Hoy en día resulta difícil entender la íntima relación existente entre la cruz y la espada que ha determinado, más allá del mundo medieval, muchos episodios de la Historia Moderna y Contemporánea, llegando a alcanzar las riberas de nuestro presente (se piense en la Rusia actual…). Para encontrar las raíces de una conexión entre guerra y oficio eclesiástico, tan alejada del mensaje evangélico (que no de las escrituras veterotestamentarias), hay que retroceder en el tiempo hasta el momento en el que los obispos, en calidad de líderes de sus respectivas comunidades de creyentes, empezaron a desempeñar tareas de gobierno que desbordaban los márgenes de la vida espiritual.
Durante las décadas que vieron la progresiva crisis y desarticulación del mundo romano en Occidente, que los especialistas identifican con el periodo conocido con el nombre de Antigüedad tardía —etiqueta que busca subrayar la complejidad y duración de toda esa época, que se extiende de los siglos iv al vii—, muchos obispos, ante la debilidad de la autoridad central (imperial primero, de los reyes post-romanos después), fueron viendo cómo se ampliaba su protagonismo en todos los ámbitos de la vida, lo que conllevaba, en un mundo muy militarizado y en continua competición, el desempeño de actividades bélicas lejos del silencio de los altares.
En la Antigüedad tardía se amplió el protagonismo de los obispos en todos los ámbitos de la vida
En este contexto de «suplencia» política, no resulta difícil documentar a los prelados más audaces y ambiciosos, muchos de ellos (aunque no todos) miembros de las más importantes familias aristocráticas de la Galia merovingia o de la Hispania visigoda, guerreando con propósitos que no siempre se caracterizaron por la defensa de los intereses de sus reyes o del reino. Fue muy poco más tarde, a partir de la segunda mitad del