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HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO.: ANTECEDENTES IBÉRICOS. TOMO I / VOLUMEN 2
HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO.: ANTECEDENTES IBÉRICOS. TOMO I / VOLUMEN 2
HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO.: ANTECEDENTES IBÉRICOS. TOMO I / VOLUMEN 2
Libro electrónico761 páginas12 horas

HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO.: ANTECEDENTES IBÉRICOS. TOMO I / VOLUMEN 2

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En este segundo volumen de la Historia de la Iglesia en México son abordados los antecedentes ibéricos del cristianismo mexicano. Se busca conocer cómo se fue desarrollando el cristianismo en la península Ibérica, desde la Antigüedad y la Edad Media, y que nos llega con los militares y religiosos que realizaron la conquista militar y espiritual de
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9786074176742
HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO.: ANTECEDENTES IBÉRICOS. TOMO I / VOLUMEN 2
Autor

Gonzalo Balderas Vega

Gonzalo Balderas Vega estudió filosofía en el Studium Dominicano de la Provincia de Santiago, de la Orden de Predicadores en México; realizó estudios de teología en el Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México; es maestro en filosofía por la misma universidad. Ha sido profesor en las universidades Iberoamericana, Lasalle, Intercontinental; en el Instituto Teológico de Estudios Superiores (ITES) de la Conferencia de Institutos Religiosos de México (CIRM); en el Teologado Internacional San Alfonso, de los Padres Redentoristas; en el Centro de los Valores Humanos, A.C. (CEVAHAC), de los Padres Carmelitas; en el Seminario Conciliar de México y en el Colegio Máximo de Cristo Rey, de los Padres Jesuitas. Es académico de tiempo completo en la Ibero desde 1998; cofundador del Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria OP”; fue director del Centro de Estudios Teológicos de la Conferencia de Institutos Religiosos de México en la década de los noventa del siglo XX.

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    HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO. - Gonzalo Balderas Vega

    Historia de la iglesia en México

    Gonzalo Balderas Vega

    HISTORIA DE LA IGLESIA EN MÉXICO

    ANTECEDENTES IBÉRICOS

    TOMO I / VOLUMEN 2

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.
    BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

    [LC] BR 138 B343.2020                                              [Dewey] 270.072 B343.2020

    Balderas Vega, Gonzalo

    Historia de la Iglesia en México: antecedentes ibéricos / Gonzalo Balderas Vega. – t. 1, v. 2 México: Universidad Iberoamericana Ciudad de México, 2020 – Publicación electrónica. ISBN: 978-607-417-674-2

    1. Historia de la iglesia – Historiografía. 2. Historia de la iglesia – Edad media, 600 – 1500. 3. Religión y sociología. 4. Iglesia católica en México – Historia. 5. Cristianismo. I. Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Departamento de Ciencias Religiosas.

    D.R.© 2020 Universidad Iberoamericana, A. C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880

    Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México

    01219

    publica@ibero.mx

    Primera edición: 2020

    ISBN: 978-607-417-616-2

    ISBN: 978-607-417-527-1 (Obra completa)

    Versión electróica:2020

    ISBN: 978-607-417-674-2

    ISBN: 978-607-417-607-0 (Obra completa)

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Hecho en México.

    Digitalización: Proyecto451

    Índice de contenido

    Portadilla

    Prólogo

    Introducción

    1. Imperio romano, cristianismo y pueblos bárbaros (ss. III-XVII)

    1.1. Antecedentes históricos de la cristiandad latino-germánica

    1.2. Conversión de los godos arrianos y de los francos paganos al catolicismo

    1.3. Los reinos germánicos y sus vínculos con el papado y el monacato

    1.4. El reino visigodo de Tolosa, antecedente del reino visigodo de Toledo

    1.5. El reino visigodo de Toledo

    1.6. Ocaso del reino visigodo de Toledo

    2. Predominio musulmán en la península ibérica (ss. VIII-X)

    2.1. Arabización e islamización de la península ibérica

    2.2. Los carolingios y al-Ándalus

    2.3. Antecedentes del califato de Córdoba

    2.3.1 Orígenes y expansión del islam

    2.3.2 El problema de la sucesión del Profeta

    2.3.3 El califato de Medina y la expansión del islam

    2.3.4 El califato omeya de Damasco

    2.3.5 El califato abbasí de Bagdad

    2.3.6 El emirato de Sevilla dependiente del califato omeya de Damasco

    2.4. De emirato a califato de Córdoba

    2.5. Los reinos de taifas y las relaciones de al-Ándalus con el mundo islámico (1035-1492)

    2.6. Los reinos cristianos peninsulares ganan terreno ante la fragmentación de al-Ándalus

    2.7. Los almorávides y los almohades tratan de frenar el avance de los reinos cristianos en al-Ándalus

    2.8. Ascenso de los benimerines en al-Ándalus y consolidación de los reinos cristianos en la península

    2.9. El emirato de Granada (1241-1492)

    2.10. La Iglesia mozárabe en al-Ándalus

    3. La formación de los reinos cristianos hispánicos entre al-Ándalus y el Imperio franco

    3.1. El reino de Asturias y los orígenes, desarrollo y consolidación del culto a Santiago apóstol en la cristiandad ibérica y europea

    3.2. El reino de Navarra

    3.3. El reino de León

    3.4. El reino de Castilla

    3.5. El reino de Aragón

    3.6. El reino de Portugal

    4. De las Españas a España y el Nuevo Mundo en los albores del Mundo Moderno

    Conclusión

    Bibliografía

    A la Orden de Predicadores por su octavo centenario
    de haber sido aprobada por el papa Honorio III (1216-2016),
    y a la Compañía de Jesús, por el segundo centenario
    de su restauración por el papa Pío VII (1814-2014).

    PRÓLOGO

    COMPLEXIO OPPOSITORUM: EL CATOLICISMO, EL OTRO, LA AMBIGÜEDAD

    A la conquista española del Anáhuac se le atribuyen, a partir de los textos del siglo XVII, dos móviles: por un lado, una cruzada política y militar; por el otro, una obra de edificación religiosa y espiritual. Un siglo antes, según las crónicas del siglo XVI, esta visión que escindía los propósitos de la guerra del trabajo de clérigos y frailes habría sido impensable. Para Hernán Cortés y sus hombres, la conquista es una conjetura: la puerta hacia un Edén terrenal, la posibilidad de obtener riquezas, cargos y títulos. La literatura es abundante al respecto. Pero es algo más, algo no mensurable: la promesa de gloria. Ese peculiar sentimiento que la cultura del Renacimiento indujo como uno de sus signos de consagración. En el siglo XVI, la noción de gloria oscilaba entre varios extremos: aludía por igual al misticismo secular de la santidad y al arrojo del guerrero, al espíritu de la ascesis y al complejo tema del cuidado de sí. Sin embargo, siempre se trata, en el ámbito secular, de una postura —o una conducción del yo— frente al soberano. Jacob Burckhardt sugiere, no sin razón, que habría que buscar en sus premisas una parte del moderno proceso de individuación. (1) En la Europa de Francesco Guicciardini y Luca Signorelli, su cartografía era del todo imprecisa. En la Corte de Florencia, equivalía a un doble principio: lealtad al Príncipe y, en particular, a los ejércitos del principado —es decir, el soldado que, versus el mercenario, se entendía como (o, mejor dicho, se sentía) una extensión del cuerpo del soberano—. Nicolás Maquiavelo dedica páginas enteras a la codificación (y vindicación) de este nuevo cuerpo. (2) En cambio, en Castilla y Aragón se le asimilaba a una dimensión casi próxima a los antiguos templarios: lealtad al principio religioso de las armas. El soberano español era, simultáneamente, un rey y un jefe religioso —la cabeza de un imperio y el patrono de la Iglesia en las Indias Occidentales—: dos cuerpos en uno. Por esta razón, la guerra contra el mundo árabe en la península ibérica se desató como una guerra santa. En otras palabras: para los florentinos, el conflicto con el otro se explicaba como una relación de fuerzas; para los españoles, como un acto teológico. Cuando Cortés llegó a las costas de Yucatán se desempeñó como un obispo. Algunos años más tarde, fray Juan de Zumárraga organizaría un orden jurídico y sumario para exorcizar la idolatría. De múltiples maneras, el soldado de la época enfrentaba un sistema de reglas, jerarquías y dispositivos que distribuían el honor de manera compleja. Para él, la gloria se traducía así en un cúmulo de técnicas de guerra y rituales de expiación.

