Los Crímenes del Pasaje
Por Federico Keena
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Muy lejos de allí, en Dublín, en uno de los asilos conocidos como «Lavanderías de las Magdalenas», cuatro jóvenes internas aguardan la hora feliz donde habrán de recuperar su libertad, mientras intentan sobrevivir bajo la disciplina castrense de las Hermanas de la Misericordia.
Universos distantes, difíciles de vincular sin la rara magia de los sueños. Y es en ese territorio misterioso donde el lector encontrará las claves que van a conducirlo a un final impredecible.
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Los Crímenes del Pasaje - Federico Keena
Federico Keenan
Los crímenes del pasaje
Keenan, Federico
Los crímenes del pasaje / Federico Keenan. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El emporio ediciones, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-789-072-3
1. Crimen. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.
CDD A863
© Federico Keenan, 2019, 2020
E-mail: fjk006@hotmail.com
Edición en formato digital: octubre de 2020
© El Emporio Libros S.A., 2020
9 de Julio 182 - 5000 - Córdoba
Tel.: 54 - 351 - 4253468 / 4245591
E-mail: emporioediciones@gmail.com
elemporiolibros.com
Instagram: @elemporioedicionescba
Facebook: El Emporio Ediciones
ISBN 978-987-789-077-8
E-Book Distribution: XinXii
www.xinxii.com
Conversión a formato digital: Libresque
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitidade manera alguna ni por ningún medio o procedimiento, incluidos la reprografía yel tratamiento informático, sin permiso previo por escrito del editor.
PRIMERA PARTE
"Y si te muestro mi lado oscuro,
¿me abrazarás esta noche todavía?
Y si te abro mi corazón
y te enseño mi lado débil,
¿qué harías tú?"
PINK FLOYD
The final cut
I
Recuerdo el cuerpo tendido en medio de la noche y a los policías corriendo de un extremo a otro de la escena, arrastrados por perros que jalaban de sus correas como leones cuando olfateaban la sangre derramada sobre los adoquines del pasaje.
Durante algún tiempo, no logré atravesar el terreno incierto de la duda y agoté todas las especulaciones posibles. Me asaltaba la intuición de que, tal vez, pudiera tratarse de una oscura pesadilla… o de un sueño, en extremo perturbador. Sin embargo, las respuestas demoraron en llegar y no encontré más remedio que andar a ciegas hasta el final del camino. Mientras tanto, elegí quedarme bajo el amparo de una superstición y suponer que el destino me había puesto en aquel lugar y que, en algún momento, dejaría ver sus cartas.
Ahora, inesperadamente, ha llegado ese momento y he dejado atrás la oscuridad para entender cómo la costumbre de un café, al atardecer, en la mesa de un bar cualquiera, ha manchado mis manos con sangre.…
El ritual del café en un bar del centro se me ocurre un recurso sencillo para evadir la rutina; esa intolerable sucesión de conductas automáticas que, idénticas, se repiten hasta el infinito como las imágenes que proyectan dos espejos enfrentados. Era parte de un grupo de amigos que se reunían a filosofar y rascarse las mañas. Encontrarme con ellos era sacudir por un momento ese puñado de palabras, ese breve catálogo de símbolos que dibuja la lengua todos los días para barajarlos de nuevo, cambiarles el orden y dotarlos de otro sentido, al menos por un breve lapso. Después, más allá de los límites del bar, volvían a la desagradable forma anterior…
Era más tarde de lo habitual y llegué a El Ruedo con el frío de agosto calado en los huesos. Decidí no esperar al resto y pedir un café para entrar en calor. Cuando arrimaba los labios a la taza humeante, vi entrar a Ignacio Bermúdez, con el paso moroso de siempre y esa expresión reconcentrada que era propia de su carácter. Saludó con un murmullo, apenas audible, y una sonrisa sin entusiasmo. Bermúdez era así, taciturno pero cordial. Había superado trances que no se le desean ni al peor enemigo, supo cómo dejar atrás las adversidades, si bien las huellas de aquel pasado se le adivinaban en los gestos y en el velo de sombra que le apagaba la mirada. Era de los más fieles a las tardes de café. Venía de otra barra y otro bar; el Real, en una esquina de la Avenida Olmos. Después se mudó de departamento, de vida y de café para terminar viendo, desde las vastas vidrieras de El Ruedo, el desfile agitado de caminantes que fatigan la peatonal.
Cuando el café cortado de Bermúdez le humedeció los labios, vimos entrar a Guillermo Mentasti caminando lentamente entre las mesas. Antes de sentarse, se quitó el sobretodo negro y saludó a uno de los mozos con un leve movimiento de la cabeza, lleno de reciedumbre y parquedad. Sin embargo, cambió el gesto por una sonrisa repentina que le inclinó la boca y el bigote hacia un costado cuando vio sentada a una mesa junto a la nuestra a una dama solitaria, con una larga cabellera dorada, que lo miró con pocas ganas y le devolvió el saludo por pura cortesía. No parecía joven, llevaba los labios pintados con alevosía, en un tono de rojo escandaloso, y miraba en todas direcciones, como esperando a otra persona. Si bien retirado, Mentasti no había perdido los modos de policía antiguo, con algunos gestos de urbanidad que, por momentos, parecían afectados, superfluos, y una voz aguardentosa que imponía respeto y le confería una virilidad llamativa.
–¡Café! –le arrojó en la cara a uno de los mozos. El otro ni le contestó, abandonó con desdén la bandeja sobre el mostrador y esperó que, desde el otro lado de la barra, le acercaran el pocillo humeante, recién salido de la máquina.
