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Algo más que un crimen
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Libro electrónico194 páginas2 horas

Algo más que un crimen

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En una platea en penumbras y sin que nadie lo advirtiera, un crimen horrendo estremeció la ciudad.

Un terremoto demoledor asoló Chile en mayo de 1960. El alcalde de Talca recibió una orden inapelable: demoler el Teatro Municipal. El edil, desconsolado, organizó una gala para despedir el símbolo cultural de las elites talquinas. Nunca imaginó que durante la representación teatral, y sin que nadie lo advirtiera, se cometería un crimen horrendo.

Los sospechosos tenían motivos para cargarse a la víctima y, a la vez, una coartada sólida para defender su inocencia. Siendo así, ¿quién era el asesino? ¿Cómo es que nadie vio ni oyó nada? ¿Por qué, además de una bala en el cuello, se encontró un puñal finísimo clavado en su corazón?

La Policía, a cargo del comisario Gutiérrez, o don Marmaduque Donoso, detective aficionado y perspicaz, intentarán desvelar el misterio.

El lector, de la mano de los investigadores, recorrerá la ciudad y convivirá con una sociedad segregada, altanera y aferrada a su tradición aristocrática. Procurará descubrir al asesino y algo más: conocer o recordar una ciudad que entonces languidecía cerquita del fin del mundo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2020
ISBN9788418073984
Algo más que un crimen
Autor

Alfonso Morales Celis

Alfonso Morales Celis nació en Talca (Chile), en 1940. Periodista y licenciado en Comunicación Social, Universidad de Santiago (Chile). Diplomado en Humanidades, Universidad de Talca (Chile). Máster en CCSS, mención Comunicaciones, Universidad de Artes y CCSS (ARCIS) de Santiago (Chile). Desde 1960 fue funcionario de Correos y Telégrafos. A partir de 1970 participa en el gobierno del presidente Allende como asesor político de la intendencia provincial de Talca. Como consecuencia del golpe de Estado de 1973 es exonerado de sus cargos, detenido, torturado, declarado culpable de «asociación ilícita» y condenado a varios años de cárcel. Busca asilo en España y vive allí un largo exilio. Regresa a Chile en 1992 y trabaja en comunicaciones de distintos servicios del Estado. Desarrolla una intensa actividad cultural y dirige talleres literarios en centros penitenciarios y a grupos particulares. En la actualidad vive en España.

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    Algo más que un crimen - Alfonso Morales Celis

    Algo más que un crimen

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418104015

    ISBN eBook: 9788418073984

    © del texto:

    Alfonso Morales Celis

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Talca, mi ciudad.

    Y a mi barrio de Santa Ana,

    origen de fantasías y nostalgias.

    «… la justicia no es otra cosa que

    la conveniencia del más fuerte».

    Platón

    Capítulo I

    Se ha cometido un crimen

    Una onda apenas perceptible, como un susurro, recorrió el cortinaje de entrada del Teatro Municipal de Talca. Víctor, indeciso como de costumbre, creyó escuchar algo: una brisa, unas pisadas furtivas tal vez, pero cuando se volvió para mirar hacia el gran portal no advirtió nada extraño. Todo estaba en calma. Titubeó un momento y miró a Genaro, su jefe, a la espera de una decisión que no llegó. Luego, encogiéndose de hombros y sin dar más importancia al incidente, ambos continuaron con sus faenas.

    Los dos tenían razones diferentes para poner atención a la entrada de la sala. Además, el aire helado despertó la duda en Víctor. Nunca estaba seguro de nada. Tampoco en esa ocasión y temía el reproche de Genaro, siempre empeñado en hacer cumplir sus órdenes. Ese día no escuchó la alarma que hacía brincar el reloj sobre el velador y llegó al teatro atrasado y agitado por la carrera. Eludió la puerta de servicio y entró directamente a la sala por la puerta principal que encontró inusualmente abierta. Después de cerrarla se presentó a trabajar como si nada ocurriese. Genaro lo miró fijamente, consultó su reloj y movió la cabeza a ambos lados sin decir nada.