    Durante la invasión española del Anáhuac, estas técnicas cobraron un estatuto particular. La ocupación de los territorios se tradujo súbitamente en el dominio sobre poblaciones enteras, y éste en el dilema de cómo ganar y recobrar almas. En el siglo XVI, para el español ganar almas equivalía a gobernar conciencias y, más tarde, gobernar cuerpos; es decir, una política dedicada a reordenar la constelación de verdades que permitían a las nuevas tecnologías del siglo aparecer como dispositivos de redención. A este proceso se le consignaría más tarde como la conquista espiritual —o, más sucintamente, en el lenguaje de la época: la evangelización—. No contamos con una historia de las modificaciones que sufrió en España la noción de evangelización entre los siglos XV y XVI; tampoco con estudios sobre los regímenes y las disciplinas en los que se tradujo. Vista desde la perspectiva del soberano español, la evangelización fue un sinónimo de expansión: expansión de los dominios del rey (anexión de territorios bajo el principio de la ecumene), incorporación de nuevos súbditos al reino (cristianización de poblaciones), regulación moral de economías y usufructos. Pero, sobre todo, una empresa de salvación. Las tropas querían redimirse a sí mismas allanando el camino a la Iglesia. Para la Iglesia, en cambio, la diada evangelización/expansión (3) representaba algo distinto, algo mucho menos esotérico: un plano de extensión. Extensión del espacio de la communitas, traslación de un cuerpo místico a lo largo de la ecumene, colusión de un afuera y un adentro (la conversión), textualización del mundo. Sin embargo, en el Anáhuac del siglo XVI, ambas visiones se encontraron de un modo crucial: la evangelización legitimó la expansión, y ésta se convertió en un instrumento de la primera. Desde finales del siglo XVII, después de la paz de Westfalia, los imperios europeos extendieron sus dominios en nombre de la civilización; a principios del siglo XVI, todavía lo hacían en aras de la evangelización.

    No sólo se trata de una Iglesia que cubre el discurso del afuera, ni de las prácticas del cuidado de almas. En la soledad de los pantanos de Centla, en las selvas húmedas de Can Pech, cuando el caos invade los cielos y la muerte es incluso anhelada, los soldados se tornan hombres de fe y, viceversa, los hombres de fe devienen soldados. Y si no hay ningún párroco alrededor, la Iglesia invisible los acompaña. La fusión entre evangelización y guerra acontece por doquier: en los edictos y en las palabras que se ofrecen en los nuevos dominios; en las primeras escuelas de danza; en las fiestas y en los espectáculos teatrales; (4) en las misas disponibles a cielo abierto. Cabe hacer notar, según las investigaciones más recientes, que mucho antes que el teatro, la danza sirve para homologar cuerpos y actitudes. Pero sus auténticos lugares epifánicos se encuentran en resquicios insondables: los cuerpos en la batalla, el terror a una empresa secuestrada por el Mal, la esperanza de que el otro cometa un equívoco militar.

    En la primera parte del siglo XVI las crónicas más audibles de la conquista hablan de una religión que ya cuenta con un cúmulo de saberes precisos para entremezclarse con las circunstancias de la guerra. Son saberes puestos a prueba en las campañas para diezmar a las poblaciones árabes de la península ibérica. Las escenas se repiten casi como en un manual de acción militar: persecución de apóstatas, combate a la idolatría, se destruyen los teocallis como antes se destruían las mezquitas; borramiento de las signaturas de la memoria de los pueblos originarios, dispersión de poblaciones, conversión como prueba de rendición, desgarramiento del tejido moral de los pueblos originarios. La tesis central de este segundo volumen de la Historia de la Iglesia en México, el cual trata de sus antecedentes ibéricos, es que la religión que sostuvo a las prácticas que llevaron al dominio de las poblaciones originarias tiene su origen en una forma muy específica y singular del cristianismo occidental: el cristianismo ibérico, un cristianismo profundamente arraigado en la larga confrontación entre el mundo cristiano y la cultura árabe.

    Existen dos hipótesis sobre la expansión del mundo árabe en la península ibérica. La primera (y más antigua) conlleva la idea de que se trató de una ola de invasiones y ocupaciones que se desarrollaron entre el siglo VIII y principios del X. La segunda, más reciente —crítica de la historiografía monárquica y, después, nacional de España—, sugiere que la misma población cristiana que se encontraba en las zonas de al-Ándalus, (5) abrazaría gradualmente las formas sociales y religiosas del islam. Tal vez esto es lo que más aterró a los canónigos y a los reyes de los reinos cristianos en el siglo VIII y IX. Ambas hipótesis coinciden en que a partir del califato de Córdoba instaurado a principios del siglo X, el mundo árabe se constituyó en una serie de reinos estables.

    La cohabitación de la península ibérica entre el mundo del islam y los reinos cristianos durante más de siete siglos impactó a ambas culturas. Los emiratos proliferaron en instituciones dedicadas al estudio de la filosofía, la teología, el derecho, la historia, las matemáticas y la técnica. Conocían la tradición helénica con precisión. Una parte de la recuperación del aristotelismo que propició el Renacimiento se encuentra ya en sus escritos. El álgebra y el cálculo de regresiones fueron esenciales en la ruptura propiciada por Kepler, Copérnico y Galileo en el concepto del universo. Ahí se hallan también algunos de los principios filosóficos centrales que fueron la antesala de la mathesis como representación del mundo. Los historiadores árabes produjeron un concepto del otro que no se encuentra en las narrativas de la ecumene occidental. Cabría preguntarse por la forma en la que esta construcción de la alteridad influyó en los cronistas de la Nueva España.

    Las relaciones entre los diversos reinos españoles y al-Ándalus se extendieron a las formas sociales, políticas y económicas de la coexistencia. En los capítulos dedicados al estudio de estos reinos, se narra la complejidad de las relaciones y lazos que se establecieron entre los dos mundos: alianzas, matrimonios, fusiones territoriales, nuevas leyes y derechos, empresas comerciales, etcétera. La pregunta sería si el cúmulo de saberes que hicieron posible esta cohabitación resultó esencial en la conformación de una cultura, como la que llegó a las costas de Yucatán en 1519, capaz de configurar una fuerza tan disímil y heterogénea como la que venció a Tenochtitlán en 1521.

