MALDICIONES DEL SIGLO XXI
La creencia en el mal de ojo ha trascendido la mera superstición y varios pensadores célebres dan fe de su veracidad», explica Quinn Hargitai en su ensayo The strange power of the evil eye (El extraño poder del mal de ojo), de 2018, donde indaga sobre los orígenes milenarios de esta creencia y su influjo hasta nuestros días. Señala, por ejemplo, que lo más fascinante del mal de ojo no es su mera longevidad, sino el hecho de que su uso ha cambiado poco a lo largo del tiempo: «Seguimos colocando el ojo maligno en los costados de nuestros aviones al igual que egipcios y etruscos pintaban el ojo en las proas de sus barcos para protegerlos».
Para algunos esta creencia ancestral podrá resultar ridícula, pero ha penetrado tan profundamente en el lenguaje y las conciencias que algunos psicólogos cognitivos actuales, como Kristin Janschewitz, profesora en Marist College (universidad privada en el estado de Nueva York), se han planteado estudiar cómo nos influye proferir maldiciones desde un punto de vista lingüístico y cognitivo: «¿Está el jurar o maldecir, como comportamiento, fuera del alcance de lo que un científico psicológico debería estudiar? Debido a que las palabrotas están fuertemente influenciadas por variables que pueden cuantificarse a nivel individual, los científicos psicológicos (más que lingüistas, antropólogos y sociólogos) tienen la mejor preparación para responder preguntas comunes como si maldecir es problemático o dañino», expresa Janschewitz.
La investigación de esta psicóloga sugiere que la mayoría de los usos de las palabrotas que decimos para maldecir no son problemáticos: «Lo sabemos porque hemos registrado más de 10.000 episodios de maldiciones públicas de niños y adultos, y rara vez hemos presenciado consecuencias negativas. Nunca hemos visto que las maldiciones públicas lleven a la violencia física. La mayoría de los usos públicos de las palabras tabú no están relacionados con la ira; son inocuos o producen consecuencias positivas», alega Janschewitz.
EFECTO CATÁRTICO
En relación con lo anterior, debemos señalar el trabajo (Decir palabrotas como respuesta al dolor: evaluación de los efectos hipoalgésicos de las nuevas palabras «groseras»), publicado en 2020 por Richard Stephens y Olly Robertson, de la Universidad de Keele (Reino Unido), según el cual proferir maldiciones posee un efecto catártico:
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