    Limpiaban, después de la función de la noche anterior, la gran platea con dos cuerpos de butacas tapizadas en terciopelo rojo importadas desde Europa. Así lo había asegurado Casimiro Godoy, el severo administrador del Teatro Municipal de Talca, y Genaro no lo dudó ni un instante.

    —Londres —confirmaba con orgullo Genaro, sintiéndose parte del magnífico teatro—. El más importante del sur de Chile —añadía entusiasmado, apuntando al cielo con el índice de su mano derecha.

    Talca era una provincia que languidecía al sur de Santiago de Chile, la capital del país. La aristocracia agraria, fundada en el latifundio, conformaba una sociedad orgullosa y clasista. Destacaba por su actividad cultural y su icono, el Teatro Municipal.

    Con estricto respeto a la rutina adoptada e impuesta por Genaro desde que comenzó ese trabajo, Víctor limpiaba desde la entrada de la sala en dirección al escenario, Genaro, su jefe, al revés. Ese día, sin embargo, el anciano insistió en cambiar el orden sin más explicaciones. Era habitual que tomara medidas de esa forma, sin consulta, para confirmar su autoridad. Aunque esta vez impuso la orden con mucha más vehemencia que la acostumbrada. A medida que cumplía años, Genaro era cada vez más obstinado y no permitía ni discusiones ni sugerencias. Víctor, sumiso, lo aceptaba sin reclamar. Tampoco lo hizo esta vez, además, ya no tenía ninguna importancia. Nadie, nunca más, volvería a visitar el teatro ni a ocupar esas butacas. Pero es que, además, el muchacho debía el empleo a Genaro y por supuesto no quería enemistarse con el veterano acostumbrado a mandar sin admitir réplica alguna.

    La función de gala de la noche anterior sirvió para despedir al Teatro Municipal de Talca. Los últimos días de ese mes de septiembre de 1960 sus puertas se cerrarían para siempre. Los años y los terremotos que resistió durante su vida lo dejaron maltrecho. Ya no era capaz de acoger con seguridad a nadie y se había resignado a su final. El alcalde Lavín, resistió todo lo que pudo. Habló con las autoridades que quisieron escucharlo. Pero el destino del teatro estaba decidido en alturas donde el alcalde de una ciudad apartada de la metrópolis no pinta nada. Finalmente, sin preocuparse por ocultar su emoción y su tristeza, firmó el decreto que selló para siempre el destino del símbolo cultural de la ciudad desde hacía más de ochenta años.

    Cuando terminaban la faena y recogían sus cosas para marcharse, una lámpara sin luz al final del pasillo, por detrás de la platea alta del ala derecha del recinto, llamó la atención de Genaro. Antes de retirarse, el anciano solía echar una mirada panorámica a la platea hasta quedarse seguro de que todo estaba en orden. De sus años en la milicia y las enseñanzas del sargento Retamal, le quedaba la costumbre de revisar el sitio de trabajo minuciosamente para dejar todo preparado para el día siguiente.

    Con paso lento, un compás normal para su edad y adquirido en muchos años de trabajo, se acercó al pasillo que separaba los dos sectores de la platea y caminó en dirección a la entrada. Puso especial cuidado para ocultar sus movimientos y volvió a mirar las cortinas amarillas, altísimas, pesadas, con cordones trenzados y flequillos que parecían de oro. Las revisó minuciosamente sin encontrar nada extraño. Solo que una de las hojas de las puertas enormes, pesadas, de madera noble y labradas por mano artesana no estaba como él la dejara antes de retirarse la noche anterior. Con un gesto de fastidio, pensando en el atraso de Víctor y cuidando que nadie lo advirtiera la abrió un poco más, calculando dejar la cabida necesaria para el escape de una sombra sigilosa. O, por lo menos, para que nadie descartara esa posibilidad. El viento helado aprovechó la ocasión para escurrirse silencioso hacia la gran sala. El invierno se desentendía del calendario. Hacía frío... mucho.

    —Mira a ver qué sucede con esa luz y, de paso, comprueba si la puerta sigue cerrada. Estoy entumecido —se quejó Genaro mientras regresaba a su puesto, sin apartar la mirada del muchacho y comprobar que cumplía su orden.