    La diferencia principal entre la Reconquista y la conquista del Nuevo Mundo reside en que la primera fue una empresa de expulsión y anihilación de reinos enteros, mientras que la segunda tuvo, desde el principio, el cometido de construir una nueva forma de dominación. En el siglo XVI español, ya el siglo del Estado absolutista, el dominio de la Corona se ejerció tanto a través de la centralización de la fuerza en la figura del soberano, como del nacimiento de un nuevo problema en las técnicas de gobierno: el gobierno de la vida, en otras palabras: el control de la vida a través de su cuidado. Fue quedando atrás el soberano que gobernaba por pura deducción o pura sustracción. Tomas Moro anunció este problema en Utopía de la siguiente manera:

    Al llegar a este punto habría de levantarme a decir que tales consejos son indignos para el rey, cuyo honor y hasta cuya seguridad residen en los recursos del pueblo más que en los suyos propios; y mostrarles que los reyes se eligen para bien del pueblo y no del soberano, es decir, para que con su esfuerzo pongan el bienestar de aquél al abrigo de toda injusticia, cuidado que corresponde al príncipe, más para lograr el bien de sus súbditos que el suyo propio, a semejanza del pastor que, por serlo, cuida antes de sus rebaños que de sí mismo. La realidad enseña cuán equivocados están los que piensan que la pobreza del pueblo es garantía de paz [...]. Si un rey fuese de tal modo odiado o despreciado por sus súbditos que no pudiese retenerlos en la obediencia sino por el ultraje, el despojo y la confiscación reduciéndolos a la mendicidad, más le valdría renunciar inmediatamente al reino que retenerlo con tales procedimientos que, aunque le conserven su título, le hacen perder la majestad, pues no es propio de la dignidad real gobernar a mendigos, sino a gentes felices. (6)

    Lo notable de esta postura es, en particular para la época en la que se redactó, que Moro advertía ya que una práctica de gobierno basada estrictamente en el ultraje, el despojo y la confiscación resultaba contraproducente, incluso por motivos pragmáticos: ponía a la seguridad del monarca en peligro. Como se recuerda en el tomo I, volumen I de esta Historia que trata de la historia de la iglesia novohispana después de la caída de Tenochtitlán, fue el mismo Cortés, quien solicitó al rey el envío de frailes, y no de clérigos y canónigos, para emprender las tareas de evangelización. Sabía que los frailes provenían de esa cultura que, desde el siglo XIII, acompañaba y amparaba a los ejércitos que combatían al mundo árabe, y que profesaban una religión para la acción, acaso más militante y menos institucional. Entre esos frailes aparecerió una franja de misioneros que compartían las grandes utopías del Renacimiento. Los autores que leían con más frecuencia eran Tomás Moro y Erasmo de Roterdam. La Utopía del primero trata de una isla imaginaria cuyos pobladores eligen a sus gobernantes y se dedican al trabajo, la lectura y las letras. Desde el principio se anuncia que esa isla es una alegoría de la América. No hay en ella quien no se dedique al trabajo, es decir, no existe el status característico del Estado absolutista emanado del no-trabajo. Tampoco existe el trabajo como status, porque es de donde el ser emana. Todos trabajan en la agricultura, pero profesan un oficio de su elección, porque la misma sustancia (el trabajo), ya en el paso de la potencia al acto, los hace diferentes y singulares. ¿Qué leyeron en Erasmo? Acaso la otra gran utopía moderna: los primeros atisbos de la postulación del yo.

    No se ha estudiado cómo impactaron las lecturas de Erasmo y Moro a la idea más notoria que aparece en los textos de los primeros frailes novohispanos. Léase: el retorno al antiguo principio de la communitas cristiana, una comunidad en la que los seres humanos adeudan su ser a una y la misma potentia —la igualdad ante Dios—. Los nombres de estos frailes fijaron paradigmas en las técnicas de construcción del orden social: Bartolomé de las Casas, Motolinia, Vasco de Quiroga. Imbuidos por las reformas holandesas de la época, hacieron del gobierno de los vivos su espacio de inserción: construyeron hospitales, transmitieron la enseñanza de oficios, movilizaron solidaridades, combatieron hambrunas y pestes, fomentaron obras hidráulicas. En suma, erigieron una suerte de muro de contención frente a los hombres de la guerra (sin nunca dejar de combatir la apostasía) y un mecanismo de mediación con el rey. Pero fueron los menos. La jerarquía y el orden eclesiásticos se revelaron como uno de los principales instrumentos de regimentación de los pueblos y las culturas originarias. Se trataba ya de esa Iglesia que gradualmente se transformaría, a lo largo del siglo XVI, en lo que Nicolás de Cusa llamó un complexio oppositurum. Una institución que podía albergar impulsos opuestos mientras que manifestaran su lealtad a la autoridad suprema del Papa. Lo singular es que el principio del complexio oppositurum surgió en el Nuevo Mundo antes que en el continente europeo, donde la iglesia se encontraba enfrascada en el más radical de sus conflictos internos: la confrontación entre protestantes y católicos. En Nueva España, el gobierno de la Corona se erigió, en gran parte, sobre la base de los tejidos de identificación urdidos por los frailes. Esta extraña circunstancia otorgó al espacio de intervención de la Iglesia una extensión que nunca tuvo en España.

    En su primera parte, este segundo volumen de la Historia de la Iglesia en México reúne una reconstrucción que va de la diseminación inicial del cristianismo en la provincia romana de Hispania hacia el siglo II, hasta el dominio del cristianismo visigodo del siglo VII. Al respecto cabe subrayar una hipótesis que seguramente propiciará nuevos estudios. ¿Qué fue el arrianismo? ¿Un movimiento bárbaro, tal y como lo denominaron los procónsules romanos? ¿Una cultura hereje, en las coordenadas que forjaron al cristianismo de Constantino? ¿O un movimiento que emancipó a Roma de los principios que hacían de la nuda vida una forma extrema de subordinación y control cotidianos? En otras palabras: ¿bárbaros o reformadores? El arrianismo fue un culto basado en la teología de la diferencia entre las sustancias del Padre y del Hijo. Es decir, una creencia no trinitaria que abrazaron los godos, los visigodos y los lombardos, poblaciones definidas como bárbaros por Roma hacia los siglos I y II. Sin negar la función divina de Cristo, los arrianos no le atribuían el carácter de una deidad. El mismo Agustín de Hipona profesó en algún momento el maniqueísmo, aunque después lo abandonó. Ingresó en la península de Hispania con las invasiones de los visigodos hasta devenir un credo de la clase dominante, y amparó una doctrina social que se proponía cancelar el principio del patria potestas romano y transmitirlo de manera estricta al espacio del Príncipe. Con ello, cuestionaba una estructura central de poder en la que se fincaba la legitimidad del Senado. En su versión ostrogoda, abrió espacios para la disolución de la esclavitud. (7) Su prohibición radical a partir del I Concilio de Nicea y su persecución, encabezada por el propio Constantino, datan el inicio de la formación de la Iglesia católica ortodoxa en Roma. A partir del siglo IV devino una devoción hereje. Hacia fines del siglo V, una vez disuelto por la fusión entre la estructura imperial de Roma y la Iglesia ortodoxa, la Iglesia en Hispania devino, en su mayor parte, una institución católica y ortodoxa.

    En su conjunto, se trata de una historia crítica de la Iglesia, es decir, una interpretación de las formas que adquirieron en la península ibérica la religión y sus instituciones en tanto que prácticas de la sociedad. Se aparta tanto de esa concepción que no distingue la diferencia entre las instituciones y la experiencia religiosa, como de aquella que las escinde por completo. De ahí que su centro gravite en torno al desciframiento no de la religión en sí, sino de la religión de la sociedad. En las páginas que siguen, la historia de la Iglesia está escrita bajo la perspectiva de la multiplicidad de las relaciones en las que expresó la vida de las provincias romanas y los reinos en los que emergió, y a los cuales ella misma codificó e impregnó.

    Ilán Semo

    1. Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento, pp. 141-171.

    2. Maquiavelo Comentado por N. Buonaparte, p. 27.

    3. Norbert Elias, El proceso civilizatorio, p. 321.

    4. Hugo Hernán Ramirez, Fiesta, espectáculo y teatralidad en el México de los conquistadores, pp. 53-61.

    5. Emilio González Ferrín, Historia General de El Andalus, pp. 91-98.

    6. Tomas Moro, Utopía, p. 62.

    7. Roman Williams, Aruis: Heresy and Tradition, p. 101.

    INTRODUCCIÓN

    NINGÚN MEXICANO PUEDE IGNORAR LOS ANTECEDENTES IBÉRICOS DE lo que en el transcurso del tiempo llegó a ser México. Nuestras raíces ibéricas nos han dotado de una riqueza cultural invaluable. A través de España somos herederos de las culturas mediterráneas, celta, germánica, sin dejar de lado la cultura árabe-musulmana. Éstos son los ingredientes culturales que dieron origen a una España que es celtíbera, griega, cartaginesa, hebrea, romana, goda, árabe.

