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Vackimanan
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Libro electrónico244 páginas3 horas

Vackimanan

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Información de este libro electrónico

Todo ha cambiado. Prepárate para lo nuevo.

Estás en peligro. Lo sientes. Sucede algo inexplicable. A tu alrededor todo cambia, pero nada parece alterarse. Emprendes una extraordinaria travesía, sin moverte del sitio donde te encuentras. Ya no eres quien crees, ya no se trata solo de ti. Exploras los senderos y laberintos que se abren a tu paso. Los destellos de otras realidades desafían tu razón. Un mundo desconocido te espera. Es hora de comenzar el viaje definitivo.

Vackimanan es una novela. Un libro de relatos. Una aventura alucinada, sin límites ni fronteras, para la que no existen mapas ni atajos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 oct 2021
ISBN9788418608247
Vackimanan
Autor

Daniel Marín

Daniel Marín (1985) es copywriter, guionista y escritor. Colabora con CNX, la agencia creativa de Condé Nast España, donde trabaja para marcas como Inditex, Samsung o Bvlgari. Compagina esta labor con la publicación de artículos sobre cine en medios como Jot Down o GQ, junto a la guionización de piezas publicitarias y pódcast. Ha escrito episodios del programa de culto Negra y Criminal (Cadena SER/Podium Podcast, 2016-2019) y ha coescrito Una novela criminal (Podium Podcast, 2018), adaptación de la novela homónima ganadora del Premio Alfaguara. Crónicas del futuro (Podium Studios, 2019) es su primera ficción sonora, un branded pódcast realizado para Coca-Cola España, nominado al mejor branded content del año en los Premios BCMA 2020 y ganador de la medalla de bronce al mejor branded content en los Best Awards 2020. Ha publicado dos relatos: «Los demonios de Wenceslau», en la antología Escritos para el cine (Fundación Rebross/Notorius Ediciones, 2017), y «Hombre rata», en el décimo número de la revista literaria La gran belleza (2020). Vackimanan es su primer libro.

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    Vackimanan - Daniel Marín

    Vackimanan

    Daniel Marín

    Vackimanan

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608728

    ISBN eBook: 9788418608247

    © del texto:

    Daniel Marín

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ANTEZONA

    —Mantente alerta a partir de ahora. Cualquier cosa puede suceder.

    —¿Perdón?

    —Sé precavido. No intentes hablar con él de ningún tema personal, tampoco de política. Es un requerimiento de sus agentes. Alguien te advertirá sobre ello antes de empezar. Te provocará, es impredecible, ve con cautela. Paga una fortuna a un ejército a su servicio que lo protege de sí mismo. Estamos demasiado familiarizados con sus salidas de tono. Mejor no lo provoques, por favor. Puede contigo, no lo dudes. Tiene la manía esa de las puertas. Habrás oído hablar de ello.

    —Me suena, sí.

    —Siempre está pendiente de las puertas. Las examina, las palpa, las abre y las cierra sin parar. Ya lo verás. Te sacará de quicio. Tú a lo tuyo.

    —Vale.

    —Como bien sabes, suele decir que está a favor de la pena de muerte. Sacará el tema, aunque no venga a cuento, solo para ponerte a prueba. No le sigas la corriente. Hablará del suicidio, como siempre, y del apocalipsis. Ya sabemos qué opina y no queremos que se repita lo de hace diez años. Lo recordarás, seguro. Es propenso a divagar sobre crímenes, cine clásico o coches, le encantan. Si le sigues la corriente, no hablaréis de otra cosa.

    —De acuerdo, gracias.

    —Nunca ha soltado ni una palabra sobre su vida privada; mejor no indagues.

    —Sí, me lo has comentado antes.

    —Es por aquí.

    —Me ha sorprendido que la cita fuera tan urgente.

    —Las cosas pasan así.

    —No sé nada de la obra, ni siquiera he recibido un ejemplar.

    —Ni lo recibirás.

    —¿Y un fragmento? ¿Una nota de prensa?

    —No.

    —¿Has leído el libro?

    —Nadie lo ha leído.

    —¿A qué hora me reuniré con él? ¿Me está esperando o…?

    —Antes tendrás que leer la obra.

    —Pero me has dicho…

    —Espera a que se enciendan las luces. Este pasillo es muy estrecho y está oscuro. Vamos.

    —No sé si he entendido…

    —Perdona que vayamos tan deprisa; no queda tiempo.

