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El Castillo de San Miguel
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Libro electrónico256 páginas4 horas

El Castillo de San Miguel

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Una periodista, un conocido boss de la camorra que está en la cárcel desde hace años, pero que sigue siendo poderoso y temido. La periodista se desplaza a su pueblo natal, haciendo preguntas y tratando de entender. Conoce a la esposa, a la familia, a los amigos y a los enemigos. Naturalmente, se encuentra con la camorra, y, mientras el boss sugiere la posibilidad de colaborar, ella vive una experiencia real, entre amenazas e intimidaciones de todo tipo.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781071516041
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    El Castillo de San Miguel - Laura Caputo

    Este libro está dedicado a las víctimas inocentes de la camorra.

    Hubiera deseado nombrarlas a todas aquí, pero he tenido que resignarme:

    el listado disponible, a pesar de ser muy largo,

    no está, ni estará nunca completo.

    Los personajes y los lugares de esta novela, si bien inspirados en localidades existentes y en hechos realmente acaecidos, han sido concebidos por la fantasía de la autora.

    Settimiano es un pueblo en las faldas del Monte Somma, una negra excrecencia en la feliz tierra de Campania, parte del macizo en el cual se levanta, ahora inactivo, el Vesubio. La tierra es oscura, no negra y rica de humus como la de ciertos campos, sino polvorienta y apagada, como los escombros de una fundición; tierra de lava ―me explicaron― surgida hace decenas de siglos del alto horno del volcán.

    Llegar al poblado, desde Nápoles, no había sido fácil; las indicaciones y los carteles de la ruta, que son siempre claros cuando se quiere llegar a una gran ciudad, se vuelven enigmáticos cuando uno se adentra en la provincia. Allí fue muy complicado, más que en otros lugares, a causa de la total anarquía que imperaba desde hacía años hasta en la estructura de las calles. Caminos que habían sido sustituidos por otros de cuatro carriles, y rebajados de nacionales a provinciales, totalmente vacíos de señales; otros cerrados, con el tráfico desviado sin explicaciones; algunos que se adentraban entre las casas, apretándose en un embudo, o que les daban la espalda, perdiéndose en los campos.

    Los transeúntes respondían con voluntad y con minuciosas explicaciones acompañadas de gestos, expresadas en un aproximativo y colorido lenguaje, mezcla de italiano y de dialecto, a mis insistentes pedidos de ayuda: uno hasta se ofreció para abrirme paso. Se colocó frente al volante y dijo con aire satisfecho:

    «Seño, péguese a mí, yo la llevo».

    Seguirlo resultó inesperadamente problemático: no sabía decidirme si afrontar en contra mano el estrecho callejón que tomó; luego, cuando estaba a punto de perderlo de vista, me decidí, pero muy tarde; no osaba pasar velozmente a pocos centímetros de un grupo de muchachos parados en el borde del camino hablando, no podía ignorar la señal de pare al llegar a una calle principal, me obstinaba en querer señalar cada cambio de dirección, cuando en realidad no sabía para nada qué dirección iba a tomar. En resumen, conducía mucho más lentamente que él.

    Y así fue que lo perdí, encontrándome nerviosa e incómoda frente a un camión, en una de las tantas calles estrechas en el medio del pueblo. Hice marcha atrás, como era obvio, recogiendo un coro de insultos y de bocinazos. El camionero debió entender mi expresión perdida, porque ―deteniendo el vehículo más adelante― vino hacia mí: «¿Se perdió?». Evidentemente lo tenía escrito en la cara «¿Dónde está yendo?... pero está del otro lado, ¿qué hace aquí?».

    Eso, ¿qué hacía allí, luego de dos horas de conducir, a solamente quince minutos de Nápoles, totalmente incapaz de llegar a Settimiano? Fueron necesarias pocas y claras palabras, como dicen los que están acostumbrados a viajar por el mundo, a viajar apurados y por trabajo, sin esperar sacar placer de un encuentro casual, pero animados por una especie de hermandad debido al hecho de haberse perdido ellos también, quién sabe dónde, y movidos por el deseo de alcanzar la meta.

    «La segunda a la derecha, después dobla a la izquierda. Ignore las esquinas y vaya siempre derecho, aunque la calle atraviese dos pueblos. Cuando comience a subir, ha llegado: pregunte su calle, yo no soy de ahí, no la conozco».