    En el año 711 fue conquistado el reino visigodo de Toledo por los árabes y bereberes musulmanes. Esta conquista no fue la conquista de España, simplemente porque no existía. Lo que llegó a ser España se fue construyendo a lo largo de ocho siglos. En la Baja Edad Media, el islam comenzó a debilitarse en la península, al fragmentarse en pequeños reinos de taifas. Los reinos cristianos fueron ganando terreno a los musulmanes de al-Ándalus. Al final de la Reconquista, sólo sobrevivió el reino de Granada, que los Reyes Católicos terminaron de conquistar en 1492, con lo que se puso fin al dominio árabe en la península. La victoria del rey Pelayo en Covadonga durante 722 fue transformada por la tradición nacional española en el origen de la Reconquista. Sin embargo, esta victoria sobre al-Ándalus no tuvo ninguna importancia para el emirato de Córdoba. El emirato cordobés gozaría de un periodo de unidad estatal sin precedentes en la península. Tanto los emires como los califas lograron desarrollar una amplia acción de gobierno. Ésta se tradujo en una plena arabización e islamización de al-Ándalus, la cual fue intensa y prolongada desde el siglo IX, que tuvo efectos negativos sobre la población cristiana mozárabe, y en algunos momentos, también afectó a la población judía, que había apoyado a los conquistadores árabes para librarse de las políticas antijudías de los monarcas visigodos.

    En los siglos precedentes a la conquista árabe-musulmana, la península ibérica había formado parte del Imperio romano. El sur de Hispania fue la zona más romanizada del Imperio fuera de Italia, y curiosamente, bajo el dominio islámico llegó a ser la más arabizada e islamizada. Cuando el Imperio romano de Occidente cayó en el siglo V en poder de los bárbaros, los visigodos se apoderaron del sur de las Galias y de Hispania. Desde principios del siglo VI, los territorios visigodos de Hispania quedaron integrados al reino de Tolosa. Además de los visigodos, en el noroeste de la península se establecieron los suevos, y en el sureste los bizantinos. Los visigodos tuvieron que combatir de forma permanente a los vascones en el norte de la península. El reino visigodo en Hispania no llegó a consolidarse hasta el reinado de Leovigildo (569-586), quien implantó su autoridad sobre la Hispania central y meridional, teniendo como centro la ciudad de Toledo.

    Los godos —visigodos en Hispania y ostrogodos en Italia— se habían convertido al arrianismo. En Hispania, la población indígena era católica. El cristianismo arriano negaba la divinidad de Cristo; mientras la fe católica confesaba su divinidad, tal y como ésta había sido definida en el Concilio de Nicea en el año 325, y en el del Calcedonia en el año 451. La península estaba dividida por cuestiones doctrinales sobre la naturaleza de Cristo. Los visigodos eran herejes, mientras que la población indígena era ortodoxa, es decir, católica. Bajo los efímeros reinos visigodos, el latín siguió siendo la lengua oficial. A la península se la seguía llamado Hispania como se la llamaba en la época del Imperio romano. El domino de los visigodos no logró sofocar la herencia cultural romana. La herencia cultural visigoda fue escasa en la península; la figura más destacada de este periodo de la historia hispano visigoda fue san Isidoro de Sevilla; de la lengua gótica quedan en el español algunos germanismos como guerra, burgos, Rodrigo, Alfonso, Fernando, Gonzalo.

    El rey Recaredo se convirtió a la fe católica en 589, y así el reino visigodo de Hispania alcanzó la unidad religiosa. Esta conversión fue una medida de distensión hacia la Iglesia hispana, que le permitió adquirir la autoridad y el poder institucional extraordinarios en el reino, que de arriano pasaba a ser católico. Fruto de este nuevo orden socio-religioso fue la promulgación, en el año 654, por el rey Recesvinto, del Liber iudiciorum, un código legal de aplicación general para todo el reino. El rey, como Constantino lo hizo en su momento, convocó a la celebración de los concilios de Toledo, donde lo político y lo religioso estaban íntimamente unidos. La Iglesia se convirtió en una Iglesia de Estado, y el Estado en un Estado confesional. Esta unión entre el trono y el altar caracterizó a la cristiandad hispano-visigoda, y más tarde, a los reinos cristianos de la península en la época de la Reconquista.

    Cuando el islam ejerció su impacto cultural sobre los mozárabes —cristianos que vivían entre los musulmanes—, éstos abrazaron una herejía antitrinitaria que negaba la divinidad de Cristo, lo que los apartó de la ortodoxia católica expresada en el Credo Niceno-Constantinopolitano. Para el islam, Jesús es un profeta, no es Hijo de Dios, tal como lo habían definido los concilios de Nicea (325) y Calcedonia (454). El adopcionismo cristológico afirma que Jesús fue adoptado por Dios en el momento de su bautismo, por lo que no es Hijo de Dios desde la eternidad. Frente a la heterodoxia mozárabe, el norte cristiano se mantuvo fiel a la ortodoxia católica de Nicea y Constantinopla I. La Iglesia hispánica se fue reorganizando a medida que la Reconquista progresaba del norte hacia el sur de la península. La lucha contra los enemigos de la fe llenaba de entusiasmo religioso a los cristianos hispanos. Cuando los reinos cristianos le fueron ganando terreno al islam, los cristianos mozárabes iniciaron su éxodo a tierras cristianas, y su presencia reforzó demográficamente dichos reinos. Sin embargo, otros cristianos mozárabes fueron llevados al Magreb en la época de los almorávides y los almohades, ya que ellos no eran tolerantes en materia religiosa.

    La preocupación por la ortodoxia fue uno de los rasgos del cristianismo hispano; preocupación que llegó hasta la época moderna, cuando España se convirtió en defensora de la ortodoxia católica frente a la Reforma protestante. La instauración de la Inquisición en 1478 estuvo al servicio de la ortodoxia. La Inquisición fue un instrumento del Estado para garantizar la unidad religiosa de la península. Se obligó a los judíos a convertirse al cristianismo; su conversión les aseguraba su permanencia en España, ya que de no hacerlo, serían expulsados. La población de Castilla y Aragón se dividió en dos tipos de cristianos: los viejos y los nuevos. A los conversos se les llamó cristianos nuevos. Sobre estos cristianos se llegó a pensar que no eran sinceramente cristianos; se decía de ellos que practicaban en secreto el judaísmo. Santa Teresa de Jesús, san Juan de Ávila y el humanista Luis Vives eran cristianos nuevos. La Inquisición estuvo muy activa contra los cristianos nuevos.

    El cristianismo hispano se asumió desde sus orígenes como un cristianismo ortodoxo; tuvo que luchar contra la herejía y otras religiones en la península —el arrianismo, el priscilianismo, el judaísmo y el islam—. El símbolo de la lucha contra el islam fue el apóstol Santiago, al que se representó como un guerrero visigodo. Santiago apóstol se convirtió en caballero de la fe. Su imagen más popular fue la de Santiago Matamoros. En el siglo IX en Compostela, fue descubierta de forma milagrosa su tumba, y en ese lugar se levantó una imponente iglesia románica que se convirtió en centro de peregrinación para la cristiandad europea. Compostela llegó a ser tan importante como Roma y Jerusalén en tanto lugar de peregrinación. El camino de Santiago contribuyó a la incorporación de la cristiandad ibérica a la cristiandad europea, de la cual se encontraba aislada desde la conquista musulmana de la península en el año 711. La Iglesia hispánica se había convertido en una Iglesia nacional.

