, por eso he quedado tan negro como me veis, después me clavan en un espetón y me asan a la brasa como si fuera un trozo de carne. El jueves me arrojan a un abismo oscuro y helado, quedo congelado y creo que no hay tormento peor que ese espantoso frío. El viernes me despellejan, me salan y los demonios me atiborran de plomo y cobre fundido. El sábado me arrojan a un calabozo infecto, donde el hedor es tan inmenso que el corazón me saldría por la boca, incluso sin el cobre que me dan a beber y el domingo lo paso aquí, refrescándome.³⁵

    Relatos semejantes a éste, así como el de espeluznantes y macabros tormentos, junto con un paisaje y una imaginería por demás fantástica se desprendieron de las fuentes paganas y cristianas para construir un infierno que se difundiría a partir del siglo XIII a través de los exempla. Más tarde, en el siglo XV, con la invención de la imprenta, esas compilaciones serían traducidas a lenguas vulgares y, desde la celebración del Concilio de Trento y por casi dos siglos, constituyeron para la Iglesia moderna una importante fuente de inspiración, de la que partirán múltiples ejemplos y reflexiones en los que se apoyaría la difusión de la doctrina del Infierno.

    LOS EXEMPLA TRIDENTINOS Y POSTRIDENTINOS

    UN DISCURSO AL SERVICIO DEL SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN

    Hacia 1545-1563 un grupo de teólogos y moralistas reunidos en el Concilio de Trento iniciaba la Contrarreforma católica, movimiento destinado a combatir la Reforma protestante emprendida por Martín Lutero, quien, al negar la intervención de la Iglesia en la relación entre Dios y el hombre, había fracturado, desde tiempo atrás, la unidad en la que por siglos se había cimentado el poder de la Iglesia romana.

    Con el propósito de recuperar y mantener ese poder, teólogos y moralistas, inspirados en la escolástica y en el racionalismo cristiano, pensamiento instaurado por santo Tomás en el siglo XIII, se dieron a la tarea de sistematizar la doctrina de tal forma que permitiera reunir a los fieles bajo un mismo credo y bajo una sola cabeza, representada por el pontífice de Roma, y de esta forma combatir los principios del credo protestante.

    Los resultados de dicha sistematización se dieron a conocer en el occidente europeo a través del Catecismo romano, obra escrita en latín por Carlos Borromeo para uso exclusivo del clero y publicada en 1566.³⁶

    Con el propósito de vigilar y controlar el buen seguimiento en la enseñanza de la doctrina, Carlos Borromeo estipulaba en el Catecismo una detallada y estricta reglamentación en la que se contemplaban fuentes, temas, reglas y métodos de enseñanza que en adelante debían guiar la difusión de la doctrina y a la que habían de sujetarse escritores y predicadores.

    Según se afirma en el texto, dicha reglamentación obedecía a la necesidad de:

    Conservar la fe […] por haber en la Iglesia de Dios hombres perversos y engañadores [léase protestantes] de quienes valiéndose el tentador maligno pone todo su esfuerzo por pervertir a las almas incautas con errores contrarios a la verdad evangélica […] se ha de apartar a los fieles, mayormente a los de ingenio simple y rudo, de esas verdades resbaladizas y angostas, donde apenas se puede andar sin resbalarse […] que el predicador no extravíe sus pláticas fuera de aquellas cosas que son necesarias o en gran manera útiles para la salvación y muy útiles para la enseñanza del pueblo cristiano.³⁷

    Esas cosas necesarias y en gran manera útiles para la salvación y para la enseñanza del pueblo cristiano se encerraban en la frase del Evangelio que dice a la letra: Se vive para morir y se muere para vivir. A través de esta frase se justificaba el ejercicio de la doctrina puesto que equivalía a hacer de la vida una constante preparación para salvar el alma a la hora de la muerte. Según los ideólogos de Trento, tal preparación se traducía en una lucha constante en contra del pecado y de la tentación que debía iniciarse en el momento mismo en que el hombre ingresaba a la Iglesia católica por medio del bautismo, sacramento que, al limpiar la mancha del pecado de Adán o pecado original, lo convertía en miembro de la Iglesia y en soldado de la milicia de Cristo, al tiempo que lo comprometía no sólo a luchar contra el mal siguiendo siempre de cerca el ejemplo del Redentor, sino también a mantenerse fiel y bajo el amparo de la Iglesia.

