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Sal de tierra, sal de mar
Sal de tierra, sal de mar
Sal de tierra, sal de mar
Libro electrónico259 páginas3 horas

Sal de tierra, sal de mar

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Información de este libro electrónico

Una historia remota, ajena y pasada que enlaza con otra presente, personal y cercana.

«Aquel día, el pasado despertó de un largo sueño, se vistió con sus mejores prendas y se dejó caer por aquel bar en forma de un elegante, frágil y misterioso anciano».

La vida triste e insípida de Raúl cambiará para siempre cuando un desconocido anciano le confía un insólito encargo que, inexplicablemente, le llevará a realizar un viaje en el tiempo, hacia un lugar recóndito y lejano que acabará removiendo su propio pasado.

Una historia surgida de la tierra, y otra con rumbo hacia el mar. Vidas entrelazadas, deseos frustrados, esperanzas sepultadas en un valle de silencios, como la sal enterrada bajo tierra que anhela encontrarse con su hermana del mar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417856687
Sal de tierra, sal de mar
Autor

Jaume Caro Prados

Jaume Caro Prados, nacido en Manresa (Barcelona), es doctor en Física. Autor de varias publicaciones científicas, Lo que nos quedó por contar es su primera novela, su primera incursión en el mundo literario, en la trastienda de los sentimientos donde las teorías y las ecuaciones no valen nada porque nada pueden explicar.

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    Sal de tierra, sal de mar - Jaume Caro Prados

    Sal de tierra, sal de mar

    Sal de tierra, sal de mar

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417856243

    ISBN eBook: 9788417856687

    © del texto:

    Jaume Caro Prados

    © fotografía de cubierta:

    Montse Forradelles

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Agradecimientos

    Antes de que el lector se aventure a indagar en la historia que tiene entre sus manos, quisiera expresar mi más sincero agradecimiento a mi prima Chari Gálvez y a mis amigos Manel Rodríguez y Sílvia Molas, por su desinteresada ayuda en la revisión del texto y sus siempre útiles e interesantes comentarios y sugerencias. Y, cómo no, a mi sobrino Àlex Caro, por llenar de vida la portada de este libro.

    Manresa, octubre de 2017- mayo de 2019

    Capítulo 1:

    Cinco cifras

    El aroma del café remolineaba caprichosamente el ambiente, tonificando aquella apagada mañana de finales de septiembre. Los transeúntes se afanaban por llegar a sus destinos, temerosos ante la amenazante negrura de un cielo que no se decidía a descargar las primeras lluvias del recién estrenado otoño. Antonio suspiraba mientras me servía el café de todas las mañanas, viendo pasar la vida a través del espejo que cubría todo el ancho de la barra. Cuatro viejos consumían pausadamente sus carajillos, hojeando la prensa deportiva, matando el tiempo que cada día les costaba más rellenar. En la barra, dos ejecutivos engullían y bebían compulsivamente, atragantados por la estrechez de sus corbatas, a la par que tres jóvenes estudiantes repasaban libros y apuntes, apurando los pocos minutos que les restaban para entrar en la facultad.

    El paso del tiempo había dejado un rastro implacable en cada uno de los contenidos y continentes de aquel centenario bar, otro tiempo ilustre cafetería donde acaudalados empresarios y depauperados escritores y artistas compartieron humos, cafés, vinos y licores. El mármol de la barra, material duro y noble por excelencia, acusaba el severo desgaste impuesto por los miles y miles de vaivenes de platos, vasos y botellas. La barra posapié de acero lucía brillante y pulida por los otros tantos miles de suelas y tacones que por allí se dejaron deslizar. Los cristales de la puerta y de los ventanales, que sobrevivieron a infinidad de temporales, acabaron sucumbiendo a guerras y revoluciones; tan solo sus hermanos menores, los que custodiaban armarios y mostradores, y aquellos que adornaban las puertas interiores traslucían el difuso avance del reloj. Las paredes acumulaban capas y capas de pintura en un intento desesperado por recubrir el hollín y la mugre depositados entre risas, gritos, murmullos y silencios. Una vieja radio, ya convertida en pieza de museo, reposaba, muda e impertérrita, frente al televisor que le robó, años ha, el protagonismo de un local donde, desde su boca, dio a conocer el inicio y el final de las dos grandes contiendas que, como macabros paréntesis, enmarcaron nuestra propia y vergonzosa guerra. Un deslucido reloj colgaba de otra pared, marcando agónicamente el ritmo de nuestras vidas, de las que se fueron y de las que vendrán. En el techo, dos ventiladores seguían girando tozudamente, aireando las cavilaciones de los parroquianos que, con disciplina castrense, nos congregábamos cada día, cada mañana, en aquel vetusto bar donde la vida mostraba un nuevo e irrepetible escaparate; donde, con sus penas y alegrías, discurrían mil historias, dejando sus paredes impregnadas de los avatares de la ciudad. Cada mañana, en aquel museo denostado de nuestra historia, se abría una nueva página de un libro sin índice acabado ni conocido final. Y aquella mañana gris y plomiza, asfixiada por la añoranza veraniega y la incertidumbre otoñal, significaría el principio de una historia que las líneas que siguen tratarán de relatar, ajustándose, en lo posible, a la extraña y confusa realidad de unos hechos que, a veces, pienso que no llegaron a existir jamás. Aquel día, el pasado despertó de un largo sueño, se vistió con sus mejores prendas y se dejó caer por aquel bar en forma de un elegante, frágil y misterioso anciano.