    En su larga lucha contra el islam, el cristianismo ibérico se fue transformando en un cristianismo militante. Se acostumbró a vivir su fe como una guerra contra otra fe, o también como una guerra contra otra religión a la que se consideraba no verdadera, incluso como una guerra contra otros cristianos a los que se consideraba herejes y ponían en peligro la pureza de la fe y la salvación de las almas. Los cristianos ibéricos buscaban con la guerra limpiar la península de infieles y herejes. Todos los reinos cristianos de la península lucharon contra los musulmanes de al-Ándalus. Los cristianos europeos apoyaron a sus hermanos hispanos en su cruzada contra el islam, sobre todos los franceses, que participaban en las Cruzadas en Tierra Santa. En esta guerra contra los musulmanes se crearon las órdenes militares de Alcántara, Calatrava y Santiago, como en la Europa cristiana se habían creado las órdenes del Temple, de los Caballeros Hospitalarios de San Juan y la de los Caballeros Teutónicos para luchar contra los infieles en Tierra Santa.

    Fue en este clima de guerra santa donde se formó el tipo de cristiano ibérico que llegó a América a finales del siglo XV. Hernán Cortés, conquistador de México, es hijo de esta cultura que se configuró en la guerra contra otra fe. Cortés combatió la idolatría, buscó la conversión de los indios al cristianismo. Se consagró a destruir teocalis e ídolos, y en su lugar plantó la Cruz y colocó una imagen de la Virgen María. Los misioneros no actuaron de manera distinta: su mentalidad se había formado en esos siglos de guerra entre dos religiones, hasta que una logró eliminar a la otra de la península en el momento en que Colón descubría el Nuevo Mundo. El enemigo para vencer en las nuevas tierras era la idolatría, y en su lucha contra las prácticas idolátricas, los misioneros fueron implacables. Fray Juan de Zumárraga procesó por apostasía a don Carlos, cacique de Texcoco y nieto de Nezahualcóyotl, quien murió quemado por haber apostatado de la fe cristiana al retornar a la idolatría. Al cacique de Texcoco se le aplicó el mismo trato que a los conversos judíos se les daba en España, ya que eran acusados de judaizantes, es decir, de apóstatas.

    Por cuestiones de ortodoxia, los franciscanos se opusieron al culto guadalupano que se venía desarrollando en el Tepeyac desde los años treinta del siglo XVI; consideraban que dicho culto favorecía la idolatría y tenía origen satánico, aunque el culto contaba con el aval de fray Alonso de Montúfar, segundo arzobispo de México. Fray Bernardino de Sahagún, preocupado por combatir la idolatría, buscó con sus estudios sobre la cultura náhuatl, que sus hermanos franciscanos conocieran las creencias religiosas de los indígenas para combatirla de forma más eficaz. En Yucatán, fray Diego de Landa quemó los códices mayas por las mismas razones. Los misioneros demonizaron la religión de los vencidos: pensaban que estaban luchando contra el demonio.

    La España que realizó el descubrimiento de América, y después su conquista, cristianización y colonización, formó su mentalidad religiosa en la Reconquista. Esta guerra no fue sólo política, también religiosa. En América, las cosas no fueron diferentes. La conquista también tuvo una justificación religiosa. Con ella se buscaba erradicar la idolatría e implantar la verdadera religión entre los indígenas. Sin embargo, la conquista espiritual de México estuvo influida por el humanismo cristiano que se había originado en los Países Bajos. Los Doce Apóstoles de la Nueva España estaban imbuidos de este humanismo cristiano que les llevó a interesarse por la cultura de los vencidos, más allá de sus preocupaciones por una fe ortodoxa. Se esforzaron en aprender las leguas; escribieron vocabularios, gramáticas y diccionarios para predicar el Evangelio en las lenguas de los indígenas. Fray Toribio de Benavente, Motolinía, fue uno de los frailes cronistas vinculado al mundo indígena, sin perder nunca de vista que había que erradicar la idolatría. Sus escritos nos informan sobre los orígenes del cristianismo mexicano. Fueron representantes de este humanismo cristiano fray Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, y fray Juan de Zumárraga, obispo de México, más allá de su actuación como inquisidor en el caso del cacique de Texcoco, al que nos hemos referido arriba. Entre los libros que trajo consigo el primer obispo de México se encontraba la Utopía de Tomás Moro. Zumárraga era amigo de Vasco de Quiroga, y gracias a esta amistad, el obispo michoacano tuvo la oportunidad de leer al humanista inglés, que lo influyó en el diseño de sus hospitales en la Ciudad de México y en su diócesis de Michoacán.

    El cristianismo humanista es cristocéntrico, bíblico y ético-jurídico. Fray Bartolomé de las Casas se opuso a la guerra como medio para abrir camino a la evangelización de los indígenas. Él rompió con la mentalidad de la cristiandad ibérica al reconocer que la fe no se podía imponer por la fuerza, sino mediante la persuasión, de tal manera que los indígenas la abrazaran libremente. Para él no había más método de evangelización que el de Jesucristo y sus apóstoles. El indígena y el europeo tenían en común la capacidad de razonar, no la fe; el predicador debía partir de este hecho, ya que se dirigía a hombres inteligentes, y había que respetar su inteligencia al exponerles el mensaje de salvación. Fray Bartolomé de las Casas comprendió los sacrificios humanos de la religión mexica como un acto de genuina piedad religiosa, y no como algo satánico, que era como los comprendían la mayoría de los misioneros. De las Casas defendió ante la Corona la racionalidad de los indios. Para él estaba claro que el indígena no podía ser cristiano y esclavo simultáneamente, ya que esto sería negar la plena igualdad de todos los cristianos fundada en el bautismo. Defendió con pasión evangélica el derecho que los indígenas tenían a gozar de su libertad y de sus propios bienes. El obispo de Chiapas tenía muy claro que la guerra que se hacía a los indios no era justa, y que el pretexto que se aducía como su justificación era inadmisible desde el punto de vista ético y jurídico. El Evangelio debía predicarse sin el uso de las armas; la evangelización pacífica era su programa misionero ante una cristiandad acostumbrada a imponer por la fuerza el mensaje evangélico a los judíos y moros de España. Para De las Casas, la política debía estar subordinada a la ética y al derecho.

    Para comprender e interpretar la conquista militar y la espiritual, tenemos que comprender a los conquistadores y a los misioneros desde su propia cultura, desde su propia cosmovisión. Ellos profesaban un cristianismo militante, devoto, sacramental, mariano, dado a lo sobrenatural, y esto explica muchas de las cosas que se van a vivir en el Nuevo Mundo a raíz de la conquista.

    La cristiandad ibérica tenía un rostro propio que se expresó en la liturgia mozárabe de Toledo hasta el siglo XII. Pero en los siglos XII y XIII llegaron a la península los cluniacenses, monjes reformadores que impusieron la liturgia romana a la Iglesia hispana, con lo que se puso fin a otro modo de celebrar la fe cristiana. Con los cluniacenses y cistercienses, la cristiandad ibérica se vinculó a Roma, en cuanto que ésta era el centro de la cristiandad occidental. El Papa hizo sentir su autoridad en la península respecto a la cruzada que el reino de Castilla libraba contra el islam; era una cruzada particular, porque sólo las cruzadas que el Sumo Pontífice convocaba para rescatar los Santos Lugares del poder del islam tenían carácter universal. Sin embargo, el Papa finalmente dio su apoyo a esta cruzada particular, lo que explica por qué participaron en ella ingleses y franceses.

    Castilla-León, Aragón, Navarra y Portugal, se fueron consolidando como reinos en los siglos XI-XIII, en su lucha contra el islam. Mientras que en el centro de Europa el cristianismo era la religión, en la península ibérica había tres religiones: la judía, la cristiana y la musulmana. Al final de esta larga historia, sólo quedó la religión cristiana, como ya lo hemos expresado arriba. Los Reyes Católicos no sólo buscaron consolidar la unidad política de España, sino también la religiosa. Se pensaba que si no había unidad religiosa, la política tampoco sería posible. La España moderna sacrificó su diversidad religiosa y cultural en aras de una unidad político-religiosa; se construyó sobre una ortodoxia excluyente, donde el otro, el diferente, el judío y el moro no tenían lugar. Fue esa España la que realizó la conquista de México, y es a esa España a la que hay que comprender en este momento de su historia para ver con objetividad lo que ocurrió en México, y en el resto de América Latina, como fruto de la conquista militar y espiritual en el siglo XVI.