    Diez minutos después ingresaba al paseo arbolado que, cortando el pueblo en dos como una columna vertebral, sostenía las calles que se adentraban, y en cada cruce se ensanchaba un poco, subiendo hacia una amplia cúpula verde, como una cabeza calva colocada en la extremidad superior.

    Me recibió el olor putrefacto de un cuerpo abandonado a su suerte, dulzón y denso, que el aire de la tarde no alcanzaba a eliminar, tiñendo de violeta las hojas polvorientas de los plátanos deshechos en el último sol del otoño.

    Paré sin decidirme a bajar y hablar; buscaba el recuerdo de otro olor, similar a ese, que tenía que haber suscitado una emoción tan profunda como para haber quedado impresa de forma indeleble en el fondo de mi memoria. No recordaba otra cosa más que ese olor, la evocación de una tristeza perdida unida a una vivencia ya cancelada en su objetividad por el paso de los años y la llegada de otros, más recientes y más significativos.

    Algunos hombres se pararon; en silencio, paseaban su mirada entre el auto y mi persona, esperando, sin impaciencia y sin aparente curiosidad. Fue a ellos que me dirigí:

    «Buen día. ¿Calle Gigli, por favor?».

    «Buen día, seño. No es de acá, es de Milán, ¿verdad?».

    «Exacto, no soy de aquí, vengo de Milán. ¿Dónde es calle Gigli?».

    «¿Cómo es que viene a Settimiano? ¿A quién anda buscando? ¿Pertenece a alguien?».

    Voy a aprender más tarde que se pertenece a una familia, de nacimiento o de la mala vida, y que ―según ellos― una mujer nunca iría sola hasta ese pueblo si no era porque andaba buscando un pariente, un pariente muy lejano.

    Obviamente no pertenecía a nadie, a nadie propio, a nadie figurado. Sobre todo no alcanzaba a entender la necesidad de tantas preguntas, en cambio de una simple respuesta.

    Dos de ellos parecieron haberse desinteresado enseguida, alejándose, otros dos siguieron entreteniéndome con temas intrascendentes sobre el clima y la estación. Un anciano, en particular, que me observaba con sus pequeños y móviles ojos debajo de unas cejas blancas y pobladas, parecía que me quería detener allí, en la vereda despareja.

    «¿Pero está viniendo directo desde Milán? Debe estar muy cansada, con este calor. Hace años que no tenemos un otoño así, solamente después de la guerra, en el cincuenta y dos, uno todavía se hacía el baño en octubre...».

    Diez largos minutos preguntándome la razón de tan inesperada locuacidad y buscando en mi mente un modo no descortés para escapar. Si no sabían dónde se encontraba la dirección que buscaba, no veía ningún motivo para quedarme allí: no quería nada más de ellos, y ellos no tenían razón para querer algo de mí.

    «Sígame a mí, yo la llevo».

    El grupo enmudeció y se dispersó.

    Con cortés atención, casi con reverencia, fui escoltada a lo largo del paseo arbolado, a través de la plaza de la catedral, en un laberinto de callejones de adoquinado desigual.

    «Calle Gigli es esta, la casa que busca es esa de allá, con el portón verde oscuro. La están esperando».

    No tuve el tiempo de preguntarme cómo era que ese tipo, que se había alejado rápidamente ni bien pronuncié la dirección, hubiera vuelto a aparecer para conducirme respetuosamente a buen puerto.

    Esto también lo aprendí más tarde, cuando se me aclararon otras miles de cosas.

    No me animé a encarar con la trompa del auto la curva cerrada que, entre dos casas muy cercanas y bajo filas de ropa tendida, iba a desembocar en una subida muy rigurosa, de manera que estacioné rozando el muro. No cerré con llave: después de tanta familiaridad no habitual para quien viene de una ciudad del norte, me pareció una ofensa. Miré alrededor: una tienda oscura y desierta abierta sobre la izquierda, debajo de un balcón en mal estado de hierros negros a la vista con persianas de un cobalto muy pulido, perfectamente cerradas para proteger el interior de un cuarto. A la derecha, dos contenedores de basura semiquemados y rebosantes de desechos descompuestos que las bolsas destripadas de plástico multicolor ofrecían a enjambres de moscas. Gatos famélicos se disputaban los restos, hurgando con sus garras cadenciosas, indiferentes a mi presencia.