    Me disponía a subir a la oficina cuando un hombre de muy avanzada edad entró lenta y desapercibidamente en el local. Un traje gris, de época pretérita, perfectamente planchado y ajustado a las medidas tomadas por algún reputado sastre, vestía el cuerpo delgado de un hombre que no dejó ver su rostro hasta que, con un distinguido ademán, despobló su cabeza de un no menos elegante y anacrónico sombrero de fieltro borsalino. Se recompuso los pocos cabellos canos que estoicamente habían resistido el paso de los años. Miró hacia el reloj de la pared con ojos tristes y el cansancio de muchos años grabado a hierro en una cara angulosa y cincelada por los golpes de la vida. Sin apenas mirar hacia su alrededor, como si fuera un habitual de aquel local y apoyándose sobre un bastón, se dirigió flemáticamente hacia una de las mesas que daban al exterior para acabar sentándose en la que quedaba en la esquina. Allí se quedó, contemplando ensimismado la encrucijada de calles y aguardando, quizás, la llegada de algún conocido o familiar. Faltaban diez minutos para las nueve cuando se giró un par de veces, mirando hacia la barra y cotejando la hora del reloj de la pared con la de uno de bolsillo, que solo dejó entrever la cadenita reluciente y dorada que lo mantenía amarrado a su amo.

    Antonio andaba tan atareado que no se percató de la llegada de aquel hombre, que cada vez se mostraba más inquieto, removiéndose como podía sobre su silla, mirando compulsivamente la hora y girándose reiteradamente hacia la barra.

    —Antonio, ha entrado un señor que lleva un rato esperando en la mesa de la esquina —le advertí discretamente.

    —Ya voy, ya voy… —refunfuñó, agobiado por el trajín de aquella mañana.

    Cuando quise girarme, el anciano ya estaba en el extremo de la barra que daba al pasillo que conducía a los servicios y donde se encontraba uno de los pocos teléfonos públicos de la ciudad que habían sobrevivido a la nueva era de las telecomunicaciones. Se quedó frente al aparato, introdujo unas cuantas monedas y marcó el número que llevaba apuntado en un papel que sacó de uno de sus bolsillos. Eran las nueve en punto. No habían pasado ni cinco segundos cuando colgó, recogió las monedas y, sin mirar a nadie, abandonó el bar. Antonio me miró con cara de no entender, mientras yo, que ya llegaba tarde al trabajo, salí a toda prisa intentando evitar los goterones que, por fin, aquellos nubarrones habían resuelto precipitar sobre una ciudad que todavía andaba dormida, sumida en un sueño pesado y resacosa de sí misma. Antes de entrar en el portal, pude ver cómo el anciano se perdía calle abajo al paso lento que le dictaba su edad.