    Ya es hora de que los mexicanos veamos con otros ojos nuestro pasado. Es innegable que España forma parte de él. Sin su conocimiento, es imposible comprender nuestra historia religiosa y cultural. En 1521 Hernán Cortés, con el apoyo de los indígenas sometidos al yugo mexica, consumó la conquista de la ciudad de México-Tenochtitlán. Sobre las ruinas de la capital azteca edificó la capital de la Nueva España. Enseguida pensó cómo tenía que llevarse a cabo la evangelización de los indígenas. Sabía que el rey era el patrono de la Iglesia de las Indias Occidentales; lo que le llevó a solicitarle, y no al Papa como cabría esperar, que enviara misioneros a la Nueva España. Expresamente le pidió que no enviara clérigos, ya que éstos estaban muy secularizados o mundanizados y su conducta no era ejemplar para realizar esta empresa; sino que enviara frailes, y de preferencia franciscanos, por los que el Conquistador tenía verdadera devoción debido a su estilo evangélico de vida. Carlos I acogió la petición de Cortés, y en 1524 llegaron los Doce Apóstoles de la Nueva España, al frente de los cuales venía fray Martín de Valencia. Los religiosos traían consigo una historia forjada en la Reconquista. El conocimiento de esa historia nos va a ofrecer las categorías hermenéuticas que nos permitirán interpretar su labor evangelizadora y cristianizadora en las tierras recién conquistadas por Cortés, a las que éste dio el nombre de Nueva España.

    Mi interés en abordar la historia de la Iglesia en México desde sus ricos antecedentes mesoamericanos e ibéricos, que dicho sea de paso, considero fundamentales para la correcta comprensión de nuestro pasado, ayudará al lector a tener una visión más apegada a la verdad histórica sobre la implantación del cristianismo íbero-católico en nuestro país. Espero que este segundo volumen sea una contribución al conocimiento de nuestras raíces culturales y religiosas.

    Gonzalo Balderas Vega

    1

    IMPERIO ROMANO,

    CRISTIANISMO Y PUEBLOS BÁRBAROS

    (SS. III-VIII)

    1.1

    ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA CRISTIANDAD LATINO-GERMÁNICA

    Los primeros españoles y portugueses no emplearon los nombres de Hispania y de Lusitania para designarse a sí mismos. En la actualidad, ambos vocablos han sido aceptados para simbolizar la primitiva antigüedad de ambos estados peninsulares. En muchas regiones de España se utiliza el gentilicio celtíbero de manera irónica, mientras que en Portugal los orígenes celtíberos se sostienen de manera seria. El antiguo condado de Portugal, núcleo de este país ibérico, no estaba en la Lusitania romana, sino en la provincia próxima de Gallaecia. Los musulmanes llamaron gallegos a los portugueses; también aplicaron esta denominación a los habitantes del reino neogótico de Asturias, pero no a los castellanos. La Lusitania romana incluía no sólo los refugios montañosos de los antiguos lusitanos, sino también las tierras llanas a las que muchos de ellos fueron trasladados tras su pacificación, mientras que la provincia de Gallaecia, fue creada mucho tiempo después; ésta comprendía a los verdaderos gallaeci (gallegos), junto con los astures.

    Bajo la dominación romana era muy difícil que estas tribus se constituyeran como naciones. Los que dirigieron la Reconquista pensaban que restablecían el reino visigodo de Toledo, cuya hegemonía sobre la península ibérica duró hasta la invasión musulmana del 711. La Reconquista fue concebida como una restauración del reino visigodo de Toledo. El inspirador y patrón de esta empresa fue el apóstol Santiago el Mayor, transmutado de apóstol de Cristo en Santiago, el exterminador de moros, es decir, en un noble visigodo montado en un caballo blanco.

    Durante la Alta Edad Media, para la península ibérica las cuestiones principales fueron la tensión y la mezcla de dos tradiciones: la romana y la germana, el asentamiento de los pueblos bárbaros en el Imperio romano occidental y la lenta formación de nuevas formas sociales y culturales. En Hispania los bárbaros eran los visigodos, mientras que en Portugal, los suevos. (8) Los visigodos, al instalarse en el Imperio, conservaron su organización tribal-militar. Su monarquía era electiva. En el siglo V intentaron sustituir la Romania por la Gothia: invadieron Italia y proclamaron un antiemperador. Se dieron cuenta de que podían dominar Italia, pero no el Imperio; emigraron hacia el sur de la Galia. Durante casi un siglo anduvieron a caballo entre Burdeos y Tolosa. Su más importante éxito militar fue la derrota que infligieron a los hunos (9) en los Campos Cataláunicos, donde su rey Teodorico murió. Con esta victoria salvaron a occidente de los hunos. Sus reyes estaban dispuestos a dominar y no ser dominados. Se sirvieron de administradores romanos para gobernar a sus súbditos y vecinos, y para sujetarlos a impuestos y contribuciones. Sin embargo, sus ambiciones habían sobrepasado ampliamente sus posibilidades. A comienzos del siglo V ocuparon Italia, pero no pudieron permanecer en ella de manera estable. A comienzos del siglo VI, su reino establecido al sur de la Galia se hundió ante la expansión de los francos. El éxito de su monarquía sólo hubiera podido adquirir solidez por medio de una asociación con el Imperio romano, a cuya memoria seguían unidos por lazos de lengua, derecho y religión la mayor parte de sus súbditos. (10) Para asegurarse el apoyo de la mayoría de sus súbditos católicos, que profesaban el credo niceno-constantinopolitano, los visigodos se vieron obligados a abandonar su lengua, sus costumbres y su credo arriano. (11) Visigodos y suevos, bajo el reinado de Leovigildo, se abrieron a la homogeneidad social, al aceptar la fe de la mayoría. (12) Antes de convertirse al cristianismo arriano, sus divinidades tradicionales estaban compuestas por un dios guerrero y por los héroes legendarios de la tribu, que eran deificados y considerados capaces de llevarles a la victoria. Su religión era una mezcla de culto a los antepasados y de ritos de la fertilidad, típicos entre los pueblos agricultores y ganaderos. Las grandes hazañas de sus jefes eran conmemoradas en baladas. En el siglo IV, Ulfilas, hijo de un visigodo y de una romana, había marchado a Constantinopla a estudiar griego y latín: fue consagrado obispo en 341 y destinado al servicio de la población romanizada que vivía en territorio visigodo; creó un alfabeto godo y tradujo la Biblia a la lengua gótica; logró algunas conversiones en las aldeas visigodas. Sus seguidores pertenecían a los bajos estratos de la sociedad. Los nobles iniciaron una persecución, por lo cual Ulfilas y sus partidarios tuvieron que huir; recibieron tierras dentro del Imperio, cerca de Nicópolis, en la Mesia (hacia el 348). En este territorio imperial se estableció la minoría religiosa de godos arrianos. También algunos godos independientes del Imperio se convirtieron al arrianismo. Los godos que se asentaron en los límites del Imperio generalmente se convertían al cristianismo. Los que se establecieron en Mesia, al ser arrianos, entraron en conflicto con la Iglesia católica y con el Imperio. El Papa y el emperador condenaban el arrianismo y clausuraban las iglesias arrianas. Fue este contexto el que permitió a los visigodos conservar su propia Iglesia nacional, adquiriendo de esta forma una nueva unidad sin someterse a la uniformidad de la Iglesia romana, situación que cuadraba muy bien con sus aspiraciones.