    —Te decía si…

    —Leerás la obra íntegra.

    —¿Ahora? ¿El libro entero? Pero…

    —Digamos que lo leerás de una manera nueva. Hay que subir por estas escaleras. No debí traer tacones. Mala decisión. Lo siento, en esta parte del edificio no hay ascensores.

    —¿Qué tipo de novela…?

    —¿Quién ha dicho que sea una novela? Sígueme. Por aquí, a la derecha.

    —¿Cuánto tiempo me llevará leer…?

    —Te va a desafiar. No te lo tomes muy en serio. Déjate llevar. Disfruta del viaje.

    —Solo quiero hacer bien mi trabajo, Samantha. Sé todo lo que puede saberse sobre él.

    —Y él lo sabe todo de ti. Si lo decepcionas, no volverás a verlo. Lamento que sea así.

    —¿Lo va a entrevistar más gente?

    —Eres el único que va a entrevistarlo.

    —No entiendo la desidia de los medios. Me sorprende, tratándose del lanzamiento más esperado del año.

    —¿Esperado por quién? Esto es solo un juego. Te ha elegido a ti, Ulises. Por eso hemos contactado contigo. Los motivos solo los conoce él. Como os llamáis igual, a lo mejor le ha parecido gracioso.

    —Yo no soy periodista.

    —Ni la agencia ni mucho menos la editorial tienen voz ni voto en esto. Él tiene el control y toma las decisiones. Es tu oportunidad.

    —¿Cuándo se publica el libro?

    —¿Vas a hacerle las mismas preguntas estúpidas con las que me estás atosigando? Es broma. Él te diría estas cosas. Comprendo tu preocupación. Es tu primera entrevista. Te ha tocado un trabajo difícil, créeme, pero es una gran oportunidad.

    —Yo…

    —Mira, este proyecto es algo… nuevo. Cuidado, aquí el techo es bajo.

    —No sé si lo he entendido.

    —Nadie sabe a qué ha dedicado su tiempo los últimos años, ni siquiera sus colaboradores de toda la vida. Así lo quiere. Él manda, cómo no. Te ayudo en lo que puedo, Ulises. Sigamos.

    —Supongo que busca hacer algo distinto. Trascender.

    —¿Qué?

    —Trascender.

    —Trascender… No sé muy bien qué significa eso, tampoco creo que lo sepa él. Nosotros editamos libros. Ese es nuestro trabajo.

    —Libros que trasciendan, supongo.

    —¿Decías?

    —Nada, disculpa.

    —Hay mucho eco y apenas te oigo con estos tacones. Mala decisión. Ya hemos llegado. A partir de aquí, sigues tú.

    —De acuerdo, gracias por acompañarme. No conocía estas instalaciones.

    —Esta parte del complejo no se usa.

    —Es extraño que haya elegido un lugar así.

    —Piensa que puede inspirarte para comenzar a escribir. Él busca tu primera reacción, quiere que todo sea muy fresco y auténtico. Déjate llevar.

    —De acuerdo. Estoy un poco nervioso.

    —Va a ser una experiencia intensa.

    —Supongo que eso es bueno.

    —Baja estas escaleras y sal por la puerta de servicio que encontrarás al fondo.

    —¿Dónde me está esperando?

    —Tranquilo, esto no ha hecho más que empezar. Lo harás bien. Sé tú mismo.

    —Gracias por contar conmigo.

    —Nos hemos limitado a cumplir sus deseos…, sus órdenes. No iba a aceptar a ningún periodista que no conociera en profundidad su trayectoria.

    —No soy periodista.

    —No le importa que no sepas nada del nuevo material. Trabajarás con lo que quiera ofrecerte. Se me hace tarde. A ti también.

    Ulises empujó la pesada puerta de acero y se desintegró en un inflamado destello de luz. El cielo cubierto era un techo atorado de cemento, sostenido con gruesos muros de aire petrificado. Por sus grietas se colaban gotas de agua heladas que iban a posarse en los labios de Ulises. La temperatura se había desplomado; tembló de frío. Frente a él, se extendía una explanada desértica serpenteada de pistas enmarañadas, cuarteadas, salpicadas de señales luminosas ya fundidas. A unos metros a su izquierda, una torre de control se erguía orgullosa, suplicando prestar servicio. Lejos, apenas podía distinguir un muro de hormigón recorrido con franjas rojas y blancas. Intentó orientarse. Las terminales principales se encontrarían a su espalda, llegaban a sus oídos restos de ráfagas a reacción. No, eran truenos. No podía saberlo. La sección del aeropuerto en la que estaba parecía abandonada. Había perdido la cuenta de la cantidad de tiempo consumido entre escaleras y pasillos interminables. Se giró y observó el imponente edificio del que había salido; se sintió diminuto.