    Aquella historia, si es que llegó a alcanzar tal categoría, bien hubiera sido eliminada de mi maltrecha memoria a no ser que, a la mañana siguiente, se repitió de la misma forma y en el mismo momento y lugar. Apenas el minutero acababa de marcar las nueve menos diez cuando el anciano entró de nuevo en el bar, algo aturdido y deslumbrado por la luz cegadora que aquella mañana lustraba la ciudad, atravesando el cielo limpio y diáfano que dejó tras de sí la dubitativa tormenta del día anterior. Se dirigió hacia la misma mesa de la esquina ligeramente encorvado, tanteando el terreno, blandiendo, como un ciego, su bastón entre las mesas. Antonio, que seguía la maniobra desde la barra, esperó a que el hombre tomara asiento para atenderlo. Movido por la curiosidad, me aproximé a la zona disimulando, mirando a través del ventanal, lo suficientemente cerca como para no perder detalle de la conversación.

    —Buenos días, usted dirá —le dijo Antonio con delicadeza.

    —Buenos días. Pues mire usted, si no le importa, me quedaré un rato aquí sentado, que solamente quisiera hacer una llamada telefónica —contestó el anciano, algo nervioso y señalando con la mirada hacia la barra.

    —Faltaría más, señor —dijo Antonio, complaciente.

    A las nueve en punto, el hombre ya estaba junto al teléfono. De nuevo, sacó un papel de uno de sus bolsillos con la mano temblorosa, para poco después marcar lentamente una secuencia de números, cerciorándose de que cada tecla que pulsaba coincidía con cada uno de los dígitos que, con dificultad, intentaba enfocar. Pasaron unos segundos hasta que, visiblemente contrariado, colgó el teléfono y se despidió de Antonio con un lacónico «buenos días», cruzando por un solo instante su alicaída mirada con la mía, desapareciendo otra vez sin más.

    —¿A dónde llamará ese hombre? —me preguntó Antonio.

    —Vete tú a saber. Qué cosa más extraña, ¿verdad? —comenté.

    —Si mañana vuelve, se lo preguntaré. ¡Vaya si se lo preguntaré! ¡Como dos y tres son cinco! —exclamó, manipulando la cafetera, que, con un ensordecedor silbido, exhalaba, furiosa, el vapor por su nariz metálica, calentando la leche que vendría a mezclarse con el café que todavía goteaba, humeante, bajo uno de los cacillos.

    Salí del bar con la extraña impresión que la mirada inquieta y profunda de aquel hombre me había propinado, desbaratando, por un momento, la alegría con la que me había despertado aquel sol radiante que, el día anterior, aguardó triste y solitario bajo las primeras de las muchas nubes que en los días venideros lo volverían a tapar.

    La rutina del trabajo me devolvió poco a poco al estado de consciencia en el que los días pasan inadvertidos, arrancando progresivamente las hojas del almanaque, consumiendo el desconocido saldo de los que todavía nos quedan por gastar. Aun así, la imagen de aquel anciano reaparecía cuando menos lo esperaba, proyectando una vez más aquellos ojos que, como toda su aura, parecían anclados a un intrigante y lejano pasado.

    La semana había alcanzado ya su medianía cuando aquel misterioso hombre volvió a entrar a la misma hora en el bar. Antonio me miró, encogiendo los hombros y abriendo los ojos de par en par, queriendo preguntar con la mirada lo que no acertaba a salir de su boca. Esta vez, la mesa de la esquina estaba ocupada por una pareja de jóvenes que discutían sin disimulo, entre gritos y aspavientos. Ante aquel imprevisto, el anciano, que aquel día lucía un impoluto traje marrón a cuadros, rematado con un sombrero a juego, se aproximó titubeante a la barra hasta alcanzar uno de los taburetes que había junto a mí. Antes de que Antonio le llegara a decir nada, el hombre se apresuró a pedir un café. Fue entonces cuando pude apreciar con detalle los rasgos de su cara. Las cejas, tupidas y totalmente canas, sobresalían airosas por encima de unos ojos pardos, hundidos y atemorizados ante un mundo que se le antojaba ajeno y hostil. La nariz, ancha, larga y prominente, parecía querer tapar la boca menuda, de la que se escapaban parcas palabras. La piel, agrietada como el piso de un desierto, envolvía sin apenas carnes los contornos huesudos de un rostro agotado. Cuando dieron las nueve y el café todavía no había aterrizado sobre la barra, el anciano ya estaba impaciente frente al teléfono, dispuesto a efectuar su intrigante llamada. Pocos segundos después, regresó, frustrado, para finiquitar el café con dos tragos consecutivos, apresurado por pagar y renegando entre dientes algo que no logré descifrar. Salí tras él sin saber por qué ni para qué, en un acto irreflexivo que, por un momento, me llevó a avergonzarme de mí mismo.