    El sentido de esa lucha se derivaba de la visión que tenía y que sigue teniendo la Iglesia católica acerca del hombre. Tal visión sostiene que como ser creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre participa de una naturaleza espiritual o alma incorruptible y eterna, mientras que, como descendiente de Adán, es heredero de una naturaleza corporal, corruptible y perecedera. En virtud de esa dualidad, el hombre viene a representar el escenario microcósmico donde se desarrolla un combate entre dos entidades antagónicas: el bien o virtud, propia de la naturaleza espiritual, y su contraparte o pecado, inherente a la naturaleza corporal del individuo.³⁸

    Para auxiliar al soldado de Cristo en la batalla, la santa madre Iglesia había implementado un valioso y eficaz armamento compuesto por el escudo de la fe, en el que se contemplaban los principales dogmas de la doctrina, gracias a los cuales el creyente podría fortalecer el espíritu para vencer toda clase de tentaciones y herejías, amén de encerrar en sus principios el sentido de la lucha y la justificación de la doctrina. El armamento se complementaba con diversas obras o prácticas religiosas, morales y ascéticas a través de las cuales se enseñaba a los fieles cómo luchar y también a templar la carne pecadora con el fin de que pudieran salir triunfantes de la batalla y de esta manera merecer la inmortalidad y la bienaventuranza eterna. Entre estas prácticas se destacaba el bautismo por ser el sacramento mediante el cual el hombre ingresaba a la Iglesia, así como la confesión, cuya propiedad no sólo radicaba en perdonar los pecados cometidos después del bautismo para restablecer la gracia con Dios y abrir las puertas de la inmortalidad y de la gloria, sino también representó un instrumento de vigilancia y control que de alguna manera permitió a la Iglesia moderna consolidar su hegemonía.

    Según los teólogos de la Contrarreforma, el método más eficaz que debía emplearse en la enseñanza de fe y de las obras, es decir, de la doctrina, debía fundamentarse en el temor, sentimiento propio de la humanidad entera en todos los tiempos y culturas del mundo, puesto que en su seno se encerraba el soporte del poder y la posibilidad de manipular el miedo colectivo, factor que fue y sigue siendo un recurso de quienes ostentan la autoridad, amén de justificar el uso de la violencia.³⁹

    Con fundamento en el miedo, ya fuera a lo real o lo imaginario, y el humano temor a lo desconocido, la Iglesia tridentina y postridentina destacó, como parte del escudo de la fe, la importancia de un conjunto de reflexiones denominadas Novísimos o cuatro postrimerías del hombre: muerte, juicio, infierno y gloria cuya facultad, según la Iglesia, radicaba en el poder que tenía para alejar a los fieles del mal. Su valor como método de convencimiento se apoyaba en el Eclesiástico, texto bíblico en el que se afirmaba: Acuérdate de tus postrimerías y nunca pecarás.⁴⁰ De tal manera que a través del primer novísimo se recordaría a los fieles la omnipresencia de la muerte y su carácter irremediable e inesperado y la necesidad que tenían de estar preparados cristianamente en espera de su llegada, mientras que mediante el juicio se traerían a su memoria dos juicios: el individual o particular que, según creencias, tendría lugar en el interior de la alcoba del moribundo a la hora de la agonía, instante durante el cual se entablaría una lucha entre el bien y el mal, al tiempo de decidirse el destino final del alma: cielo o infierno. El otro se refería al juicio universal durante el cual Dios, como juez implacable, juzgaría públicamente a justos y pecadores. Tras este juicio, los pecadores serían lanzados sin remedio al Infierno en castigo de sus faltas, mientras que la gloria estaría reservada a los justos, quienes por haber seguido en su vida el ejemplo del Redentor gozarían de la bienaventuranza eterna al lado de su Creador.⁴¹

    Del manejo del miedo a través de los Novísimos nos habla el padre Diego Estrella, quien aconsejaba a los predicadores:

    Trate de la malicia de los pecados, de las penas y tormentos que a ellos suceden, de la memoria del juicio final, porque los hombres, según es grande la malicia humana, usan tan mal de la misericordia de Dios que de ahí toman alas para pecar; por eso se ha de inclinar más el pecador a los terrores y amenazas y a espantos que a las blanduras de la misericordia porque sin duda esta vía hará más provecho y refomará a los pecadores que es forzándolos a que dejen sus pecados espantándolos con la muerte, el juicio y el infierno.⁴²

    Teniendo en cuenta, por un lado, la frágil condición del hombre, siempre inclinada al pecado y por el otro, con base en el carácter convincente de estas reflexiones para alejar a los fieles de los caminos del mal, los Novísimos fueron temas obligados en la prédica cotidiana y dominical, así como en el adoctrinamiento y catequización de los fieles, al tiempo de constituir la columna vertebral de los afamados Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, brazo derecho de la Iglesia contrarreformista. No obstante, por su poder de convencimiento, de los cuatro Novísimos destacaron las reflexiones en torno a la muerte, en las que descansaba la justificación del ejercicio cotidiano o frecuente de la doctrina, y las del Infierno, a través de las cuales se exaltaba el valor del sacramento de la confesión, el medio eficaz destinado a preparar a los fieles para recibir este sacramento.

    Dicha preparación consistía en despertar en la conciencia un acto llamado de atrición o arrepentimiento, considerado imperfecto por estar motivado por el temor al castigo eterno y no por el dolor de haber ofendido a Dios, donde el confesor, como su representante en la tierra, tenía la facultad de otorgar el perdón por las faltas cometidas; por ese motivo, para los fieles la confesión era un bálsamo consolador, en tanto que era la única forma de restituir la esperanza de la salvación y calmar la angustia y el temor del miedo al Infierno.⁴³

    En virtud de la importancia que tenía la confesión como medio de salvación y como instrumento de vigilancia y control, los teólogos de Trento fundamentaron en el sacramento la moral tridentina, llamada también ciencia del obrar humano cuya facultad radicaba en que no sólo permitiría a la Iglesia incursionar en vidas privadas y conciencias para configurar la vida cristiana de los fieles, sino también para normar conductas y comportamientos y de esta manera cimentar el poder eclesiástico. Por tales motivos, el tercer novísimo, es decir, el Infierno, a través del cual se justificaba la necesidad que tenían los fieles de acudir al confesionario, dio origen a un sinnúmero de ejemplos que los jesuitas, principales promotores del dogma, se dieron a la tarea de reunir en varias compilaciones, entre las que se pueden mencionar: El itinerario historial, del padre Alonso Andrade, texto publicado en 1647; La suma de ejemplos de vicios y virtudes, del padre Alejandro Faya en 1680, y la Luz de verdades católicas, del padre Juan Martínez de la Parra, obra de la que se hicieran 24 reimpresiones entre 1690 y 1788, razón por la cual se puede considerar como un best seller de la época.⁴⁴

    Algunos de los múltiples y variados ejemplos contenidos en estas compilaciones fueron el resultado de una reinterpretación, recreación o bien, adaptación de los ejemplos medievales que los dominicos habían reunido en distintas compilaciones escritas en latín y que habían sido traducidas a lenguas vulgares para difundirse por todo el mundo católico gracias a la invención de la imprenta. A estos ejemplos de inspiración medieval en breve se sumarían otros más propios de la Iglesia moderna en los que se introdujeron algunos cambios tendientes a adecuar ejemplos y meditaciones a los requerimientos que la Iglesia moderna demandaba. Se puede decir que tales cambios se manifiestan en el abandono de los textos apócrifos de san Pedro y san Pablo, en los que las penas del Infierno tenían una relación con la gravedad de las culpas. La Iglesia moderna se fundamentará, en cambio, en el racionalismo cristiano, pensamiento instaurado por santo Tomás en el siglo XIII y adoptado por los teólogos y moralistas de Trento en el siglo XVI como la teología oficial de la Iglesia. Conforme a dicho pensamiento, las penas de infierno se relacionan con los cinco sentidos corporales a través de los cuales el hombre había ofendido a Dios. Otros cambios se manifiestan en la intención y en los personajes que protagonizan los ejemplos, como adelante veremos.

