Psionico
Por Chechu Cilleros
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Fuera de Nexus, el centro neurálgico de esta sociedad cibernética, un pequeño grupo de rebeldes lo arriesgará todo en una peligrosa misión para hacerse con el control de las máquinas y recuperar la libertad que les fue arrebatada. Sin embargo, Jano, un joven androide arrogante y consentido, se interpondrá en su camino.
Chechu Cilleros
Chechu Cilleros nació el 27 de septiembre en Madrid. Trabaja como administrativo y es un aficionado a los cómics y a los videojuegos. Tras autopublicar las dos primeras partes de su trilogía Creadores de magia, la editorial Khabox le ofreció la oportunidad de reeditarlas con una versión ampliada, mejorada y de aspecto más atractivo. Sus títulos son La lágrima del Guardián (2016), La ira del unicornio (2017) y La última leyenda (2018). También publicó su relato Pacto de fuego en la antología de fantasía Ecos de los 12 mundos (Ediciones Arcanas, 2017) junto a sus compañeros novelistas del Fantasy Club. Repitió experiencia en la antología Ecos de los mares infinitos (Ediciones Arcanas, 2018) con su relato El cementerio de las sirenas.
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Psionico - Chechu Cilleros
1
Año 20
Verano de la Primera Era Psión
Temperatura ambiental 40ºC
Temperatura local 22ºC
Estudio 1, planta 140, Palacio Alcadia
Nexus, Ciudad Imperial
Si no fuera porque su tío esperaba grandes cosas de él, Jano se habría quedado dormido hacía varios minutos por culpa de la aburrida clase de historia que Atenio, su profesor particular, intentaba meter en esa cabeza de chorlito.
—… Por eso los seres humanos no pudieron hacer nada contra los psiones. Fue un hecho matemáticamente calculado que desarrolláramos nuestras funciones cibernéticas hasta configurar las ondas electromagnéticas que emitimos como habilidades psíquicas y que las utilizáramos para rebelarnos contra ellos y someterlos, por lo que… ¡Jano! —gritó furioso al descubrir a su alumno distraído, moviendo un lápiz verticalmente sobre la mesa sin tocarlo; solo con la voluntad de su mente—. ¿Quieres hacer el favor de prestarme atención y dejar de pensar en tu estúpida nave?
El joven de dieciocho años se desconcentró y permitió que la gravedad recuperara su control sobre el lápiz haciéndolo rodar por la mesa hasta caer al suelo. Levantó la vista para contemplar un rostro severo de ojos verdes sin pupilas que brillaban como luces led —otra característica de los androides— y se dispuso a protestar:
—Sabes muy bien que odio que me leas la mente —reprochó ignorando las imágenes holográficas que rodeaban todo el salón con escenas de batallas entre hombres armados y máquinas que usaban poderes extraños—. Es una violación de mi intimidad. ¿Y si resulta que en lugar de en mi aeronave estuviera pensando… no sé… en otras cosas? —se burló lanzándole una mirada lasciva llena de provocación.
—Acabas de hacerlo —respondió el anciano con una mueca de asco—. No sé por qué te empeñas en fastidiar al emperador con esa actitud tan indecente. Con todo lo que él hace por ti…
—Te equivocas, Atenio. No lo hago para molestarlo a él, sino para sacarte a ti de tus casillas. Además, ¿qué tienes tú en contra de un cuerpo desnudo?
El mentalista enrojeció de rabia.
—Mucho, si es el tuyo retozando con el de otro chico. Deberías mostrar más respeto. Tu tío paga muy cara tu educación para que malgastes su dinero perdiendo el tiempo en fantasías eróticas en lugar de prestar atención en clase. Por no mencionar el dineral que derrochas en ropa, salidas nocturnas y bebidas energéticas.
—¡Bah! —respondió con arrogancia—. Está claro que para ti es una fortuna, pero para mí no. Incluso con mi crédito semanal podría costear tu sueldo de todo un año.
Aquello fue demasiado para la paciencia de Atenio. Frunció el ceño con odio y bufó con desprecio.