    Me dirigí a la subida con circunspección. Sentí que se abría un portón, como si se tratara de la puerta de una caja fuerte, lenta y pesada. Levanté los ojos: una mujer me esperaba, calma y sonriente, en un gesto que contradecía la mirada aguda y fría. Debía haber sido bella y elegante, pero años de solitario miedo y de inútil espera dejaron su huella en el cuerpo y el rostro, relajando las tensiones en una cansada blandura, envolviendo de grasa las jóvenes asperezas.

    «La estaba esperando».

    «Estoy retrasada, disculpe», jadeaba justificándome. «Tuve dificultades para encontrarla».

    Y ya me extendía la mano blanca y rechoncha en un apretón sin fuerza ni simpatía.

    La seguí, a través de un patio prolijo y florido ―en el cual reinaba la estatua de una virgen de terracota colorida con flores y luces encendidas a sus pies― hasta una cocina grande en la penumbra, como las que se ven en las viejas casas: una gran mesa rectangular, alrededor de la cual cuatro o cinco mujeres compartían una torta visiblemente hecha en casa. Café, un licor dulce, migajas. Palabras, entre sonrisas desganadas y algo cansadas.

    Todas me observaban sin tomar la iniciativa para un saludo convencional y sin ninguna intención de alejarse. Estreché algunas manos blandas a lo largo de la mesa.

    «María, Costanza, Giuseppina, que viene de Roma, Vincenza y su hermana. Siéntese, sírvase un pedazo de torta». 

    Cinco pares de ojos dirigidos hacia mí, un silencio cargado de curiosidad, a la espera de que yo comenzara a hablar. Me impresionó ver una mosca, negra y brillante, que se movía sin ser molestada.

    Me presenté como se da inicio a una conferencia. Estaba ahí, dije, porque se me había pedido escribir la biografía y, como quería hacerlo de la mejor manera posible, era importante que viera dónde había nacido y dónde había vivido su juventud. Hablar con la gente, con los que lo habían conocido, amigos o enemigos que fueran.

    No tenía ninguna clase de preconcepto, no me dejaría influenciar por lo que los otros ya habían escrito, tenía la intención de ser justa, en lo posible; una página blanca sobre la cual cada uno trazaría su marca con total libertad.

    Como si se tratara de una señal convenida, las mujeres se despidieron brevemente y en tono bajo. Me encontré delante de un plato con torta y galletas, un café, un minúsculo vaso de rosolio.

    María, su mujer, insistía para que comiera y bebiera:

    «Sino me ofende...».

    Fue difícil y un poco desagradable para mí, que no amo los alimentos dulces, engullir todo alabando la exquisitez con aparente convicción, pero ―mientras comía― recibía explicaciones:

    «Nació en esta cocina, allá estaba la pieza, justo ahí donde están sus fotos».

    Todavía con el tenedor en la mano, observé los cuatro retratos de marcos pesados realizados con madera avejentada colgados en la pared. En una foto reciente el boss aparecía libre, con un Vesubio encapotado de nubes tormentosas como fondo.

    «Es un montaje. Lo hice hacer acá, en Settimiano, al fotógrafo que está en la plaza. Es el cuñado de mi prima, me hizo el descuento y me regaló también el marco. Es lindo, ¿verdad?».

    Asentí; ¿qué otra cosa podía responderle a la esposa de uno que está en la cárcel con siete cadenas perpetuas y ninguna esperanza de libertad en el futuro?

    «No tiene que escribir mal, él es bueno, mucha gente se olvidó hoy, pero cuando se podía, él hacía algo por todos».

    Volví a sentarme, acompañada por la voz baja y descolorida de María.

    «Voy a Trento y todos los meses hago una visita de una hora. Le llevo la ropa limpia y me traigo la ropa sucia. Me escribe, yo también le escribo casi todos los días. Estamos casados desde hace diez años y yo soy... bueno, sí, nunca estuvimos juntos. Claro que quisiera un hijo, tengo treinta y cinco años. Él, él más. Pero pedimos muchas veces, y todas las veces nos dijeron que no. Como si un hijo suyo tuviera que ser malo por fuerza».

    Asentía sin responder: en su llana exposición de los hechos no había lugar para las preguntas. Ese, entendía, era el tenor de las palabras que desde hacía años, y con gran habilidad, reservaba para los periodistas. Un tono que no consideraba comentarios o réplicas, profundizaciones o curiosidades.