    Víctor, que justo lo había visto salir del portal en ese momento, se marchó cabizbajo y mascullando su protesta por lo bajo para que su jefe no lo escuchara. «Si está ahí mismo, por qué no lo comprueba él». El anciano detuvo su trabajo y siguió vigilante los pasos del muchacho, como si desconfiara de su examen o tuviese un especial empeño por comprobar el resultado de su encargo. Víctor se perdió entre las cortinas para juntar una vez más esa puerta, que estaba seguro de haber cerrado antes. Por allí se colaba un viento helado que le hizo tiritar. Frotándose las manos subió los peldaños hacia la platea alta. Al final de la escalerilla, a la derecha, su figura esmirriada se repitió en el gran espejo que cubría el muro desde el piso hasta el cielo y estaba protegido por un marco dorado y barroco. Lucía algunas heridas provocadas por el tiempo y los desastres que dejaron en su belleza cicatrices difíciles de ocultar. Continuó por detrás de las butacas en dirección a la bombilla defectuosa. Buscó una escalera en el cuarto de herramientas situado al final del pasillo y subió para ajustarla. La luz iluminaba por fin sin dificultades la platea alta del ala derecha del Teatro Municipal.

    Fue entonces cuando Víctor advirtió la presencia de una figura en la primera butaca de la última fila. Vestido de gala, como estaba dispuesto para los invitados a la función del día anterior, parecía dormir. Intrigado, el muchacho bajó de la escalera y se acercó tembloroso para tocar uno de los brazos del hombre. Apenas alcanzó a rozarlo con su mano. El sujeto se derrumbó y cayó desde su sitial con un ruido seco que amplificó la acústica espléndida del Teatro Municipal de Talca.

    Genaro, arrastrando los pies, llegaba en ese momento y con su linterna iluminó la escena. El haz de luz mostró el rostro marchito de un hombre vestido de acuerdo al protocolo de los invitados a la función de gala. Parecía muerto y el anciano, por alguna razón, no se ocupó de comprobarlo. Un forado pequeño, oscuro y con algunas salpicaduras de pólvora quemada destacaba sobre su piel blanca. Alguien le había metido una bala en cuello. Víctor, presa del pánico, pálido como un espectro, estuvo a punto del desmayo. Genaro, imperturbable como si se tratase de una situación prevista, lo abrazó para evitar que cayera desvanecido. Lo instaló en una butaca y dándole aire logró reanimarlo. Pero, además, al mirar de nuevo el cadáver, descubrió desconcertado una empuñadura dorada que asomaba por un costado del cuerpo; a la altura del corazón. Se acercó para comprobar con más detalle la situación tan extraña como inesperada. Sin embargo, no había tiempo para indagaciones mayores y sin intervenir en la escena respiró profundo para recuperar la cordura necesaria.

    —Avisa en portería. Que llamen una ambulancia y a la policía —dijo manteniendo una calma poco habitual en el anciano y que Víctor en su estado de nerviosismo no alcanzó a percibir.

    Víctor estaba paralizado. No encontraba fuerzas para cumplir la orden de su jefe. Con los ojos desmesuradamente abiertos estaba clavado en el piso. Solo salió del trance cuando el grito de Genaro atravesó sus oídos.

    —Pero qué esperas… muévete, hombre. Corre…

    El muchacho, todavía algo mareado por los acontecimientos, voló por los pasillos. El corazón, a exceso de velocidad, pujaba por salir de su encierro. Apartó con violencia las pesadas cortinas y abrió las puertas de par en par.

    —¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Hay un hombre muerto en la platea! —gritó con la voz temblorosa y a punto del colapso.

    Por el amplio vestíbulo, cuyo piso de baldosas blancas con adornos rosa lucía brillante y perfumado, circulaban curiosos y estudiantes del Liceo Blanco Encalada, situado enfrente del teatro, en la calle 1 Oriente. Era temprano aún. Se entretenían en mirar los carteles enormes y coloridos que recordaban los días de gloria del Teatro Municipal de Talca. En unos, Clark Gable besaba a Vivien Leight mientras a sus pies la Guerra de Secesión envolvía en llamas desangrando el norte y el sur de la nación. En otros, John Wayne, vestido de vaquero, con un pañuelo al cuello y un revólver Colt 45 en cada mano, hacía justicia en el Oeste americano.