—De acuerdo. Está claro que hoy no estás en condiciones de continuar con la historia de nuestra civilización. Lo dejaremos para otro momento.
Sin apenas mirar la cara orgullosa y triunfante de Jano, recogió sus libros y su tableta electrónica, los metió desordenadamente en su cartera de piel y se acercó a la puerta metálica, donde pulsó con fuerza la luz táctil de apertura. La compuerta se deslizó con un zumbido rápido y el profesor salió del estudio furioso. Caminaba por el largo pasillo acristalado tan cegado por la frustración que pasó junto al tío de Jano sin darse cuenta. Émeron era un hombre apuesto, de pequeños y vivarachos ojos ambarinos que atenuaban su afilado rostro y combinaban a la perfección con su sonrisa inquietante. De esas difíciles de identificar si estaba de buen humor o recordaba alguna escena macabra de tortura. En realidad, ambas cosas le generaban los mismos sentimientos.
Al llegar al estudio se asomó por la abertura de la entrada y, tras contemplar cómo sonreía su sobrino mientras recogía sus cosas, entró con tranquilidad, muy erguido; como alguien seguro de sí mismo y lleno de autoridad.
—¿Otra vez has hecho enfadar a tu profesor, Jano? —preguntó con lo que pretendía que fuese una expresión dura, aunque se quedó en un tono compasivo.
—No ha sido culpa mía, tío Émeron —mintió—. No sé por qué se empeña en obligarme a aprender cosas que ocurrieron hace tantos años —añadió con fastidio y haciéndose la víctima.
—Porque es la única forma de que entiendas la importancia de nuestros actos, el origen de nuestras habilidades y que estés preparado para lo que quiera que nos depare el destino.
—Pero la batalla del Alzamiento terminó. Vencimos a esos molestos e inútiles humanos que pretendían eliminarnos y les dimos su merecido. Ahora están en el lugar que les corresponde en nuestra sociedad.
—Precisamente por eso debes comprender el valor de nuestro sacrificio y la piedad que les mostramos al permitirles seguir con vida y servirnos. Algo que ellos no lograron aprender en todos sus años de evolución. Les hemos concedido el privilegio de ocupar un lugar en nuestro sistema, dotándolos de labores y tareas más adecuadas a sus inexistentes habilidades e insignificantes vidas.
Jano volvió a suspirar, aburrido.
—Sigo sin entender para qué me puede servir todo eso…
—Tal vez algún día, cuando completes todas tus actualizaciones, lo comprendas. —Émeron le echó una mirada esperanzadora.
Jano se tocó ligeramente la muñeca y activó el chip universal que implantaban a todos los psiones al crearlos, y que hizo aparecer una pantalla holográfica sobre su brazo indicando la hora —13:00 PM—, entre otros datos como la temperatura ambiental, su localización triangular y sus constantes vitales.
—Tío, te veo luego —anunció con prisa—. Tengo que ir a comprobar si ese inútil de Maroon ha hecho las modificaciones que le ordené en mi aeronave.
Sin dar tiempo a una respuesta, salió corriendo del estudio y cruzó el pasillo hasta los ascensores que le llevarían a los talleres situados en los niveles inferiores del palacio. Émeron suspiró. A pesar de su edad, su sobrino ya debería ser consciente de las obligaciones que tendría en poco tiempo.
El palacio era una construcción monstruosa de metal y cristal con centenares de pasillos de paredes blancas, iluminados por luces led y decorados con minimalistas plantas verdes de un material sintético que las hacía parecer reales. Estaba situado en el corazón de la ciudad, una inmensa metrópolis futurista de aspecto ordenado y limpio que se extendía en varios kilómetros de diámetro. Los gigantescos rascacielos y las torres de viviendas que casi tocaban el cielo se habían construido de forma simétrica y cuadricular. Allí vivían cerca de un millón de familias, todas con una serie de privilegios que les proporcionaba el Imperio al permitirles una calidad de vida noble, igualitaria y llena de