    Para lograr una idea clara sobre quiénes eran los visigodos y cómo llegaron a instalarse en el Imperio romano, hay que tener en cuenta que durante los siglos III y IV, las tribus germánicas del norte del Danubio se mostraban más inquietas que en ningún otro momento de su historia. Su crecimiento demográfico y la presión que ejercían las tribus de Asia Central las impulsaron a emigrar hacia el sur. De tales tribus germánicas, la más importante en esta época era la de los godos. En tiempos de Augusto, los germanos habitaban en la península escandinava. En 300 llegaron a formar una entidad política con vínculos precarios en los territorios de la actual Polonia y Ucrania. En Polonia dominaron a los primitivos eslavos, gente pacífica fácil de esclavizar. Algunos historiadores han llegado a sostener que de la palabra eslavo proviene la palabra esclavo. En Ucrania dominaron a los sármatas, tribu asiática que llegaron a absorber.

    Los godos, que a sí mismos se llamaban greutunges o sabios (wissen, de donde viene el término visigodo), fueron instalados en el año 312 a orillas del Danubio en calidad de federados, otorgándoles tierras por parte del Imperio. Pocos años más tarde, Juliano el Apóstata hizo lo mismo con los francos que se llamaban salios. Esta instalación significaba el acceso a la romanitas con todas sus consecuencias. (13) En el año 341 el papa Celestino decidió enviar un primer misionero, Palladio, más allá de las fronteras del Imperio, para tratar de bautizar a los scotos. Por su parte, los godos se dividieron en dos grupos: en Oriente se denominaron ostrogodos, y en Occidente, visigodos. Hacia 250 irrumpieron en Dacia, cruzaron el Danubio y llevaron la destrucción a los Balcanes. Y en 267 saquearon Atenas, Esparta y Corinto.

    En el siglo IV otras tribus germánicas invadieron el Imperio romano, lo que obligó a las autoridades a construir murallas alrededor de las ciudades para protegerlas de los bárbaros. Las fronteras del Imperio se habían vuelto porosas. (14) En 269, y de nuevo en 270, Claudio II obtuvo importantes victorias sobre los godos: los aniquiló, y a los sobrevivientes los obligó a retirase a las fronteras. Algunos godos llegaron a romanizarse y se asentaron en el interior del Imperio. Por las victorias obtenidas contra ellos, Claudio II fue llamado Claudio el Gótico. El emperador murió de manera natural, algo en verdad insólito en el siglo III, época de continuos golpes de Estado. Le sucedió Aureliano (215-275), quien resultó ser un emperador muy capaz. Al saber de la muerte de Claudio II, los godos pensaron que podían reiniciar sus correrías por el Imperio, pero Aureliano los derrotó tan decisivamente como lo había hecho su predecesor. En 271 Aureliano inició la construcción de la muralla de la ciudad de Roma, que no había necesitado una muralla para su defensa durante cinco siglos. Reforzó la frontera norte y abandonó Dacia, siglo y medio después de haber sido conquistada por el emperador Trajano. Dacia estaba situada al norte del Danubio, lo que la dejaba muy expuesta a las invasiones de los pueblos bárbaros, y por ello se llegó a considerar que era más conveniente para el Imperio mantenerse fuera de ella y fijar en el Danubio la frontera septentrional. Una vez aseguradas las fronteras del Imperio en Occidente, Aureliano se dirigió a Oriente para enfrentarse a la reina Zenobia. En 273 había reconquistado Asia Menor y destruido Palmira, capital del reino de Zenobia, a la que hizo prisionera. Después de estas victorias en Oriente, volvió a Occidente y en 274 devolvió las provincias occidentales a la obediencia del Imperio. Fue honrado con el título de Restitutor Orbis (Restaurador del mundo). Ciertamente había restaurado el Imperio romano; lo dejó debilitado pero intacto. (15) Aureliano fue asesinado en 275. En 284 concluyeron los periodos de anarquía y los frecuentes cambios de emperador, gracias a los golpes de Estado.

    El general Diocleciano (248-316), proclamado emperador con el apoyo del ejército de Calcedonia; fue el primero, desde Marco Aurelio, que tuvo un largo reinado y una muerte apacible. Reorganizó al Imperio; borró los últimos vestigios del gobierno republicano e instaló el tipo de monarquía común en Oriente, donde el soberano era absoluto. (16) Abandonó Roma y estableció su capital en Nicomedia (hoy Izmir, Turquía), al noroeste de Asia Menor. Para hacer que el Imperio fuera más gobernable, lo dividió en dos mitades: una occidental y otra oriental. En 285 escogió a Maximiano Hércules como coemperador para que rigiese Occidente, y le dio por residencia Milán; él se reservó Oriente para sí. Se aseguró que el coemperador se sometiera a su autoridad. Además, designó a su vez un César, que ayudaría a ambos emperadores. A primera vista este sistema parecía eficaz, pero nunca dio resultado. (17) La crisis del siglo III había debilitado al Imperio: su economía se encontraba deteriorada, pero bajo el gobierno de Diocleciano parecía que se había salvado de todas sus dificultades, y de nuevo era un Imperio fuerte y unido, sin más pérdidas que la provincia de Dacia.

    Durante el gobierno de Diocleciano, quizá 10% de la población era cristiana. Hay que reconocer que se trataba de un porcentaje importante, pues los cristianos tendían a vivir su fe con fervor, mientras que la mayoría no cristiana tendía a la tibieza y a la indiferencia en asuntos religiosos. En cambio, la Iglesia iba incrementado su fuerza, organización y eficacia, en el momento en que el Imperio perdía las suyas. La Iglesia en este contexto parecía cada vez más un baluarte de seguridad en un mundo agitado y miserable. (18) La mayor parte de los cristianos se concentraba en Oriente, donde la gente era más refinada y tenía gusto por la filosofía y la teología. En el Oriente abundaban los obispos, las escuelas teológicas y los apologistas cristianos. En cambio, en Occidente se registraba un porcentaje inferior de cristianos entre la población, y sólo había un obispo importante: el de Roma, el cual, por tradición, era el sucesor de san Pedro, quien se suponía fue el primer titular de esa sede. Esta tradición fue muy importante en el transcurso del tiempo: cuando las disputas y los debates sacudieron a Oriente, Occidente se mantuvo firme en las doctrinas formuladas por el obispo de Roma, al que con el tiempo se le llamaría Papa, es decir, padre.

    El aumento del número de cristianos en el Imperio desató sucesivas oleadas de persecución. En 385, cerca de Agaune, Valais, los solados de la legión tebana (reclutados en Egipto) se negaron a hacer sacrificios a los dioses, por lo cual fueron ejecutados por orden del emperador Maximiano. Mauricio, líder de la legión tebana, se convirtió en el santo patrón de Helvecia tras la fundación de un monasterio de renombre europeo en 517. La más enérgica de estas persecuciones fue organizada por Diocleciano en 303. (19) Pero hay que decir que la persecución nunca logró sus objetivos; más bien, aceleró el auge del cristianismo. Esta última persecución terminó por fortalecerlo.