    «Rotativo Triple, tres películas por treinta pesos, la función empieza cuando usted llega», se leía en los anuncios que nadie se molestó en retirar de las boleterías inútiles después del cierre.

    Los curiosos acudieron corriendo a los gritos destemplados de Víctor. El estado lamentable del muchacho contribuyó a aumentar el desconcierto. La confusión y el temor se apoderaron de los parroquianos que husmeaban en el foyer del Teatro Municipal de Talca. Todos se miraban asustados y sorprendidos. Nadie se decidía a hacer nada. Nadie, hasta que caminando sin hacer el menor ruido, por detrás de sus anteojos oscuros, bajito y de rostro impenetrable apareció Godoy, Casimiro Godoy, el administrador. Enterado de lo ocurrido, sin que ni un solo gesto alterara su rostro, se dirigió tranquilamente a su oficina. Cerró la puerta, ocupó su sillón detrás del escritorio y proyectó su mirada por encima de las gafas para asegurarse que nadie le escucharía. Entonces, antes de comunicarse con la policía, levantó el teléfono y marcó sin duda alguna un número que recordaba por el uso frecuente. Mientras esperaba, en una ceremonia habitual, encendió su pipa y el aroma del tabaco virginiano inundó el despacho del administrador.

    —Aló… ¿Marmaduque?... No digas nada… Escucha con atención.

    Capítulo II

    Marmaduque Donoso, detective privado

    Marmaduque Donoso disfrutaba a esa hora de la mañana de su aperitivo diario. Con un cuidado digno del más solemne de los rituales y recordando sus años de monaguillo, ponía sobre la mesa de la cocina un mantel blanco. Sobre el paño inmaculado un vaso alto y ancho. A su lado una cucharilla de mango muy largo para alcanzar el fondo del receptáculo. En él picaba con máximo esmero la fruta que la estación o el transporte desde el norte del país permitieran; en este caso, fresas. Luego añadía un par de cucharadas de azúcar flor, cuatro o cinco cubitos de hielo y unas gotitas de Amargo Indiano para, finalmente, dejarlo reposar unos minutos. Después, cucharilla en mano, agitaba la mezcla con fuerza mientras vertía el vino tinto espeso, oscuro que le traía cada mes un sirviente desde Santa Rosa de Lavaderos; el fundo de la familia al suroeste de Talca. Entonces, mientras acercaba el vaso a su nariz para disfrutar el aroma de la combinación de vinos y frutas, lo cataba con lentitud, sintiendo con placer cómo sus papilas explotaban cual fuegos de artificio. La soledad y el silencio completaban el placer de Marmaduque. Sin el estorbo de conversaciones o presencias impertinentes. Dueño absoluto de una soledad soberbia. Watson, el perro guardián de edad indefinida heredado con la casa que habitaba, no era un problema. Su amo lo conocía desde siempre y estaba seguro de que no se movería de su sitio. A lo más se limitaría a devolver su mirada, clavando en él sus ojos sin movimiento y, a pesar de su letargo, capaz de transmitir mensajes que solo Marmaduque sabía interpretar.

    No terminaba aún de paladear el segundo sorbo cuando el sonido escandaloso del teléfono lo descompuso. ¿Quién era el osado que pretendía interrumpir su descanso?

    —Godoy al aparato. —Sonó una voz ronca y aliviada al reconocer al otro lado del hilo a Marmaduque—. No digas nada… escucha con atención. Ven al teatro ahora mismo, sin demora.

    —¿Pero qué ocurre para tanta prisa? Adelántame algo, hombre.

    —Por teléfono no puedo decir más… Te espero.

    Mientras terminaba su bebida y maldecía entre dientes, Marmaduque cogió su abrigo y el sombrero adecuado. El viejo Godoy, como siempre, lograba despertar su inquietud, usando ese lenguaje de misterio que conseguía provocar la curiosidad sin límites de Marmaduque. Dudó entre los varios bastones que usaba por lujo más que por necesidad y una vez resuelta la elección salió a la calle 1 Poniente. Caminó dos cuadras hacia el sur para encontrar la 4 Norte, conocida como Alameda, y torcer al oriente rumbo al Teatro Municipal, que estaba

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