    Tras el fuste de la torre surgió el fragor de un motor diésel. Una ensordecedora bala metalizada de diez metros invadió la pista dirigiéndose hacia él, lanzada con ímpetu, como un juguete de cuerda. Sobresaltado, Ulises retrocedió y se arrimó a la pared del edificio. El Pegaso Z-403 llegó súbitamente y paró, preciso, a su lado. Los retumbantes latidos del motor de seis cilindros que llegaban de la parte central del autobús le imponían. Desde ese flanco, el derecho, intuía al chófer como una sombra a través de la ventanilla de la puerta de pasajeros. Este lo miraba. Decidió acercarse y abrir la puerta.

    —Buenos días, tengo una entrevista.

    —Suba.

    Cerró la puerta y el cielo se vació con estrépito.

    Al acelerar, el motor se revolvió y demostró músculo, espoleado por el aguacero. Ulises era el único pasajero. Las filas de asientos se tiñeron de fulgurantes y trémulas sombras de lluvia. Se dirigió hacia el segundo nivel, en la parte de atrás. Se sentó al lado de una ventana; apoyó la cabeza en el cristal frío y empañado. Intentó relajarse viendo las gotas de agua escurrirse por la superficie, hundido en el cómodo asiento. El bus le pareció muy antiguo. Cada nueva gota seguía el camino quebradizo que dejaba la anterior. El techo cedería ante el racimo de metralla. Tuvo la sensación de girar y girar siguiendo las flechas dibujadas en el suelo, preso de un juego infantil guiado por señales de tiza. A su paso, los hangares monumentales hacían la venia. Se preguntó de dónde podrían haber salido, no los había advertido cuando salió del edificio, con ese tamaño resultaba difícil no reparar en ellos. Quiso levantarse para preguntarle al conductor hacia dónde se dirigían. El pasillo era infinito y se dejó llevar, fabulando con lo que acontecía tras las ventanas del segundo piso, fotografías sobreexpuestas de un escenario ilusorio. La lluvia era gruesa y copiosa. La estructura metálica monocasco absorbía sin esfuerzo las sacudidas del firme agrietado. Las avionetas enfiladas que veía Ulises a través de su ventana no habían volado en años. Descarnadas, enseñaban sus entrañas inertes. El autocar sobrepasó un conjunto de monolíticos edificios, grises e imponentes. Podrían ser instalaciones militares, oficinas o aulas; la densa cortina de agua desfiguraba los detalles. Todo parecía desierto y clausurado, un mundo abandonado desde hacía décadas. Entrecerró los ojos. Las gotas que habían abandonado el camino trazado por sus compañeras flotaban ante él, sobre un torbellino de vapor que se enredaba mucho más abajo, en los guardabarros, se escurrían por los bajos y seguían a la zaga del gran vehículo, deslizándose al trote sobre la pista de agua.

    Aquel célebre escritor en épocas pasadas, de los más vendidos temporada tras temporada, siempre hacía gala de una cacareada excentricidad en cada uno de sus lanzamientos. Si se trataba de un ímpetu genuino o cuidadosamente impostado, todavía se discutía con desgana entre aficionados y críticos. En el gremio se comentaba su querencia por los rincones exóticos para conceder entrevistas o presentar sus trabajos: una solitaria pensión en una aldea, una hamburguesería del centro de la capital o la floristería de un cementerio. Dio a conocer una de sus novelas más notorias en un monasterio encumbrado en lo alto de una cordillera. Convertía cada noticia que le incumbía en un acontecimiento.