    Santo Tomás había desarrollado en el racionalismo cristiano lo que bien podría llamarse una teoría del conocimiento, conforme a la cual los cinco sentidos del hombre: vista, tacto, olfato, gusto y oído, por estar en contacto con el mundo exterior que los rodea, representaban las vías a través de las cuales penetraba todo conocimiento y por ese motivo se les consideraba como las puertas de entrada que daban acceso a la fe, pero también al pecado.⁴⁵

    Considerados estos principios, en los ejemplos y reflexiones de la época se describe un Infierno en el que los condenados no sólo serían castigados atendiendo a la gravedad de sus faltas, a semejanza de los exempla medievales, sino ante todo se atormentarían aquellos sentidos corporales con los que habían ofendido a Dios. Por otro lado, santo Tomás en su pensamiento justificaba el ejercicio del poder y fue a partir de esa justificación que el lugar de eremitas, monjes y frailes, antaño protagonistas de los ejemplos medievales y víctimas de la acción de Satanás, fue ocupado por los miembros de la nobleza y de las élites urbanas, principalmente laicas. Se puede decir que ese cambio fue también el resultado de una concepción distinta del hombre y su entorno, propiciada en el siglo XV por la invención de la imprenta y más tarde por el mercantilismo y por los grandes descubrimientos geográficos, hechos a partir de los cuales la acción del Demonio se dirigirá principalmente a los grandes directores de masas y a otros grupos de poder.⁴⁶

    En los ejemplos de la época se introdujeron severas críticas a los principios estipulados por el mercantilismo, como eran la acumulación de metales preciosos y de dinero entre otros bienes materiales. A partir de estos principios, los grupos hegemónicos se convirtieron en el blanco y protagonistas de los ejemplos a través de los cuales se denunciaban los vicios más frecuentes de la época, al tiempo de utilizarse como una forma de advertir a los fieles de los peligros del pecado mediante aquellos comportamientos individuales que se consideraban pecaminosos. De hecho esas críticas más que dirigirse a su poder ponían en tela de juicio su riqueza pues, según se afirmaba en la doctrina, en la riqueza se encerraba la fuente y origen de todos los vicios, de las costumbres corruptas y de todos los males ya que en múltiples ocasiones las grandes fortunas habían sido mal habidas, fruto de la avaricia, de la usura, del soborno, de la sed de poderío y de lucro ilimitado y por ese motivo representaba un impedimento para entrar a la gloria.

    Tampoco hay que olvidar que el cristianismo nació como una doctrina dirigida a los pobres y desposeídos, a quienes se les prometía una vida mejor más allá de la muerte, gracias a la posesión de bienes espirituales; de ahí que se despreciara el atesoramiento de la riqueza. Tal desprecio quedó de manifiesto en las palabras del Evangelio en las que se asegura que es más fácil que el camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos o bien, aquel sermón que conforme a la Biblia el apóstol Santiago había dirigido a los ricos augurándoles su condenación eterna: ¡Oigan esto, ustedes los ricos! Lloren y griten por las desgracias que van a sufrir.⁴⁷

    De acuerdo con dicha doctrina, entre esas desgracias que aguardaban a los ricos estaba el Infierno, sitio que, según los ejemplos, estaba repleto de reyes, reinas, ministros de la Real Hacienda, prestamistas, comerciantes, abogados, bachilleres, letrados, militares de altos rangos y, desde luego, pontífices, padres provinciales, priores y prioras, entre otros distinguidos personajes de las élites, a quienes en virtud de sus grandes fortunas era necesario vigilar y controlar. Todos ellos habían ido a parar a las llamas del Averno por haber abusado del poder y de la soberbia, mientras que a otros se les acusaba de falso juramento, de embriaguez, gula y murmuración, de usura, avaricia, envidia, lujuria, entre otros pecados capitales. Muy caro pagarían también todos aquellos que habían asistido a diversiones profanas, como saraos, óperas y comedias, así como a los que habían leído libros prohibidos y jugado a los naipes y otras costumbres consideradas vanales por la moral de la época y en especial las de aquellas distinguidas damas de las élites, quienes con sus afeites, perfumes, escotes y deslumbrantes joyas habían provocado la lujuria de los hombres y ocasionado con la coquetería la condenación eterna, propia y ajena.⁴⁸