    El 1 de marzo, Diocleciano organizó la tetrarquía (gobierno de cuatro) del Imperio. Adoptó a Galerio, quien se casó con su hija, y a Constancio Cloro, nombrándolos césares (coemperadores): Galerio secundó a Diocleciano en los Balcanes y estableció su residencia en Sirmium. Constancio Cloro secundó a Maximiano en Occidente y estableció su residencia en Tréveris. El emperador Diocleciano abdicó el 1 de mayo de 305 en Nicomedia; desgastado, se retiró al inmenso palacio-fortaleza construido en Salone, en la costa dálmata del Adriático (hoy Espalato, Yugoslavia), donde murió de manera natural en 313. Su sistema de dos emperadores (augustos) y dos césares no tardó en hacer crisis. La abdicación conjunta de Diocleciano y Maximiano Hércules planteó una confusa sucesión: Constancio Cloro y Galerio se convirtieron en augustos, pero Constantino, hijo de Constancio Cloro, y Majencio, hijo de Maximiano Hércules, fueron descartados en la sucesión en beneficio de Severo, hijo adoptivo de Constancio Cloro, y de Maximino II Daya, hijo adoptivo de Galerio, los cuales fueron nombrados césares, es decir, emperadores. El 25 de agosto del 306 murió el emperador Constancio Cloro, detonante de la crisis sucesoria. Severo se convirtió en coemperador de Galerio, pero Constantino fue preferido por él para el ejército de Britania. A los 26 años aproximadamente, Constantino se convirtió en emperador en 306; era yerno del emperador Maximiano. Se deshizo de varios pretendientes a la púrpura imperial y de su coemperador Licinio. Tiempo después tomó el cristianismo. Por su parte, Majencio, hijo de Maximiano Hércules, que había sido apartado del poder, se autoproclamó emperador de Occidente. Con ayuda paterna luchó contra Severo y Galerio, pero fue derrotado por su cuñado Constantino, en el Puente Milvio el 28 de octubre de 312, que salvaba el curso del río Tíber. Según la leyenda, una señal celeste que consistía en una cruz con una frase griega: Con este signo vencerás, se le apareció a Constantino antes de la batalla contra Majencio, y llegó a convertirse en el emblema (lábaro) del cristianismo de Constantino.

    En 308 Licinio fue nombrado emperador por Galerio; contrajo matrimonio con la hermana de Constantino y ayudó a su cuñado a luchar contra sus competidores; gobernó la parte oriental del Imperio antes de entrar en conflicto con Constantino y ser derrotado por él. Por su parte, Maximino II Daya, sobrino de Galerio, se convirtió en coemperador, y en 305 se proclamó emperador de Oriente. Licinio lo venció en 314.

    Los fallecimientos de Galerio, Majencio, Diocleciano y Maximino Daya provocaron que Licinio, emperador de Oriente, y Constantino I se reunieran en Milán. Allí aprobaron una política de tolerancia hacia el cristianismo al promulgar el Edicto de Milán. A diferencia de Diocleciano, que buscó eliminar a los cristianos, Constantino los atrajo a su causa, al colocar el símbolo cristiano en los escudos de sus soldados. En virtud del Edicto de Milán (313), se autorizó a los cristianos la libre práctica de su religión. Dicho edicto afirmaba el principio de libertad religiosa para todos los súbditos del Imperio. Se citaba en él expresamente a los cristianos; se restituían expresamente a la Iglesia los lugares de culto y todos los bienes inmuebles que le habían sido confiscados durante la última persecución. Con este Edicto, el Estado reconocía, junto a sí, otra sociedad universal. Era el primer reconocimiento —inaudito hasta entonces— de la división de toda la vida humana en dos esferas autónomas: política y religiosa. Ni Constantino ni Licinio pudieron darse cuenta de la trascendencia del documento que habían firmado: el primer edicto de la libertad de conciencia.

    Al contrario de Constantino, Licinio fue cambiando gradualmente su actitud con los cristianos, hasta convertirse en perseguidor. Constantino, ante esa actitud hostil al cristianismo, declaró la guerra a Licinio. No fue en realidad una guerra de religión, influyeron también miras políticas y la aspiración de Constantino a ser dueño de todo el Imperio. Los cristianos de Oriente recibieron a Constantino como a su libertador. Licinio fue vencido definitivamente en Tracia el 18 de septiembre de 324 y, al año siguiente, fue asesinado por orden de Constantino, quien se convirtió en emperador único de todo el Imperio. Trasladó la capital a Constantinopla, fundando una ciudad enteramente cristiana en el año 330.

    Al convertirse el cristianismo en religión lícita, los cristianos se pusieron, como era natural, de lado de Constantino, y como consecuencia de esto, su poder aumentó en todo el Imperio. En Oriente, Armenia, en 303, ya había implantado el cristianismo como religión oficial, y se asumió como la primera religión de un pueblo. (20) El Imperio romano, bajo el gobierno de Constantino y de Licinio, imitó la iniciativa armenia, y se convirtió en la segunda nación cristiana, aunque Constantino no consintió en ser bautizado, sino hasta la hora de su muerte. El papa san Silvestre organizó la Iglesia constantiniana. Probablemente en 319, el emperador Constantino fundó la basílica y el bautisterio de San Juan de Letrán. En 326, a raíz de oscuras intrigas, mandó a ejecutar a su hijo, Crispo; más tarde hizo ejecutar a su propia esposa, Fausta. En 327 ordenó levantar la Basílica de San Pedro en la colina del Vaticano, sobre la tumba del apóstol. El 13 de septiembre de 335, en Palestina, 300 obispos consagraron un gran santuario en honor de Constantino.

    Aunque el emperador era cristiano, el Imperio romano no era totalmente cristiano en el siglo IV. En Roma seguían viviendo aristócratas paganos, aunque quizá en 450 ya no vivían ahí; en Constantinopla en el siglo V todavía habitaban algunos paganos. Hubo maestros paganos en Atenas y Alejandría hasta el siglo VI; el emperador Justiniano clausuró la Academia de Platón en el año 529. Las zonas rurales eran en buena medida paganas en todas partes, salvo Siria, Palestina, Egipto y África. Todos los emperadores, excepto Juliano el Apóstata, eran cristianos desde 324; Constantino se había convertido en 312. A lo largo del siglo IV el paganismo fue separándose cada vez más de la vida pública; entre 391 y 392, Teodosio I prohibió los pilares del paganismo tradicional: el sacrificio público y la devoción privada de imágenes. Esta legislación coercitiva se reforzó aún más en el siglo V y el emperador Justiniano les añadió los toques finales, al prohibir los cultos paganos e imponer el bautismo so pena de confiscar los bienes, y en ocasiones, la pena capital. Sin embargo, el paganismo del Imperio romano no se cruzó de brazos, ni se limitó a combatir el cristianismo con la espada, lo combatió también directa e indirectamente con la pluma. Los escritores paganos empezaron a ocuparse del cristianismo, a excepción de algunas alusiones esporádicas en tiempos de Marco Aurelio (161-180). Juliano el Apóstata tomó este silencio de más de siglo y medio como argumento en contra del cristianismo. Los cristianos fueron atacados por los filósofos paganos en su doctrina y en su conducta. Se conservan muy pocos escritos paganos contra el cristianismo porque Teodosio II ordenó, en 448, quemar todos los escritos anticristianos. Los intelectuales paganos anticristianos fueron: Frontón († 166); Luciano († 167); Celso († 180); Porfirio († 304), e Hierocles († 308). Jámblico y Porfirio idealizaron la figura de Pitágoras atribuyéndole milagros, pretendiendo con ello hacer de él un Cristo pagano.

    El cristianismo en el siglo IV se definía de forma sencilla: era la religión del Nuevo Testamento. Si alguien creía en la Santísima Trinidad, en que Jesucristo era el Hijo de Dios y que no existían otros dioses, entonces esa persona podía ser considerada como cristiana. (21) En este siglo, el tiempo cristiano sustituyó el tiempo pagano. (22) Se hizo un feroz hincapié en el domingo como inquebrantable día de descanso. También se dio la cristianización del espacio geográfico. (23) Los cultos paganos habían sacralizado el espacio, y a medida que iban siendo prohibidos y los santuarios destruidos, el cristianismo fue ocupando estos lugares y sustituyendo a los antiguos dioses por el culto a los santos cristianos.

    Cambiar la mentalidad de la gente del Imperio no fue fácil para la Iglesia; la cristianización no produjo grandes cambios en la mentalidad de la población. La mayoría de los cristianos no juzgaba negativamente la falta de libertad legal, a pesar de que el cristianismo era explícitamente igualitario; por ejemplo, la liberación de esclavos como acto

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