Los modales de Mentasti no eran bien considerados entre los empleados, que lo atendían devolviendo la misma frialdad que el antiguo comisario de la Seccional Primera les dispensaba cada día. La excepción era Octavio Varela, un hombrecillo de complexión escasa y apariencia desafortunada, que lucía unos bigotes breves, diminutos ojos negros y cara de ratón. Era el más antiguo entre los mozos y no disimulaba una vaga afinidad por las huestes policiales. Nunca lo confesó, pero estaba convencido de que hacer buenas migas con la fuerza le garantizaba algún tipo de protección adicional. Cada vez que Mentasti lanzaba sus diatribas contra el Poder Judicial, él asentía desde lejos, levantando un pulgar al cielo o guiñándole un ojo con aires de complicidad.
Mentasti se sentó con el diario que Octavio Varela le trajo de otra mesa y comenzó a hojearlo desde las últimas páginas. Decía conocer a todos los que la sección policial mentaba, cualquiera fuera el lado de la ley en que estuvieran. Era una forma de regalarse importancia, de suponerse con influencias en el oscuro suburbio de las noticias policiales.
–¿Todo bien, don Guillermo? –escuché decir a Octavio.
–Digamos que sí, Varela… excepto por la rata de Salerno. Es la tercera vez que lo guardan y será la tercera que un juez lo deje afuera en menos de un suspiro.
Uno ya sabía por dónde venía el comentario de Mentasti. El asunto de los delincuentes, que entraban a la cárcel y salían diez minutos más tarde, era de las cuestiones que más exacerbaban ese carácter áspero y sus opiniones sin lugar a concesiones. Repetía, no sin fundada razón, que los policías se la jugaban en cualquier esquina, esquivando los balazos y los reproches de una sociedad poco apegada a las normas, que los veía como enemigos y los corría, a fuerza de pedradas, de los barrios marginales. Y si se llevaban de las pestañas al malandra de turno, venía un abogado, muy derecho y muy humano, para explicar que la sociedad era culpable de que el tipo cargara sobre los hombros con media docena de muertes y que no había porqué levantarle la mano ni ponerlo a la sombra. Se necesitaba un juez acorde
, para asegurar la impunidad y completar la tramoya
, según su particular definición.
–En otros países nos respetan, en este nos miran como sospechosos…
–No podés negar que alguna que otra macana se han mandado, Guillermo, a lo mejor será por eso… –dijo Bermúdez saliendo de las sombras.
Mentasti lo fulminó con la mirada.
–Y vos, ¿nunca te mandaste una macana? –la pregunta, para los que conocemos la historia de Ignacio Bermúdez, era un golpe bajo sin excusas–. ¡Parece que todos los oficios tienen permitido el error, la indecencia, menos el de policía!
Bermúdez acusó el golpe y respondió como solía hacerlo cuando lo hería una palabra: con un silencio definitivo y la mirada perdida, más allá de las vidrieras del bar.
–Álvaro no viene –solté con intenciones de aligerar tensiones–. Viajaba a Buenos Aires con un inversionista. Un asunto inmobiliario, según comentó…
Desde la Trejo derivaba un grupo de estudiantes. Dos aprendices de arquitecto cargaban la maqueta de un museo, con la prudencia y las precauciones del que acarrea un tesoro. El resto discurría, indolente, entre un oleaje de caminantes que apuraba el paso con la noche pisándole los talones. Un hombre entrado en años, bajo y esmirriado, cobijado bajo una gorra de corderoy marrón, resistía los tirones frenéticos de un perro de dudoso paladar que se desvivía por olfatear entre las lajas del piso y los adoquines de los canteros.
Recortada contra el resplandor de la calle vi la silueta de Jorge, el guardia salteño que vigilaba el bar desde la tarde hasta últimas horas de la noche. Aquel hombre alto y silencioso que deambulaba por la vereda, ya era parte del paisaje al que nos habíamos acostumbrado. A la distancia, su presencia intimidaba, con un gesto grave instalado en el rostro y la mirada expectante, siempre atenta a los movimientos del bar. Sin embargo, era de trato cordial y bien dispuesto a conversar, sin perder siquiera por un momento la compostura ni sus hábitos de vigilante.
Más lejos, noté la presencia familiar de una mujer llamando a un niño con gritos e improperios proferidos a voz en cuello. Era habitual que, pasado cada mediodía, desembarcara con media docena de críos para instalarse en un banco de la plaza. Después, los esparcía en una diáspora miserable para que cada uno, exhibiendo una lata de conservas vacía, se filtrara entre las mesas del bar pidiendo cualquier atención. Era una banda famélica de chiquilines harapientos, comandada por aquella desconocida que los vigilaba desde una distancia prudencial, temiendo, tal vez, resignar algún céntimo de la limosna. Desde lejos parecía joven y, deduciendo la edad de los niños, era dable que no tuviese más de cuarenta. Sin embargo, bastaba aproximarse a ella para comprobar que había envejecido de mala forma y, entre unas arrugas ennegrecidas por la mugre y un pelo pajoso con mechones cenicientos, aparentaba al menos diez años más de lo que suponíamos.
El paisaje de la plazoleta, al atardecer, se completaba con las luces intermitentes del centro, que operaban una sinfonía de colores y variaciones a las que estábamos habituados los del bar. Iban desde la infinita secuencia cromática de los semáforos hasta las vidrieras mortecinas de las tiendas, a punto de bajar las persianas y declarar la muerte de otro día, herido sin remedio por el filo implacable de la rutina.
Promediábamos el café y la charla cuando, sin que lo viéramos entrar, descubrimos parado junto a la mesa a Rafael Merkel. Era inclinado a ese andar misterioso, a los movimientos sigilosos