    Era amado y odiado hasta el delirio por los lectores. Aquellos con poder de influencia lo trataban con respeto y admiración, salvo los acérrimos enemigos, con los cuales llegó a protagonizar mediáticas batallas dialécticas. Se había peleado en encuentros, ponencias y programas televisivos. Muchas figuras respetadas del periodismo y del mundo de la comunicación renegaban de su figura por principios. Otros le rendían pleitesía. Algunos, poderosos o no, lo temían. Unos pocos compartieron con él amistades, drogas y orgías. Los jóvenes que lo habían tratado lo consideraban la más exquisita de las torturas. Un par de teóricos de la nada habían obtenido notoriedad con inflados ensayos sobre su obra. Un escritor mediocre publicó una biografía no autorizada que le procuró suculentos réditos y varias demandas. A bastantes charlatanes una breve reunión con él les bastaba para lanzar incendiarias noticias a la cochiquera de admiradores, aduladores y curiosos ávidos de primicias; adictos a la indignación, maestros en airear en el alcantarillado detalles alucinados y truculentos. «¿Qué tiene que ver todo esto con la escritura?», se suele decir. Ruido vacío, comedia barata, publicidad morbosa. No era un escritor bueno ni malo. Contaba lo que podía contar cualquiera, lo que se contaba desde siempre, pero lo contaba con su estilo, que nadie sabía explicar.

    La primera entrevista, tras décadas de silencio, tendría lugar en algún escondrijo del aeropuerto principal de la ciudad y nadie parecía estar al corriente. Ulises estaba inquieto y excitado. Supuso que su tocayo buscaría cierto aislamiento, un poco de intimidad y misterio. Si la noticia corriera por las redacciones, crear la atmósfera necesaria para conversar con tranquilidad sin pensar en el tiempo se tornaría en un esfuerzo estéril que lo espantaría otro buen puñado de años. El escritor solía documentarse con escrupulosidad sobre sus entrevistadores: leía sus trabajos, se informaba sobre dónde habían estudiado, analizaba su recorrido profesional. Hacía dos o tres llamadas. Si no le gustaba el tono, el tratamiento o el medio donde escribía o había escrito, cancelaba la cita. Él dirigía los encuentros. Cuando su interlocutor no le daba réplicas satisfactorias, lo sometía a un tosco castigo pseudointelectual hasta que abandonaba el cuadrilátero, orgulloso o humillado. Los curtidos sabios consideraban al Ulises escritor un talento fatuo, de oficio sobrevalorado, demasiado lejos de las vicisitudes reales de la profesión.

    Para el convencido y bisoño Ulises, el gran genio buscaba el sentido de hacer lo que hacía en los tiempos que corrían. Se empieza de cero al comenzar un nuevo libro. El autor está desnudo y aterido. Aprende de nuevo, primero a andar, luego a leer y a escribir. Vuelve a nacer cada vez que empuja hacia la luz la primera palabra. Ulises imaginaba que el Ulises escritor no buscaba su oro muy lejos, en pensamientos inaprensibles, en planetas remotos. Seguro que prefería indagar dentro de los vericuetos más recónditos y convulsos de las personas que tenía cerca, si tenía a alguien cerca en su vida. Tomaba la temperatura del público, eso era. Leía a través de lo que habían leído sus lectores. Buscaba algo que brillase en ellos. Al entrevistador Ulises le parecía un procedimiento lleno de peligros. Ojalá encontrase las palabras adecuadas y el valor para saber transmitir todas las ideas que ululaban en su cabeza. Quería servir de inspiración para el mentor, ofrecerle una motivación para que volviera a escribir antes de que pasaran tantos años. Qué soberbia por su parte. No era nadie y el tiempo pasa rápido, sí, pero Ulises lo había elegido a él, un joven Ulises que apenas tenía publicadas un par de entrevistas y un puñado de artículos en una revista local que nadie leía. Se sentía orgulloso de una forma que no terminaba de comprender. Había conseguido sortear la burocracia de la editorial y atravesar el blindaje de la agencia. Se preguntaba si habría podido hacerlo sin que Ulises, el escritor, no le hubiera abierto amablemente la puerta, solo un poco, lo justo para meter un pie. Algo había visto en sus textos: un estilo, una idea, una brizna de valentía, una ingenuidad valiosa, pasión destilada en bruto.