    «De día vivo acá, en la casa de Anita. Aquí duerme Costanza. A la noche estoy del otro lado del patio: nos arreglamos dos cuartitos, para cuando él salga, con sus muebles, sus cosas.

    Tómese otro rosolio, coma otro pedazo de torta. La pieza de Anita está acá arriba, ¿la quiere ver?».

    Tres escaloncitos, un descanso, una puerta cerrada, escaleras que seguían hacia arriba, blancas y desnudas.

    «Acá dormía ella, la policía buscó aquí dentro miles de veces. No encontraron nada, no había nada».

    Abrió la puerta y encendió la luz que había encima de una cama casi monacal en hierro fundido. En las paredes, muñecas de todo tipo y dimensión. Centenares, sentadas ordenadamente en estanterías de madera, con ojos de largas pestañas abiertos de par en par y fijos en el vacío con aire interrogativo; las manos blancas, de uñas pintadas, extendidas para recibir un abrazo; las faldas, voluminosas y de diferentes colores, plegadas sobre las rodillas para que ocuparan menos espacio. Esa visión me pareció macabra y triste, casi como un incomprensible llamado de maternidad a una mujer que había sido privada por los eventos y por una elección de vida. No atreviéndome a entrar, enmudecía sobre el ingreso, observando las sábanas bordadas y el cobertor de hilo blanco, en un encaje pesado y elaborado. Un crucifijo negro sobre el muro blanco. La foto de un hombre joven y desconocido en la cómoda. Un silloncito pegado a la pared, cubierto de terciopelo oscuro, sobre el cual se sentaba una muñeca enorme vestida de novia. Un arcón de vieja madera, un armario de dos puertas y muchas, muchas estanterías cubriendo las paredes en un torbellino de telas multicolores.

    Volví a la cocina, casi en puntas de pie, incómoda, como si hubiera violado voluntariamente la intimidad de un ausente.

    «Nos conocimos en la cárcel, donde íbamos a ver a mi hermano, condenado inocente. Al final, el verdadero asesino se acusó antes de morir. Entonces revisaron el caso y lo soltaron. Pobre Andrés, no tuvo buena suerte, murió el año pasado. Le dispararon en la peluquería de la plaza mientras se cortaba el pelo. Fui ―corrí así, como estaba en casa― y lo encontré en el piso, en un mar de sangre. Nunca los agarraron. Claro que sabemos quiénes son. Quién los mandó. ¿Pero qué quiere que haga? Tenemos que callar».

    Solamente en ese momento, siguiendo su mirada, me di cuenta de que, en silencio y escondida por el respaldo del sillón que se encontraba frente a la chimenea, se sentaba Costanza, la sobrina del boss, que vivía allí, tratada como una empleada.

    «Haz un café».

    De nada valieron mis palabras: no quería nada más. Ni para comer, ni para beber. No estaba allí para eso. Sobre la mesa, sin embargo, aterrizó otra cafetera y tuve que aceptar, pensando resignadamente en la noche insomne que me esperaba.

    «Cena acá, ¿verdad? Va a tener que conformarse, nosotras somos gente pobre, nos arreglamos con lo que nos da la tierra, con lo poco que gano doblando ropa. Pero claro que cena acá, después la acompaño a la ruta y en diez minutos está en Nápoles. No puedo permitir que coma sola en el hotel. Entonces, le estaba diciendo, lo veía en la sala de visitas cuando íbamos a ver a mi hermano. Yo tenía diecisiete años, él treinta y cuatro. Se veía que era un señor. Estaba parado y me miraba fijo. Todas las veces. Yo le dije a Andrés: Dile a ese que no me mire así. Un día se me acercó, tenía una rosa en la mano y la olía con una sonrisa en la boca. Me la dio y yo no pude negarme. Me enamoré. Después, esa misma noche, recibí un telegrama. El primero. Manda a tu padre a visitarme que le tengo que hablar. Y así me volví su novia.

    Después lo transfirieron a la Asinara y nos llevó mucho tiempo poder casarnos, nos casamos en la oficina del director, los guardias llevaron una torta, pero mi porción no me la comí, se la di a él, que en la cárcel no tenía. Me vestí de blanco, pero muy simple, lo hicimos nosotras, con una modista de acá. Después volví a casa. Ni siquiera una hora más de visita». Contaba todo con tono distante y sin emociones, como una poesía aprendida a las apuradas y recitada muchas veces, sin prestar atención al sentido, obligada solamente a poner las palabras en fila, una detrás de la otra.