    Para evitar ese castigo, en los ejemplos de la Iglesia moderna se recordaba a los miembros de esos poderosos grupos los deberes que tenían que cumplir como miembros de la milicia de Cristo; de tal forma que mediante constantes apariciones el Demonio les advertía que frecuentaran el sacramento de la confesión y que no callaran ningún pecado por vergüenza. Les aconsejaba también que no deberían dilatar la confesión para la agonía, instante que el cristianismo del barroco había traducido como el último combate contra el mal, en tanto que conforme al racionalismo cristiano en esos momentos los sentidos y la razón estaban alterados a causa de la enfermedad y por la llegada inminente de la muerte. Por ese mismo motivo, mediante dichas apariciones se les recordaba la necesidad que tenían de redactar oportunamente el testamento, es decir, mientras se gozara de sana razón puesto que el documento se consideraba como un pasaporte a la vida eterna y como un acto de justicia para con Dios, para con la Iglesia, para con el prójimo y para con uno mismo. En aras de tales requerimientos no podían faltar en el testamento cuantiosas sumas destinadas a restituir lo mal habido, otras más para la Iglesia no sólo en calidad de limosnas, capellanías o bien obras pías, sino también para cubrir los altísimos costos de las lujosas exequias o ceremonias fúnebres a través de las cuales, además de cumplir con los rituales que demandaba la Iglesia con la llamada sepultura eclesiástica —la preparación del cadáver, el duelo, el cortejo, la misa de cuerpo presente y la sepultura al interior de templos y conventos— se moralizaría a los deudos y a los fieles vivos trayendo a su memoria el recuerdo del primer novísimo, es decir, la muerte.

    Con la finalidad de dar cumplimiento a los rituales estipulados en la sepultura eclesiástica, entre esos legados de gran importancia resultaba también contemplar otras cuantiosas sumas destinadas a la celebración de sufragios, responsos y cabos de año que se ofrecían por la salvación del alma del difunto en los aniversarios de su muerte.

    Según los ejemplos, en caso de infringir alguna de estas normas, el Demonio volvía a aparecer ante los miembros de las élites para amenazarlos con llevarse sus almas al Averno, donde compartirían con él el castigo eterno. A partir de la teoría del conocimiento de santo Tomás, los castigos con los que se atormentarían los cinco sentidos se describen en los exempla y en los libros de meditación mediante escenas grotescas, macabras e incluso morbosas, algunas de las cuales se inspiraban en las sangrientas narraciones contenidas en los ejemplos y crónicas medievales, mientras que otras más se derivaban de los escritos apócrifos de san Pedro y san Pablo, así como en las dantescas escenas descritas en la Divina comedia. De ahí que los ejemplos y reflexiones de la época abunden en escenas sobre el sufrimiento del cuerpo ya que de esa forma se tendía una línea entre la vida presente del fiel y su posible destino después de la muerte. Por otra parte, para la Iglesia católica el miedo no sólo encerraba una imagen sobre el sufrimiento después de la muerte, sino también representaba un medio para defender la virtud y una prueba para mantenerse apartado de los embates del Demonio. Representaba, asimismo, una manera de mover a los fieles a ejercitar los trabajos y asperezas de la penitencia, puesto que el miedo provocaba que el creyente despreciara todo aquello que le perjudicaba y de esta forma se sometiera a las disciplinas que la Iglesia le ofrecía para salvarse, entre las cuales, de vital importancia, resultaba la confesión.⁴⁹

    En virtud del carácter violento y sanguinario de las descripciones que nos ofrecen los ejemplos de la época, bien podrían considerarse como el antecedente directo de la nota roja plasmada en la prensa decimonónica, o bien, en los diarios contemporáneos cuyos encabezados son semejantes a los que anteceden a los ejemplos de la Iglesia moderna, como son: ¡Suceso funesto! ¡Admirable y espantoso caso! ¡Violenta visión! ¡Caso extraordinario y horroroso!, entre los más frecuentes. Tras esos encabezados, tendientes a despertar hoy como ayer la curiosidad y el morbo de lectores y oyentes, se encerraban múltiples descripciones del Infierno, mismas que a juicio de los escritores de ejemplos eran el fruto de sueños, revelaciones, éxtasis y arrebatos y otros estados de trance más, así como de visiones de santos y viajes al infierno guiados por ángeles, semejantes a los de los que antaño realizaran los monjes benedictinos y cistercienses, entre otras visiones a las que la Iglesia medieval había otorgado un valor histórico con el fin de apoyar la veracidad del dogma.