    El hombre tomó la avenida abajo, interponiendo su bastón contra la pared, dando palos de ciego entre la jungla de una ciudad que, a aquella hora, hervía estresante ante el comienzo de otra jornada en la que sus actores acabarían, como siempre, exhaustos y anhelosos del fin de semana, de aquella tregua pactada entre tanta locura.

    No resultaba fácil adaptarme al paso lento y desacompasado de aquel hombre, que aceleraba y desaceleraba mientras yo paraba en algún escaparate, fingiendo interés en todo y en nada en particular, intentando mantener una distancia prudencial con aquella figura quebradiza y amedrentada, que se abría paso entre la velocidad desbocada de los nuevos tiempos, donde mucho se corre y poco se atrapa. Para mi sorpresa, viró hacia la derecha, tomando uno de los pocos traboules de la ciudad: un pasaje estrecho en forma de túnel que atravesaba en línea recta dos edificios, descubriendo, en sucesivos intervalos, sus indecorosos patios interiores, sus roñosas trastiendas y todas aquellas zonas innobles que jamás verían la luz que iluminaba las dos grandes avenidas entre las que, bajo la penumbra de aquella parte escondida de la ciudad, quedaron atrapadas. Cuando alcancé aquel pasadizo, el anciano parecía haber acelerado el paso. Su sombra se perdía en la lejanía del pasaje, entre la oscuridad, el hedor de orines, una asfixiante humedad y los rumores emanados por una infinidad de voces que morían, amortiguadas, entre aquellas viejas paredes, entre aquellos muros desconchados y usurpados por las clandestinas manos de unos grafiteros que allí dejaron grabados sus encriptados mensajes, manchando, así, casi un siglo de nuestra historia.

    De repente, el hombre paró, quedándose totalmente inmóvil, suspendido en un instante de tiempo tan infinito como infinitesimal. Una ristra de bombillas apenas iluminaba la sección del túnel donde se encontraba. Un quejido de dolor, corto, aterrorizador y punzante, llegó hasta mí, claro y potente. El bastón cayó al suelo, liberando la mano que, inmediatamente, se llevó al pecho. Se desplomó, quedando arrodillado y postrado, como hiciera un fusilado que, agonizante, entrega su vida ante su ejecutor frente a un paredón teñido de sangre. Corrí hacia él atropelladamente y despavorido por los gemidos de dolor, que, progresivamente, iban atenuándose a lo largo del túnel. Cuando llegué, ya yacía bocarriba, con los ojos abiertos como platos, tratando de contemplar un último hilo de luz; agarrándose desesperadamente a este mundo; exhalando, con un sobrecogedor suspiro, una última bocanada de vida; clavándome la mirada más triste y, a la vez, esperanzada que haya visto jamás.

    «¡Llame…!», fue lo único que consiguió pronunciar, con una mano en el corazón y la otra mostrándome un trozo de papel atrapado entre sus dedos. Y allí se quedó, petrificado, con la mirada perdida en algún lejano recuerdo, el corazón sobrecogido por el último latido y un enigmático epitafio sepultado entre sus labios.

    De nada sirvieron los intentos de reanimación que los servicios de emergencias le aplicaron una y otra vez, impotentes ante el firme camino de la muerte. Me quedé allí hasta que llegaron las autoridades que procedieron al levantamiento del cadáver. Aniceto Salcedo era su nombre, de ochenta y cinco años de edad, soltero, jubilado y domiciliado en una residencia de ancianos de la ciudad, según pudo saberse por la documentación que llevaba consigo. Expliqué al juez las circunstancias de la muerte, ocultando deliberadamente el motivo que me situaba allí en aquel preciso instante. Le comenté las últimas palabras que el anciano pronunció, señalando el papel que había quedado enterrado bajo su mano. Cuando el forense rescató el papel, tuve la oportunidad de verlas, de grabarlas en mi memoria como grabé para siempre la mirada agonizante de aquel hombre, que, aun muerto, conservaba intacta toda su dignidad y elegancia: cinco cifras que formaban el número 53029; un supuesto número de teléfono sin prefijo ni más añadido que una exquisita caligrafía extinguida y denostada por la nueva era digital, donde todo el conocimiento humano acabará reducido a ceros y a unos, a unos y a ceros.