    Estaba excitado con la idea de triturarlo con preguntas bien afiladas: «En la novela tal, en el párrafo cual, escribiste tal cosa», algo así. No eran buenas preguntas, munición de fogueo propia de un novato. Si quería gozar del privilegio de penetrar en su mente, debía ganarse su respeto, hacerle entender que él, un chico con ideas, sabía de lo que hablaba; podía aguantar de igual a igual la mirada enfocada, hablando de asuntos desafiantes. Artista contra aspirante a artista, ambos batiéndose. La crónica de aquel coloquio se imprimiría para siempre y, a lo mejor, quién sabe, podría cambiar su vida o la de alguien que la descubriera. Él era el elegido y estaba preparado. Lo único que buscaba el escritor era sentirse cómodo para hablar de ser humano a ser humano. Ulises estaba convencido de ello. Quizás el otro Ulises anhelaba un tipo de mayéutica extinta, una relación tan profunda y breve que pareciese un acto amoroso del azar, una vida compartida con paciencia a lo largo de un puñado de horas, una motivación para seguir escribiendo, la chispa con la que empieza todo. Ulises, el entrevistador, todavía era un idealista. Creía en los conceptos absolutos de belleza, verdad…, qué ingenuo, demasiado. Salía caro profesar esa fe. Por qué tenía que conocerlo. De qué le serviría. Qué importaba él. Debería bastarle con leer sus libros. De existir algo valioso, se encontraría en las páginas.

    Pararon. El zapateo átono en el techo ahogó el suspiro del motor. Ulises se levantó y caminó por el ancho pasillo, bajó al primer nivel y se dirigió hasta el asiento del chófer. Miró a través del amplio parabrisas. Una valla de unos tres metros de alto les cerraba el paso. Un panel desconchado ofrecía una indicación. El aguacero no le permitía leerlo.

    —¿Falta mucho?

    —Ya queda menos.

    —No conozco este lugar.

    —Nadie lo conoce.

    El conductor se bajó y corrió hacia un puesto de control vacío que se encontraba a la izquierda de la verja. Una vez refugiado bajo el techo de uralita de la caseta, levantó la tapa del cuadro de mandos y accionó un botón rojo que arrojó un chasquido. La verja chirrió y comenzó a deslizarse con torpeza. Volvió a subir empapado. Ulises pudo leer lo que indicaba el letrero: «

    Antezona. Espere»

    . Apreció a su derecha, al otro lado de la valla, una masa negra de cemento y aluminio. Se preguntó por qué no se había largado. Diluviaba.

    El autobús reanudó la marcha flotando ligero sobre el manto de agua. Giró a la derecha, luego a la izquierda. El pavimento estaba en peor estado y circulaba demasiado rápido, Ulises apretó los mullidos reposabrazos. Rodearon un hangar en cuya entrada se acumulaban chatarra y basura. Apenas podía distinguir nada por las ventanillas. Se preguntó para qué serviría todo aquello. ¿Vendría alguien a recibirlo? La antezona parecía aún más desolada que el anterior sector del aeropuerto, si pudiese asegurar que aún se encontraba dentro de su delimitación. Recorría un decorado. Fantaseó con la idea. Una reproducción a escala de lo que debía ser un aeropuerto real. Aparecería la mano regordeta del demiurgo ciclópeo y colocaría un hangar más de plástico inyectado, provocando un iracundo temblor.

    —Disculpe, me gustaría que diese la vuelta. Hace muy mal día y yo…

    —Ya hemos llegado. Baje.

    —De acuerdo.

    Ulises abrió la puerta con un crujido puntiagudo. La lluvia entraba con fuerza.

    —¿Es aquí?

    —Busque el acceso.

    Ulises reparó en la gigantesca nave. Se recreó en examinar la imponente construcción a través de la persistente tromba. Del techo, por las paredes, caían espesas cascadas. Tras ellas, se bañaba un gran número cinco pintado en negro. Se preguntó dónde estaría la puerta. Bajó y de inmediato el monocasco dio media vuelta con animosidad y emprendió un camino desconocido. Ulises reparó en que no llevaba sus cosas; había olvidado la mochila en el asiento. Corrió tras el Pegaso argentado, difuminado tras las cortinas acuáticas grises, hasta que se desvaneció. Cómo podía haber sido tan idiota. Supuso que podría avisar a alguien después. Ya estaba empapado. Se acercó a lo que parecía la fachada, allí no había ninguna entrada. Corrió rodeando el hangar o el almacén. Era la instalación más grande que recordaba haber visto aquella mañana. Se encontró frente a una indicación: «Cara oeste». Siguió la señal y llegó hasta una estrecha puerta auxiliar. Al lado había una mesa con un par de sillas. Varios platos y tazas de desayuno rebosaban. Se quedó absorto mirando el chapoteo de las gotas bañándose en la cubertería. Había llegado tarde. Llevaban años ahogándose,

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