    «Hacemos una tortilla, son los huevos de nuestras gallinas, son buenos, va a ver. Yo cocino bien, me gusta mucho. Se la hago yo. Después le cocino un poco de espagueti. Y dos tomatitos del Vesubio y la rúgula del campo. Yo la junto a la mañana temprano, cuando está más perfumada. Costanza, pon la mesa y trae el auto de la señora, que no debe estar allá. No se sabe, ya no es más como antes: ahora roban. Déselas las llaves, que se lo entra al patio, que no lo toca nadie: estamos solas».

    En silencio, sin reaccionar, extendí las llaves a Costanza.

    «Siéntese allá, que está más cómoda, mientras yo preparo. Ahora le muestro las fotos. No, estas del matrimonio nunca se las di a nadie: no quiero que vayan a parar a los diarios. Al menos estas. Eh, Costanza no se casó todavía, no tiene a nadie. Nadie se le acerca: saben quién es y tienen miedo. Es una buena muchacha, trabajadora, sin cosas extrañas en la cabeza. Ahora, cuando las cosas empiecen a andar mejor, se lo buscamos un marido, también a ella. Claro que, si hubiera estado... pero ahora es mejor que esté conmigo, así no voy sola, que no está bien. No, cuando voy a la visita se busca una vecina para que la acompañe a la vuelta y me lleva a Nápoles Garibaldi para tomar el tren de las nueve de la noche. Cuando vuelvo, me van a buscar. Además, yo no quiero estar acá sola, no está bien una mujer sola. ¿Y usted? ¿Dónde está su marido?».

    «Soy divorciada. Él está en París y yo en Milán».

    «¡Cómo! ¡Divorciada a su edad! Se le va a hacer difícil encontrar otro. No, a lo mejor un viudo a su edad se puede encontrar. Tiene un buen trabajo, pero va a ser mejor si lo deja, porque a un hombre puede no gustarle que vaya de acá para allá. También a Rita, que tiene treinta y nueve años y ningún oficio, le encontramos un buen marido.

    Aunque ni siquiera tiene dinero: hizo la dote en cuotas, para no pedir en la casa, que no pueden. Después las pagó él, que es un señorito, tiene un negocio en Nápoles y vive solito con la madre. Se casan el año que viene y ella va a ir a vivir allá. Hay una mujer, aquí, en Settimiano, que hace este trabajo, después usted le hace un regalo, y él también le hace un regalo, el marido, antes de casarse, si queda contento».

    Escuchaba sin hacer un solo comentario.

    «No todos se casan enamorados como yo, pero todos los matrimonios con un poco de buena voluntad salen bien. Otra que divorcio, esas cosas se hacen solamente en el norte. ¡Pero usted ya no se puede casar por la iglesia! Ese es un problema, para muchos es importante. Bueno, Costanza, ya lo pusiste en el patio; ahora prepara la mesa. Busca una botella de esas que le gustan a mi marido, que se la hacemos probar a la señora».

    «Gracias, pero yo no quería cenar; poca cosa y luego me voy. El camino lo conozco, no tienen que molestarse». Mentí sin vergüenza, pensando con horror en el recorrido desierto, en los carteles ilegibles o inexistentes, en el cuarto de hotel, desesperadamente lejano.

    Por primera vez una entrevista se me escapaba de las manos; no era yo la que hacía las preguntas, ni la que conducía la conversación; era la entrevistada la que indagaba sobre mi vida privada, la que proponía argumentos, silenciando los no deseados.

    Llegando a Settimiano, atravesando ese portón y sin darme cuenta, había entrado en un mundo cuyas reglas me eran totalmente desconocidas. Un mundo de mujeres dirigidas por hombres físicamente ausentes, pero presentes cómo, y más, que los otros, soberanos de un harem que dictaba el ritmo de sus vidas según la cadencia de los coloquios en la cárcel. La jerarquía masculina y camorrista se reflejaba con precisión en la sociedad femenina, por la cual la esposa del boss era respetada y obedecida más que cualquier otra. Se dirigían a ella para exponerle los problemas más graves y pedir consejo, se adherían escrupulosamente a sus decisiones. Le llevaban pequeños regalos como signo de sumisión y de alianza. Se aprovechaba cada ocasión con solicitud para honrarla: no había casamiento, bautismo o comunión a los cuales no fuera invitada en calidad de testigo

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