    Lo levantaron sin esfuerzo, cuidadosamente, procurando no lastimar aquel cuerpo frágil y ligero, despojado ya del etéreo peso de su alma, que voló sabe Dios dónde, buscando quizás el firmamento, lejos de aquel agujero. Y yo me quedé allí plantado, repitiéndome una y otra vez aquel número huérfano y desprovisto de sus desconocidos compañeros, traumatizado por la experiencia que había vivido y desconcertado por las extrañas casualidades que rigen nuestros derroteros.

    Pasaron dos días y pasaron las nubes, que, apelmazadas, no dejaron vislumbrar ni un resquicio de luz, encapotando el cielo, ensombreciendo otra mañana de un incipiente otoño, anublando, también, aquel cuerpo menudo que un sepulturero ya escondía para siempre bajo las entrañas de la tierra. Una chica sollozaba, acongojada, junto a un hombre de mediana edad, de gesto altivo y severo. Dos únicas almas velaban por la que ya partió a través de una callejuela buscando el sosiego eterno, dejándome un trozo de papel por herencia y una llamada irrealizable como encomienda.

    Agazapado tras uno de los muchos cipreses que asomaban sus narices por encima de los muros, intentando divisar un rastro de vida entre tanta muerte, observaba aquella escena de despedida, escueta y desoladora. ¿Dónde estaban los familiares, amigos y conocidos de aquel hombre que por nombre llevaba el del «invencible», Aniceto?

    —Disculpen —dije, dirigiéndome hacia los dos únicos asistentes de aquel entierro—. No sé por dónde comenzar… La cuestión es que vi cómo murió este hombre —añadí con más torpeza que acierto.

    La chica me miró con cara de no entender, a la vez que el hombre, algo molesto, se apresuró a decirme:

    —Nosotros no somos familiares de este señor. Yo soy el director de la residencia donde vivía, y ella ha sido su cuidadora durante estos últimos tres años —dijo, señalando a la chica con un gesto algo impertinente.

    —53029… ¿Les dice algo este número? Era el que tenía apuntado en un papel y al que creo que estuvo llamando durante unos días en el bar donde acostumbro a desayunar. Antes de morir me lo mostró, suplicándome que llamase.

    —A mí no me dice nada, ¿y a ti, Marta? —le preguntó a la chica.

    —Pues no sé qué decirte… —contestó, algo abrumada.

    —Bueno, yo me voy, que llego tarde a una reunión —dijo el director gruñón, dejando a su lacaya sola y con la palabra en la boca.

    La chica miró a su alrededor, como buscando una escapatoria a una situación que parecía incomodarla.

    —Marta —dije, queriendo suavizar la situación—, no estaría aquí si no fuera porque este hombre, antes de morir, me dio un encargo que mucho me temo que no voy a poder cumplir. Si las cifras que tenía apuntadas en aquel papel son las de un número de teléfono, claramente está incompleto.

    —O bien es un número de teléfono antiguo —apuntó astutamente la chica.

    —En eso no había caído —reconocí, un tanto ruborizado.

    —Perdona, ¿cómo has dicho que te llamas? —me preguntó, algo más tranquila.

    —De hecho, no te lo he dicho… Raúl, me llamo Raúl.

    —Pues bien, Raúl, ahora he de irme. El jefe no perdona ni un minuto. A duras penas he conseguido que me dejara venir aquí. Si quieres, puedes pasar mañana por la residencia, que me tocará el turno de tarde y el susodicho no estará —dijo, señalando hacia el camino por donde había desaparecido el director—. Pregunta por mí.

    »Veremos si rebuscando entre sus cosas sabemos qué es ese número. Aniceto llevaba ya bastante tiempo con la cabeza en otro mundo. Pobre hombre… —murmuró, mirando hacia el nicho donde quedó enterrado.

    La chica se despidió siguiendo aceleradamente los pasos de su jefe. Ya no había calma, ni ganas ni tiempo que dedicar a los que se van. Las prisas del nuevo siglo no entienden de despedidas, ni de ceremonias ni entierros. El pasado se inhuma tan rápido como se da paso a un presente efímero y a un futuro incierto. La muerte se esconde bajo tierra, obviando el

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