    En cambio, para la Iglesia moderna tales visiones representaban tan sólo un instrumento de persuasión y un remedio universal destinado a fomentar la fe, a poner freno a la vida licenciosa de los fieles y a engrosar las filas de religiosos, a quienes, por su muy humana inclinación hacia la vida mundana, se les aconsejaba que reformaran sus costumbres y dedicaran su vida entera a Dios.⁵⁰

    Atendiendo a estos fines, al relajamiento de las costumbres y a los requerimientos hegemónicos que la Iglesia tridentina y postridentina demandaba, los predicadores estaban obligados a incluir en sus sermones cotidianos ejemplos en torno al Infierno puesto que, según afirmaba la Iglesia, en su contenido estaba:

    El remedio más eficaz que pudieran tener para refrenar la mala vida de los pecadores [léase protestantes, disidentes y religiosos de malas costumbres] es que bajen al Infierno y consideren sus penas […] el pensar en ello los amedrenta tanto que no hacen caso de los deleites y entretenimientos […] recordar que todos y cuantos castigos hay y puede haber en el mundo son todos juntos, mínima parte respecto a aquel sin número de penas que hay en el Infierno.⁵¹

    En cumplimiento de esta misión, en breve cruzarían el Atlántico aquellas compilaciones de ejemplos que realizaran los jesuitas tiempo atrás, para distribuirse en las bibliotecas de conventos, seminarios y colegios que las diferentes órdenes y congregaciones religiosas, así como el clero secular, fundaran a lo largo y a lo ancho del territorio novohispano con el fin de preparar a un buen contingente de escritores y predicadores españoles y criollos, quienes se encargarían de propagar la doctrina del infierno entre los moradores de las principales ciudades del reino y, en especial, entre los grupos de poder a través de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola.

    SU DIFUSIÓN EN LA NUEVA ESPAÑA

    Hacia 1585, el entonces arzobispo de México don Pedro Moya de Contreras convocaba y presidía el III Concilio Provincial Mexicano para dar a conocer al clero novohispano la doctrina oficial de la Iglesia moderna sistematizada y avalada en el Concilio de Trento. Para tal efecto y con el propósito de conservar la pureza de la doctrina, desde esa fecha y durante casi dos siglos fueron llegando a la Nueva España, procedentes de la metrópoli un sinnúmero de textos de carácter doctrinal entre los que se contaban las compilaciones de ejemplos del Infierno a las que nos hemos referido, textos a partir de los cuales se llevaría a cabo en la Nueva España la difusión de la doctrina del Infierno, al tiempo de servir de fuente de inspiración para los autores novohispanos.

    En la Nueva España, al igual que en el occidente europeo, tales ejemplos se convirtieron en la pieza obligada en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, siempre frecuentados por las acaudaladas élites urbanas españolas y criollas, así como en las lecciones de catequesis y en la predicación que los religiosos españoles y criollos, asentados en las principales ciudades del reino y representantes de las élites letradas, llevaban a cabo entre la feligresía, mayoritariamente analfabeta, que acostumbraba asistir a las distintas ceremonias que se celebraban en los templos y conventos que las diversas órdenes, congregaciones y clero secular habían establecido en el reino. En esos sitios los religiosos organizaban la prédica siguiendo de cerca los tiempos litúrgicos: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés y Epifanía, tiempos durante los cuales el sermón giraba en torno a los Novísimos de la muerte y del Infierno. Mediante el primero, es decir, sobre la muerte, se exaltaba su carácter omnipresente e inesperado al tiempo de recordar a los oyentes la necesidad que tenían de prepararse cristianamente para salvar su alma luchando contra el mal; mientras que a través del sermón del Infierno se les advertía de los peligros del pecado cuya gravedad, desde los tiempos bíblicos, no sólo radicaba en ocasionar la ruptura de los lazos que vinculaban al hombre con la divinidad, sino también ponía en peligro la unidad que ha requerido la Iglesia desde sus orígenes hasta nuestros días como

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